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Azorín, medio siglo después

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¿Qué queda de Azorín cuando se cumple el cincuentenario de su muerte? Ya entonces, su óbito se vio como el solemne cierre de una época: «El último…» era, por ejemplo, el lacónico título del editorial de La Vanguardia del 3 de marzo de 1967, al día siguiente de su muerte. El periódico catalán rendía así un sentido homenaje al postrer desaparecido de los grandes escritores de fin de siglo que, por invitación de uno sus mejores directores, Miquel dels Sants Oliver, había sido colaborador asiduo. Pero en 1967 ya se habían celebrado los dos primeros centenarios de la llamada generación del 98: el de Unamuno, en 1964, proyectó alguna áspera sombra polémica, por cuenta de su trayectoria política; en 1966, el de Valle-Inclán consagró un encendido reconocimiento estético y una imagen de disconformidad que no harían sino crecer en los años siguientes; luego llegaron la conmemoración del primer siglo de Pío Baroja, en 1972, que trajo una renovada corriente de simpatía por el escritor, y en 1973, la del propio Azorín, en la que abundaron más los ceñudos aguafiestas y la polémica ensombreció bastante el brillo académico de su recuerdo. En 1974 se recordó lo más juvenil y radical de Maeztu y no se dijo casi nada de su larga madurez en pos de cualquier profecía autoritaria; en 1975 se culminó la canonización cívica de Antonio Machado, que tuvo su octava en el piadoso y discreto indulto de la mala cabeza política de su hermano Manuel, justo un año después.

Un excelente e impetuoso libro de Carlos Blanco Aguinaga, Juventud del 98 (1970), había reclamado de aquellos escritores la coherencia progresista que no habían sostenido en su madurez. Otro de Julio Caro Baroja, Los Baroja (Memorias familiares) (1972), reivindicó -con no menor contumacia- el legado liberal, crítico y laico de una época entera de la vida intelectual española, que incluía a Azorín y sus camaradas de fin de siglo, a los institucionistas y a los orteguianos. Con todo, el diagnóstico final no resultó del todo favorable a nuestro escritor y me temo que todavía hoy el notable acervo interpretativo construido por los estudiosos azorinianos compite con una resistente y generalizada desmemoria en la que abundan los estereotipos vacíos y las prevenciones reticentesEn vida, Azorín ya suscitó numerosa bibliografía. El primer trabajo académico sobre su figura fue la tesis doctoral del alemán Werner Mulertt, Azorín, publicada en 1926 y traducida al español y adicionada por Ángel Cruz Rueda en 1930. En los años cuarenta, un primer trabajo valorativo de alguna entidad fue el de Manuel Granell, Estética de Azorín (Madrid, Biblioteca Nueva, 1948), poco anterior a que de Estados Unidos llegaran dos tesis importantes, avanzada de otras muchas: Anna Krause, Azorín, el pequeño filósofo (cuya traducción se publicó en 1955 por Biblioteca Nueva) y Marguerite C. Rand, Castilla en Azorín, extenso y meritorio trabajo traducido para Revista de Occidente en 1956. Poco posteriores fueron las tesis doctorales de Lawrence A. Lajohn, Azorin and the Spanish Stage, y de Edward Inman Fox, Azorín as a Literary Critic (ambas publicadas por el Hispanic Institute de Nueva York, en 1961 y 1962, respectivamente). La segunda fue la primera contribución del más importante, certero y renovador estudioso de la obra de Azorín. A Inman Fox debemos también ediciones anotadas de La voluntad, Antonio Azorín, Castilla y el imprescindible vademécum Azorín. Guía de la obra completa (Madrid, Castalia, 1992).

La primera biografía del escritor fue la de su coterráneo José Alfonso (1931), contemporánea de la de Gómez de la Serna que se cita en el texto; su versión más reciente, Azorín (en torno a su vida y a su obra) (Barcelona, Aedos, 1958), coincidió con el excelente trabajo del historiador de la medicina Luis S. Granjel, Retrato de Azorín (Madrid, Guadarrama, 1958). En el año de la muerte del escritor, su fiel compilador, José García Mercadal, publicó Azorín. Biografía ilustrada (Barcelona, Destino, 1967; ahora en la edición de Francisco Fuster, en la colección «Larumbe. Textos Aragoneses», Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2015); después llegó la muy admirativa y completa de Santiago Riopérez Milá, Azorín íntegro (Madrid, Biblioteca Nueva, 1979). La monografía de José María Martínez Cachero, Las novelas de Azorín (Madrid, Ínsula, 1960) vio la luz todavía en vida del autor y, cerca ya de su final, Jorge Campos publicó unas interesantes Conversaciones con Azorín (Madrid, Taurus, 1964). Ese mismo año, García Mercadal recogió los artículos de Ramón Pérez de Ayala (muerto en 1962) sobre nuestro autor: Ante Azorín (Madrid, Biblioteca Nueva, 1964).

Pero se acercaban las fechas del revisionismo: José María Valverde se movió entre la admiración estética y la incomodidad intelectual en su importante Azorín (Barcelona, Planeta, 1971), coetáneo de la requisitoria de Mercedes Vilanova, La conformidad con el destino en Azorín (Barcelona, Ariel, 1971). Del hispanismo norteamericano llegaron –además de nuevos trabajos de Inman Fox? otros que exploraron y defendieron los perfiles más innovadores de su creación: en los años setenta y ochenta, Kathleen M. Glenn, Leon Livingstone y Robert E. Lott fueron autores de importantes libros sobre la novelística del autor, como hicieron también Antonio Risco en Azorín y la ruptura con la novela tradicional (Madrid, Alhambra, 1980), que trajo a colación el nouveau roman francés, y Renata Londero, Nell’officina dello scrittore. I romanzi d’Azorín fra gli anni Venti e Quaranta (Padua, Unipress, 1997), muy atenta también a la dimensión internacional. La concepción de la historia literaria del escritor se había analizado en la monografía de Manuel María Pérez López, Azorín y la literatura española (Salamanca, Universidad de Salamanca, 1974). En la actualidad, el mejor conocedor de la obra de Azorín es Miguel Ángel Lozano Marco, que, además de ser autor de un buen número de artículos, ha cuidado ediciones de Veraneo sentimental, Los pueblos, Tomás Rueda y los tres volúmenes de Obras selectas del escritor en Clásicos Castellanos (Madrid, Espasa, 1998), con una minuciosa guía bibliográfica final.

La Casa-Museo Azorín, en la calle Salamanca de Monóvar, recoge los recuerdos familiares (fue la vivienda de los Martínez Ruiz desde 1876), la biblioteca y correspondencia del autor, y un notable centro bibliográfico. Hoy la dirige José Payá Bernabé y, desde 1983-1984, publica unos Anales Azorinianos de notable interés y, a partir del año siguiente (1985) ha organizado en la universidad francesa de Pau frecuentes coloquios internacionales sobre el escritor, de los que ha sido director Christian Manso, profesor de aquel centro y también activo publicista sobre Azorín. . Sigue hablándose todavía de la «generación del 98», un concepto que escoltan toda suerte de vaguedades historiográficas, simplificaciones ideológicas y entusiasmos patrioteros. Y, por supuesto, se recuerda que Azorín fue quien propuso el inevitable marbete en sus artículos de febrero de 1913, aunque hace ya mucho tiempo sabemos por qué quiso alzarse –quince años después de 1898? con el santo y la limosna de aquel bautismo interesado. Sigue afirmándose que las novelas de Azorín no son propiamente novelas, que su teatro es inconcreto y que sus valoraciones literarias abundan demasiado en una generosidad casi mecánica y en la apreciación de menudencias que parecen eludir el juicio razonado. Y todo esto se sostiene cuando las novelas han llegado a ser artefactos gnoseológicos cada vez más parecidos a lo que buscaba Azorín, cuando el teatro ha ido haciéndose menos convencional y el ensayismo literario cultiva la microscopía y se complace en la vaguedad hermenéutica. Se acusa a Azorín de ser una sombra fantasmal, refugiada tras un seudónimo y un montón de referencias literarias ajenas, cuando algo parecido podría decirse de Jorge Luis Borges o de tantos otros autores que han optado por la impersonalidad como sello personal. Es cierto que sigue alabándose al gran prosista de frase corta, precisa y clara, donde brilla algún diminutivo preciso, o refulgen con emoción velada tres adjetivos intensificadores, mientras alguna interrogación retórica, que no llega ser demasiado inquietante, o una invitación a la reflexión establecen la necesaria intimidad con el lector. En ese estilo hemos aprendido algo, o mucho, varias generaciones de escritores españoles, pero puede que, al cabo, todo estilo canse y tendemos a asociarlo al de sus imitadores más inanes.

Azorín no fue un surrealista, ni un vanguardista, pero sus «Nuevas Obras» exploraron fecundamente algunos principios de la estética moderna

No es fácil el acercamiento a Azorín, entre el culto de los azorinistas y la sospecha sistemática de los iconoclastas. Ramón Gómez de la Serna –que le debía algunas reseñas elogiosas, que fueron importantes en su carrera? acabó en 1930 una temprana biografía que es penetrante, como suya, pero cuyas sucesivas ediciones fueron dejando patente la pugna de la admiración literaria y la antipatía personal. En 1942, un «Epílogo» recogía sus actitudes ante la Guerra Civil y mantenía intacta su admiración por quien, a despecho de su conservadurismo político, «es aquel a quien he visto comprender mejor, sin agarrarse de uñas como una fiera, lo que varía, lo que vuelve, y que siempre es el primero que saluda a lo nuevo, a lo sucesivo, queriendo ser justo con la vida que viene». Pero el «Añadido final» de 1948, escrito tras la lectura de las Memorias inmemoriales de Azorín, es mucho más negativo con respecto a la impersonalidad que el escritor adoptaba, parecida a una fosilización de quien «se ha acobardado muchas veces y ha pactado con los que parecían sus enemigos, en ciertos momentos, llevando muy cautamente sus relaciones con los poderosos, los triunfantes de cada momento (él cree en los Señores; yo sólo en el señorío)». En el «Ex Libris» que cierra la edición de 1954, Ramón está ya francamente exasperado con «un escritor que creí renovador y que ha acabado siendo “avejentador”, un alma vegetariana que deja una herencia en la que hay que denunciar muchos efectismos, brillantes de corona teatral y un estilo que habrá que someter a candentes y furiosas rabias […]. Él, que fue una larga ilusión literaria, he visto de pronto que fue un “parsimonioso” que sigue dando vueltas y vueltas, sacando agua de la noria clásica».

La evolución del juicio ramoniano pauta muy bien el eclipse parcial de la memoria de Azorín. Y puede que, sin embargo, haya llegado la hora de reconocer al escritor un legado intelectual y estético de primerísimo orden en las letras del siglo XX. Fue, en gran medida, el inventor de la literatura y del paisaje españoles como referencias emocionales de un pasado que percibió demasiado estático, quizá, pero nunca yerto, caprichoso alguna vez, pero nunca gratuito. De todos los autores de su tiempo que escribieron de Cervantes (Unamuno incluido), fue el que lo hizo más asiduamente y con más sutileza interpretativa; de entre sus contemporáneos, fue quien mejor entendió a Pío Baroja y no fue pequeño mérito en quien era tan distinto de carácter y actitud. Azorín no fue un surrealista, ni un vanguardista (como sostienen algunos exégetas), pero sus «Nuevas Obras» (y algunas que las precedieron y otras de su última época) exploraron fecundamente algunos principios de la estética moderna, aunque renunciara de entrada a su parte más irracional y transgresora. En su prosa refinada están los recursos metaliterarios, la fusión de géneros, la complacencia en los automatismos de la percepción, la disolución (incompleta) del yo, la inquietante pelea con la tentadora evidencia de lo visual frente a lo puramente literario (visible en su relación apasionada con lo escénico y la más superficial con el cine). Y fue –quizá sobre todo? un profesional de la escritura con una conciencia de serlo que no fue frecuente en un tiempo donde todavía prevalecían actitudes de abolengo romántico, mesianismos intermitentes y algún que otro narcisismoNo es casual que Azorín fuera el fundador del PEN Club español, a medias con el propio Ramón Gómez de la Serna. Dieron forma a su idea en un almuerzo, el 5 de mayo de 1922, que compartieron con Enrique Díez Canedo, Melchor Fernández Almagro, Ramiro de Maeztu, Ramón Pérez de Ayala y José María Salaverría. Todos se contaban, sin duda, entre los escritores más cercanos a la idea de su profesión que había inspirado, justo un año antes, la invención británica del PEN Club International, en cuya presidencia se sucedieron hasta 1939 John Galsworthy, H. G. Wells y Jules Romains. Azorín fue el primer presidente del club español y le sucedió dos años después Ramón Pérez de Ayala. Y quizá la ausencia de profesionalismo, además de los prejuicios políticos, fue lo que hizo tan corta e intermitente la vida del PEN Club entre nosotros; desapareció en 1936 y no revivió, aunque de modo efímero, hasta 1975..

En el cincuentenario de su muerte, las páginas que siguen pretenden ofrecer tres viñetas de su esfuerzo por definir y dignificar la condición de escritor: los inicios de una firme vocación en la crisis española del fin de siglo; la configuración definitiva, sabia y calculada, de una imagen profesional entre 1905 y 1920; y la nada fácil sobrevivencia a la ardua encrucijada de 1936-1939.

El desembarco radical del joven crítico

No se equivocó del todo Pedro Laín Entralgo cuando observó que la llamada generación del 98 era una constelación de escritores de provincia que fraguó su experiencia española en su decepción de Madrid. Pero en todos los países de Europa –desde Portugal a Rusia y a partir de 1830, más o menos? los escritores de provincias acababan en la capital y la construcción de su imagen del país y de sí mismos se elaboraba mediante sutiles interacciones del talante provinciano –sensitivo, receloso, intimista? y de las posibilidades tentadoras, el aplomo y la vanagloria a las que invitaba la capital. Madrid, París, Viena o San Petersburgo suponían fundamentalmente el paso de una vida literaria de cenáculo a la profesionalización de la escritura.

Azorín trajo de su tierra natal una vocación específica y decidida: ser crítico, lo que no excluía –lo escribió con la peor intención el atravesado Luis Ruiz Contreras? la eventual conquista de una cátedra universitaria. Desde 1850 cuando menos, ser crítico suponía el ejercicio público de una mediación entre los progresos del conocimiento (fundamentalmente, del saber intelectual y políticamente avanzado, que caminaba del brazo de las nacientes psicología y sociología) y un público interesado que ya empezaba a identificarse como la opinión del futuro. José Martínez Ruiz tenía diecinueve años y era hijo del alcalde de Monóvar (y diputado de la mayoría conservadora), cuando, bajo el seudónimo voltaireano de «Cándido», dictó y publicó su primera conferencia en el Ateneo Literario de Valencia, el 4 de febrero de 1893: La crítica literaria en España. Allí exigía un «método» para cualquiera de los dos rangos de la crítica: la «histórica» y la «militante». El mejor de los satíricos seguía pareciéndole el difunto Larra, porque Clarín «no es ningún genio, ni creo que él se tenga como tal», aunque ha «batallado por el buen gusto» y «nadie le negará vasta y sana erudición, de la que abusa a veces». Cuesta, sin embargo, «concederle imparcialidad y consecuencia». Emilia Pardo Bazán era, por su parte, «uno de nuestros primeros críticos, acaso el más ameno», aunque le perjudique «este prurito de brillar en todas las materias» y «desearíamos que la ilustre dama no luciese tanto su figura, no mostrase tanto su yo, pase la frase, cada dos por tres». Para entonces, Azorín esperaba que alguna vez apareciera entre nosotros una crítica superior, que llama «el arte-ciencia […]. Una gran revolución que se está preparando en la literatura europea; estamos abocados a una gran alborada del espíritu humano», y aunque «no sabemos quién es el Mesías», consta el nombre de «el Bautista, quién es el precursor: Emilio Zola».

El folleto de 1895, Anarquistas literarios, dice algo más de esa alborada. Está dedicado a otra figura tutelar, Augustin Frédéric Hamon, provinciano como él, anticlerical y simpatizante anarquista que pasó al socialismo y contribuyó a la formación de la Sección Francesa de la Internacional Socialista. Y es que tampoco el anarquismo de Azorín era tan patente como suele pensarse: «¿Qué hombre amante de la lógica, de la justicia, de la libertad, no es anarquista?», se preguntaba para responderse con una cita del Journal de los hermanos Goncourt, «el salvajismo es necesario cada cuatrocientos o quinientos años para revivificar el mundo. El mundo muere de civilización» y sólo nos cabe invocar a los «bárbaros gigantescos que vigorizaban las razas» (lo «bárbaro» era un adjetivo que enaltecía por entonces cualquier cosa). Y, en rigor, su listado de los «anarquistas literarios» españoles es bastante sorprendente: incluye a Lope de Vega y Moratín, y sigue con Larra. Y, como ya avanzaba en la conferencia valenciana de 1893, Emilio Bobadilla, Fray Candil, seguía siendo su satírico de cabecera, porque es «uno de nuestros más sanos y fuertes “cerebrales”, posee la terrible lógica de Hamon y la sátira punzante y ligera de Mirbeau».

Para entonces ya se escribía con Clarín (que lo calificó con benévola zumba de «anarquista literario») y con Pardo Bazán, que lo estimaba sinceramente. Y no sin motivo, porque Azorín podía ser provocador, pero era cauto y cortés. Siempre sabrá tratar a sus mayores, con una diestra mezcla de piedad psicológica, comprensión por sus flaquezas y respeto por su obra: trátese de Leopoldo Alas, o de Emilio Castelar, de Francisco Pi y Margall o de Joaquín Costa. Su libro Charivari. Crítica discordante (1897) finge ser las páginas del diario de su llegada a Madrid, entre el 25 de noviembre del 1896 y el 2 de abril del 1897, con un notable gracejo que debe mucho a su sistemática lectura de críticos franceses. Ha llegado para trabajar en El País, diario republicano, y todo son halagos de su director, Ricardo Fuente: «Usted tiene independencia, usted tiene originalidad, y será usted algo dentro de poco entre todos estos memos». El nuevo no tiene pelos en la lengua y pone a caldo al adalid literario de la clase obrera, Joaquín Dicenta, que acaba de estrenar El señor feudal, un drama «folletinesco. No hay grandiosidad, vigor, en la obra», porque el autor «conoce las costumbres campesinas como yo las del Japón»: ¿qué es eso de hacer coincidir la trilla y la vendimia, como pretende? Además, es un dipsómano probado que vive con una amante, Amparito, de reputación averiada. Ha conocido también a Unamuno, de quien se siente cercano (porque es «frío, retraído, alejado del trato social» y «escribiendo siempre»), pero «no me gusta su nebulosidad, su incerteza de ideal filosófico, su vaguedad de pensamiento… Para ser socialista […] hay que mirar más alto, y ver más en concreto, tener más fe, tener más tesón del que Unamuno tiene». Benavente, que acaba de estrenar Gente conocida, le parece «mefistofélico», como dicen, y quizá «perverso […] como una horizontal en traje de primera comunión» (lo de horizontal es un galicismo más, que hizo fortuna: vale por prostituta manifiesta). Los mayores elogios de Charivari se dirigen a Pedro Dorado Montero, catedrático de Derecho Penal, publicista y «revolucionario convencido», y, aunque sin nombrarlo, a Clarín, al que retrata melancólico y derrotado: «Ahora ya no es revolucionario, la larga experiencia del tiempo ha llevado a su alma luz bienhechora de tolerancia». Lo demás viene a ser una sociedad de bombos mutuos que, al cabo, no ocultan los fracasos, ley general de las letras españolas. Valle-Inclán, por ejemplo, se ha deshecho de los ejemplares de Epitalamio, porque no la quiere ningún librero: «Es una novela corta, algo incoherente, escrita con cuidado y terso estilo; el asunto, trivial…; los personajes, algo amanerados». Ha colocado cinco ejemplares, pero el alabado Armando Palacio Valdés tampoco vende más de quinientos y Galdós, con ser Galdós, mil. Quizá tantos como su amigo Pereda, que se los endosa a sus entusiastas paisanos de la Montaña.

Azorín y Baroja en Toledo a principios del siglo XX

En 1902, su novela La voluntad ajustó las cuentas pendientes con todo aquello. Es una suerte de observatorio panóptico sobre la crisis finisecular, a veces ingenuamente trascendentalista; otras, demasiado obvia, pero irreemplazable como documento vivo. Allí está toda la experiencia de diez años de ambición y el designio –aún no explícito? de hacer borrón y cuenta nueva: se habla de la decadencia del periodismo de opinión (y de la caducidad de las famas), de la angustia de quedarse sin temas ni ganas de escribir, de la lobreguez del país que engloba tantos fracasos individuales, del eco del reciente año de 1898, de un ateísmo pugnaz (no hay sino leer la explosiva obertura de la novela, sólo aparentemente descriptiva). Y, por supuesto, no faltan las apelaciones a la renovación intelectual más rompedora: Azorín vuelve a citar a Piotr Kropotkin (de quien tradujo Las prisiones, para una editorial valenciana en 1897) y a Sébastien Faure (de quien ya elogió en Charivari su reciente ensayo sobre La douleur universelle), o a argüir en apoyo de su agnosticismo las ideas del evolucionista radical Ernst Haeckel. Y tampoco falta la dimensión metaliteraria: el autor defiende la novela abierta, sin determinismos preconcebidos ni destinos moralizantes, hecha –como lo está La voluntad? de una sucesión de sensaciones, de escenas tensas, de diálogos errantes. Puede que el maestro Yuste de la novela, lúcido paradigma de todos los fracasos, sea un retrato de Clarín, muerto un año antes de la publicación de La voluntad, pero lo seguro es que Antonio Azorín, el desazonado e irresoluto protagonista, va a convertirse en el futuro inminente del propio José Martínez Ruiz: un seudónimo que, dos años después, fagocitó a su creador.

La construcción del escritor público

Azorín reconstruyó después de 1902 su proyecto literario, sin alterar nada de su ambición, pero cambiando su posición ante ella, haciéndola más indirecta. No estuvo ya en medio de la vorágine, sino en un margen cómodo, parapetado tras su seudónimo: no perdió nunca ni su suave humor derogatorio, ni su devoción por lo francés, que ahora se trasladó a la prosa de Montaigne y, mejor todavía, a la actitud ante la vida de aquel escritor descreído e inquisitivo, que hablaba de sí mismo para poder hablar de todo y verlo pasar. El cambio se hizo evidente en la continuación de La voluntad, titulada Antonio Azorín (1903), cuyo protagonista ha sobrevivido a la catástrofe y se complace en la observación plácida a veces, emotiva otras, de su entorno cercano (una cita de Montaigne está incluida en la expresiva dedicatoria de la novela a Ricardo Baroja, pintor y grabador); en 1904, la construcción de Antonio Azorín concluyó en Las confesiones de un pequeño filósofo, delicadas y minimalistas viñetas de niñez y adolescencia. En 1905, el libro Los pueblos (Ensayos sobre la vida provinciana) consumó el cambio, que ratificó ese mismo año el reportaje humorístico (y algo más) La ruta de don Quijote, singular homenaje al centenario del libro. El título del primer libro de 1905 no deja lugar a dudas: tres de sus términos («vida», «provincia» y «pueblos») configuran un espacio moral; el cuarto, «ensayos», homenajea a Montaigne, su inventor, pero también avisa de la configuración de un nuevo género en su prosa, un anfibio entre la imaginación y la observación, la reflexión y la impasibilidad.

Lo escribió en un artículo, «Confesión de un autor», que publicó el periódico España, al poco de la salida del volumen: glosando a Montaigne (y también al psicólogo y filósofo William James) confiesa que «estamos llenos de concepciones abstractas y nos perdemos entre las frases y la palabrería», por lo que abandonamos «la verdadera fuente de la alegría, que se halla entre nuestras funciones más simples […]. Todo tiene su valor estético y psicológico, los conciertos diminutos de las cosas son tan interesantes para el psicólogo y para el artista como las grandes síntesis universales. Hoy ya hay una nueva belleza, un nuevo arte en lo pequeño, en los detalles insignificantes, en lo ordinario, en lo prosaico». Dos años después, «Oración del poeta» (Blanco y Negro, 20 de abril de 1907) dio a su decisión un carácter más humilde y espiritualista, bastante menos sincero –nos parece?, pero que permitiría reconocer el parentesco de su actitud con la estética del posmodernismo español, tan lleno de provincia, melancolía y recogimiento.

Pero, además, todo esto tuvo su traducción política: Azorín se ha hecho conservador, porque quizá lo fue siempre y la índole de su conservadurismo es más autodefensiva que proselitista. Su admiración por Antonio Maura define bien los campos: ambos son conservadores que han sido liberales, así como patriotas civiles y culturales. Luego, la actitud de Azorín ante el procesamiento y ejecución de Francesc Ferrer i Guàrdia, tras los sucesos de la Semana Trágica, y su virulenta requisitoria –«Colección de farsantes»? contra el manifiesto de los intelectuales europeos fueron harina de otro costal, como también lo fue en 1914 su temprana admiración por Action Française, que ligó a su combativa aliadofilia durante la guerra europea. Siempre avizor, el joven Ramón Pérez de Ayala, que firmaba Plotino Cuevas, le enderezó el feroz artículo «De Martínez Ruiz a Azorín: de Azorín, autor de Los pueblos, a Azorín, panegirista de La Cierva» en la revista Europa (núm. 8, 1910). La publicación era un termómetro fiel de un país que hervía (acababa el ciclo de Maura, estaba cercano el del progresista Canalejas) y de una cultura en cambio; en Europa, Pérez de Ayala había rendido culto al viejo Galdós radical y al esteta Valle-Inclán, Ortega había reclamado el laicismo y se elogiaba la pintura de Zuloaga. Ayala era muy consciente de la importancia de su enemigo («¡qué resaca de ideas y sentimientos tras la serenidad aparente!»), pero acotó sin piedad los términos de su itinerario ideológico: Azorín acaba de salir del «período andariego: andar y ver, como paliativo al nihilismo» y de otro «nihilismo que ha evolucionado hacia un misticismo elegante, y allá en lo último, en su fondo» se dibuja ya «la oquedad de una desolación espiritual que aún dura». Está en un «período sofístico y doloroso, durante el cual se esfuerza en celar su escepticismo absoluto», mediante el «culto de la fuerza como única forma de derecho. Religión de los Ptolomeos: una religión que refrene el instinto brutal del pueblo y otra para las clases directoras». Y sólo queda esperar una «lenta anulación del temperamento. Periodo caótico. Panegírico de La Cierva».

Importaba poco que el reo hubiera publicado ya un libro importante, España. Hombres y paisajes (1909). El indulto de Azorín solamente llegó a la vista de dos obras maestras: el relato-ensayo Castilla y las notas de crítica literaria y psicológica, Lecturas españolas, ambas de 1912. Todos (salvo el montaraz Ramiro de Maeztu) se rindieron a su encanto con una contundencia y sinceridad que el mundo literario de después no volverá a repetir, por desdicha (sólo en el caso de Valle-Inclán se dio algo parecido hacia 1920). Antonio Machado puso en verso su complacencia y escribió «Desde mi rincón», que dedicó «al libro Castilla, del maestro Azorín, con motivos del mismo». Ortega acuñó enseguida el título de un ensayo extenso, «Azorín: primores de lo vulgar», que apunta en una nota de 1912 y en la contracubierta de Meditaciones del Quijote. Lo publicó en Los Lunes de El Imparcial entre febrero y abril de 1913 para recogerlo, al fin, en El espectador en 1917. Juan Ramón Jiménez, que ha sido el editor de las Meditaciones de Ortega en las prensas de la Residencia de Estudiantes, piensa en publicar cuanto antes a Azorín: hasta tres libros de su mano aparecerán bajo aquel sello. Y Ortega y Jiménez, de nuevo, son los impulsores de un homenaje al maestro que se celebra en noviembre de 1913, con todos los signos de un plácet al «Azorín, reaccionario / por asco de la greña jacobina» (dijo Machado) y de una pública reconciliación (en la «libre gloria de la estación dorada», como escribió Juan Ramón en el prefacio del libro, ya en 1915). Y fue Ortega quien mejor resumió la aparente paradoja política del acto de Aranjuez, resuelta en coherencia estética: «Es usted un artista exquisito, que ha elaborado unas ciertas páginas egregias, cuya belleza pervivirá libre de corrupción […] y a ello se dirige nuestro aplauso, que esta vez es un puro aplauso, que esta vez proviene automáticamente de una de esas dilataciones del ánimo que, ante una perfección, aparezca donde apareciere, experimenta todo hombre honrado y sensible». El lugar elegido, los jardines de Aranjuez, era español y melancólico, como el maestro celebrado; la ocasión tenía también mucho de autohomenaje colectivo a una literatura que se presentaba como un bloque estético de muy alto voltaje.

Tras los dos libros de 1912, Castilla y Lecturas españolas, vinieron Clásicos y modernos (1913), Los valores literarios (1914) y Al margen de los clásicos (1915), el ciclo de textos que cambió para siempre nuestra forma de leer a los clásicos. Pero la serie afortunada siguió con más títulos: El licenciado Vidriera visto por Azorín (1915), para no olvidarse de Cervantes y sus invenciones; Un pueblecito: Riofrío de Ávila (1916), para no perder de vista la modesta Ilustración hispana; Rivas y Larra (Razón social del romanticismo en España) (1916), para seguir teniendo en cuenta el siglo XIX liberal, y El paisaje de España visto por los españoles (1917), para ser fiel al programa que apuntaron las páginas de La voluntad: nueve obras maestras en un lustro. Azorín había ganado la batalla a su descrédito y las dedicatorias de los libros mencionados son un reconocimiento a sus valedores, pero también la confirmación de una nueva alianza para el futuro: Castilla se dedicó al pintor impresionista Aureliano de Beruete; Lecturas españolas, a la memoria de Larra; Clásicos y modernos, al crítico progresista Ramón María Tenreiro; Los valores literarios, a Ortega, y Al margen de los clásicos, a Juan Ramón; El licenciado Vidriera, «a la memoria dilectísima de D. Francisco Giner de los Ríos» y Un pueblecito, a Antonio Machado.

Sobrevivir en tiempos sombríos

El escritor José Moreno Villa, republicano y liberal, se encontró al refugiado Pío Baroja en París, en una fecha de finales de 1937 que no precisa: «Hablamos poco, pero me dijo algo muy significativo: “Moreno, ¡qué mal hemos quedado los del 98! ¿Verdad?» Yo me contenté con abrir ligeramente los brazos, cerrar los párpados y mover la cabeza afirmativamente. Lo veía tan apocado que no quise decirle: «Acuérdese de cómo juzgaba usted a los de la Institución, cuando ocupaban puestos de gobierno. Nadie valía para usted, y, sin embargo, actuar es mucho más difícil que sostener con la conducta lo que se sostuvo con la pluma» (Vida en claro. Autobiografía, 1944). ¿Qué le hubiera dicho Moreno Villa a Azorín en idéntica circunstancia si hubiera sabido que nuestro escritor suprimiría la dedicatoria de 1915, «a la memoria dilectísima de D. Francisco Giner de los Ríos», al frente de El licenciado Vidriera, visto por Azorín, que en la edición argentina de 1941 se tituló Tomás Rueda? Aunque el libro se imprimió en Buenos Aires, como parte de la nueva y popular Colección Austral, se vendía también en España y, en consecuencia, Azorín hizo desaparecer la dedicatoria y el «Postfacio que pudiera ser prefacio», que era un encendido elogio de la labor pedagógica de la Institución.

No fue la única traición a su pasado. Quizá la más grave tuvo que ver con su entorno familiar y es poco conocida. Al poco de su regreso a España, el escritor y su esposa, Julia Guinda (que no tenían hijos propios), denegaron cualquier amparo a los muy jóvenes que la hermana de Azorín, Consuelo, tuvo de su marido Manuel Ciges Aparicio, escritor importante y que había sido asesinado por los franquistas al comienzo de la guerra, cuando era gobernador civil de Ávila. Quizá la culpa de la negativa fuera más de Julia, hija de un general y fémina de convicciones muy conservadoras, pero uno y otro aceptaron impávidos el negro porvenir de internado que el franquismo reservaba a sus sobrinos, como a todos los huérfanos de los rojos. Alguna vez lo contaba privadamente Luis Ciges, el hermano mayor (que en 1939 tenía dieciocho años), que buscó redimir aquel destino apuntándose a la División Azul y que luego hizo una notable carrera de actor en el cine español, a menudo de la mano de Luis García Berlanga, a quien había conocido en el frente ruso, donde uno y otro pretendían lavar la tacha de rojos de sus progenitores.

Azorín fue un renovador de la crítica hecha para uso de los lectores en general, no para los eruditos 

Azorín había huido a París desde Madrid con la avenencia de las autoridades republicanas, vía Valencia y Portbou, en el verano de 1936 y en compañía de su mujer. Primero estuvo en el Hotel Terminus, al lado de la estación de Orsay, donde llegó; luego en otros de la ciudad, e incluso en un piso de la rue Tilsit. Subsistió gracias a las colaboraciones en La Prensa de Buenos Aires, periódico de Ezequiel Paz. A este y a Alberto Gainza Paz dedicó Españoles en París (1939), destinado a ser el número 67 de la Colección Austral, recién nacida en Buenos Aires, y donde ya había publicado una reedición de Lecturas españolas y una antología de ensayos, Trasuntos de España, ambos en 1938. El prólogo es una lúgubre descripción de su llegada a la ciudad y al enorme y desolador Hotel d’Orsay, donde no disimula la angustia económica que le preocupa. Los cuentos que siguen son estampas, etopeyas mejor, de personajes imaginarios que parecen estar bajo el signo aciago de otro personaje simbólico. El protagonista de «Edipo en París» es un actor que representa la obra de André Gide y se identifica y cree hablar con el héroe griego. En otro relato, Rodrigo Carvajal cree encontrar a una mujer que fue la modelo de la Venus de Milo; más allá, un poeta se siente como San Sebastián asaeteado; Paco Aldave se obsesiona con los sufrimientos de Job; un hombre busca el fruto del loto que comieron los compañeros de Ulises cuando olvidaron todo el pasado; don Anselmo es un ciego al que guía su hijo, como una reencarnación del joven Tobías. La alusión más directa a la guerra se produce cuando uno de sus personajes, médico exiliado, encuentra en el tren a una abadesa a la que atendió en otro tiempo y que viaja con un sacerdote y con los ojos vendados para mantener su clausura que hubo de abandonar («No rompen su voluntad», se titula). Otras veces, el motivo es un templo recoleto de París –San Julián el Pobre? y, muy a menudo, las salas del Louvre que acogen sus melancolías de desterrado: «Para el acongojado que se halla lejos de su patria, el Louvre es un momentáneo Leteo».

Tras Españoles en París vinieron dos libros de títulos paralelos: Pensando en España (1940), dedicado a Ignacio Zuloaga, y Sintiendo a España (1942). Ambos se componen de nuevas viñetas evocadoras de personajes solitarios, dolientes y melancólicos, abatidos por la nostalgia del país perdido y la incertidumbre del presente y del porvenir. Lo dice en el segundo libro, por boca de Gaspar Hidalgo, viejo pintor soriano olvidado, con patetismo metafísico y un final facilón y cartesiano: «¿Dónde estoy: en Francia o en España? Debo de estar en París. No lo sé cierto. ¿Soy o no soy? Pienso luego existo». En «Al salir del olivar», de Pensando en España, su personaje Máximo Braña, otro trasunto suyo, dice: «En París he llegado a sentir a España como nunca la había sentido. Aquí, en la maravillosa ciudad, tan lejos de España, he visto cosas de España […]. Soy un desterrado del mundo actual, lo soy también de España. Los destierros son un acicate de mi patriotismo». Hay dolor, sin duda, pero también ganas de hacer méritos ante posibles valedores. De nuevo, la política de dedicatorias es delatora, como lo fue en 1912-1917, aunque ahora el elenco de elegidos es muy distinto de entonces: regresado al país, a fines de agosto de 1939, y tras publicar en ABC una «Elegía a José Antonio», dedicó Valencia (1941) a Antonio Tovar, «clara inteligencia y corazón generoso»; Madrid (1941), a Maximiano García Venero, «constante amigo en las bonanzas y en las procelas»; El escritor (1942), a Dionisio Rridruejo, «estro y acción, intuitivo e incansable».Ninguno de los vivientes. Azorín fue un renovador de la crítica hecha para uso de los lectores en general, no para los eruditos 

París (1945) fue un libro compuesto a los cuatro años de regresar, con una sensación de ingravidez que le fuerza a la precisión, y cuyas notas están reescritas con unos curiosos «añadimientos» digresivos (su escueto título forma parte de la serie autobiográfica que inició con Valencia y Madrid). Recuerda que su compañero de destierro, Pío Baroja, ocupaba una modesta habitación en el tercer piso del Colegio de España, con una cama turca, un lavabo, una mesa y un estante con libros. Se levantaba antes del amanecer, escribía hasta media mañana, bajaba a conversar un rato en el vestíbulo y comía sobre las once, «sumariamente, en el comedor de la Ciudad Universitaria, no famoso por su abundancia». Y añade que «en su etapa de París, es muy requerido por las señoras; las atiende Baroja solícitamente». El capítulo «Compatriotas» tiene apartados dedicados a Menéndez Pidal, que vivió siempre en modestos hoteles del Barrio Latino, y a Gregorio Marañón, que atendía a los españoles que se lo pedían en el cuarto que Lola Moya y él tenían alquilado en el centro de París. Y menciona las estancias del médico Teófilo Hernando, del escultor Sebastián Miranda, del arquitecto Secundino Zuazo, de Ortega y Gasset (que no pasó mucho tiempo en París), de Ramón Pérez de Ayala y de Melchor Almagro San Martín. Todos habían huido de la España republicana y la mayoría deseó, aunque sin ningún fervor especial, la victoria de los sublevados.

Pocas obras de relieve añadieron a sus copiosas ejecutorias, quizá con la excepción de Gregorio Marañón y de nuestro Azorín, muchos de cuyos libros fueron recopilaciones de los siempre diligentes (e interesados) Ángel Cruz Rueda y José García Mercadal, asiduos ojeadores de la Hemeroteca Municipal madrileña. De sus libros de nuevo cuño perdurarán bastantes páginas de las memorias ya citadas, las penetrantes lecturas de Con permiso de los cervantistas (1948) y la libertad imaginativa y soñadora de dos novelas, Capricho (1943) y La isla sin aurora (1944), quizá las más libres que escribió tras Félix Vargas y Superrealismo en los lejanos años veinte. Sus últimos artículos en ABC, su hogar de papel desde el 1 de junio de 1905, son de 1962, aunque hay uno de 1963 y el postrero, que es de 1965. Entre los de 1962 escribió sendas necrológicas de Ramón Pérez de Ayala y de Juan March, con quienes tenía deudas ya viejas: literarias las primeras y crematísticas las segundas. Y alguna nota sobre Teresa de Jesús, Moratín y Lope, fidelidades de siempre, setenta años después de que presentara sus primeros pliegos de cargo a la crítica literaria en España.

Un año después, Julio Caro Baroja supo expresar como nadie lo que aquellos y estos artículos habían representado para la continuidad de la España laica y liberal, discreta y clara: «Azorín nos unía de modo vital a Larra, a Mor de Fuentes, a Cadalso. Nos hacía ver lo que podían significar para un hombre del siglo XX los clásicos más antiguos. De manera limpia, sencilla, primorosa, nos llevó a La Mancha de don Quijote, al Madrid de Lope; las tesis, las tesinas, las investigaciones del día, en materia de Crítica e Historia literarias, llenas de erudición de papeleta, son lo más opuesto a lo que él llevó adelante. ¿Quién le sustituirá? Nadie. ¿Quién podrá recoger su herencia? Ninguno de los vivientes. Azorín fue un renovador de la crítica hecha para uso de los lectores en general, no para los eruditos y los estudiantones en particular […]. Pero, por desgracia, esta norma de la sobriedad, este abandono del circunloquio y la frase larga y laxa, es difícil de mantener, de sostener. Lo ha sido siempre en España» («Azorín o el letrado», Revista de Occidente, núm. 59, febrero de 1968).

José-Carlos Mainer es catedrático emérito de Literatura en la Universidad de Zaragoza. Sus últimos libros son La isla de los 202 libros (Barcelona, Debolsillo, 2008), Modernidad y nacionalismo, 1900-1930 (Barcelona, Crítica, 2010), Galería de retratos (Granada, Comares, 2010), Pío Baroja (Madrid, Taurus, 2012), Falange y literatura (Barcelona, RBA, 2013) e Historia mínima de la literatura española (Madrid, Turner, 2014).

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