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Mapas de la memoria

Los anillos de Saturno

W. G. SEBALD

Debate, Madrid

Trad. de Carmen Gómez y Georg Pichler.

301 págs.

2.900 ptas.

Los emigrados, Los anillos de Saturno

W. G. SEBALD

Debate, Madrid

Trad. de Teresa Ruiz Rosas

286 págs.

2.900 ptas.

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Los anillos de Saturno, afirma el escritor W. G. Sebald (Baviera, 1944), están formados por una mezcla de partículas de vidrio y de polvo suspendido. De esa misma materia, preciosa a la vez que frágil y vulgar, parecen componerse los personajes que desfilan a lo largo de estos dos libros inclasificables, existencias zarandeadas por la extravagancia propia y la polvareda de la historia, que giran y resplandecen alrededor de imaginarias constelaciones de luz y sombra antes de desvanecerse del todo. La estrategia literaria de Sebald consiste en oponerse al olvido, en hacer mediciones y delinear los planos que le permitan hablar de unas cuantas existencias azarosas que pasarían desapercibidas si no fuera porque cualquier vida, narrada como conviene, resulta memorable.

Los emigrados parte de acontecimientos reales animados por una cierta voluntad lírica que los aproxima a la ficción. Por descontado, si Sebald introdujese en estos perfiles el menor sesgo «novelesco», si cayese en la tentación de detallar o inventar para ellos sucesos «interesantes», ninguna de estas cuatro semblanzas valdría nada. Lo que hace de este libro una experiencia lectora emocionante y conmovedora es precisamente su irrelevancia, su espesor de pacotilla, el carácter nivelador que palpita, en el fondo, en toda experiencia humana. Ninguna de estas vidas es más ni menos que otras, la gradación más o menos carece de sentido desde el momento en que uno decide, por propia voluntad, erigirse en notario desinteresado y levantar acta testimonial de un puñado de existencias anónimas rescatadas del olvido mediante un gesto amoroso particularmente púdico y bello. Es cierto que en ninguno de estos retratos en miniatura hay el menor rastro de heroísmo. Pero decir que no hay heroísmo significa hacer un juicio de valor que en modo alguno es conveniente al relato. Se diría que es el propio texto quien rechaza, ofendido, estas tablas clasificatorias como ortopédicas de pesos y balanzas, entregado como está a su propia búsqueda, a su propio anhelo de intimidad, a su leyenda indirecta.

Narradas en voz baja, mediante susurros, huyendo de toda altisonancia escénica y todo énfasis declamatorio, estas biografías sucintas que apenas levantan un palmo del suelo, acompañadas de material gráfico y documentos de archivo, reclaman sin embargo para sí la nobleza, la integridad y el latido de espejismo que toda vida humana, por el solo hecho de serlo, conlleva. El narrador se limita a estar ahí, a escuchar, a introducir el ojo de su cámara a respetuosa distancia, pero basta esta mínima intromisión en la rutina ajena para que ésta se cargue de contenido y se sacuda con un temblor de hermosura que la vuelve irrepetible.

Resulta así que los cuatro cuentos que componen Los emigrados son relatos de misterio, e incluso podríamos decir que son, forzando un poco las cosas, relatos de fantasmas, de siluetas recordadas de ultratumba ya casi borradas por el tiempo, de resucitados vivos, pues como señala el narrador, «ciertas cosas tienen como un don de regresar, inesperada e insospechadamente, a menudo tras un larguísimo período de ausencia».

Nada estorba, nada es gratuito, nada se pierde. Cualquier acontecimiento, por mínimo que sea, deja una huella, muchas veces oculta, pues el material con el cual trabaja el novelista es el secreto. Los secretos que se ventilan en este libro son de naturaleza modesta: las historias de un vecino jubilado, un antiguo profesor, un tío abuelo de América que vivió en Japón y recibió electrochoques, los recuerdos de un pintor obsesionado cuya tarea consiste en tachar y recomenzar, una y otra vez, el mismo lienzo. La prosa del escritor parece contagiarse de la opacidad de estas vidas anodinas y es lacónica, enunciativa, de una parquedad de forense, con un punto de frialdad que en ocasiones se antoja excesiva. El miedo a caer en exageraciones románticas o sentimentales conduce a esta desnudez casi extrema, despojada de todo adorno, del narrador, pese a que al contemplar un viejo álbum de fotos, «sentí realmente, y sigo sintiendo, como si los muertos regresaran o nosotros estuviéramos a punto de irnos con ellos».

De modo que el título, Los emigrados, puede entenderse, en sentido literal, como un compendio de personas físicamente desplazadas de su lugar de origen, pero también, de manera metafórica, como un vagabundear errático de un estado de la conciencia a otro, un viaje de ida y vuelta que dibuja un movimiento pendular entre la vida y la muerte, entre el pasado y la nada. Escribir, así, se convierte en una forma de trazar mapas de la memoria y de estudiar el funcionamiento de los mecanismos del recuerdo, en una sobrecogedora empresa de restitución y piedad hacia lo más humilde y roto, hacia lo abolido, donde la escritura alcanza un grado de intensidad capaz de poner un nudo en la garganta.

De parecidas premisas parte Los anillosde Saturno, que da cuenta de un viaje del escritor por la costa de Inglaterra, y que es tanto un original trabajo de campo como una suerte de ensayo enciclopédico acerca de unos cuantos personajes, célebres unos, desconocidos otros, pero todos ellos marcados por el mismo signo de extraterritorialidad y desarraigo. Sebald, cuya inclinación casi patológica hacia los bichos raros de todo tiempo y lugar sólo es comparable a su rigurosa determinación de no extraviarse a la hora de transcribir estas vidas al borde de la demencia al papel, mantiene siempre la calma. Se detiene un instante, anota el paso del tiempo («pirámides, arcos de triunfo y obeliscos son columnas de hielo que se derriten») y sigue su camino sin arrogancia.

Aquí lo que importa es la mirada. La mirada del escritor es en este caso afectuosa y cordial, nunca sobreactúa, y abarca una amplísima gama de imágenes vividas, soñadas o recordadas, que van desde La lección de anatomía de Rembrandt a las rutas migratorias de los arenques, desde la infancia del escritor Joseph Conrad a la confiscación de dos periquitos en la aduana de Dover. Esta mirada sobria (uno está tentado de escribir: abstemia), nada egocéntrica, tiene su traducción en una prosa limpia de ritmo respiratorio sosegado, sin adherencia asmáticas, casi invisible. Nada chirría en este viaje a pie en que se engarzan con toda suavidad, con un deslizamiento de maquinaria bien engrasada, la evocación autobiográfica y las referencias librescas. Ligereza bien entendida que no obstaculiza que también se abran espacios de reflexión y de duda.

En tanto que historiador de minucias, Sebald tiende a la melancolía. En una de sus etapas visita a un granjero que está edificando una réplica lo más exacta posible del destruido templo de Jerusalén, según los pocos vestigios existentes, y esta tarea de años, áspera y sin recompensa, realizada en completa soledad en el fondo de una granja perdida en medio de la campiña inglesa, pronto revela su paralelismo con esa otra actividad, en principio bastante inútil, de empeñarse en escribir y publicar libros y, por extensión, con toda actividad creativa.

«A lo largo de días y semanas –escribe Sebald– uno se devana inútilmente los sesos, no sabría, si se le preguntara por ello, si se sigue escribiendo por costumbre, o por afán de prestigio, o porque no se ha aprendido otra cosa, o por sorpresa ante la vida, por amor a la verdad, por desesperación o indignación, así como tampoco sería capaz de decir si mediante la escritura uno se vuelve más inteligente o más loco.»

También aquí la consigna parece ser la no discriminación, la aceptación que consiste en dejar que en el discurso se integren con naturalidad materiales heterogéneos de muy diversa procedencia, citas cultas, testimonios orales, trozos de sueños, fotografías, recortes de prensa, transcripciones de diálogos, cuya mezcla compone un inestable tapiz de apariencia movediza que casa bien con el ánimo itinerante del escritor peregrino.

Por su tono sereno y firme, por su fértil confusión entre géneros, algunas de estas páginas podrían estar emparentadas con otras crónicas viajeras por Europa de autores como Claudio Magris, Peter Handke o Cees Nooteboom. Sebald –y esto es mucho– ama el dato preciso, la exactitud de la fecha, transcribe con escrupulosidad las palabras de los otros, pese a lo cual consigue que el peso de la documentación nunca aplaste la gracia del instante vivo. Su viaje es tanto un viaje espacial como un viaje a través del tiempo, hacia atrás, a las fuentes de la memoria, cuya escenografía él recorre con admirable soltura, saltando de un decorado a otro con la ayuda de lo que da la impresión de ser una inagotable capacidad asociativa, siempre alerta, siempre dispuesto a sorprender los detalles y ver girar en círculos otras vidas envueltas en sus misterios, como anillos de Saturno.

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Ficha técnica

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