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Jugamos como nunca y perdimos como siempre: un balance de la izquierda

La superioridad moral de la izquierda

Ignacio Sánchez-Cuenca

Madrid, Lengua de Trapo, 2018

140 pp. 15,60 €

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De acuerdo con un gráfico de Pippa Norris, la politóloga de Harvard, que ha hecho cierta fortuna en las redes sociales, los ochos años del período 2010-2017 han sido los peores de la historia para los partidos socialdemócratas, sólo por detrás de la década anterior al estallido de la Primera Guerra Mundial. Por sí solo, esto debería ser un motivo de alerta para el centro-izquierda. Pero lo es más si tenemos en cuenta que la crisis de 2008, repleta de casos de estafa, fraude, indemnizaciones multimillonarias y salidas a Bolsa temerarias parecía diseñada para asegurarle unos años de vino y rosas a la izquierda. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué la izquierda no sólo no ha sacado réditos electorales de lo que muchos consideran el fracaso del proyecto neoliberal, sino que está en uno de los peores momentos de su historia?

En La superioridad moral de la izquierda, Ignacio Sánchez-Cuenca trata de responder esa pregunta, pero añadiéndole además una cualificación: ¿por qué la izquierda está acostumbrándose a perder, teniendo como tiene el mejor discurso? O, puesto en los términos del breve ensayo de Íñigo Errejón, que prologa el libro: «¿Por qué los portadores de las ideas más bellas ganan tan pocas veces?»

Esa pregunta contiene dos afirmaciones: una, que la izquierda alberga los ideales más bellos; y dos, que, a pesar de eso, la izquierda está acostumbrándose a perder. La estrategia que sigue Sánchez-Cuenca en el libro es demostrar lo primero y tratar de arrojar algo de luz sobre lo segundo. Por ese orden. A primera vista, lo primero parece una tarea casi imposible, porque las ideologías son un conjunto de principios y valores que no admiten una valoración externa y objetiva. Mientras que la derecha suele reclamar para sí el valor de la libertad, la izquierda suele hacer lo propio con el de la igualdad. ¿Afirmar la «superioridad moral» de la izquierda significa entonces que la igualdad es más valiosa que la libertad? No, en absoluto, el argumento del libro no procede así.

Lo primero que hace Sánchez-Cuenca (capítulos primero y segundo) es tratar de desentrañar el mayor misterio de las ideologías: su enorme poder organizador. Una persona de izquierdas suele apoyar el aborto, los impuestos sobre las rentas salariales y los que persiguen evitar la contaminación en las grandes urbes (congestion tax), las subvenciones a la industria cultural, la legalización de las drogas (blandas), la abolición de los toros y la separación radical entre Iglesia y Estado. Alguien de derechas será el reflejo especular de todo ello: estará en contra del aborto, de los impuestos sobre la renta y las actividades que generan externalidades negativas, de las subvenciones al cine –en España, curiosamente, sobre todo si el cine es español–, de la prohibición de los toros y de la laicidad del Estado. ¿Qué es lo que explica que las preferencias de unos sean exactamente el reverso de las de los otros?

Seguramente, la teoría más extendida en el ámbito de las ciencias sociales es la de Anthony Downs. Según el economista estadounidense, la ideología no sería más que una herramienta de la que nos valemos para no tener que leernos seis programas de ciento cincuenta páginas cada vez que hay unas elecciones. La ideología nos ahorra ese trabajo porque al dotar de previsibilidad a los partidos, no necesitamos leernos el programa del Partido Socialdemócrata danés para saber que van a estar a favor de los impuestos progresivos y de los servicios públicos, pero en contra del derecho a portar armas. Es la explicación más frecuente, pero Sánchez-Cuenca (tercer capítulo) piensa también que es errónea. La dirección de la causalidad opera en realidad en la dirección contraria. Los partidos políticos no nos ofrecen unos atajos cognitivos que nos permiten ahorrar tiempo y que terminan conformando nuestra ideología, sino que es porque la gente afirma, en primer lugar, ciertos valores y principios por lo que los partidos terminan optando por favorecer (o contradecir) ciertas políticas públicas. Las ideologías son conjuntos de valores y principios morales que las personas afirman (o rechazan) por razones de carácter moral, no estratégico.

Situados ya en el plano moral, Sánchez-Cuenca (capítulos cuarto y quinto) afirma que los ideales de la izquierda son la plasmación política de los principios morales que se derivan de las mejores teorías de la justicia. La más sugerente en el ámbito de la filosofía política contemporánea es, sin duda, la de John Rawls. Rawls define las sociedades como «una empresa cooperativa para el mutuo provecho», por lo que la primera pregunta que debería plantearse cualquier filósofo político es qué principios de justicia elegirían unos ciudadanos perfectamente imparciales para su sociedad. Elaborando sobre la tradición contractualista de Hobbes, Locke y Kant, Rawls diseña un ingenioso ejercicio mental por el que los ciudadanos se ven obligados a adoptar los principios de justicia que informarán las instituciones básicas del Estado sin conocer si son ricos o pobres, ateos o creyentes, de izquierdas o de derechas: eligen tras un velo de ignorancia. El experimento mental que nos propone Rawls modela a todos los individuos como iguales al hacer que desconozcan su origen social y sus talentos naturales, que, al ser factores que escapan a nuestro control –nadie elige nacer en la familia Botín o en una familia pobre, de la misma forma que nadie elige nacer con el talento de Messi para jugar al fútbol o con una minusvalía física–, no pueden emplearse como razones para la justificación de las desigualdades sociales. Al impedir que las circunstancias que escapan a nuestro control determinen nuestras expectativas en la vida, la noción socialdemócrata de la justicia social encuentra un encaje natural en el igualitarismo del bienestar que se extiende a partir de 1945. He aquí el vínculo entre los principios morales más bellos y el proyecto político de la izquierda.

¿A qué se debe, entonces, que el proyecto que tiene los mejores fundamentos teóricos esté empezando a acostumbrarse a la derrota electoral? En el sexto capítulo, Sánchez-Cuenca lo achaca a la tendencia de la izquierda a sufrir numerosas divisiones, que terminan por debilitarla. La historia de la izquierda es la historia de las divisiones entre anarquistas y marxistas, socialdemócratas y comunistas, estalinistas y trotskistas, además de las escisiones dentro de cada grupo. El mecanismo explicativo es el siguiente: cuanto más exigente sea la noción de justicia en la que reposa un proyecto político, más irrenunciable será ésta para sus líderes (y viceversa). Si uno cree que el objetivo de la izquierda –la liberación del espíritu humano, por ejemplo– es históricamente inevitable, o incluso una especie de verdad revelada, la tarea del izquierdista consiste en despojar a las masas del velo de falsa conciencia que les impide liberarse de las cadenas.
De esta forma de ver las cosas se desprenden dos consecuencias. La primera es cierta autocomplacencia, con el agravante, además, de que en muchos casos resulta infundada. Una cultura política que no busca mejorar poco a poco la vida de los ciudadanos, sino proclamar una verdad revelada, es una cultura política que tiende a desdeñar la competencia electoral. La máxima de Mao que recoge Errejón en el prólogo lo sintetiza a la perfección: «Una minoría en la línea correcta revolucionaria ya no es una minoría».

La segunda es la rigidez a la hora de llegar a acuerdos, porque cuando lo que se discute es un ideal denso de justicia, cualquier transacción es percibida como una renuncia. Cuanto más pequeño sea el partido, mayor pureza ideológica podrá permitirse, porque las posibilidades de acceder al gobierno son escasas. De acuerdo con esta idea, la pureza ideológica sería un lujo que sólo los partidos (más) pequeños pueden permitirse. ¿Qué nos dicen los datos?

Como observa Alberto Penadés, los datos vienen a confirmar en general la idea de que la radicalidad ideológica está al alcance sólo de los pequeños partidos. Si nos fijamos en los partidos a la izquierda de la socialdemocracia –partidos comunistas o herederos de la nueva izquierda de los años sesenta y setenta–, su participación en gobiernos de la Europa occidental se reduce a un 9% del tiempo total transcurrido desde el colapso de la Unión Soviética en 1991. Pero incluso ese dato hay que tomarlo con cautela, porque más de la mitad de los días que algún partido a la izquierda de la socialdemocracia ha ocupado un ministerio desde entonces han transcurrido en dos países: Finlandia e Islandia. La radicalidad está muy bien para un partido que sólo aspira a imponer principios morales, porque con la Verdad no se negocia. Un partido al que, además de la pureza ideológica, le importen también sus efectos, tiene que estar dispuesto a negociar, porque las políticas que mejoran la calidad de vida de los ciudadanos no están esperando a ser descubiertas por ningún gurú de la true left, sino que son el resultado de la negociación y la transacción. Es decir, de la política.

Esa hibridación entre elevados principios morales y un proyecto de cambio que acepte las restricciones de la política real la representan los partidos socialdemócratas, afirma Sánchez-Cuenca, de los que se encarga en un epílogo que titula «Elogio (fúnebre) de la socialdemocracia». Los países en los que la noción socialdemócrata de la justicia social se ha realizado de forma más completa son los que presentan mayores niveles de bienestar y desarrollo humano. Pero si, a principios de 2000, uno podía conducir desde Inverness (Escocia) hasta Vilna (Lituania) sin atravesar un solo país gobernado por la derecha, en la última década los partidos socialdemócratas han perdido alrededor de un tercio de sus apoyos. La razón de esto la encuentra Sánchez-Cuenca en la naturaleza moral de las ideologías que nos ha expuesto previamente en el libro.

En lo esencial, la explicación sugiere que el auge del neoliberalismo ha provocado la crisis de uno de los valores nucleares del proyecto socialdemócrata: la comunidad. El «comunitarismo socialdemócrata» significaba que los problemas sociales como la pobreza o el desempleo no se confiaban a soluciones individuales, sino que los ciudadanos expresaban su solidaridad a través de los sistemas fiscales. El principal éxito de la Nueva Derecha es dinamitar ese imaginario comunitario, sustituyéndolo por otro en el que la sociedad no es más que la agregación de átomos que cuidan de sí mismos. La socialdemocracia posterior al auge del neoliberalismo no ha sabido ofrecer una forma de ver el mundo capaz de competir con ese individualismo atomista, y por eso la gente que ha visto temblar con la crisis la seguridad económica bajo sus pies ha buscado alternativas a la izquierda (o a la derecha) de los partidos socialdemócratas tradicionales.

El libro de Sánchez-Cuenca expone con solvencia lo que podríamos denominar como la paradoja de la superioridad moral de la izquierda: cuanto más pura sea la concepción de la justicia que defiende, menos probable es que reciba el apoyo electoral necesario para ponerla en marcha a través de políticas públicas que la aterricen en el plano institucional. La hipótesis que se ofrece presenta, en cambio, un problema. Si la razón de que las ideas más bellas ganen tan pocas veces es que, para los más puristas (izquierdistas), cualquier impureza es una traición que termina en purgas y escisiones, ¿qué explica que la socialdemocracia europea atraviese su peor momento histórico con un programa similar –para muchos incluso más moderado– al que le procuró días de vino y rosas en la segunda posguerra mundial? Más aún, ¿por qué en la última década partidos (como Syriza o Podemos) que sostienen una noción más exigente y, por tanto, menos dúctil, de la justicia social han drenado millones de votos de los partidos socialdemócratas tradicionales? Aunque estas preguntas quedan irresueltas, el libro de Sánchez-Cuenca aborda de forma clara y rigurosa muchas otras que tienen un mínimo común denominador: ser del máximo interés para todas las personas interesadas en la teoría y la práctica de las ideas políticas.

Borja Barragué es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de Desigualdad e igualitarismo predistributivo (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2016).

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