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Vidas rebeldes

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Una mujer se enamora de otra mujer y ambas desean iniciar una vida en común. ¿Cuál es el problema, aparte de las lógicas turbulencias emocionales y del dolor que puedan sufrir sus actuales parejas? Ninguno, claro. Salvo que estemos en los años cincuenta. En ese caso, una relación así constituye un tabú que no puede romperse alegremente. Y el drama que sigue es mucho mayor; el conflicto, más agudo. Es una de las razones por las que el director Todd Haynes ha situado en esa década Carol, adaptación de una novela de Patricia Highsmith que pronto llegará a nuestras pantallas: porque si se ambientase en el Nueva York de 2015 perdería una gran parte de su sentido o sería una película muy distinta. Sin tabú, no hay transgresión.

David Thomson había observado este problema en su comentario sobre Breve encuentro, el conocido melodrama de David Lean en que una pareja de enamorados se debate sobre si romper sus matrimonios, pagando el precio del escándalo y la culpa, o volver a sus hogares. Estrenada en 1945, sugiere, la película habría perdido toda su fuerza quince años después. Más aún, el debilitamiento gradual de los límites morales –que el cine refleja, pero también facilita– podría verse como un socavamiento del propio medio: el desencantamiento del cine sería una consecuencia del incremento de la libertad moral. Para Thomson, esto es evidente en el tratamiento del sexo. Si una película trata de mostrar la experiencia sexual audazmente, su artificio queda a la vista y el deseo, nuestro deseo, se ve frustrado. Es decir:

Tal vez la química de la fantasía, así como la censura que impedía su realización, eran esenciales para el poder del cine. El arrebato que sentían los espectadores dependía de los límitesDavid Thomson, The Big Screen. The Story of the Movies and What They Did to Us, Londres, Penguin, 2012, p. 378..

Pero algo parecido puede decirse del resto de esferas de la cultura. Hablamos a menudo de las categorías zombies, aquellos conceptos que seguimos empleando para explicar los fenómenos sociales sin darnos cuenta de que ya no nos sirven como nos servían: de la soberanía a la seguridad. Sin embargo, nunca incluimos la rebeldía, auténtica prima donna de las sociedades liberales que sirve por igual a los fines de sus defensores y sus críticos. Todos somos rebeldes, aunque no lo seamos ninguno. O, mejor dicho, aunque suelan serlo quienes permanecen fuera de las sociedades liberales: las integrantes de la banda de punk Pussy Riot, encarceladas en Rusia por su oposición a Putin, o el cineasta iraní Jafar Panahi, que rueda inteligentes parábolas políticas mientras espera una sentencia que podría llevarlo a la cárcel por desafiar la censura clerical. Y no digamos, sobre todo, los disidentes anónimos que caen fuera del radar occidental: en Guatemala, en Egipto, en Bielorrusia. El contraste es claro, porque los costes difieren. Y es un contraste geopolítico, pero también histórico: hoy, allí; aquí, ayer.

Pensemos en la famosa fotografía que nos muestra a Johnny Cash, el cantante country norteamericano, levantando su dedo contra el cámara Jim Marshall durante un ensayo, realizado en el marco de su gira por las prisiones del país en demanda de su reforma a finales de los años sesenta. En aquel momento, la pose pudo tener aún su sentido, pero es dudoso que aún la tenga. Sin embargo, se trata de un icono todavía reverenciado y reproducido en el interior de las subculturas musicales: punk, rockabilly, indie. Algo similar pasa con los Sex Pistols, convertidos además en símbolos políticos de la Gran Bretaña prethatcherista. Desde luego, todavía quedaban por aquel entonces normas morales que cuestionar, pero las costuras de la sociedad prebélica habían empezado a saltar mucho antes. Ahora, la imagen del rebelde continúa vigente en la cultura, pero su permanencia es mayormente estética y responde al papel central que desempeñan las mitologías en la cultura de masas.

Pero el trabajo ya está hecho: vivimos de facto en sociedades libertarias donde la única amenaza a la libertad de expresión proviene de su propia expansión. Esto es, de la corrección política que demandan las minorías, entre ellos los estudiantes partidarios de establecer límites a aquella creando «espacios seguros» libres de comentarios o símbolos ofensivos. Eso no significa que no haya problemas sociales que resolver, desde el desempleo hasta el terrorismo y la discriminación racial: nunca faltarán. De hecho, quienes se preocupan por resolverlos suelen estar tan atareados con los detalles que olvidan ponerse el uniforme personalizado del inconformista. Pero el puro ejercicio de la libertad moral no es un problema, a menos que sostengamos que quien cree ser libre está en realidad lejos de serlo. En realidad, ninguna manifestación artística o cultural basada en la idea de la rebelión contra las constricciones morales injustas tiene hoy verosimilitud suficiente. De ahí que el foco se haya desplazado de las constricciones formales a las constricciones informales: de las normas que limitaban explícitamente la libertad individual (cómo vestirse, qué creer, qué conducta sexual tener) a aquellas que la limitarían implícitamente (creando en nosotros una falsa conciencia que nos conduciría a vivir «conforme al sistema»). Si el rebelde se oponía inicialmente a la moral tradicional desafiando sus convenciones, después pasó a discutir el capitalismo en su conjunto: el dandi romántico dio paso al hippie y éste al activista antisistema. En paralelo a la generalización de la libertad moral, pues, las mitologías occidentales consagran al rebelde como figura de culto. Nada nuevo bajo el sol: la tediosa normalidad no puede ser un objeto de fascinación, cualidad reservada para el outsider o el inconformista.

Irónicamente, el lenguaje de la rebeldía pudo florecer en la década de los sesenta debido a su cooptación por parte del sistema económico. Thomas Frank ha explicado cómo la contracultura fue popular desde el principio entre la clases medias norteamericanas y fue rápidamente adoptada por el sistema económico, en sí mismo en proceso de transformación y diversificación a lomos del rápido crecimiento económico de la época. Fue entonces cuando la jerarquía empresarial dio paso a los principios organizativos del individualismo creativo: de Ford a Apple y de ahí a la economía colaborativa de nuestros díasThomas Frank, The Conquest of Cool. Business Culture, Counterculture, and the Rise of Hip Consumerism, Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 1997.. El propio capitalismo de consumo se asentaba menos en el presunto «conformismo» denunciado por la contracultura que en una doctrina de constante liberación y transgresión todavía hoy en vigor, como demuestra cualquier clip publicitario. Es una ideología casi invisible de puro familiar, que consagra la presunta rebeldía del joven eterno como modelo estético dominante. Aunque había contribuido a difundirla, Bob Dylan recuerda con amargura cómo quedó atrapado por ella a finales de los años sesenta:

Fuera lo que fuera la contracultura, yo había tenido bastante. Estaba harto del modo en que se extrapolaban mis versos, de que sus significados se retorcieran para servir a la polémica, de haber sido nombrado el Gran Hermanito de la Religión, el Alto Sacerdote de la Protesta, el Zar del Disenso, el Duque de la Desobediencia, el Líder de los Librepensadores, el Káiser de la Apostasía, el Arzobispo de la Anarquía, el Gran Queso. ¿De qué diantres estamos hablando? Títulos espantosos, los mires como los mires. Todos significaban fuera de la ley en claveBob Dylan, Chronicles, vol. 1, Nueva York, Simon & Schuster, 2004, p. 120..

Estas contradicciones fueron ya señaladas por Tom Wolfe en su momento y sintetizadas en la fórmula del «radicalismo chic». Su versión española, que incluye episodios tan significativos como la «izquierda divina» barcelonesa, ha sido documentada con rigor por Ramón González FérrizTom Wolfe, La izquierda exquisita, trad. de José Manuel Álvarez Flórez y Ángela Pérez, Barcelona, Anagrama, 1973; Ramón González Férriz, La revolución divertida, Barcelona, Debate, 2012.. En todos estos casos, la rebeldía y el objeto de la rebeldía acaban por confundirse; salvo allí donde las consecuencias del estilo de vida rebelde se lo llevan a uno por delante: Jimi Hendrix, Rainer Werner Fassbinder, Sid Vicious. Esa muerte temprana, empero, es coherente con un ideal asociado a la juventud. ¿Para qué vivir más, si uno va a convertirse en su padre? Ya lo cantaba Neil Young: «It’s better to burn out / than to fade away». Aunque parece que el cantante canadiense se refería con ello a la necesidad de adaptarse musicalmente a los nuevos tiempos para no caer en la irrelevancia, los versos aparecieron transcritos en la nota de suicidio de Kurt Cobain.

No cabe duda de que la asociación de contracultura y capitalismo ha sido exitosa en este punto: la juventud es hoy día una de las más poderosas metaideologías, si entendemos por tal la idea de que constituye el estado vital por excelencia, en gran medida por ser aquel que permite llevar a cabo la experimentación biográfica de rigor en nuestros días. Y convendría preguntarse si una parte del feminismo contemporáneo no habría sido desarrollado con la mente puesta en una imagen ideal de la mujer como mujer joven, libre y aventurera, en detrimento de épocas posteriores de la existencia individual donde la libertad aventurera cuenta menos que una conservadora seguridad. Atentos a una juventud que ejerce su vis atractiva sobre la mirada de todos los observadores, desatendemos por su menor glamour ese momento que tan bien describía una llorosa Jodi Thelen en Georgia, la película de Arthur Penn, tras dar tumbos por el Nueva York posjipi de los años setenta: «¡Estoy tan cansada de ser joven!»

Ante todo, la rebeldía es hoy un código de comunicación. Es un código eficaz, que sirve además ejemplarmente a las finalidades de los medios de comunicación contemporáneos, siempre a la busca de presuntos escándalos: la rana colgada del crucifijo en la exposición de arte moderno, el desnudo de la actriz Disney que se ha hecho mayor, las orgías de Charlie Sheen. ¡Fuegos de artificio, faenas de aliño! Pero hay que entretenerse. Porque el burgués biempensante contra el que cree levantarse el rebelde –a menudo financiado por esa misma burguesía de la que resulta ser hijo– apenas existe ya en su forma característica. Las cualidades psíquicas y virtudes morales descritas por Werner Sombart en su obra clásica de 1913Werner Sombart, El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno, trad. de María Pilar Lorenzo, Madrid, Alianza, 1972., sintetizadas en una economía material que es también economía de las energías propias, en la que el buen ahorro y la prudencia coexisten con la mentalidad calculadora y la moderación de las pasiones, han sido reemplazadas en gran medida por una ideología adquisitiva (de bienes, experiencias, emociones) que, moderada en la segunda mitad de la vida, no renuncia, sin embargo, a seguir pareciendo hip allí donde sea posible. En todo caso, el enemigo ya no es el burgués tradicional, sino el «neoliberalismo», categoría difusa donde las haya que tiene la consecuencia –denunciada por Víctor Lapuente– de plantear el debate sobre las políticas estatales en un plano de abstracción casi teológicaVíctor Lapuente, El retorno de los chamanes, Barcelona, Península, 2015..

Pero la rebeldía es algo más: una identidad. O, más concretamente, es un estilo de vida más dentro del amplio mercado contemporáneo de los estilos de vida. Su característica principal, razón adicional de su éxito, es la versatilidad: se puede ser rebelde de muchas maneras distintas, desde el punk al surf, pasando por el compromiso literario y la militancia política. Es posible serlo a través de la seriedad, la ironía, el cinismo, la amargura. Existen rebeldías de izquierda y derecha, femeninas y masculinas, antropocéntricas y ecológicas. ¡Hay para todos! Su existencia responde al «deseo de rebelarse» que Mark Kurlansky encontraba como rasgo en común entre los manifestantes y activistas del 68Mark Kurlansky, 1968. El año que conmocionó al mundo, trad. de Patricia Antón, Barcelona, Debate, 2004.. Un deseo que situaría a la rebeldía en el plano de la satisfacción de las necesidades individuales. El desafío al orden social se convierte en un motivo narcisista y la resistencia en un estilo de vida. Aunque convendría matizar que durante la adolescencia el conflicto con la realidad es un imperativo biológico más que una elección: pregunten a cualquier padre.

En cualquier caso, este triunfo póstumo del romanticismo posee una destacada utilidad social. Y ello porque canaliza el conflicto social y lo transmuta en una contienda simbólica que se produce a la vez en la esfera pública (donde nos expresamos a través de argumentos) y la privada (donde nos expresamos mediante el ejemplo). Al igual que el deporte y el consumo, la rebeldía estetizante sirve como válvula de escape de frustraciones y antagonismos sin recurso a la violencia. Y es que toda comunidad política está afectada por una tensión irresoluble: la necesidad del orden colectivo convive con la inclinación del individuo a violentarlo. Tradicionalmente, sólo algunos individuos habrían sido autorizados a cuestionar esas normas: el artista a la cabeza. La relativa pacificación de los conflictos sociales y la extensión de los procedimientos democráticos habrían ido extendiendo este atributo. Así, la protesta se normaliza dentro de un orden liberal que proclama la ausencia de verdades públicas y estructura su conversación pública como una contienda entre versiones rivales del bien. En este contexto, la extensión del léxico revolucionario no supone una amenaza para el orden establecido, sino, en todo caso, una oportunidad para su renovación. Como señalan Joseph Heath y Andrew Potter,

Nunca hubo un enfrentamiento entre la contracultura de la década de 1960 y la ideología del sistema capitalista. Aunque no hay duda de que en Estados Unidos se produjo un conflicto cultural entre los miembros de la cultura y los partidarios de la tradición protestante, nunca se produjo una colisión entre los valores de la contracultura y los requisitos funcionales del sistema económico capitalistaJoseph Heath y Andrew Potter, Rebelarse vende. El negocio de la contracultura, trad. de Gabriela Bustelo, Madrid, Taurus, 2005, p. 13..

Sucede que el equilibrio entre orden y resistencia en el marco liberal es menos precario de lo que aparenta, debido a su carácter retórico. Después de todo, no hay transgresión sin norma. La revolución permanente es menos un horizonte de acción que un rasgo de estilo. Su cualidad es, en consecuencia, antes estética que política; si se quiere, política a fuer de estética. Es política porque los símbolos y las formas influyen sobre las percepciones, cuya importancia en las democracias contemporáneas no puede exagerarse: los gobiernos van allí donde las percepciones mayoritarias les dejan ir. Por su parte, Peter Sloterdijk ha sugerido que estas luchas culturales pueden entenderse como la consecuencia de un orden liberal en que rige el principio de igualdad y los individuos no pueden someterse a clasificaciones jerárquicas, sino sólo distinguirse entre sí diferenciándose de los demás en el plano estético-moral: «Si hubiera nobleza, ¿quién soportaría no ser noble?; por consiguiente, ¡no existe la nobleza!»Peter Sloterdijk, El desprecio de las masas. Ensayo sobre las luchas culturales de la sociedad moderna, trad. de Germán Cano, Valencia, Pre-Textos, 2002, p. 72. Esta búsqueda de estilos de vida y alternativas capaces de diferenciar a quien las encarna no sólo confirma el alto grado de libertad individual alcanzado en las sociedades liberales, sino el paradójico atractivo que encuentran sus beneficiarios en someterlas a feroz crítica.

¿Y qué hay del terrorista? Desde este punto de vista, es un rebelde que se convierte en héroe romántico para la comunidad que le presta apoyo: ya se trate de las Brigadas Rojas, ETA o los yihadistas del Estado Islámico. Se trata de un rebelde que no ha comprendido que el orden democrático proporciona la oportunidad de denunciar las injusticias siempre que la recusación del sistema en su conjunto se mantenga en el plano estético y las propuestas para su reforma sean planteadas en el marco de una negociación con versiones rivales del bien. En cambio, el terrorista permanece fanáticamente adherido a sus creencias de manera literal. Es el inconformista radical que prefiere matar a ser parte de lo que considera una farsa burguesa. Ahora mismo, ese imbécil moral aparece revestido ante nosotros de una simbología religiosa y orientalista que facilita su identificación con el otro culturalmente alejado. Pero el maoísta de ayer es el yihadista de hoy. Ese maoísta era a menudo un joven que, cansado de palabras inútiles, se decidía por el vivere pericoloso, arruinando con ello su vida y la de sus víctimas: un puer robustus que cree saberlo todo sobre la vida cuando apenas ha empezado a vivir. Es un mal de especie que sin duda puede mitigarse, pero difícilmente erradicarse. Porque si no hay motivos claros para la disidencia, terminarán por encontrarse: la falta de libertad, el exceso de libertad, la aparente libertad. El deseo de transgresión crea su propio tabú. Y así vamos adelante, fascinados por el desorden y sus protagonistas, pero anhelando encontrar, a la salida del cine, un orden razonable.

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