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La gran evasión

A FAREWELL TO ALMS. A BRIEF ECONOMIC HISTORY OF THE WORLD

Gregory Clark

Princeton, Princeton University Press

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Gregory Clark es profesor de Economía en el sistema universitario californiano, concretamente en la Universidad de Davis. Su carrera académica ha estado ligada a la historia económica, en especial la de Gran Bretaña e India. Hasta el momento, sus escritos habían sido monografías en publicaciones académicas de solera como Journal of Economic History, Economic History Review o Journal of Political Economy, y sólo recientemente se ha decidido a formular una visión general de la historia económica mundial en el libro que aquí se comenta. El libro de Clark ha sido saludado con entusiasmo por algunos de sus colegas economistas. Hay quien lo considera como uno de los más estimulantes resúmenes de la historia económica mundial o como la salva inicial de un debate que no se cerrará en añosBenjamín M. Friedman, «Industrial Evolution», The New York Times Book Review, 9 de diciembre de 2007, para lo primero, y «The merits of genteel poverty», The Economist, 16 de agosto de 2007, para lo segundo.

Muchas cosas, como se verá, podrán achacársele a Clark, menos falta de ambición. El libro comienza a tambor batiente, con una introducción que resume en dieciséis páginas, dieciséis, la historia económica del mundo en dos grandes etapas y una coda. La conclusión que Clark saca de la primera etapa es un navajazo a la idea, tan extendida, de que a lo largo de los siglos la humanidad ha visto mejorar sus condiciones de vida. Hacia 1800 el ciudadano medio del planeta no había superado a sus ancestros remotos. Si acaso, lo contrario. Los cazadores-recolectores tenían una esperanza de vida similar a la de sus paisanos de 1800; eran más altos gracias a una dieta variada; trabajaban mucho menos; sus comunidades eran más igualitarias. En realidad, desde la prehistoria, las cosas no habían hecho sino empeorar. «A los pobres de 1800 […] mejor les hubiera ido de haberse podido mudar a una banda de cazadores-recolectores» (p. 2). La Revolución Industrial abrió un segundo recorrido al alterar sustancialmente ese equilibrio. Las economías ricas cuentan hoy con rentas entre diez y veinte veces superiores a la media de 1800. La coda, sin embargo, es menos optimista. La prosperidad no se ha asomado en igual medida por todas las esquinas del planeta y, lejos de haber generado riqueza para todos, la diferencia de renta entre sociedades ricas y el resto varía hoy de 50 a 1. De la nada hemos pasado a las más altas cumbres de una Gran Divergencia. Así de sencilla es la historia económica de la humanidad.

Los historiadores económicos, sostiene Clark, tienen que explicar tres problemas corniveletos. ¿Por qué se ha visto la humanidad atrapada en una trampa maltusiana durante los cien mil años anteriores a la Revolución Industrial? ¿Por qué los primeros en escapar de ella hubieron de ser los habitantes de una pequeña isla como Gran Bretaña? ¿Cuál es el futuro de la Gran Divergencia? Clark proclama tener respuestas para casi todo, aunque confiese que éstas adolecen de la ley de rendimientos decrecientes. Reducir la era maltusiana a una serie de mecanismos básicos le parece fácil; explicar el éxito de la Revolución Industrial no tanto; el final de la coda está aún por escribir.

En cualquier caso, el libro tiene fines adicionales, tal que dar un repaso a la sabiduría convencional de los historiadores económicos, la mayoría aún anclados en el mito decimonónico de que la historia ha llevado gradualmente a los humanos hacia mayor crecimiento, mayores rentas y más felicidad. La realidad ha sido diferente. Ni el bienestar ha crecido hasta muy recientemente, ni la riqueza de las sociedades modernas ha acarreado un aumento general de la felicidad. El crecimiento y la felicidad, esos dos gigantes de los economistas, andan mayormente a la greña, tal que Fafner y Fasolt luego de haber levantado el Valhalla. Clark adicionalmente reconoce una deuda con Jared Diamond. Como para su mentor, para él la historia económica es un haz de casualidades que no permite a los sujetos intervenir decisivamente en la pieza que protagonizan. Sin duda, la Revolución Industrial ha significado un importante cambio en la derrota tomada por las sociedades modernas, pero no por una mayor clarividencia o superioridad intelectual de los europeos y americanos que la impulsaron, pues podría haber ocurrido de otra manera. «Los historiadores económicos […] dedican sus días a defender una idea de progreso que todos los estudios empíricos serios desmienten» (p. 147). ¿Será verdad?
 

LA TRAMPA MALTUSIANA

Durante casi toda su existencia, la humanidad ha sido víctima de una trampa maltusiana por la que los avances tecnológicos que permitían mayor bienestar venían seguidos de un aumento de población que terminaba por agotarlos y revertir al equilibrio de precariedad inicial. No cuesta entender la cuestión si se presumen tres condiciones: 1) que cada sociedad tiene una tasa de natalidad determinada por las costumbres que regulan su fertilidad y que crece a medida que aumenta su nivel de vida; 2) que la tasa de mortalidad decae a medida que eso se produce, con lo que crece la densidad de las poblaciones respectivas; 3) que la mayor densidad demográfica acaba por generar un declive del nivel de vida. El nivel de vida, pues, es un equilibrio inestable entre natalidad y mortalidad y la demografía estipula la cantidad de bienes y servicios que cada sociedad puede consumir, es decir, su renta de subsistencia.

Este concepto clave de renta de subsistencia –dice Clark– no debe entenderse como el límite de la inanición: unas mil quinientas calorías diarias. Todas las sociedades maltusianas lo han excedido considerablemente y las diferencias de fertilidad entre sociedades han generado normas de subsistencia variables a lo largo del tiempo. En cualquier caso, si una población crece por cualquier razón, al final su renta disminuye, lo que trae consigo una caída por debajo del nivel de subsistencia, un aumento de la mortalidad y un nuevo equilibrio sobre el punto de partida. Las habas están contadas.

El ciclo se basa en la ley de rendimientos decrecientes formulada por Ricardo. Si uno de los factores productivos (tierra, trabajo y capital) se mantiene fijo, un aumento en el empleo de los otros disminuirá su rendimiento marginal. La relación, sin embargo, no es fija para todas las sociedades. Dependiendo del área cultivada y de su tecnología, cada una tiene su agenda tecnológica que conecta cada nivel de población con un determinado nivel de renta real. Las sociedades anteriores a 1800 conocieron muy diversos niveles tecnológicos, pero su ritmo de innovación era muy bajo en comparación con lo que sucedería después. Con ese compás lento, aunque una innovación tecnológica pudiese desencadenar un aumento de renta, el crecimiento de la población acababa inexorablemente por devolverla a la casilla inicial. «En la sociedad preindustrial, los avances tecnológicos esporádicos sólo producían gente, no riqueza» (p. 32).

Para Clark, los economistas clásicos erraban el tiro al pensar que reformas institucionales variarían el resultado. Smith y sus seguidores podían creer que la acumulación se desencadena con reducciones de impuestos, seguridad jurídica y una justicia eficiente, pero la realidad muestra que eso son fórmulas vacías. En la etapa maltusiana, que un gobernante aumentara los impuestos para financiar grandes monumentos o un harén no afectaba al bienestar medio. Inicialmente un impuesto de, digamos, el 10 por ciento reducía la renta personal en esa misma medida acarreando una subida de la tasa de mortalidad. Con el tiempo, sin embargo, la caída demográfica se reequilibraba en torno a la renta de subsistencia y no con peores resultados para el conjunto. La desigualdad podía no hacer más acomodado al ciudadano individual, pero la renta media no disminuía porque crecían las de los más ricos.

Escapar de la trampa maltusiana no fue sencillo y llevó más de diez mil años. Las sociedades agrarias sólo podían mejorar su nivel de vida mediante una reducción de la fertilidad o un aumento de la mortalidad. En Europa lo primero se alcanzaba mediante matrimonios a edad tardía para las mujeres (24-26 años), soltería femenina (entre el 10 y el 25 por ciento de las mujeres no se casaban) y un bajo grado de fertilidad ilegítima. En otras palabras, como los anticonceptivos del tiempo no eran fiables ni su uso generalizado, la baja fertilidad se basaba en la represión de la sexualidad, especialmente la femenina. En Asia Oriental, el mecanismo era distinto. Las mujeres se casaban antes y en mayor proporción, pero la fertilidad matrimonial era igualmente baja, según Clark, por causas no bien conocidas. Adicionalmente, el infanticidio femenino era práctica extendida en China, con lo que la quinta parte de los hombres no encontraba cónyuge. En Polinesia, el infanticidio rampante liquidaba entre dos tercios y tres cuartos de los nacidos. Así, la tasa de natalidad oscilaba en torno a 35 por mil y la esperanza de vida no llegaba a los treinta años. Entre 1580 y 1800, el 18 por ciento de los niños ingleses morían en su primer año de vida, aunque eso no fuera uniforme en todos los niveles de renta. Las ciudades contribuían también a la mortalidad. De no haber habido una migración constante del campo a la ciudad, según Clark, las ciudades europeas hubieran desaparecido del mapa. Estaban superpobladas y la higiene no era uno de sus florones, como lo muestra la rápida difusión de la peste negra y otras plagas. La alta mortalidad, tanto infantil como urbana, era el dique social en defensa del nivel de vida.

Pero ya sabemos que la trampa maltusiana tenía otras vertientes. Al forzar aumentos de la mortalidad, agrandaba la renta real de los supervivientes. La urbanización insalubre y las altas tasas de mortalidad explican, pues, el bienestar relativo de los Países Bajos e Inglaterra en los albores de la Revolución Industrial. En Asia Oriental las cosas pintaban de otra forma. Allí las basuras, vendidas como fertilizante, generaban renta; japoneses y chinos estimaban más su higiene personal; sus casas se mantenían más limpias; y todo ello generaba crecimiento menor que en Europa Occidental. La peste blanca (cólera, tifus, viruela y parásitos intestinales) que los colonizadores llevaron a las Américas debería, según esta lógica, haber mejorado la suerte de los nativos de aquellos lugares, pero la expropiación de sus tierras y otros recursos naturales lo impidió.

Siguiendo con la navaja de Occam, Clark deja sin explicación un par de misterios dolorosos. Dentro de su hipótesis no acaba de entenderse, ante todo, por qué se empeñaban los campesinos europeos en tirar el arado y abandonar la gleba, pues debía resultarles obvio que el aire de la ciudad, lejos de hacerles libres, les enfermaba y que su vida iba a ser breve y miserable. El segundo misterio es una extensión de éste. La revolución neolítica se generalizó, dice Clark, por haber generado una tecnología inicialmente superior –la agricultura–, pero su difusión llevó a los humanos a un equilibrio menos favorable que el de los cazadores-recolectores. A estas alturas ya conocemos el busilis. Almacenar provisiones para tiempos de vacas flacas tuvo por resultado una reducción de la tasa de mortalidad y, con ella, del nivel de vida. Luego, el aumento de las enfermedades causado por la densidad de población revertía al estado anterior. La larga era neolítica se tornó así en una revolución desperdiciada. Si resultó industriosa, como diría Jan de Vries al subrayar el alargamiento de la jornada laboral de los campesinos, no por ello trajo consigo mejores condiciones de vida. ¿Por qué, pues, cabe preguntar, se empecinaron los humanos durante más de diez mil años en ganarse la vida así? ¿Acaso nadie cayó en la cuenta de que las cosas iban a peor? ¿Por qué tantos prefirieron vivir en los imperios de China o Roma y no cruzar el limes para buscar una vida mejor entre los bárbaros? ¿Por qué a las primeras de cambio éstos se aficionaban a las delicias de Capua y no cataban volver a la horda original ni a tres tirones? Estos misterios, que hacen a su modelo menos plausible, los pasa Clark por alto.

Para salir de la trampa maltusiana, los humanos hubieron de trepar por alguna escala. Su primer tramo lo marcó el éxito reproductivo de los ingleses ricos. Según Clark, los más pobres no conseguían reproducirse con éxito porque su nivel de renta impedía que su fertilidad superase su mortalidad. Los ricos, en cambio, tenían hijos en mayor número y con mejores expectativas de supervivencia. Siguiendo series de testamentos en algunos lugares de la Inglaterra de los siglos xvi al xvii, Clark concluye que la riqueza –no la posición social o la educación formal– explica allí el éxito reproductivo. El segundo peldaño brota de una diferencia fundamental entre los ingleses del xviii y los grupos de cazadores-recolectores. Mientras los primeros habían conseguido reducir las muertes por accidente u homicidio, éstas tenían una incidencia desproporcionada en la Edad de Piedra. Si conseguimos explicar cómo, cuándo y por qué se produjo esa transición a sociedades más pacíficas habremos alcanzado el tercer escalón. Volvamos, pues, a la Inglaterra pre-Cromwell. Quienes allí se reproducían con mayor éxito eran los ricos. Pero, en buena lógica maltusiana, no todos sus hijos podían mantenerse en el nivel social de los padres. Así que los artesanos de una generación procreaban los peones de la siguiente; los banqueros eran sucedidos por comerciantes; y los terratenientes por pequeños granjeros. La movilidad social apuntó inexorablemente hacia el sur.

La tecnología no dejó de tener su influencia, pero en menor grado. En la era preindustrial hubo numerosos avances tecnológicos, pero eso no fue decisivo para el paso a la modernidad, porque marchaban a paso de carreta. Según los cálculos de Clark, en 1750, el conjunto de todas las economías tan sólo producía un 24 por ciento más por hectárea que al comienzo de la era común. Con los mismos toscos indicadores basados en la densidad de población, también podemos ver cuáles eran las regiones de mayor desarrollo tecnológico: Europa Central, el Oriente Medio, India y el Asia oriental. Sin embargo, el salto no se dio sino en la primera. ¿Por qué?

El prerrequisito para llegar a la solución, según Clark, es quitarse la venda institucionalista. Los cambios fundamentales en la era maltusiana hay que buscarlos en otras causas: una bajada secular de los tipos de interés, extensión de la alfabetización y del conocimiento de las cuatro reglas, aumento de las horas de trabajo y declive de la violencia interpersonal. «El ahorro, la prudencia, la negociación y el trabajo duro fueron imponiéndose poco a poco como valores centrales en las comunidades que hasta entonces habían sido gastosas, impulsivas, violentas y amantes del ocio» (p. 166). En definitiva, triunfaron los valores de la clase media, y quien haya seguido lo anterior no tendrá dificultad en explicar por qué. El éxito reproductivo de los ricos, con ayuda de una movilidad descendente, los extendió al conjunto de la sociedad. Las sociedades agrarias no hicieron más inteligentes a sus miembros, pero recompensaron con el éxito económico y, por ende, reproductivo a quienes se adornaban con la habilidad de llevar a cabo tareas simples y repetitivas hora tras hora, día tras día.

Hablar de Revolución Industrial –observa Clark– no parece la mejor denominación para la nueva etapa económica, caracterizada más bien por un fuerte aumento de la productividad tanto en las manufacturas como en la agricultura, pero es la expresión más aceptada. Sea como fuere, lo que importa es saber cuáles fueron sus mecanismos básicos. El más llamativo fue la práctica desaparición de la tierra como factor de producción. Entre 1750 y 2000, las rentas agrarias y urbanas redujeron su papel en la economía británica de una cuarta a menos de una vigésima parte. El gran crecimiento de los últimos dosciento cincuenta años tuvo, pues, que brotar de otras dos fuentes: mayor capital por trabajador y mayor eficiencia del proceso productivo. Según los cálculos de Clark, el primer factor explica tan solo una cuarta parte del crecimiento, dejando los tres cuartos restantes al segundo. Es decir, la parte del león en el aumento de la productividad se la llevó básicamente la innovación.

Todo el proceso podría haber acabado con una nueva recaída en la trampa maltusiana de no haber coincidido con un inesperado crecimiento de la población inglesa entre 1750 y 1800, que se produjo independientemente de aquélla. Ese crecimiento demográfico se había hecho notar antes de que aumentara la productividad y sus causas no fueron mayormente económicas. A principios del siglo XVIII, las mujeres inglesas empezaron a casarse antes; la proporción de solteras cayó de una cuarta parte en el siglo anterior a la décima; los nacimientos ilegítimos crecieron. Entre 1650 y 1800 la fertilidad aumentó un 40 por ciento. Como la agricultura doméstica no podía hacer frente a la creciente demanda de alimentos y de materias primas, al país no le quedó otra salida que pagar sus importaciones con la exportación de productos manufacturados. Y, así, Inglaterra se convirtió en la gran fábrica del mundo.

¿Por qué no pasó lo mismo en Asia? Sin citar fuentes, Clark apunta que bajo la dinastía Qing (1644-1911) y el shogunato Tokugawa (1603-1868) tanto China como Japón habían hecho notables progresos educativos y que su tecnología no había permanecido estancada. Ambas sociedades se encaminaban hacia una eventual Revolución Industrial local, pero su velocidad de crucero era inferior a la de Inglaterra. Nuevamente, ¿por qué? A pesar de reconocer la insuficiencia de datos sobre la demografía de China, Japón o India, Clark no se resigna a ofrecer menos de dos explicaciones. La primera está en la extensión de la superficie de cultivo. Entre 1300 y 1750, la población de China se triplicó y la de Japón creció cinco veces, pero ambos países pudieron alimentar ese excedente demográfico con más producción agraria. A diferencia de Inglaterra, no necesitaron encontrar una salida hacia el exterior. Aún más importante es la segunda. En ambos países los ricos no conocieron el mismo éxito reproductivo que en Inglaterra. En Japón, los datos de adopciones entre familias samurai muestran que desde el siglo xviii su fertilidad bajó respecto de la de los ricos ingleses. En consecuencia, sus hijos legítimos o adoptados no excedían la tasa general de reproducción, la movilidad descendente no actuaba y los valores de la clase media no podían difundirse con igual velocidad. En China, datos sobre la fertilidad del linaje imperial de los Qing muestran una tendencia similar. En resumen, la demografía empujaba en otras partes hacia la Revolución Industrial, pero sólo en Inglaterra, cuya agricultura no daba abasto para satisfacer las demandas de una población creciente, permitió el asentamiento rápido de los valores de la clase media.

Con Weber y la teología puritana hemos topado. El motor de la acumulación se halla en el ahorro, la laboriosidad y el buen crédito. Aquí, amén de en un uso excesivamente alegre de algunos de los datos empíricos aportados, es donde uno empieza a juzgar que Clark es menos riguroso de cuanto aparenta. La teología puritana por sí sola hace a la gente más virtuosa, no más rica. Supongamos una sociedad cerrada y en equilibrio sobre un nivel de subsistencia, y supongamos que allí arriban unos presbíteros calvinistas que convencen a sus miembros de que deben ser más ahorrativos. Si el consumo disminuye al año siguiente un 10 por ciento, la sociedad no encontrará salida para su excedente de producción, y así sucesivamente. El ahorro y la laboriosidad sólo desencadenan un proceso de acumulación inicial si en la sociedad de referencia o en otras de su entorno hay gentes menos ahorrativas y virtuosas que gastan sus ingresos en comprar lo que los puritanos producen. Esta historia la contó con mucho salero el Mandeville de La fábula de las abejas, así que puede darse por sabida.

Si el ahorro y el trabajo por sí solos no explican la acumulación, Clark tiene que caer en otra trampa maltusiana, esta vez teórica, pues la única explicación para la acumulación habrá de proceder bien de la tecnología, bien de la mortalidad. Clark no se fía por completo de la primera porque huele a chamusquina institucionalista. Tecnología es aplicación del conocimiento a la producción de bienes y servicios con dos consecuencias: mayor utilización de capital y mejor organización del proceso productivo. No en balde la obra de Adam Smith arranca con el análisis de la división del trabajo en la base de la Revolución Industrial. North, por su parte, ha destacado que el aumento de la productividad causado por la tecnología se hace más estable en un entramado institucional donde la libertad de investigación va en paralelo con la nación-Estado y las garantías jurídicas para la propiedad. Justamente lo que, a lo largo de varios siglos y no sólo por casualidad, había sucedido en Europa occidental y no en otros lugares del planeta como China, Japón y el mundo islámico.

El arrebato anti-Smith de Clark lógicamente lo lleva a no mencionar más que de pasada otro mecanismo fundamental en el proceso de acumulación moderna: el comercio internacional. Sin él, empero, ni Dios hubiera librado a los puritanos de la ruina. En su modelo, sin embargo, el comercio internacional es el último expediente al que recurrieron los ingleses para poder mantener a una población que había crecido al albur de una fertilidad incontrolada. Como el comercio malamente puede desarrollarse sin libertad de movimientos para el capital y para el trabajo, y sin las instituciones que regulan los mercados, Clark prefiere olvidarse de él, para no tener que explicar que el desarrollo de la economía de mercado, aunque no fuera ajeno a China o al mundo islámico, alcanzó su cima inicial con las ferias medievales europeas, muy anteriores a la gran evasión.

La mortalidad es, en definitiva, el único acicate operativo en la mejora de las condiciones de vida. Cuanto peor para la generación actual, mejor para las venideras. La peste negra proporcionó a los jornaleros ingleses supervivientes las mejores condiciones de vida de su historia. Si Clark tiene razón, gentes como Stalin, Hitler o Mao, que tanto contribuyeron a diezmar sus poblaciones y las ajenas, han sido injustamente maltratadas. Tal vez la ola de bienestar económico de Europa Occidental a partir de 1945 se deba a la venturosa guerra mundial que los dos primeros contribuyeron decisivamente a desencadenar. Esta no es una reflexión moralista. Aunque Hitler no pudo practicar en toda su extensión sus ambiciosos proyectos económicos, sí sabemos lo que pasó con el comunismo ruso y el chino: a la postre, la mortalidad que indujeron no trajo sino estancamiento.
 

LA GRAN DIVERGENCIA

Marx y Dickens dieron muy mala prensa a la Revolución Industrial, pero Clark no opina igual. Entre 1760 y 1860 los salarios reales de los trabajadores ingleses no especializados crecieron más rápidamente que el producto per cápita. La Revolución Industrial aumentó, pues, la igualdad en el seno de las sociedades que la experimentaron. Otro grupo social claramente beneficiado por ella fueron las mujeres. Sus salarios se acercaron a los de los hombres al tiempo que industria y servicios sustituyeron a la agricultura como actividades básicas. Ahora las mujeres podían encontrar empleo con más facilidad, pues la maña se había tornado más importante que la fuerza. Las diferencias en otras dimensiones de la vida social, como esperanza de vida, acceso a medicina y educación o número de hijos supervivientes, también disminuyeron. Si alguien perdió con la Revolución Industrial fueron los terratenientes, pues la renta del suelo, agrario y urbano, se ha convertido en un factor marginal de las economías modernas.

El futuro de esta relativa igualdad no está garantizado, pero hay razones para pensar que no variará, pues los trabajadores no especializados seguirán siendo imprescindibles. Ante todo porque no es fácil su sustitución por maquinaria. El trabajo no se reduce tan sólo a fuerza, sino que cuenta siempre con un quántum de destreza. En contra de la sabiduría convencional, los computadores han sustituido algunas habilidades asociadas con la pericia cognitiva superior (como el cálculo, la estadística o el diseño) mejor que otras tareas elementales, como el cobro en la caja del supermercado o la jardinería. Muchos servicios, por su parte, necesitan de un adecuado interfaz que sólo los humanos son capaces de proveer, al menos por ahora.

La transición demográfica –de nuevo la demografía– es otro importante factor para el mantenimiento de los salarios de los no especializados. Con este concepto suele aludirse a un rápido descenso de la fertilidad en las sociedades industrializadas a medida que crecen las rentas. Esto es un cambio esencial respecto de la etapa maltusiana y, para Clark, significa que los hijos han pasado a ser un bien inferior como el pan o las patatas. ¿Por qué en los países ricos se prefieren casas más grandes o coches con mayor cilindrada o más trajes a un número mayor de hijos? A medida que las rentas han aumentado y los presupuestos familiares se han relajado, los consumidores con mayores rentas se han desplazado hacia bienes que necesitan menor tiempo para ser consumidos, como la comida rápida o los vestidos de confección. Por el contrario, los hijos son extremadamente intensivos en su demanda de atención, es decir, de tiempo. El resultado han sido menos hijos, pero educados sin reparar en gastos: profesores particulares, clases de manualidades o danza, costosas ortodoncias, campamentos de verano en el extranjero y todas esas peplas que adornan al personal bien educado. Control de natalidad es lo mismo que menor fertilidad y ésta favorece las expectativas de los trabajadores no especializados.

Si la igualdad ha crecido en el seno de las sociedades ricas, no ha sucedido lo mismo en el conjunto del mundo. La primera era global (1870-1914) parecía apuntar en un sentido contrario con la introducción de los ferrocarriles, los barcos a vapor, el telégrafo y las fábricas mecanizadas, que comportaron importantes reducciones en los costes del transporte y significativos aumentos de la productividad. Regiones remotas del mundo como África y Asia se incorporaron a la economía mundial con la expansión del imperialismo. En contra de la escuela poscolonial, Clark anota que el imperialismo del siglo xix generó grandes inversiones en economías maltusianas y aceleró su industrialización. Sin embargo, ese impulso no evitó que muchos países no occidentales viesen disminuir su producto industrial per cápita y se especializaran en la exportación de materias primas. La Revolución Industrial se tradujo, así, en concentración de la producción global en una pequeña parte del mundo y apareció la Gran Divergencia. En 2001, mientras en muchas ciudades de India millones de personas vivían en las calles o en chabolas sin agua ni servicios, el estadounidense medio contaba con sesenta metros cuadrados de vivienda y familias de 2,6 miembros estadísticos se compraban una McMansion, un casoplón de más de trescientos metros cuadrados.

Clark cree saber también por qué se ha producido la divergencia y su respuesta no agradará al PC (políticamente correcto). La diferencia entre países ricos y pobres se debe a la incapacidad de estos últimos en emplear adecuadamente a su fuerza de trabajo, aun cuando a menudo cuenten con las últimas tecnologías. En la primera era global, si algo impedía la industrialización de los países pobres no era la falta de capital o de acceso a tecnologías punteras, sino la mala organización productiva. De no haber sido así, la historia hubiera sido diferente. Dado el librecambismo practicado en Inglaterra, los bajos salarios de la fuerza de trabajo en los países pobres deberían haberles permitido vender sus mercancías de forma competitiva en los mercados internacionales. Pero el excesivo número de trabajadores que las economías atrasadas empleaban por unidad de maquinaria acarreaba escasos márgenes por unidad de capital: un círculo vicioso en el que la ineficiencia del trabajo se veía reforzada por los bajos salarios, de forma que los empresarios disminuían las inversiones de capital y reclutaban más trabajadores de los necesarios. Si a ello se suma la resistencia de la población local a aceptar los ritmos de la industria, las consecuencias no resultaban halagüeñas. «La tecnología en economías exitosas con altas rentas evoluciona hacia procesos productivos que, en el entorno laboral de esas economías, priman considerablemente al trabajo regular y detallista. En las economías pobres, la fuerza de trabajo opera más relajadamente y con menos disciplina, con lo que la tecnología utiliza una cantidad exagerada de trabajadores innecesarios que compensan las peculiaridades de su fuerza de trabajo» (p. 368). La economía moderna prima a quienes aportan al proceso actitudes positivas hacia el trabajo y la cooperación y les premia generando extremos sin precedente de riqueza y pobreza. Ah, si los orientales hubieran sido calvinistas en vez de seguidores de Buda…

Enfilamos la recta final para desembocar en la moraleja. El aumento de la riqueza no nos ha hecho más felices que a nuestros antepasados de las cavernas. Encuestas longitudinales nacionales e internacionales muestran escasa diferencia en ese punto entre países aún maltusianos y otros tan ricos como Estados Unidos. ¿Significa eso que los increíbles progresos tecnológicos, las mayores rentas y las mejores condiciones de vida han sido una pasión inútil? Clark, por una vez, pasa de definirse, aunque sea el suyo un pase negro. Si los esfuerzos por salir de la pobreza no han sido necesariamente baldíos, mucha de la energía social dedicada a ello sí lo es. Aunque no existe correlación probada entre mayores impuestos y mayor felicidad, si valoramos bienes colectivos como la investigación científica, los viajes espaciales, el arte abierto al público y la buena arquitectura (sic en la página 377), tal vez un aumento impositivo para los más ricos no esté fuera de lugar. Como en la era maltusiana, la reducción subsiguiente del consumo material no tendría un notable coste psicológico.

Tal vez. Uno, sin embargo, devuelve al anaquel el libro de Clark con la impresión de haber asistido a otro parto de los montes. No sólo porque sean risibles esas afirmaciones al paso que hacen de los viajes espaciales o la buena arquitectura bienes colectivos, sino porque el autor se mete en jardines teóricos (¿maltusianos?) de los que no sabe cómo salir. La discusión sobre las relaciones entre crecimiento económico y felicidad, por ejemplo, es una caricatura, porque son pocos quienes mantienen que el primero haya de desembocar necesariamente en la segunda. Los más sensatos apuntan, con Jefferson y la Declaración de Independencia americana, que el desarrollo económico se limita a dar más oportunidades para que la gente busque la felicidad. Deducir, al estilo de Clark, directivas de política fiscal o de cualquier otro tipo de una noción tan subjetiva como polisémica no puede sino acabar en un anacoluto.

Parece difícil negar las diferencias de desarrollo y de renta entre los países del planeta, pero no es tan seguro que podamos concluir que éstas han creado una Gran Divergencia sin par en la historia. No tenemos por el momento datos fiables para comparar, por ejemplo, el nivel de renta de los hunos y el de los habitantes de Bizancio en el siglo v, lo que obliga a una prudencia en las comparaciones con la que Clark se abanica. La misma alegría estadística le lleva también a uno a tomar distancias con su visión posromántica de las sociedades de cazadores-recolectores. Si eran tan excelentes como Clark las pinta, ¿por qué diantre se produjo la revolución neolítica? En la realidad, esas sociedades que se dice gozaban de mejor alimentación, mejores expectativas de vida y más ocio eran muy inestables o, con la jerga al uso, eran poco sostenibles. Su alta mortalidad puede haberles permitido alcanzar un nivel de vida mejor que el de las sociedades agrarias (aunque el jurado no ha terminado aún sus deliberaciones sobre el caso), pero el reducido número de sus miembros no garantizaba su supervivencia a largo plazo. Algunas se esfumaron por el agotamiento de los recursos de los que vivían, pero las más perdieron sus guerras con los ejércitos campesinos que esclavizaban a sus hombres y se llevaban a sus mujeres a harenes extranjeros. La agricultura, pues, parece haber favorecido la supervivencia de grandes números mejor que la economía paleolítica. Su éxito durante los últimos doce mil años debe ser algo más que un gigantesco error de elección entre nuevas tecnologías.

Como todos los argumentos que se quieren apodícticos, el de Clark simplifica. Los cien mil años de existencia del homo sapiens no han sido un solo ciclo regido en exclusiva por la demografía. La historia económica no se ha reducido a una monótona repetición del ciclo maltusiano. Lejos de una llanura sin relieve, las sociedades humanas han pasado por momentos de crecimiento fulgurante (la Atenas de Pericles, la Roma del Principado, la China de los Tang, el Japón Heian y muchos otros) y otros de declive. Si la historia es cíclica, el suyo es un ciclo complejo, hecho de muchos otros que se entrecruzan o se mantienen en espirales paralelas. Cada uno de esos ciclos menores puede abarcar varios siglos y quienes los vivieron, en el mejor de los casos sólo durante algunas docenas de años, no experimentaron la trampa maltusiana del mismo modo. La visión sombría de Clark, sin embargo, nos reduce a todos a la falacia común de las medias incontroladas por desviaciones típicas. «Si usted se come un pollo y yo ninguno, cada uno hemos comido medio pollo». Ni la evidencia que aporta –necesariamente fragmentaria– ni su estrecha lógica le dan como ganador del argumento. Afortunadamente

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