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Victimología comparada

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¡Tiempos interesantes! Mientras los jueces norteamericanos paralizaban la aplicación de la orden presidencial que prohibía la entrada en Estados Unidos de los ciudadanos de siete países musulmanes, en Europa descubríamos que el apoyo a su hipotética aplicación continental está lejos de ser tímida: la mayoría de los habitantes de la mayoría de los países pararían de un plumazo la inmigración musulmana. Aunque la muestra no incluía a los países escandinavos, sólo los ciudadanos de Gran Bretaña y España se muestran en contra de ese cierre parcial de fronteras. Son los mismos ciudadanos que se equivocan sistemáticamente al calcular el número de inmigrantes que viven en sus sociedades o que creen, erróneamente, que se aprovechan de las ayudas públicas o privan de empleo a los nacionales. Pero es sabido que ni a las opiniones ni a los votos se les exigen anexos.

Sea cual sea la sorpresa que depare a cada uno esta instantánea de la animosidad intercultural, los datos ponen sobre la mesa un interrogante: si no será cierto después de todo que el ascenso del populismo tiene que ver con una corrección política que pone obstáculos al ejercicio de la libertad de opinión y reprime la expresión pública de demandas políticas consideradas como culturalmente ofensivas. No en vano se ha descrito la victoria de Donald Trump como «la venganza de los deplorables»: aquellos a quienes Hillary Clinton había caracterizado como «racistas, sexistas, homófobos, xenófobos, islamófobos». Para todos ellos, Donald Trump vendría a romper el conjunto de tabúes creados por la corrección política, que también explica su catalogación como «deplorables» a quienes mirar por encima del hombro. En esta misma línea se situaban las controvertidas declaraciones de Clint Eastwood sobre el reblandecimiento de las nuevas generaciones e incluso, desde el otro lado de la trinchera ideológica, las advertencias de Slavoj Žižek contra un buenismo represivo que acaba haciendo el juego a la causa reaccionaria. Por eso mismo decía el filósofo esloveno que la victoria de Trump era deseable: para que se rompan las costuras de una sociedad liberal sostenida por la hipocresía y podamos empezar desde cero.

A decir verdad, las críticas conservadoras a la corrección política no son las únicas que han minado la confianza de los ciudadanos en los medios tradicionales de comunicación y el paradójico estatus de la verdad en el debate público. También la desconfianza conspirativa del progresismo ha hecho su parte. Así lo resume Mark Thompson, directivo de la BBC y The New York Times, en Enough Said, su libro sobre el lenguaje político contemporáneo:

Cada vez más gente […] estaba empezando a preguntarse en voz alta si los medios tradicionales no eran parte de la elite. Un creciente número de ciudadanos en la derecha sospechaban que la corrección política llevaba a los proveedores de información a suprimir o distorsionar el tratamiento de la inmigración y la criminalidad, mientras muchos a la izquierda pensaban que no podía confiarse en ellos cuando tratan de empresas, la economía o el medio ambiente.

El resultado de esta desconfianza es que la discusión pública no gira en torno a las consecuencias o implicaciones de los hechos, sino, para empezar, en torno a los hechos mismos. Y los «hechos alternativos» del trumpismo son la culminación de esta lógica. Si bien se mira, éstos son un fenómeno de la percepción; de una percepción saturada de afectividad que nos hace discriminar entre distintos relatos sobre los hechos para escoger el que mejor se ajuste a nuestras creencias. Pero la corrección política no funciona de manera muy distinta: cuando las minorías reclaman un lenguaje respetuoso o la supresión de temas y argumentos que pueden ser considerados ofensivos para ellas, está diciéndose que el ciudadano neutral no existe, que sólo existen sujetos «situados» en posiciones específicas que condicionan su percepción y, por tanto, sus emociones.

Desde este punto de vista, la corrección política derivaría de la psicologización de los conflictos en las sociedades posindustriales, donde la redistribución habría sido reemplazada por el reconocimiento. O donde ambos ejes se combinan, como demuestra la geografía política de un populismo más rural que urbano. Ahora, el conflicto político gira en torno a los símbolos, el lenguaje y las representaciones. Algo que, por su propia naturaleza, conduce al exceso: si para que haya ofensa basta con sentirse ofendido, la tentación del victimismo es grande. Ahí tenemos a los bailarines profesionales, indignados porque la revista Vogue fotografiase en una sesión a la modelo Kendall Jenner, a la sazón miembro del clan Kardashian, vestida de bailarina. Una tal Lyv Jayne escribía en Twitter desde Pennsylvania: «Como bailarina de ballet, este anuncio me ofende». ¡Y qué decir de los «espacios seguros», allí donde los estudiantes norteamericanos se protegen de los argumentos incómodos o las así llamadas apropiaciones culturales, por las que alguien de una etnia distinta emplea un atavío o símbolo de otra distinta!

Huelga decir que la digitalización de la conversación pública no hace sino agravar los excesos de la corrección política, al menos en dos sentidos distintos pero complementarios: los agravios se difunden con mucha mayor facilidad y es también mucho más sencillo dar forma a coaliciones de agraviados dispuestos a dejar caer su ira sobre el ofensor. La razón moral que se atribuye el agraviado proporciona un singular placer en la persecución del ofensor; un placer cuyo opuesto perverso encontramos en el ofensor que, a la manera de Trump, se regocija haciendo trizas el tabú a golpe de tuit.

Se deja aquí ver claramente que las políticas del reconocimiento han acabado por crear un depósito de indignación del que puede servirse quien se adscriba a alguno de los grupos vulnerables, que, por lo demás, y como demuestra el ejemplo de los bailarines profesionales, pueden crearse a voluntad: nada mejor que una ofensa para hacer piña. Sobre los peligros del victimismo alertaba el fallecido Tzvetan Todorov en conversación con Daniel Gascón:

Nadie quiere ser víctima, pero se quiere pertenecer simbólicamente al grupo de las víctimas, porque eso te abre una especie de línea de crédito infinita, inagotable. Siempre puedes realizar una reivindicación en nombre de la injusticia pasada.

Esas reivindicaciones tienen fuerza normativa debido a que las minorías organizadas tienen más fuerza para imponer sus criterios que unas mayorías pasivas, viene a decirnos Nassim Taleb. En el caso de la corrección política, la ferocidad de una respuesta impulsada por la indignación moral puede ser suficiente para acallar a quienes desearían expresar una opinión discordante; aunque el efecto colateral de este «marcaje» léxico es que quien se rebela contra él se convierte en un verdadero rebelde: el último punk. Las nuevas convenciones de la corrección política sustituyen al decoro burgués y con ello la insurrección cambia de bando: Donald Trump es el nuevo Lenny Bruce.

Sin embargo, no olvidemos que antes de la farsa estaba la tragedia. La corrección política no es un producto del aburrimiento de la intelectualidad de izquierda, sino una de las respuestas que se plantean ante una verdadera desigualdad de derechos que sólo en la segunda posguerra mundial empieza a corregirse lentamente. Y no sólo de derechos, cabría decir: es un hecho que ciertas formas de vida y determinadas subjetividades alternativas eran objeto de censura pública por parte de una mayoría cultural poco amiga de las perturbaciones culturales. Una antropóloga como Mary Douglas lo explicaría en términos de pureza y contaminación: el miedo a la segunda de quienes creen disfrutar de la primera. Ahí están la huella lingüística de la discriminación racial en términos como nigger o paki, cuya desaparición del lenguaje público no puede lamentarse. De ahí que sea difícil emitir un juicio tajante sobre la corrección política y sus efectos sobre el debate público. O que convenga distinguir entre sus distintos usos o, incluso, etapas.

Esta ambivalencia ha quedado clara en la controversia que han mantenido recientemente en las páginas de Die Zeit el editor Josef Joffe y uno de los redactores jefes, Christian Staas. Sostenía este último que la autocrítica desencadenada en los medios liberales alemanes ante el ascenso de los populistas de Alternative für Deutschland ?«hemos ido demasiado lejos con la corrección política»? no tiene demasiado fundamento. Y no lo tiene porque, de hecho, desde hace muchos años se presenta elogiosamente una opinión en las páginas de la prensa alemana como políticamente incorrecta y capaz de decir las proverbiales «verdades incómodas». Más aún, a su juicio no existen indicios de que la corrección política exista. Esta no es otra cosa que un látigo moral que sitúa a quien lo empuña de manera automática en el lado correcto; pero no vivimos en un régimen de corrección política. Quienes la someten a crítica desde la derecha no quieren sino restaurar un orden injusto:

El objetivo de los críticos de derecha de la corrección política ha sido siempre devolver a aquellos grupos que luchan por el reconocimiento de sus derechos fundamentales al lugar que presuntamente les corresponde. Allí de donde vienen: al hogar (mujeres), a sus países de origen (inmigrantes y refugiados), a los márgenes (homosexuales, lesbianas y otros «perversos»).

Joffe, en cambio, no cree que la corrección política sea una fantasía: su disciplina existe y castiga a quienes se desvían del consenso liberal, amenazando con ello la libertad de opinión de cuyo ejercicio dependen las democracias constitucionales. A su juicio, el problema no está en la corrección política como tal, sino en su degeneración progresiva. Si, en una primera fase, la limitación pública del discurso tenía por objeto acabar con la discriminación sufrida por determinados grupos sociales, ahora se ha convertido en una estrategia de victimización que busca el rédito de la impecabilidad moral en detrimento de quienes son «señalados» por traspasar la línea de lo expresable: «La corrección política buscó antaño el alto bien de la igualdad de derechos; hoy puede destruir personas y carreras». Irónicamente, los votantes de Trump habrían sido los últimos en descubrir los usos de la victimización como herramienta política:

Han descubierto las ventajas estratégicas de la condición victimaria. Se ven a sí mismos como dolientes de la globalización, de la inmigración, del culto al multiculturalismo, así como del paternalismo de las elites, que los hacen callar mientras les roban la dignidad.

¡Todos víctimas! A este paso, no van a quedar verdugos. Pero que una parte de la base electoral de Trump se vea a sí misma como víctima de la corrección política ?esto es, como víctima del discurso represor de quienes se presentan como víctimas? sugiere que el cambio sociológico está conviertiendo a la vieja mayoría cultural en una minoría más. Y de ahí que recurra al lenguaje victimista, aunque sea un victimismo paradójico que demanda recuperar la grandeza perdida de antaño. Asoma aquí la sensación de haber sido usurpados, invadidos por otros que solían ocupar los márgenes y ahora se desplazan hacia un centro cada vez más poblado. Glosando estos asuntos, Daniel Innerarity escribe:

Hay una identidad velada en el centro de la política liberal, en el que otras identidades sólo pueden comparecer en tanto que otras. Sólo hay espacio para dos entidades: el ciudadano normal y el otro.

Desde luego, así era: hay que haber sido un «otro» en los años treinta, o cincuenta, o seguir siéndolo en determinados contextos hoy día, para saberlo. A menudo, el crítico conservador de la corrección política habla desde una posición de privilegio y hace gala de una dudosa capacidad para ponerse en lugar de los demás. Es cierto que, como señala Joffe, el impulso antidiscriminatorio ha dejado paso a un discurso que a menudo sirve para dar réditos a quien lo enarbola o para criminalizar a los que se salen del guión. De hecho, el malestar con el victimismo procede en ocasiones del interior de los grupos sociales protegidos por la corrección política: feministas heterodoxas que creen que la sobreprotección simbólica ya no es necesaria o líderes comunitarios para quienes la discriminación positiva o la queja retrospectiva dificulta el desarrollo de la población negra. Y aún podríamos distinguir entre mujeres y negros, a la vista de las estadísticas policiales norteamericanas. O añadir que un refugiado sirio es más «otro» que una mujer berlinesa. No todas las quejas tienen el mismo fundamento.

En último término, el debate sobre la corrección política remite a la pregunta acerca de la libertad de opinión: ¿somos libres de decir lo que queramos? Jurídicamente, con los límites habituales establecidos por la legislación que protege el honor y la intimidad personales, sí. Pero la respuesta es menos clara si atendemos a las consecuencias políticas y morales de la opinión: algunas son severamente castigadas por tribus morales que ejercen vigilancia sobre el debate público. Y eso no puede sino ejercer presión sobre los ciudadanos que toman parte en ese debate, que, en consecuencia, habrán de pensarse dos veces lo que van a decir. El asunto es complicado: si somos vulnerables a lo que se dice, en lugar de ser siempre y en todo caso soberanos sobre lo que pensamos y decimos, ¿no sería mejor que no se dijeran algunas cosas? Pero si algunas cosas no pudieran decirse, como, por ejemplo, que hay razas superiores o que no se produjo el genocidio nazi, ¿cómo podríamos construir verdades públicas o combatir esas falsedades? ¿Es que un tradicionalista o un conservador no tienen derecho a expresar sus opiniones, sin que estas sean tachadas como ilegítimas o moralmente despreciables? ¿No podemos en España debatir la constitucionalidad de la Ley de Violencia de Género sin que se invoque la causa general contra el patriarcado? Una vez más se pone de manifiesto qué lejos está la práctica del debate democrático de sus condiciones ideales, que incluyen aquel «deber de civilidad» invocado por John Rawls para garantizar el trato respetuoso entre los contendientes. Esta civilidad es aún menos probable cuando quienes toman la palabra, como suele ocurrir, son los más comprometidos con una causa y, por tanto, los más dogmáticos. Y no digamos si lo que se enarbolan son identidades en lugar de argumentos.

Dicho esto, acaso la corrección política bien entendida sea más beneficiosa que perjudicial. Para empezar, porque basta asomarse a las redes sociales para ver que el debate público no termina de someterse a sus normas: hay insultos para todos. En ese sentido, la demanda de que nos tratemos con respeto ejerce como instrumento de civilización, y aun de pacificación; es un ideal regulativo que conoce, como todos, excesos y degeneraciones. Y que, por añadidura, puede erosionar el espacio democrático común si solo intervenimos en él ?o somos percibidos por los demás? como miembros de tribus morales antes que como ciudadanos autónomos, de forma que las razones sean siempre razones «afectadas» por la pertenencia. Ahí está la justicia sentimental que dividió el jurado del caso Simpson, según hemos visto en la excelente serie televisiva sobre él, en dos grupos raciales claramente demarcados cuya percepción verdaderamente variaba en cada caso. A cambio, la corrección política hace que el debate sea más inclusivo si debilita la sensación de que unos tienen un altavoz más potente que otros. Que algunos quieran capitalizar en su persona esa deuda histórica sólo es tristemente humano. Pero resulta difícil sostener que en sociedades cada vez más mestizas, donde el debate público ?señal de riqueza? gira hacia los conflictos simbólicos, estaríamos mejor sin un cierto grado de corrección política. A la pregunta de qué grado de la misma es contraproducente sólo puede responderse así: aquel que coarte la libertad de opinión. Y por eso se hará necesario combatir con argumentos precisos ?y datos concretos? a quienes tratan de cercenarla. No hay, me temo, otra fórmula.

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