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California dreaming

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En 1962 a Toni Bennett —así lo cantaba— la hermosura parisina le resultaba un tanto desmayada y la gloria de Roma una antigualla. Se había sentido muy solo y abandonado en Manhattan. «Voy a volver a casa, a mi ciudad de la Bahía». A San Francisco where I left my heart.

Si hoy quisiera Bennett hacer lo mismo tendría, ante todo, que tentarse los bolsillos. Una familia de cuatro personas que viva y gane allí gane unos 117.000 dólares anuales (100,000€) puede obtener ayuda del gobierno federal para el pago de su alquiler mensual porque pertenece a un grupo de ingresos bajos.

Sí, está bien leído. Cien mil euros al año no le sacan a uno de pobre en San Francisco.

No hace tanto el Oeste americano albergaba unos cuantos guetos dorados como Aspen o Lake Tahoe. Hoy toda la Costa Oeste, desde San Diego en la frontera con Méjico hasta Vancouver en Canadá es un rosario de metrópolis resplandecientes —las ciudades del mañana, de la tecnología, de los jóvenes con alto nivel educativo—. «Y cada una de ellas se enfrenta con una crisis de prosperidad que amenaza el sentido mismo de vivir allí».

¿Qué sentido tiene ese sentido?

Antes de la pandemia, en 2017, la economía de California marchaba como un tiro. De entre las 50 áreas metropolitanas más grandes de Estados Unidos, cinco de las 10 con mayores subidas de ingresos estaban en el estado. Ningún otro contaba con más de una. San Diego se había puesto en cabeza del país, con un crecimiento del 5,4% que había llevado la renta mediana de sus hogares a 76.207 dólares (67,761€). En Silicon Valley, al sur de San Francisco, el aumento había sido de 4,6% con una renta mediana de 117,474 dólares. Por muy poco, el hogar que se hallase en el número 50 de la zona no podría optar a la ayuda federal para el pago de su alquiler, pero, pese al envidiable monto absoluto de su renta, casi el 50% de los hogares de la zona se contaba en el grupo de bajos ingresos.

La economía californiana estaba muy diversificada en sectores como construcción, turismo y, especialmente, tecnología y biotec, donde los salarios son muy altos, lo que produce un fortísimo tirón hacia arriba de los ingresos y aumenta el volumen estadístico de las rentas medias. Esa marea alta ha impulsado a todos los barcos, incluyendo a otros sectores menos desarrollados como el Inland Empire, una zona al sur del estado y cercana a Los Ángeles, cuya mediana en renta subió a 61.994 dólares (52.682€) en 2018.

Cifras que llevan a pensar en que California hace honor a aquella isla de California, «muy cerca de un costado del Paraíso Terrenal; y estaba poblada por mujeres negras, sin que existiera allí un hombre pues vivían a la manera de las amazonas […] Sus armas eran todas de oro y del mismo metal eran los arneses de las bestias salvajes que ellas acostumbraban domar para montarlas, porque en toda la isla no había otro metal que el oro», según contaba Garci Rodríguez de Montalvo en sus Sergas de Esplandián

Tan buenas noticias para la economía agregada, que suele decirse, no lo son por igual para los subtodos agregantes. California tiene los precios de vivienda más altos del país y un 30% de quienes viven de alquiler dedican más de la mitad de sus ingresos a pagarlo. Según algunas estimaciones del coste de la vida, el estado tiene la mayor tasa de pobreza de la nación .

En cualquier caso, lo más preocupante para California es el progresivo vaciamiento de muchos grupos sociales intermedios que huyen de los altos precios y, por supuesto, de los altos impuestos. Su emigración hacia estados con menor carga impositiva, generalmente los de color rojo (contra la habitual atribución cromática, en Estados Unidos los estados rojos votan republicano y los azules a los demócratas), se ha acelerado con los años. «Desde 2007 Texas y Florida (que no tienen impuestos estatales sobre la renta) han ganado respectivamente 1,4 millones y 850.000 nuevos residentes de otros estados. De consuno, California y Nueva York han perdido más de 2,2 millones. Texas y Florida han ganado 50 millardos en rentas y poder adquisitivo, mientras que California y Nueva York han perdido 23 millardos netos» .

Aunque el estado alberga al 12% de la población americana, más de la mitad de los sintecho del país viven en California. En 2018 su número creció 16% en Los Ángeles y 17% en San Francisco. En Los Ángeles su explosión ha creado numerosos problemas colaterales: plagas de roedores, retorno de enfermedades que se creían ya erradicas como el tifus; y un llamativo aumento de la defecación en público. En San Francisco hay dos apps que permiten reportar desde el teléfono móvil acumulaciones de materia orgánica marrón y fétida para que otros usuarios eviten malos tropiezos antes de que lleguen los servicios de limpieza. Los reportes se han multiplicado por tres entre 2011 y 2017 . En 2017 un sintecho inició un fuego que destrozó más de 200 hectáreas y obligó a cerrar el oeste de Los Ángeles por varios días .

Para algunos críticos California se está convirtiendo a pasos agigantados en una sociedad tercermundista caracterizada por una gobernación corrupta; una desigual o inexistente aplicación de las leyes; y una estratificación social binaria —dos clases en vez de tres—. California es cada vez más deficiente en cada una de esas tres dimensiones.

Al tiempo, el estado se ha convertido, de hecho, al monopartidismo. Desde 2006 ningún republicano ocupa los altos puestos de responsabilidad. Hoy en día, todos los cargos elegidos en el estado pertenecen al Partido Demócrata, incluyendo a las dos senadoras (Diana Feinstein y Kamala Harris, ésta última candidata a la vicepresidencia del país en tándem con Joe Biden) y al gobernador. De los 53 representantes en la cámara baja federal sólo 6 son republicanos. Los demócratas ostentan amplias mayorías en ambas cámaras de la legislatura estatal . Y, en su conjunto, tanto votantes como electos se inclinan hacia lo que en Estados Unidos se conoce como liberalismo o como progresismo entre nosotros.

Si Estados Unidos ha sido durante décadas el espejo en el que querían mirarse muchos ciudadanos del mundo, California ha ejercido la misma fascinación sobre otros tantos norteamericanos. Si Joe Biden se convierte en el próximo presidente del país, no cabe duda de que una buena parte de su política estará influida por los aires que lleguen de California, así que conviene mirar al fondo e indagar hacía dónde llevan esas tendencias que hoy han dejado de ser sólo pequeños indicios.

¿Sorpresa? Tal vez lo sea para los televidentes y los lectores de los medios españoles cuyos corresponsales en Estados Unidos suelen limitarse a retransmitir las noticias que realzan los grandes diarios americanos —éstos, sí, globales de verdad— como NYT o WaPo; aunque no tanto para quienes analizan cómo y por qué California ha llegado a esa situación —un prólogo alarmante que amenaza con extenderse por todo el ancho mundo en un futuro no tan lejano—.

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Uno de esos analistas es Joel Kotkin (The Coming of Neo-Feudalism: A Warning to the Global Middle Class. Encounter Books: Nueva York 2020). Kotkin es profesor de estudios urbanos en la californiana Chapman University, un centro privado de enseñanza superior, y según confesión propia un «demócrata de toda la vida, hoy independiente». Sus análisis tienen poco que ver con esa fe anterior y coinciden en muchos aspectos con la visión crítica de Lind a la que me referí recientemente. A mi entender, la de Kotkin resulta más compleja y mejor organizada, al tiempo que no creo feliz la etiqueta que elige para caracterizar a los nuevos tiempos. A saber, que desde principios de los 1990s la economía y la sociedad globalizadas están dando paso a la aparición de un neofeudalismo. Pero sería ocioso enredarse por mor de las etiquetas, porque aquello a lo que Kotkin apunta es lo que cuenta.

Y lo que cuenta es que, luego de un período de rápida expansión, el crecimiento en los países capitalistas avanzados, con la relativa excepción de Estados Unidos, ha entrado en una etapa de creciente estancamiento. Ante todo, su velocidad expansiva, es decir, su productividad respecto de la década anterior se ha demediado y hoy representa escasamente un cuarto de la habida entre 1920 y 1970. El estancamiento ha llegado también de manos de la demografía —hoy una mayoría de la población mundial vive en países cuya fertilidad se encuentra por debajo de la tasa de reemplazo. Poblaciones decrecientes conllevan reducciones de la fuerza de trabajo y minan la viabilidad fiscal del Estado de Bienestar. Y si, en el pasado, los avances tecnológicos contribuyeron al aumento de la prosperidad colectiva, hoy la automación y el uso de la inteligencia artificial amenazan al empleo en sectores como las manufacturas, los transportes y el comercio minorista. Estancamiento económico, parálisis demográfica y reducción del empleo auguran que la oscuridad acabe por cercar perdurablemente al reinado de Witiza.

Si los pioneros de la tecnología industrial moderna se desarrollaron en un medio de capitalismo competitivo que favorecía la destrucción creativa de Schumpeter —quiebra de monopolios y aparición de nuevas empresas productivas—, hoy, por el contrario, los líderes en tecnología se parecen cada vez más a una nueva clase hegemónica controlada por unas pocas compañías excepcionalmente poderosas que, como todas las aristocracias, se resisten a la dispersión de su poder.

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Volvamos a California.

Hace cincuenta años el valle de Santa Clara era un apacible medio rural que se convertía poco a poco en un suburbio al sur de San Francisco. Lo que empezó como un espacio de tecnología emergente al amparo de enormes contratos de defensa e investigación espacial es hoy Silicon Valley, el epicentro de la tecnología mundial. Fue allí donde un relativamente limitado cuadro de ingenieros, creadores de código y expertos en mercadeo empezaron a ahormar una nueva economía-mundo y, de paso, su cultura.

En 2018 cuatro empresas tecnológicas —Apple, Amazon, Google y Facebook— tenían una capitalización equivalente al 25% del índice S&P 500 e igual al PIB de Francia. Siete de las diez mayores compañías del mundo pertenecen a ese sector; ocho de los veinte individuos más ricos del mundo también; nueve de los trece más ricos y menores de 40 años viven en California. Sólo China, donde se han establecido nueve de las veinte compañías de tecnología mayores del mundo, les hace una mínima sombra.

«Armadas con un enorme botín de guerra y los medios para comprar a los mejores talentos, un pequeño número de compañías se han convertido en poderes mono- o duopólicos en algunos de los mercados más lucrativos del mundo. Google controla 90% de la publicidad con su buscador; Facebook casi un 80% del tráfico social; y Amazon cerca del 40% del negocio mundial de nubes, amén del 75% de las ventas de libros electrónicos. Google y Apple juntas proveen un 95% de los sistemas operativos para móviles. Microsoft todavía controla un 80% de los programas para ordenadores personales». Todas ellas están preparando su asalto a industrias más establecidas como los espectáculos, las finanzas o la educación, al tiempo que copan otras del futuro: coches autónomos, drones o transporte espacial. La llegada de sistemas de inteligencia artificial no hará sino reforzar sus posiciones de poder. Y todas ellas continuarán siendo la propiedad de un pequeño grupo de financieros y técnicos que operan en un universo estrecho y cerrado. Los marxistas tradicionales, tan críticos con el mundo de las finanzas, aún no han caído en la cuenta de que estas nuevas compañías están dispuestas a quedarse con ellas.

Sus propietarios y directivos forman un grupo mucho más cohesionado que los mecánicos y los artesanos que impulsaron la revolución industrial. Muchos provienen de las cimas de la clase media y uno o ambos de sus progenitores cuentan con formación científica. Generalmente estudiaron en universidades de élite y han experimentado pocas penalidades en su relativamente corta vida.

¿Cómo es el mundo que nos preparan? Para Kotkin, la mejor etiqueta para ese su neofeudalismo no puede ser otra que la de socialismo oligárquico. Un mundo con escasa movilidad ascendente y, al tiempo, dotado de un generoso Estado de Bienestar y amplios sistemas de ingresos universales básicos que conjuren eventuales resistencias a su hegemonía. Las nuevas élites tecnológicas creen que su misión no es sólo crear valor, sino construir un mundo mejor. Justo el que coincide con sus intereses.

Y cuentan con un aliado inestimable en la nueva clerecía. «A lo que llamo clerecía es un grupo mayor y más amplio que la oligarquía y que incluye a un sector creciente de la fuerza de trabajo empleada más allá de la producción material —profesores, consultores, abogados, burócratas estatales y personal sanitario—». Al igual que los Controladores en el Brave New World de Huxley, su poder reside ante todo en su capacidad para acuñar valores. No se interesan tanto en suprimir por la fuerza las ideas que consideran inaceptables, como en desecharlas por deplorables, ridículas, absurdas y hasta pornográficas. De esta forma han puesto en marcha una dictadura del pensamiento mucho más sutil y eficaz que las de los regímenes totalitarios.

La nueva clerecía representaba, en teoría, el ideal meritocrático, pero pronto lo traicionó. Sólo los mejores —decían— pueden aspirar a formar parte de ella, pero en la realidad ese grupo también se ha clausurado sobre sí mismo para convertirse en hereditario. Quienes gozan de un alto grado de educación formal, especialmente si la han obtenido en las más prestigiosas instituciones universitarias, tienden a casarse entre sí y a perpetuar de este modo su estatus con su progenie. Entre 1960 y 2005 el porcentaje de hombres con un grado superior que casaron con mujeres graduadas en la universidad pasó del 25 al 48%.

El enclaustramiento se ha hecho especialmente notable en los medios de comunicación y en las actividades culturales. Pueden recordarse los ditirambos con que los medios escritos como The Economist o Financial Times saludaron el advenimiento de Internet: la libertad de expresión multiplicada y potenciada; la democracia directa que enriquecería a la representativa; cada individuo, un reportero libérrimo y desmasificado. Sin embargo, treinta años más tarde, los medios, en especial los escritos, han sido aplastados por las compañías que controlan los grandes canales de la información. Cerca de dos tercios de los adultos USA se informan y opinan hoy a través de Facebook o de Google. Y los grupos de la oligarquía tecnológica han corrido a hacerse con el control de algunas de las publicaciones más prestigiosas. No hace tanto que Jeff Bezos de Amazon compró el WaPo.

El control de la información por los gigantes tecnológicos suele ir acompañado de declaraciones rituales sobre la libertad editorial de los medios adquiridos, lo que no impide que todos ellos tiendan a defender las mismas ideas progresistas que impulsan sus dueños en asuntos de género, raza o ecología. Su dependencia financiera les obliga a defender los intereses ideológicos de la industria tecnológica. Algo similar sucede en la cultura audiovisual. La música (You Tube) o la producción de vídeos (Netflix) han caído también en sus manos. Netflix y Prime (Amazon) han dejado en el lodo a los antiguos estudios. En 2018 Netflix se gastó más en programación que cualquiera de ellos. Cómo no cuando, junto con Prime, cuenta con más de 100 millones de suscriptores. Y, por supuesto, su dominio no se contenta con sus excelentes resultados financieros. Los oligarcas tecnológicos se han convertido, pues, en promotores de los contenidos que mejor se ajustan a sus valores.

Ellos y sus neoclérigos tienden a considerarse más inteligentes y mejor preparados que la gente del común, así que no dudan en imponerle sus ideas y sus valores. «A quien se atreva a salirse del cacho correcto se le hará pagar por ese su pecado original, del que podrá, tal vez, obtener perdón; pero nunca dejará de permanecer excomulgado». La élite tecnológica se permite, así, una hegemonía cultural sin precedentes en los tiempos modernos. Si acaso puede compararse con la influencia cultural de la iglesia católica durante la Edad Media, pero con una diferencia fundamental: su infinitamente superior capacidad de control.

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Nada ha impulsado tanto la eclosión de la neoclerecía USA como la difusión de los estudios universitarios. Entre 1910 y 1940 las matrículas se multiplicaron por tres. El siguiente salto se acompañó con la generación boomer. El número total de estudiantes universitarios pasó de 5 millones en 1964 a 7,6 en 1970 y, de ahí, a los 20 de hoy. La proporción de graduados en la fuerza de trabajo saltó de 11% en 1970 a 30% en 2010. Algo parecido ha sucedido en el resto del mundo.

Esa bonanza intelectual ha ido acompañada de un extraordinario aumento de costes que se han triplicado en proporción al salario medio entre 1963 y 2013. No solo, pues, hay más graduados universitarios, sino que, a la hora de encontrar un buen empleo, quienes hayan estudiado en una universidad de élite —también en sus precios— salen con ventaja. Harvard, Princeton, Stanford y Yale reclutan más estudiantes de familias que se hallan en el 1% superior de la distribución de ingresos que del 60% inferior.

Al tiempo, esas universidades se han ido alineando con los valores de la oligarquía tecnológica. En 1990, el 42% de los profesores universitarios se autodefinían como liberales —en sentido americano— o de extrema izquierda. En 2014 lo hacia un 60%. Algo después una investigación entre el profesorado de 51 centros de enseñanza superior apuntaba que la proporción entre profesores liberales y conservadores era de 8 a 1. En algunos estaba en 120 a 1. Y, por supuesto, la desproporción mayor se encontraba en los departamentos de las mal llamadas ciencias sociales.

No es de extrañar que, en esas condiciones, la generación del milenio, pese a su alta proporción de estudiantes universitarios, sea mucho más proclives que sus mayores a aceptar límites a la libertad de expresión, un resultado lógico de lo que han aprendido en sus campus.

«La expansión de la educación superior pudo en algún momento ofrecer la promesa de que una educación libre aumentaría las oportunidades para todos, pero […] su misión primordial ha dejado de ser el aprendizaje para convertirse en la obtención de títulos que permitan obtener un empleo bien pagado».

No es un panorama alentador salvo para los capitanes de la oligarquía tecnológica.

Del resto, de esa inmensa mayoría social que, para Kotkin, se las va a haber con un futuro negro, me ocuparé la próxima semana.

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