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Las metanarraciones del exterminio

VIOLENCIA ROJA Y AZUL: ESPAÑA, 1936-1950

Francisco Espinosa, José María García Márquez, Pablo Gil Vico, José Luis Ledesma

Crítica, Barcelona

400 pp. 29 €

THE FRANCOIST MILITARY TRIALS: TERROR AND COMPLICITY, 1939-1945

Peter Anderson

Routledge, Abingdon

MORIR, MATAR, SOBREVIVIR. LA VIOLENCIA EN LA DICTADURA DE FRANCO

Julián Casanova, Francisco Espinosa, Conxita Mir, Francisco Moreno

Crítica, Barcelona

384 pp. 23 €

VÍCTIMAS DE LA GUERRA CIVIL

Santos Juliá, Julián Casanova, Josep Maria Solé i Sabaté, Joan Villarroya, Francisco Moreno

Temas de Hoy, Madrid

430 pp. 21,50 €

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Los años setenta del pasado siglo asistieron a un brutal enfrentamiento de metanarraciones sobre la represión antes y después de la Guerra Civil. Aunque los historiadores franquistas ya no seguían manteniendo que el castigo había quedado circunscrito a aquellas personas que habían cometido crímenes de sangre, insistían en que eran únicamente los republicanos quienes habían exterminado a sus oponentes políticos. «Durante la guerra los hombres del Frente Popular llevaron a cabo una labor de exterminio de sus enemigos», escribió Ramón Salas Larrazábal en Pérdidas de la guerra (1977). Para él, la represión al otro lado de las líneas había sido «más moderada». Los antifranquistas eran de una opinión diferente. «El genocidio practicado por los rebeldes fue el responsable no sólo de los asesinatos cometidos en su zona sino en la nuestra», afirmó Juan-Simeón Vidarte en sus memorias de 1973. Para el que fuera vicesecretario del Partido Socialista durante la contienda, el terror rebelde fue una consecuencia de las «“Ilustraciones” genocidas del General Mola».

Estas mutuas acusaciones de exterminio y genocidio se realizaron en nombre de la reconciliación y enfrentándose al pasado. Vidarte tituló su autobiografía Todos fuimos culpables; Salas Larrazábal arguyó que su investigación «científica» echaba por tierra los mitos de la Guerra Civil. Esto no es tan extraño como parece. Como señaló Manuel Álvarez Tardío en 2004, al asumir una responsabilidad colectiva general por los errores del pasado, las principales fuerzas políticas de la izquierda y de la derecha evitaron reflexionar de manera crítica sobre sus propias responsabilidades concretas en relación con el desplome de la democracia en los años treinta.

Las denuncias de exterminio republicano prosiguieron hasta entrados los años ochenta, aunque tendieron a concentrarse en el papel de Santiago Carrillo en las masacres de Paracuellos del Jarama y Torrejón de Ardoz en 1936. Paracuellos del Jarama: ¿Carrillo culpable?, preguntaba de manera retórica Carlos Fernández Santander en 1983. Su respuesta era categórica: «Si aquí [en España] hubiese habido un tribunal de Núremberg, Santiago Carrillo –probablemente– habría acabado en la horca». Este tipo de afirmaciones no quedaron sin contestar. En 1984 se publicó Ideología e historia, de Alberto Reig Tapia, probablemente el libro sobre la represión más influyente de la década. En el prólogo, Manuel Tuñón de Lara resumía la tesis central: «El terror en la zona sublevada […] está pensado, programado». Para Reig Tapia, el terror republicano fue una consecuencia directa del derrumbamiento del Estado y fue llevado a cabo por «grandes masas frentepopulistas» y por «la delincuencia común», valiéndose de «siglas y banderas políticas como cobertura a sus desmanes».

La representación de la represión republicana por parte de Reig Tapia era reveladora de la escasez de trabajos sobre ese tema con posterioridad a la muerte de Franco. Las investigaciones realizadas en serio sobre la violencia anticlerical, por ejemplo, no empezarían hasta los años noventa. Esa década fue también testigo de un gran aumento de los estudios de las matanzas perpetradas por los rebeldes. Cuando se publicó Víctimas de la guerra civil en 1999, veintinueve de las cuarenta y siete provincias habían sido objeto de una monografía sobre este tema; por contrapartida, había disponibles veintidós estudios provinciales sobre la violencia republicana. En ambos quedaba demostrada la magnitud atroz de las matanzas en ambos bandos, lo que se reflejaba en unas cifras de en torno a cincuenta mil y ciento cincuenta mil muertos en la España republicana y en la rebelde/franquista, respectivamente. Aunque todos los investigadores serios aceptan que no existen «cifras exactas», el hecho de que estos cálculos no se hayan puesto significativamente en entredicho en los últimos diez añosapunta a que se trata de la verdad aproximada.

Hacia 1999, por tanto, los mitos franquistas sobre la represión habían caído hechos añicos. Aunque la disparidad entre las ejecuciones «rojas» y «azules» pueden explicarse en una gran medida por la constante contracción del territorio republicano (un máximo de cincuenta mil personas fueron asesinadas después de la guerra), parece que, en términos estadísticos, el terror rebelde en 1936 fue más intenso. La cuantificación no es, por supuesto, más que el comienzo del proceso para comprender la matanza. La investigación local distinguía dos tendencias muy claras. La primera es su magnitud en 1936. Entre el cincuenta y el setenta por ciento de todas las ejecuciones en la España rebelde/franquista se habían producido ya hacia octubre de ese año; más del noventa por ciento de las víctimas republicanas murieron antes de 1937. La segunda es la desigual distribución geográfica de los asesinatos, especialmente en la España rebelde/franquista, donde las zonas rurales, sobre todo Andalucía, se llevaron la peor parte. Cualquier análisis creíble de la represión necesita, por tanto, abordar una serie de cuestiones fundamentales. ¿Por qué fueron tan violentos los cinco primeros meses de la Guerra Civil? ¿Por qué algunas zonas se vieron más afectadas que otras? El reconocimiento del cambio es importante: la represión fue un proceso dinámico. ¿Cuándo concluyeron las ejecuciones masivas y por qué? ¿Qué otras formas adoptó la represión? Está claro que el tema del poder estatal es esencial para todas estas preguntas: ¿moldearon el desarrollo del «Nuevo Estado» franquista y la reconstitución del Estado republicano el curso de la represión? Finalmente, como señala Eric Hobsbawm, los años 1914-1945 fueron la «Edad de la Catástrofe». ¿Cómo encaja la experiencia española en los modelos más generales de violencia europea durante este período?

Los logros de Víctimas de la guerra civil fueron desiguales. Su enorme éxito comercial es muy merecido: sigue siendo la mejor introducción al tema. Sin embargo, como un trabajo de síntesis a cargo de cinco especialistas en la Guerra Civil y la represión, mostraba tanto todas las debilidades como los puntos fuertes de la historiografía española a partir de 1975. Coordinado por Santos Juliá, que argumentaba convincentemente en la introducción en contra de la existencia de pactos de silencio durante la Transición, se encuentra estructurado en torno a una narración cronológica convencional. En la primera parte, Julián Casanova retrataba de manera eficaz la brutalidad y el carácter selectivo del terror en 1936. Los asesinados en la zona republicana fueron considerados colectivamente culpables de la rebelión militar –oficiales militares, sacerdotes, terratenientes, hombres de negocios– y un obstáculo para la nueva sociedad antifascista que estaba construyéndose; las víctimas en la zona rebelde/franquista no fueron simplemente esos militares que se mantuvieron leales al gobierno constitucional o los líderes sindicales o de organizaciones políticas izquierdistas, sino también aquellos tenidos por colectivamente responsables de hacer que la rebelión militar resultara necesaria para «salvar» España: sindicalistas, activistas políticos de izquierda, liberales, francmasones y «separatistas».

Casanova se refirió también de manera muy acertada al carácter extrajudicial de los asesinatos en 1936. Sólo una exigua minoría, generalmente oficiales militares republicanos leales, se enfrentaron a un tribunal militar antes de su ejecución en la España rebelde/franquista. En Zaragoza, por ejemplo, sólo 32 de 2.578 víctimas murieron en virtud de una condena a la pena capital en 1936. Hubo también militares, como los generales Goded y Fanjul, entre los juzgados por un tribunal antes de ser ejecutados en la zona republicana. Sin embargo, esto fue excepcional: un final mucho más probable para un «fascista» era un tiro en una cuneta o en un descampado en medio de la noche después de haber sido capturado para realizar un «paseo» en un coche confiscado por miembros de los comités revolucionarios; los «rojos» morían también frecuentemente en tiroteos nocturnos protagonizados por grupos paramilitares, como los requetés carlistas o las milicias falangistas, que actuaban con la aquiescencia de las autoridades militares locales.

Casanova se mostró, sin embargo, menos afortunado a la hora de explicar la evolución de la represión rebelde/franquista. Su tesis de que se trataba de un «plan estratégicamente diseñado» o una «operación de exterminio» dirigida por los militares ignora la relación inversa existente entre el desarrollo del poder estatal franquista y el carácter asesino de la represión. En otras palabras, la fase más sangrienta de esta «operación» o «plan» se desarrolló en los meses anteriores al acceso de Franco al poder supremo en octubre de 1936; el surgimiento del «Nuevo Estado» a partir del invierno de 1936-1937 trajo consigo un relativo descenso en las ejecuciones. Casanova examinó la institucionalización gradual de los asesinatos dentro del sistema judicial militar, pero restó importancia a su relevancia a largo plazo y puso el énfasis en sus límites.

Josep Maria Solé i Sabaté, Joan Villarroya y Francisco Moreno subrayaron también la esencial continuidad de la represión franquista a partir de 1937 en sus respectivas secciones. Moreno, en particular, ignoró simplemente el proceso de institucionalización en su conjunto en su estudio del período de la posguerra. Los consejos de guerra eran órganos de justicia de dudosa imparcialidad –los republicanos eran condenados por crímenes de «rebelión militar»–, pero la burocratización de las ejecuciones produjo un menor número de víctimas tras la derrota de la República independientemente de factores como el tamaño de la población o la fuerza política de las organizaciones sindicales y políticas izquierdistas: es improbable que el número de víctimas durante la posguerra en las ciudades de Barcelona, Madrid y Valencia alcanzase en su conjunto la cifra de diez mil. Aunque la investigación de los tribunales militares estaba aún en una fase muy incipiente en 1999, Moreno seguía despachándolos como un «mero trámite para la eliminación física», citando profusamente a partir de testimonios de republicanos que apuntaban a una política condenatoria exterminadora. Moreno sí admitía que el uso de la pena de muerte para «crímenes» de guerra civiles llegó en buena medida a su fin en 1942-1943, pero subrayaba la represión ininterrumpida de la actividad política antifranquista, oscureciendo con ello el hecho de que hacia 1945 las ejecuciones judiciales a gran escala habían descendido de forma sustancial.
 

Víctimas de la guerra civil mostraba, por tanto, la fuerza continuada de la metanarración del exterminio rebelde/franquista. Se aceptaba que el terror republicano no había sido espontáneo, pero sus autores mantenían que los republicanos no contaban con ningún «plan» de exterminio. Por contraste, como señalaba Moreno, «la violencia fue un elemento estructural del franquismo. La represión y el terror […] [eran] el pilar central del nuevo Estado». De modo que la represión constituía la esencia del franquismo; resulta inútil examinar el cambio, ya que con posterioridad a 1936 no se produjo ninguna modificación significativa. Se mencionaban otros tipos de castigo utilizados cada vez más por el régimen de Franco contra sus enemigos –trabajos forzosos, confiscaciones de propiedades, depuraciones del lugar de trabajo, etc.–, pero el espacio relativamente reducido que se dedicaba a formas de represalia no letales suponía un reflejo del predominio de la muerte en la narración.

¿Hizo entonces la aniquilación rebelde/franquista que el régimen fuera diferente de otras dictaduras europeas? Resulta decepcionante que no se produjera ningún intento de aplicar este modelo exterminador estático a otros Estados represivos; lo cierto es que no se realizó ningún análisis comparativo en absoluto. Esto no puede predicarse de Morir, matar y sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco, publicado tres años después. Se trataba de otra obra colectiva concebida para mostrar los resultados de trabajos recientes para un público no especialista, coordinada por Julián Casanova y que incluía capítulos de Francisco Moreno, Conxita Mir y Francisco Espinosa. El hecho de que dos de los cuatro autores hubiesen contribuido también a la redacción de Víctimas de la guerra civil resulta indicativo de las semejanzas entre los dos volúmenes. Las dos tesis principales de Morir, matar y sobrevivir fueron esbozadas por Casanova. La primera era que «La violencia fue la médula espinal de la dictadura de Franco». Buscaba ilustrar la singular ferocidad de la «paz» de Franco a partir de 1939 mediante la comparación de las secuelas de la guerra civil española con las que se libraron en Finlandia en 1918 y en Grecia entre 1945 y 1949. En estos dos últimos países, los vencedores anticomunistas contuvieron su persecución de los «rojos» derrotados: tribunales especiales finlandeses utilizaron «sólo» la pena de muerte en el cinco por ciento de los casos; la población de prisioneros políticos griegos descendió en un noventa por ciento en seis años. Además, Finlandia celebró elecciones generales en 1919 y Grecia evolucionaría hasta convertirse en un Estado cuasiparlamentario a mediados de los años cincuenta. En España, sostenía Casanova, la violencia siguió siendo el eje esencial del franquismo hasta el final mismo del régimen.

Sí es cierto, por supuesto, que el régimen mantuvo una serie de instituciones represoras hasta 1975. Sin embargo, las continuidades institucionales formales no deberían cegarnos e impedirnos percibir los importantes cambios que se produjeron en la cultura política franquista. En los últimos quince años de su existencia, y a pesar de protestas sociopolíticas no desdeñables (incluida una campaña terrorista de ETA), el régimen ejecutó a menos de una persona por año por motivos políticos. Como señala Edward Malefakis, se trata de una cifra inferior al número de condenados a muerte y realmente ejecutados en el Estado norteamericano de Texas (entre otros) durante el mismo período de tiempo.

La otra tesis de Morir, matar y sobrevivir subrayaba que «el plan de exterminio existió, se ejecutó y no paró después de la Guerra Civil». Espinosa estudió cómo se llevó a cabo el «plan» en la Guerra Civil, aunque se concentró principalmente en la España rural del suroeste en el verano de 1936, donde el terror rebelde fue más virulento. En esta misma zona se asistió también a algunos de los combates más encarnizados en la primera fase de la guerra, pero Espinosa rechazaba cualquier tipo de conexión, insistiendo en que «la política de exterminio fue en todo momento ajena e independiente del curso de los acontecimientos bélicos». Atribuía una importancia extraordinaria a un informe escrito en el verano de 1938-1939 por Felipe Acedo Colunga, fiscal del Ejército de Ocupación, sobre el curso y los objetivos de la represión, concluyendo a partir del mismo que el «modelo [de los rebeldes], sin duda alguna, era la Alemania posterior a febrero de 1933».

Este paralelismo entre el terror rebelde/franquista y el terror nazi resulta revelador. El énfasis de Espinosa en un «plan de exterminio» recuerda los cargos formulados contra dirigentes nazis en Núremberg en 1946. Haciéndose eco de las palabras de Vidarte de casi treinta años antes, Espinosa defendía también que el régimen de Franco era culpable de genocidio tal y como lo definió el jurista polaco Raphael Lemkin y se incorporó al derecho internacional en 1948 tras los juicios de Núremberg, esto es, la destrucción sistemática de grupos nacionales, raciales, religiosos o políticos.

Resulta irónico que, a comienzos del siglo XXI, los historiadores del «genocidio» franquista hayan tomado Núremberg como su centro conceptual al tiempo que los especialistas en el genocidio han rechazado los modelos explicativos mecanicistas basados en planes o programas de destrucción. Ningún estudioso del Holocausto aceptaría ahora la idea de que la Solución Final fue programada desde la creación del Partido Nazi en 1920 o incluso la toma del poder por parte de Hitler en 1933. El reto, como ha escrito Christopher Browning, es comprender y explicar la rápida radicalización de la política nazi hacia los judíos desde una política prebélica de emigración forzosa en el otoño de 1939 hasta otra de asesinato de todos los judíos alrededor de dos años después.

Del mismo modo, dos estudios recientes del genocidio armenio de 1915-1916 llevados a cabo por Guenter Lewy y Donald Bloxham han echado por tierra las teorías de que el asesinato de un millón de armenios se hubiera ajustado a un programa previo. Bloxham apunta a un proceso de «radicalización de una política cumulativa». Expresado de forma diferente, afirma que la facción dominante en el Gobierno otomano, el Comité de Unión y Progreso, veía a su población armenia cristiana como una amenaza para la integridad territorial del imperio y un obstáculo para la creación de una «comunidad nacional» turca étnicamente homogénea antes de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, hasta mayo de 1915 no se adoptó una política genocida como reacción al curso que estaba tomando la guerra y a la aparición de iniciativas locales para resolver la «cuestión armenia».

Sería difícil defender que en España se produjo un proceso similar de «radicalización de una política cumulativa»; de hecho, la cronología de las ejecuciones rebeldes/franquistas a partir de julio de 1936 sugiere justo lo contrario. Otra diferencia fundamental entre el genocidio fuera de España y la violencia franquista aparece insinuada por Conxita Mir en su capítulo sobre el período de la posguerra. Es poco lo que ofrece Mir sobre la operación del sistema de justicia militar, pero su ejemplo de la Cataluña rural constituye un caso conmovedor de la discriminación y la marginalización social soportadas por los derrotados. El «exilio», escribía, era una «lacra» muy concreta castigada por las autoridades franquistas. Se olvida con demasiada facilidad que de las quinientas mil personas que abandonaron España en 1939, alrededor de trescientas cincuenta mil regresaron a sus comunidades locales para hacer frente al oprobio de los vencedores. Por utilizar la sutil y eficaz frase de Pedro Barruso, emprendieron «el difícil regreso».

Sin embargo, que a los exiliados se les permitiera el hecho mismo de regresar resulta indicativo de que el régimen no estaba dedicándose a la ingeniería demográfica. Esto supone un contraste muy marcado con los genocidios armenio y judío, los ejemplos más extremos de exterminio de la población en la primera mitad del siglo XX. De hecho, y a pesar de sus numerosos horrores, la Guerra Civil no produjo expulsiones masivas, selectivas o permanentes de población. En este sentido, la represión franquista (y republicana) fue sui generis y no una precursora de uno de los principales modelos de violencia que caracterizaron la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas: las deportaciones de pueblos para crear un Estado étnicamente homogéneo o políticamente seguro. No existe ningún equivalente español, por ejemplo, del desplazamiento de macedonios durante la guerra civil griega o la deportación de tártaros crimeanos y chechenos (entre otros) ordenada por Stalin por supuesta colaboración con los alemanes en 1944.
 

Morir, matar y sobrevivir fue, por tanto, un buen indicador de cómo la investigación española de la represión rebelde/franquista seguía desarrollándose a través del prisma de la metanarración del «plan de exterminio». Sus partidarios, sin embargo, no pueden encontrarse exclusivamente en España. Paul Preston, de la London School of Economics, defendió en su biografía de Franco de 1993 que el Caudillo demoró su victoria para exterminar a la izquierda durante la Guerra Civil. Helen Graham, de Royal Holloway, Universidad de Londres, afirmó en 2002 que para el régimen de Franco «las clases trabajadoras españolas se convirtieron en lo que eran los judíos para esa otra Volksgemeinschaft de más notorio renombre». Como ya ha quedado señalado anteriormente, este tipo de comparaciones no resultan especialmente útiles. ¿Está refiriéndose Graham a la política nazi de discriminación en 1933, la política de emigración forzosa a finales de los años treinta o la política de exterminio a partir de 1941?
 

The Francoist Military Trials ha sido escrito por Peter Anderson, un historiador que ha trabajado tanto con Preston como con Graham en Londres. Él también subraya las semejanzas entre los franquistas y los nazis, sugiriendo que formaban parte de una «extrema derecha» europea que «se esforzó especialmente por destruir a sus enemigos ideológicos con objeto de remoldear sus sociedades y construir un “Nuevo Orden”». Sin embargo, su estudio no se ocupa directamente del exterminio franquista, sino más bien del modo en que el régimen de Franco utilizó los tribunales militares de la posguerra para movilizar a un «número significativo de sus partidarios tras su programa para construir el Estado, eliminar a sus enemigos y tildar a sus adversarios de criminales comunes transfiriendo los procesos de selección, persecución y control».

Anderson no es el primer estudioso que saca a colación el tema del papel de los franquistas «ordinarios» en la justicia militar: Moreno y Mir, en Víctimas de la guerra civil y Morir, matar y sobrevivir, examinaron la importancia de las denuncias en las zonas rurales. The Francoist Military Trials se ocupa también en gran medida de las zonas rurales, ya que se basa en un análisis de 69 procesos militares y 418 sentencias dictadas en Pozoblanco (Córdoba) con posterioridad a la Guerra Civil. A pesar de esto, Anderson defiende que en la España de Franco los «denunciantes desempeñaron un papel fundamental a la hora de seleccionar a las personas que había que procesar», pero también que su testimonio «resultó ser crucial» a la hora de determinar el grado de culpa y la duración de la pena.

Anderson está claramente en lo cierto al referirse a la cooperación de las personas normales y corrientes con la justicia franquista, pero sus argumentos carecen del equilibrio y del grado de matización necesarios. Se vale de la narración trasnochada de una España anterior a la Guerra Civil caracterizada por una derecha autoritaria y agresiva y un centro-izquierda reformista acuciado por los problemas con objeto de fundamentar su aparente dicotomía entre «colaboradores» o «la base de apoyo del régimen» y las víctimas o «activistas políticos favorables a la República». También rechaza la importancia de los avales a la hora de atemperar la severidad de la justicia militar, pero no estudia las absoluciones o las investigaciones que no acabaron dando lugar a un proceso. Anderson se concentra también en los denunciantes a costa de los funcionarios que en la práctica ejercieron la justicia militar. No se hace mención, por ejemplo, de los auditores de guerra, a pesar de su papel esencial a la hora de abrir, supervisar y sobreseer casos. Esto ayuda a explicar por qué The Francoist Military Trials no puede dar cuenta del cambio. Como muchos otros antes que él, Anderson atribuye el descenso de las sentencias punitivas al apaciguamiento de las democracias occidentales por parte de Franco tras la derrota del Eje en 1945, pero no aporta ninguna prueba que sustente esta afirmación.
 

The Francoist Military Trials suscita, por tanto, más preguntas que respuestas sobre los tribunales militares franquistas. En términos más generales, la represión en la Guerra Civil y la que se llevó a cabo posteriormente sigue siendo un enigma a pesar de todo lo que se ha escrito desde la publicación de Víctimas de la guerra civil en 1999. Esto resulta evidente tras la lectura de Violencia roja y azul. España, 1936-1950, la síntesis más reciente de trabajos sobre el tema. Según uno de sus autores, José Luis Ledesma, el objetivo del libro es huir «tanto de viejos mitos como de nuevos tópicos». Se trata de un objetivo que sólo consigue alcanzar parcialmente. Violencia roja y azul está editado por uno de los autores de Morir, matar y sobrevivir, Francisco Espinosa. Su defensa de la tesis del «plan de exterminio» franquista es ahora tan directa como lo era en 2002. «Por supuesto –escribe Espinosa en su sección sobre la represión franquista– que sí hubo muerte programada, plan organizado de exterminio y genocidio político». A sus ojos, los escépticos se encuentran al servicio de una agenda política nefanda. Algunos de los más conocidos historiadores españoles del período de los años treinta y cuarenta, como Fernando del Rey Reguillo y Enrique Moriadiellos, son vilipendiados como negadores del genocidio. Incluso Javier Rodrigo, un historiador del que no se conocían hasta la fecha simpatías neofranquistas, es acusado de «nada[r] en aguas extrañas».

Espinosa sitúa Violencia roja y azul en la camisa de fuerza conceptual del terror franquista programado. Su definición de «violencia» es restringida: es poco lo que encontramos sobre otras formas de castigo, como los trabajos forzosos o la confiscación de propiedades (la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939 apenas merece una mención). El libro gira en torno al eje de la violencia franquista planificada y la brutal violencia republicana (pero no programada). En su capítulo sobre el terror en la España rebelde/franquista, José María García Márquez suministra al lector un detallado y escalofriante catálogo de atrocidades que se produjeron en el suroeste de Andalucía en el verano y el comienzo del otoño de 1936. Para García Márquez, estamos en todos los casos ante manifestaciones del «plan». Sin embargo, los paralelismos con el terror republicano resultan manifiestos. Existen referencias a las «checas azules» y al código «X-2» utilizado por la Delegación de Orden Público de Sevilla para disimular las ejecuciones extrajudiciales (la Dirección de Seguridad de Madrid prefería las órdenes de libertad ficticias).

Ledesma, en su sección por lo general admirable sobre la violencia republicana en 1936, comenta asimismo que esta última fue «una suerte de copia del terror desplegado por los sublevados». Esto no significa, como argumenta de forma convincente, que existiera un «plan de exterminio» republicano. Sin embargo, para él «una distinción fundamental» entre la violencia roja y la azul fue que la primera no se basaba en «ningún designio aniquilador» que «programaba explícitamente la eliminación del contrario». Ledesma arguye que el terror republicano vino causado por el desmoronamiento del Estado y el dominio temporal de un sinfín de órganos de justicia revolucionaria. Una vez que los partidarios de un monopolio estatal de la violencia consiguieron imponer su voluntad en el invierno de 1936-1937 –sostiene–, el terror masivo llegó a su fin.

La dificultad es que en la práctica no siempre resulta fácil distinguir claramente entre los partidarios de la justicia judicial y extrajudicial. Los dirigentes del Partido Comunista, por ejemplo, exigieron fervientemente una justicia popular dirigida por el Estado, aunque al mismo tiempo defendían y recompensaban a sus propios agentes del terror. Pero el principal obstáculo para su tesis, como admite el propio Ledesma, es Paracuellos. La controversia sobre quién «ordenó» la matanza prolongada y organizada de más de dos mil prisioneros en Madrid a finales de 1936 continúa dominando la historiografía en perjuicio de una cuestión igualmente importante: ¿por qué, a pesar de la intensa presión internacional, se necesitó tanto tiempo para que el Gobierno republicano pusiera fin a las ejecuciones? No es el caso, como afirma Ledesma, que los ministros del gobierno prefirieran «mirar para otro lado». Los esfuerzos heroicos de Melchor Rodríguez (y otros) para poner fin a las mortales sacas de las cárceles se vieron frustrados por la intervención de los ministros de Interior y Justicia, Ángel Galarza y Juan García Oliver. Por expresarlo sin rodeos, quienes perpetraron las atrocidades contaban con la protección de ministros fundamentales del Estado.

Para Ledesma, la violencia republicana se encuentra asociada fundamentalmente a los seis primeros meses de la guerra: los dos años siguientes se encuentran cubiertos de manera sumaria en un breve epílogo. El estudio de la evolución de la represión bajo el gobierno de Franco constituye, sin embargo, el tema de la sección final a cargo de Pablo Gil Vico. Su experto conocimiento de la justicia militar se traduce en que puede exponer de forma eficaz sus absurdeces al tiempo que matiza algunos de los argumentos más extremos de Espinosa. Así, lejos de dar «un barniz de seudolegalidad al plan de exterminio», los tribunales militares se dedicaron a partir de 1937 «mucho más a expurgar y someter que a aniquilar». Sin embargo, el capítulo de Gil Vico resulta revelador de cómo sigue siendo necesario llevar a cabo muchas investigaciones sobre el instrumento judicial fundamental de la represión franquista. Él niega tanto el cambio como la relevancia del cambio. Por ejemplo, acepta que a partir de mediados de 1937 las ejecuciones disminuyeron en zonas bajo el control rebelde desde el comienzo de la guerra, pero subraya que esto se debió únicamente a la ausencia de víctimas potenciales; un poco más adelante habla de una «profunda represión judicial» en toda la zona rebelde en 1937-1938.

Esta contradicción puede atribuirse en parte a la metodología que emplea: se apoya de manera excesiva en 6.313 sentencias dictadas por el Alto Tribunal (posteriormente Consejo Supremo) de Justicia Militar entre 1936 y 1950. No se trata simplemente de que aquéllas representen una fracción exigua de las investigaciones militares abiertas durante este período, sino de que no son representativas de las que se sustanciaron en los niveles inferiores del sistema de justicia militar. Como señala el propio Gil Vico, estos eran los casos problemáticos, sentencias rechazadas por el mando o auditor de guerra competentes y remitidas a una instancia superior para su resolución final. Su análisis excluye necesariamente los miles de investigaciones que fueron archivadas antes de que llegaran a juicio.

Aun así, sus cifras globales, a pesar de exagerar la severidad de la justicia militar, resultan asombrosas. Aunque su capítulo se ocupa de forma casi exclusiva de las penas de muerte, éstas supusieron alrededor de un 11% del total calculado por él; si se tienen en cuenta las conmutaciones, el porcentaje de ejecuciones podrá expresarse con una sola cifra. Además, el 14% de las sentencias acabaron con la absolución. ¿Por qué se absolvía a los acusados? Gil Vico no ofrece ninguna explicación. Al igual que Anderson, no tiene en cuenta la importancia de los avales a la hora de sentenciar, pero cita sorprendentemente el caso de Ricardo Amor Nuño, secretario de la Federación Local de Sindicatos de la CNT y consejero de la Junta de Defensa de Madrid. Como ha revelado Jorge Martínez Reverte, él también estuvo estrechamente involucrado en las masacres de Paracuellos. Sin embargo, el dirigente anarquista recibió asimismo avales suficientes de personas a las que había ayudado durante la Guerra Civil como para garantizar que se reconsiderara su pena de muerte por parte del Consejo Supremo en 1940. Amor Nuño acabaría siendo ejecutado, pero cabe preguntarse si rojos con menos renombre de otras partes de España fueron absueltos o liberados sin juicio gracias a la existencia de un aval. ¿Frustró la «base de apoyo del régimen» (por utilizar la expresión de Anderson) la determinación de sus dirigentes a la hora de castigar a sus enemigos?

La perspectiva «vertical» de Gil Vico nos brinda también una visión del sistema de justicia militar como más monolítico de lo que realmente fue. Sí menciona que los tribunales militares tenían autonomía a la hora de sentenciar, pero no reconoce que la decisión del régimen de limitar esta autonomía resulta crucial a la hora de explicar el progresivo descenso de sentencias punitivas. Así, la creación de comisiones para revisar las sentencias en enero de 1940 resulta desdeñada como un mero «juego de apariencias», pero no cita la investigación de Juan José del Águila, que muestra que estas comisiones examinaron un total de 107.983 sentencias de prisión y que conmutaron la inmensa mayoría de ellas. Así, de las 32.608 personas sentenciadas originalmente a penas de cárcel de treinta años, sólo 2.547 vieron cómo se ratificaban sus sentencias. En conjunción con una serie de decretos de libertad condicional, a finales de 1943 habían sido liberados un total de 134.136 prisioneros.

Por supuesto, como resalta Gil Vico, la libertad condicional no se basaba en un deseo de reconciliación. Esto no debería negar su relevancia. La tesis de Espinosa de un «plan de exterminio» franquista se basa en última instancia en un argumento circular para explicar el cambio: el exterminio concluyó en 1950, sostiene, porque el «plan» ya se había completado. No obstante, la represión franquista fue una mezcla paradójica de celo ideológico y pragmatismo. Los rebeldes estaban preparados para utilizar una violencia extrema con objeto de garantizar el triunfo de la rebelión contra la «anti-España» en el verano de 1936. Sin embargo, el significado de «limpieza» cambió cuando empezó a surgir el «Nuevo Estado» a partir del invierno de 1936-1937. Como ha escrito Javier Rodrigo, el experto en los campos de concentración franquistas, «el franquismo prefirió doblegar o transformar más que aniquilar». Había límites: a comienzos de los años cuarenta, el regimen descongestionó las cárceles a cambio de obediencia estricta: ninguna reincidencia política acabaría con los presos «rojos» en libertad condicional de vuelta en la cárcel o algo peor. La justicia de Franco, pues, no fue ni tan pura como la retrataron sus propagandistas ni tan exterminatoria como sostienen sus críticos. No debería diferenciarse de su homóloga republicana sobre la base de la existencia o no de programas de destrucción. Ya es momento de echar por tierra las viejas metanarraciones.
 

Traducción de Luis Gago


Este artículo ha sido escrito por Julius Ruiz especialmente para Revista de Libros

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