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Durante la campaña electoral de 1984, Ronald Reagan hizo un elogio de la Norteamérica simbolizada por Bruce Springsteen, por aquel entonces embarcado en la gira de presentación de Born in the USA, álbum cuyo gran éxito homónimo sonaba en todas las emisoras del país. Para Springsteen, cronista de las vidas ordinarias de cuello azul, esta adhesión no tenía mucho sentido. Entre otras cosas, porque su potente single no era una ninguna afirmación patriótica, sino un amargo recordatorio del origen de los males del protagonista, un veterano de Vietnam incapaz de encontrar un empleo en el patio trasero del país. Pero, ¿qué importancia podía tener lo que dijera la canción, si parecía decir otra cosa? Su fuerza emocional residía en una asociación simbólica que jugó a favor del candidato Reagan, reelegido con holgura meses más tarde. Este modesto triunfo de la superficie sobre los matices, donde el malentendido inicial no puede ser ya corregido por unas explicaciones a las que nadie presta atención, nos recuerda la distancia que media entre la esfera pública ideal soñada por los filósofos ilustrados y la esfera pública real puesta en práctica fuera de las bibliotecas. Distancia que durante una campaña electoral –como la que está a punto de terminar en nuestro país– se alarga tanto como una mala canción.

No parece necesario demorarse mucho en los ejemplos. Aunque la emergencia de los nuevos partidos había creado ciertas expectativas entre muchos ciudadanos españoles, que anhelaban ingenuamente la sustitución del argumentario resabiado de la vieja política por el razonamiento impecable de la nueva, la política de masas ha impuesto sus leyes y la campaña ha transitado por los animados caminos del infotainment. Si Pedro Sánchez abrió la veda, llamando a Sálvame y escalando una montaña en Planeta Calleja antes de preparar un zumo de kiwi con Bertín Osborne, el presidente Rajoy, más comedido inicialmente, visitó también al inefable Osborne y a la mismísima María Teresa Campos, mientras Albert Rivera sucumbió en algún momento a las necesidades de campaña y, tras charlar en un falso bar con Pablo Iglesias –sobre cuya omnipresencia catódica poco puede decirse– y el periodista Jordi Évole, ídolo de juventudes, se prestó a contraprogramar junto al propio Iglesias el debate cenital entre Rajoy y Sánchez comentándolo en directo. De acampar en Sol a hacerlo frente al televisor: la elogiada repolitización de la sociedad española era esto.

Bienvenidos al Circo Máximo. Al Gran Carnaval. El Gran Teatro del Mundo.

O, como ha escrito Jeffrey Green, la democracia en la era del espectadorJeffrey Green, The eyes of the people. Democracy in an age of spectatorship, Oxford, Oxford University Press, 2010.. Aunque tal vez sería preferible hablar de «espectaduría», término más fiel al spectatorship original. Ya que este concepto remite en parte al hecho de que en los tiempos de la hipercomunicación todo es ya un show concebido para la mirada de los demás –un regreso al Barroco por otros medios– y en parte a la democratización del proceso de producción de contenidos que las nuevas tecnologías de la información han hecho posible. En las propias campañas electorales, la comunicación de masas (televisión) y la autocomunicación de masas (redes sociales) se funden en una gozosa promiscuidad simbiótica: qué sería de Twitter sin el espectáculo televisivo que nutre sin pausa al comentario online, irónico y despegado, pero tan necesitado de un foco de atención común como las octogenarias que –al otro lado de la brecha digital– comentan el mismo debate frente a un chocolate con churros a la mañana siguiente.

La teoría política ha producido otros conceptos igualmente plásticos en su denuncia de la banalización del debate político a manos de los medios audiovisuales. Por ejemplo, la «videocracia» de la que habla Giovanni Sartori o la «democracia de audiencia» de Bernard ManinGiovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida, trad. de Ana Díaz Soler, Madrid, Taurus, 1998; Bernard Manin, Los principios del gobierno representativo, trad. de Fernando Vallespín, Madrid, Alianza, 2006.. Y ello por no hablar de la famosa estetización de la política que Walter BenjaminEn Walter Benjamin, Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia, trad. de Jesús Aguirre, Madrid, Taurus, 1973. atribuía a los fascismos de entreguerras en su texto más conocido, sin barruntar los desarrollos que esa tendencia conocería con la posterior difusión masiva de la televisión y la creciente sofisticación visual de la publicidad comercial: quizás hiciera falta Leni Riefenstahl para provocar una guerra mundial, pero para ganar unas elecciones nacionales basta con un agencia barcelonesa. Pero ninguno de ellos termina por explicar las razones de esta deriva. Esa razón no es otra que la democracia misma. El imperio de la banalidad es el imperio del público.

Por lo general, la constante en la teoría crítica, de Horkheimer y Adorno a Débord, ha sido concebir la sociedad del espectáculo enunciada por este último como un resultado de la industria cultural identificada por los primerosMax Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, trad. de Juan José Sánchez, Madrid, Trotta, 1994; Guy Debord, La sociedad del espectáculo, trad. de José Luis Pardo, Valencia, Pre-Textos, 2005.. Es decir, el producto de una conspiración de las elites orientada a mantener a los ciudadanos en la minoría de edad. Sin embargo, quizá las razones tengan más que ver con la desinformación y falta de atención de los públicos de masas, enraizados a su vez en su propensión al sentimentalismo. En un contexto institucional de libertad informativa, estas condiciones de recepción producen una oferta caracterizada por la espectacularización, la personalización y la orientación hacia el entretenimiento. A ello hay que sumar el hecho de que la política es, cada vez más, una rama del star-system y los políticos mismos son, en medida similar, estrellas del pop; con la consiguiente amarillización so pretexto de la necesidad de «humanizar» a los protagonistas. ¿Discutir políticas concretas en prime time, deliberar racionalmente sobre distintas concepciones del bien, contrastar los resultados de distintos programas públicos? Palabras, palabras, palabras.

Precisamente. Es sobre la prevalencia de la deliberación argumentativa sobre la que se asienta el ideal comunicativo que ha protagonizado gran parte del debate teórico durante la década de los ochenta del siglo pasado: de la teoría de la acción comunicativa de Jürgen Habermas al giro lingüístico anunciado por Richard RortyJürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa I y II, trad. de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Taurus, 1999; Richard Rorty, The Linguistic Turn. Essays in Philosophical Method, Chicago, University of Chicago Press, 1992., las palabras se situaban en el centro de un ideal regulativo llamado a dar forma, mediante las instituciones correspondientes, al principio democrático. No es sorprendente que así fuera, porque tal era también el fundamento inicial del proyecto ilustrado y de la concepción moderna de la opinión pública.

La esfera pública está formada por un conjunto de instituciones políticas, prácticas y actividades cuyos participantes intercambian ideas sobre asuntos de interés público. Es verdad que existen notables discrepancias en la literatura acerca de la modernidad o antigüedad del fenómeno y sobre los contornos precisos de la mismaIan Ward, «Public Sphere», en Michael Gibbons (ed.), The Encyclopedia of Political Thought, Malden, Wiley-Blackwell, 2014.. El propio Habermas, autor de un influyente estudio sobre la evolución de la opinión pública, excluye de ella a las familias y los mercadosJürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, trad. de Antoni Domènech, Barcelona, Gustavo Gili, 1981., a pesar de que podría argüirse que las primeras son un espacio de socialización y conversación privada con una clara influencia sobre las percepciones sociales, y que el mercado posee virtudes epistemológicas indudables gracias su capacidad para transmitir información sin necesidad de una distribución centralizada. En cualquier caso, pertenece desde el principio al campo semántico de la opinión pública la idea de que las posiciones públicas han de fundamentarse. Hay una dimensión prescriptiva del concepto que remite a la forma en que el debate público debería conducirse, que tal vez habría de entenderse como la aspiración a extender al conjunto de la opinión pública el modo en que siempre se han conducido algunos segmentos de la misma, y ello por contraposición a formas menos estilizadas de comunicación, importantes sin embargo también en la formación de la opinión pública: desde la profecía al grafiti. Hablamos así de un ideal y de una práctica. Y el problema parece ser la distancia creciente entre ambas.

A este respecto, en su indagación histórico-conceptual, Lucian Hölscher ha puesto de manifiesto cómo son las nuevas instituciones burguesas de los siglos XVIII y XIX –conciertos públicos, teatro, revistas morales y satíricas, salones– las que permiten el desarrollo de una nueva esfera pública (nacional) a la que se proporciona un nuevo valor estético, moral y racionalLucian Hölscher, «Öffentlichkeit», en Otto Brunner, Werner Conze y Reinhart Koselleck (eds.), Geschitliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, vol. 4, Stuttgart, Klett-Cotta, 1978.. Son aquellos espacios en los que el público instruido se comunicaba entre sí, una limitación de entrada que relativiza la dimensión del fenómeno. Ya en el siglo XVIII, se ha consolidado la idea del público como sociedad burguesa educada:

El público era un colaborador ficticio, que podía encontrarse en libros y revistas en forma de clientes y amigos, al que se podía llamar como testigo en los conflictos de opinión y era sobre todo reconocido como juez capaz de dar la opinión final en toda clase de contiendas callejeras.

Sucede que la intensificación de las comunicaciones, su adensamiento progresivo, dio paulatinamente realidad a esa ficción, constituyéndose así una «sociedad» dentro de la sociedad, formada por aquellos de entre sus miembros capaces de tomar parte en la conversación pública con los medios disponibles en su época. También en esta época se añade a la idea de público una dimensión política que nunca lo abandonará: el público como parte activa de la vida pública del Estado. La esfera pública lingüística fue considerada por los ilustrados como racional y egalitaria, pudiendo así entenderse como modelo para una esfera pública política igualmente racional y egalitaria. Hölscher cita una significativa sentencia de Johann Michaelis, quien escribía en 1759 que «la lengua es una democracia»En el original, «Die Sprache ist eine Demokratie»..

Doscientos cincuenta años después, no somos tan optimistas. El colapso de las democracias liberales en el período de entreguerras y el triunfo de unos totalitarismos más que dotados para la manipulación propagandística de las opiniones públicas quebrantó la fe en la capacidad civilizadora de las esferas públicas. No porque esa capacidad no exista, sino porque nada garantiza que pueda lograr sus objetivos ni impide el desmoronamiento por la pendiente opuesta de la descivilización. En el conocido ensayo de George Orwell sobre la relación entre el lenguaje y la política, ha desaparecido todo rastro democrático del primero debido a su colonización por la segunda: ideologías y partidos privan a las palabras de todo significado claro, a la vez que demandan una adhesión de sus simpatizantes que impide la búsqueda de la verdad que llama a las cosas por su nombreGeorge Orwell, «Politics and the English Language», en Essays, Londres, Penguin, 2000.. La esfera pública de raigambre ilustrada goza, al menos aparentemente, de mala salud. En gran medida porque, como reconoce el propio Rawls cuando plantea la necesidad de que las contribuciones de los ciudadanos a las discusiones públicas se ajusten a ciertas reglas, no puede obligarse a nadie a respetarlas, sino solamente confiar en que cada uno se esforzará en hacerlo cumpliendo un «deber de civilidad»John Rawls, Political Liberalism, Nueva York, Columbia University Press, 1993.. Pero es un deber moral que adopta la forma de una cortesía interactiva, no una obligación exigible ante tribunal alguno.

Pues bien, ese deber de civilidad parece estar más ausente que nunca de las esferas públicas occidentales desde que éste se produce mayormente online por medio de las nuevas tecnologías de la información. A través de distintos instrumentos que van desde las redes sociales hasta los blogs y las secciones de comentario adosadas a las distintas webs de información y opinión, asistimos a una suerte de creación en vivo de la opinión, de la que los ciudadanos pasan a ser coprotagonistas. Inevitablemente, su uso padece de las ambigüedades previsibles: aunque los tecnoutopistas esperaban de ellas una transformación radical de la conversación pública, ésta sigue estratificándose en el interior de las redes sociales con arreglo a distintos niveles de sofisticación cognitiva y refinamiento argumentativo. Y aunque hay espacio para el aforismo y la discusión educada, sigue siendo razonable afirmar, parafraseando al Winston Churchill más aristocratizante, que la fe en la democracia no resiste el contacto con cinco publicaciones digitales del internauta medio.

Sin embargo, el medio de comunicación de masas más influyente en la producción y reproducción de opinión pública sigue siendo la televisión. Su generalización en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, en paralelo a la explosión de la contracultura y los primeros atisbos del capitalismo (abiertamente) emocional, fue reconocida por algunos pensadores, como Marshall McLuhanMarshall McLuhan, Understanding Media, Londres, Routledge, 2001., como un cambio decisivo en las formas predominantes de comunicación social y, por ese camino, en nuestra forma de percepción de la realidad social, y hasta en su subsiguiente organización. En este sentido, por cierto, puede identificarse una diferencia sustancial entre la televisión y las nuevas tecnologías cuya plataforma es el smartphone: mientras la primera tiene como canal de recepción el hogar, esto es, la esfera privada e íntima, las tecnologías móviles permiten a su portador recibir y producir contenidos allá donde se encuentre, alterando la prefijada línea divisoria entre lo público y lo privado, así como la que separaba distintos tipos de actividad (ya que a través del teléfono nos comunicamos tanto como nos informamos, compramos y vendemos). En todo caso, sin alejarnos de nuestro tema, no caben dudas de que la televisión supone una revolución en el modo en que se conducen las campañas electorales y se fabrica la imagen del candidato. A fin de llegar al máximo número de votantes posibles, el debate se conduce en términos más simplistas y por medio de una constante apelación a las emociones por medio del storytelling. La televisión parece especialmente adecuada para dirigir mensajes eficaces a eso que Drew Westen ha llamado «el cerebro político»:

El cerebro político es un cerebro emocional. No es una máquina de cálculo desapasionada, que busca objetivamente los hechos, datos y políticas correctas para tomar una decisión razonadaDrew Westen, The Political Brain. The Role of Emotions in Deciding the Fate of the Nation, Nueva York,Public Affairs, 2007..

Por eso, Westen propugna la necesidad de que los partidos políticos, a la vista de la natural inclinación de los seres humanos a buscar historias con un tipo particular de estructura dotada de fuerza retórica, desarrollen «historias coherentes y emocionalmente atractivas» para comunicarse con sus votantes. Se trata de estimular las emociones correctas en ellos:

La razón no es irrelevante en las decisiones de los ciudadanos; tampoco la posición de un candidato sobre los temas concretos. Pero los «temas» que dominan las elecciones tienden a referirse a los intereses de los votantes («¿Es esto bueno para mí y mi familia?») y sus valores («¿Es esto algo que creo correcto?»). Las campañas electorales exitosas activan las emociones latentes en ambos.

No es, así, sorprendente descubrir que los procesos cognitivos y los emocionales parezcan tener diferentes mecanismos cerebrales de producción. La cognición es más costosa y lenta, razón por la cual tendemos a trabajar mediante una toma de decisiones intuitiva o emocional cuando nos encontramos bajo presión. Y cuando la razón y las emociones colisionan, ganan invariablemente estas últimas.

Más aún, esta propensión emocional puede predicarse también de los ciudadanos más cultivados y presuntamente autónomos. ¡A cada cual, sus sesgos! Sesgos individuales que producen problemas colectivos: pensemos en qué pocas probabilidades de victoria tiene un candidato que diga la verdad o haga una campaña llena de malas noticias. ¿Puede alguien decir que va a subir los impuestos y esperar ganar las elecciones? Podría, si su contrincante, pensando lo mismo, así lo dijese. Pero basta que uno otorgue esa ventaja estratégica a su rival para que éste la aproveche. De ahí que los llamamientos a la remoralización del discurso público no vayan a ninguna parte, más allá de hacer sentirse mejor persona a quienes los realiza. Ya dejó dicho Maquiavelo hace cinco siglos que si los hombres fueran buenos, muchas normas también lo serían; pero que como no lo son, es necesario actuar en consecuencia. A decir verdad, el único tribunal capaz de obligar a representantes y medios a deliberar racional y razonablemente es el ciudadano: una opinión pública exigente que apague el televisor cada vez que Bertín Osborne invite a un político a su casa. Algo que no va a suceder mañana.

A todo lo anterior hay que sumar el efecto distorsionador que produce la falta de información ciudadana, suficientemente demostrada empíricamente aunque nos guste pensar lo contrario. Por eso, como ha explicado convincentemente Giovanni SartoriGiovanni Sartori, Elementos de teoría política, trad. de María Luz Morán, Madrid, Alianza, 2005., el votante real no tiene mucho que ver con el votante ideal: si éste es un sujeto pragmático que construye sus preferencias a partir de la información, aquél ignora los asuntos concretos y se adhiere a a imágenes de partido, «mitologías electorales» con las que mantiene una relación sentimental, si no identitaria: ser de izquierdas, ser de derechas. El votante medio es, así, un gran simplificador. Y, como tal, una criatura sensible al impacto de categorías ideológicas de alto voltaje emocional: la casta, la inmigración, el neoliberalismo. De modo que el votante racional es un mito más que una realidadBrian Caplan, The Myth of the Rational Voter. Why Democracies Choose Bad Policies, Princeton, Princeton University Press, 2008.. Se trata de una realidad con la que el cinismo occidental, por lo demás, se ha reconciliado hace ya tiempo: el escándalo sólo es agitado por jóvenes y biempensantes. Lo que no significa que la respuesta del cínico sea la mejor posible

Tiene especial interés en este contexto la popular teoría de los marcos de percepciónSobre esto, véase George Lakoff, Don’t Think of an Elephant! Know Your Values and Frame the Debate, White River Junction, Chelsea Green Publishing, 2004.. Su premisa es que los fenómenos sociales no poseen un significado adscrito naturalmente a ellos, al que los sujetos puedan acceder directa y unívocamente, sino que ese significado depende de procesos sociales de comunicación y significación: un «enmarcado» concreto del hecho o problema en cuestión. Por lo general, distintas interpretaciones sobre un mismo hecho o conjunto de hechos entran en disputa, movilizados por actores de distinto tipo (representantes políticos, medios, movimientos sociales, los ciudadanos mismos a través de las nuevas herramientas proporcionadas por Internet), tratando de convertirse en la interpretación mayoritaria. La correspondiente generalización de una percepción determinada producirá en sí misma cambios sociales o permitirá –modificando la presión atmosférica–  ciertos cambios políticos; puede, incluso, forzarlos. Desde este punto de vista, la esfera pública es la arena donde se produce un permanente juego de definiciones y redefiniciones de los fenómenos sociales, económicos, morales y políticos, cuyo resultado va produciendo el cambio cultural que posibilita el cambio político.

De hecho, como ha señalado el teórico norteamericano Davide Panagia, en una sociedad pluralista y democrática, los individuos y los grupos se atienden recíprocamente en el nivel de las apariencias: la vida política se convierte en una empresa perceptivaDavide Panagia, The Political Life of Sensation, Durham, Duke University Press, 2009.. Para Panagia, dentro de todo régimen de percepción existe una micropolítica evaluativa que formula aquellas condiciones compartidas que sirven para dar sentido a las cosas en el interior de cada grupo social. Resulta de aquí una caracterización de la vida democrática: coexistencia de distintas culturas políticas de la convicción, cada una de las cuales conlleva un régimen de percepción que gobierna lo que cuenta y lo que no cuenta como experiencia, motivación o intuición. En consecuencia, las condiciones y los procesos de formación de las percepciones individuales –más acá y más allá de la deliberación racional o la transmisión de mensajes articulados– se convierten en inevitable objeto de atención de la teoría política. Ahora bien, el propio Panagia subraya que sería acaso conveniente cuestionar el privilegio de que goza la narrativa como género para la exposición de demandas e ideas en el pensamiento político contemporáneo y en las instituciones democráticas formales. La razón es que, «aunque el sujeto ciudadano haya podido ser un sujeto lector, el ciudadano contemporáneo es un sujeto visual». De ahí su denuncia de la «narratocracia» occidental, aunque no haya una alternativa viable a mano.

Allí donde la percepción prima sobre la reflexión, pues, el ciudadano se convierte en voyeur y la noción de espectáculo resulta más útil para describir la competencia por el voto que cualquiera de sus alternativas filorracionalistas. Y es que si la esfera pública es un ideal deformado por su práctica, lo mismo cabe decir de la deliberación racional: una prescripción que sólo parece llevarse mínimamente a la práctica, salvo raras excepciones, en espacios comunicativos bien alejados de los platós televisivos. Aunque nada en la naturaleza del medio televisivo lo exige, es ejemplar el empeño con que Roberto Rossellini abrazó sus posibilidades en los años sesenta, abandonando el cine para hacer documentales didácticos no del todo apreciados por el público de un país que acabaría eligiendo presidente al dueño de Mediaset, Silvio Berlusconi, príncipe de la antipolítica.

Poco puede hacerse, salvo evitar hacerse demasiadas ilusiones. Sólo cabe esperar que la modernización social, incrementando de manera constante el número de los ciudadanos educados y debilitando con ello las viejas alianzas que unían férreamente a los electorados nacionales con los partidos de masas, siga rindiendo beneficios. Mientras tanto, habrá que conformarse con entender la democracia como aquel régimen político en el que la pluralidad de medios públicos y privados hace posible que ganemos autonomía de juicio, aun cuando sean mayoría quienes no estén dispuestos a hacer el esfuerzo correspondiente y prefieran encender la televisión en busca de entretenimiento: uno que ahora incluye la escenificación del antagonismo político y el exhibicionismo sentimental de sus protagonistas.

No en vano, Ronald Reagan era actor. Y no seré yo quien niegue que la presidencia de su país fue, de largo, su mejor interpretación.

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