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Utopía y Apocalipsis. El siglo XX de la mano de Bertrand Russell

Science and Apocalypse in Bertrand Russell. A Cultural Sociology

Javier Pérez-Jara y Lino Camprubí

Washington D.C., Lexington Books, 2022

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El 26 de octubre de 1931, el físico y matemático Edmund T. Whittaker, catedrático en la universidad de Edimburgo, le escribía a su hijo sus impresiones acerca del último libro de Bertrand Russell, La perspectiva científica. «Parece que ahora ―le dice― empieza a estar asustado de la ”organización científica de la humanidad” (una especie de estado bolchevique liderado por J.J. [Thomson] y Rutherford en el lugar de Stalin); y en un momento, ¡incluso alaba a los Jesuitas!». Un año más tarde le vuelve a escribir, diciéndole que, en Educación y orden social, publicado pocos días antes, Russell «tira por la borda todo lo que ha escrito anteriormente, ¡me sorprende que la policía no le detenga!», dice con ironía ante sus constantes cambios de opinión.

El reciente libro de Javier Pérez-Jara y Lino Camprubí, Science and Apocalypse in Bertrand Russell. A Cultural Sociology, es un ejercicio de erudición y creatividad para intentar comprender a un personaje público, un intelectual, capaz de defender una cosa y su contraria con el mismo énfasis de quien se cree profeta llamado a señalar los peligros y promesas del tiempo que le tocó vivir… y de quien está seguro de ser escuchado. Y es que, si hasta la Gran Guerra, Russell sostenía que la ciencia era la «forma privilegiada de conocimiento destinada a redimir a la humanidad del reino pasado (y todavía presente) de la oscuridad, la represión y la maldad que representaba la religión» (p. 5), tras su campaña por el pacifismo, Russell describió la ciencia como un Ícaro destinado a su propia destrucción y a la de la humanidad. Y, para ese fin, tal como notó Whittaker, no dudó en utilizar lenguaje moralista, apocalíptico, religioso. Además, y esta sería otra de las contradicciones, el Russell preciso y sutil de los Principia Mathematica parecía caer en el trazo gordo en sus discursos sociales y políticos. Frente a la ciencia como promesa de redención solo cabía, parece ser, una visión apocalíptica.

Este libro sostiene que hay un hilo conductor aparentemente sorprendente en todas las posturas que Russell sostuvo: su uso maniqueo de las categorías de utopía y apocalipsis; de paraíso y redención. Ni en el trabajo sobre la lógica de sus primeros años y su fe en la ciencia, ni en su pacifismo posterior y alerta del potencial apocalipsis científico-técnico, Russell contemplaba posibilidades intermedias. El futuro solo podía representarse en blanco o negro. Lo interesante es que Pérez-Jara y Camprubí sitúan este maniqueísmo en una tradición que se puede remontar a muchas filosofías griegas y medievales, con la separación entre lo divino y lo humano, entre lo supralunar y lo contingente, así como a muchas filosofías del siglo XX, desde el desencantamiento de Max Weber hasta el marxismo de la Escuela de Frankfurt, pasando por los análisis de Heidegger sobre la tecnociencia. De algún modo, la expulsión de lo sagrado del mundo de la ciencia y la tecnología solidificaba el clásico dualismo «entre lo puro y lo contaminado, entre lo salvífico y lo apocalíptico, entre los héroes mesiánicos y sus enemigos diabólicos» (p. 14). Al utilizar este dualismo como arma retórica, Russell no hacía más que situarse en una narrativa con larga tradición religiosa y filosófica (que, por cierto, sigue tan actual como siempre). Además, al abandonar la torre de marfil académica, donde las sutilezas eran imprescindibles, para convertirse en «intelectual trágico», Russell apostó necesariamente por los mensajes más simples y dualistas pues, de alguna manera, ese es el rol profético del intelectual público: proveer de esperanza ante un inminente apocalipsis.

El primer capítulo hace un recorrido por el pensamiento y la obra del primer Russell, aquel que empezó con una fe platónica en la lógica como fundamento de la matemática, y esta como garantía de la solidez de la ciencia moderna frente a la ignorancia, el misticismo y la religión, y acabó descubriendo en los horrores de la Gran Guerra la vulnerabilidad de la tecnología y de la ciencia. A pesar de su sensación de fracaso, en aquel proyecto fundacional, Russell se había convertido en uno de los padres de la filosofía analítica y en agente de la reconfiguración de la matemática que se dio a finales del siglo XIX y principios del XX. Sus Principia Mathematica, escritos con Alfred N. Whitehead y publicados entre 1910 y 1913, le trascenderían y se convertirían en un clásico de la filosofía. Además, como apóstol que había sido de una visión redentora de la ciencia, su rechazo de ese fundacionalismo no le llevó a repudiar la ciencia, sino a convertirse en profeta del apocalipsis que esta podía generar. La ciencia ya no era sagrada, tal como había pensado y defendido, sino un producto humano, epistémica y moralmente falible. Y por eso, según la interpretación de Pérez-Jara y Camprubí, abandonó el mundo de las ideas para «retornar a la cueva» (p. 61) y convertirse en un activista social y político: no en contra de la ciencia y a favor del misticismo que tanto detestaba, sino para defender a la ciencia de sus propias posibilidades destructivas.

En sus reconstrucciones autobiográficas, Russell utilizó con frecuencia una retórica polar para enfatizar la diferencia entre sus ideas acerca de la ciencia antes y después de la Gran Guerra. Es más: también solía apelar a esa guerra como su momento de conversión, una conversión explícitamente descrita en clave religiosa o cuasi-religiosa, con lo que conseguía, en su caso concreto, presentarse como profeta público todavía con más autoridad. En el capítulo segundo, el libro hace un análisis más sosegado de esta supuesta conversión, mostrando cómo su lectura de la relación entre la guerra y la tecnología fue evolucionando y fue posterior a la de otros intelectuales de su tiempo. No hay nada de extraño en ello: los procesos de resignificación de momentos biográficos suelen ser reconstrucciones a la luz de eventos posteriores. Pero, y eso es más importante, esas reconstrucciones suelen obviar el hecho de que, en el caso de personajes públicos e influyentes como Russell, no se trata tanto de explorar su adhesión a determinadas posturas morales, sino de ver cómo ellos mismos han sido agentes en la codificación moral de su tiempo. En otras palabras, tal y como sugieren Pérez-Jara y Camprubí, Russell fue un agente en la configuración de los juicios morales de las relaciones entre ciencia y guerra y no simplemente alguien que tomara partido en posturas dadas casi naturalmente. Y esto, más que con una conversión instantánea, se dio de manera procesual, consumándose solo en 1924 con su escrito acerca de Dédalo e Ícaro.

Y es que su pacifismo inicial durante la guerra no estuvo relacionado con una crítica al complejo tecno-científico. Fue solo a posteriori, cuando se empapó de las ideas socialistas de sus correligionarios pacifistas contrarias al liberalismo que hasta entonces había sostenido, cuando su oposición a la ciencia de la guerra se fue fraguando. Y también lo hizo su gusto por el activismo político y la influencia pública: de hecho, su expulsión de Trinity College y los seis meses en la cárcel por su lucha contra el reclutamiento obligatorio y en contra de la guerra le catapultaron en la esfera pública. No fueron experiencias traumáticas (en la cárcel recibió un tratamiento exquisito gracias a la intercesión del ex primer ministro, Arthur Balfour), sino ocasiones para comprobar que su poder como personaje público era mayor que dentro de los muros de la academia. De este modo se fue fraguando, no como un plan preestablecido, sino como consecuencia de eventos biográficos, la figura del intelectual trágico.

Pero una cosa era su pacifismo, y otra su pesimismo respecto a la ciencia. Como decía, este no surgió durante la Gran Guerra sino a posteriori: tras su visita a la Unión Soviética, que vio como promesa incumplida de un socialismo supuestamente movido por la ciencia y la tecnología, y tras su estancia de meses en China, en la que hallórestos de un pasado nostálgico, pacífico y con ritmos más humanos. Además, tras su contacto con el socialismo, su crítica a la ciencia estaba también movida por su rechazo a los abusos del capitalismo que, en la lectura de sus compañeros pacifistas de la izquierda, incluida Dora Black, quien al poco tiempo sería su segunda esposa, habrían generado el auge de la lucha entre naciones e imperios y, por lo tanto, sido la causa última de la guerra. Aquí es donde Pérez-Jara y Camprubí generalizan la experiencia de Russell y la sitúan como ejemplo de los procesos culturales de resignificación del pasado que forjan narrativas mitológicas, inventan momentos traumáticos o configuran personajes heroicos; mecanismos todos ellos con los que se elaboran juicios morales del pasado.

«América debería declarar la guerra a Rusia en los próximos dos años y consolidar su imperio gracias a la bomba atómica». Estas palabras de Russell en 1945 con las que comienza el cuarto capítulo no pueden ser más contundentes, especialmente viniendo de alguien que había forjado su personaje público en torno a su pacifismo y su visión negativa de los usos de la ciencia y la tecnología. Y más aun, viniendo de alguien que, como muchos otros británicos en la década de 1930, se oponía a una eventual guerra con la Alemania de Hitler, a la que veían como una broma de mal gusto sin futuro y no como el mal absoluto con el que fuera caracterizado con posterioridad. De hecho, en 1936 escribiría que, en caso de invasión alemana, era mejor rendirse que hacer la guerra, pues el coste total en términos de sufrimiento sería menor. Pero para 1938 y, especialmente en 1940, su postura había cambiado radicalmente: Hitler, Mussolini y Stalin ya no eran payasos, sino la personificación del mal absoluto, y sus dictaduras, los grandes enemigos de las democracias liberales. Solo con la resignificación moral de estos personajes pudo Russell defender la guerra… y justificar su emigración a Estados Unidos en otoño de 1938. En los cinco años que pasó en aquel país, Russell volvió a convertirse en intelectual trágico, pero no por su pacifismo, ahora mitigado y casi ausente, sino por sus textos sobre sexualidad, criticados por amplios sectores de una sociedad americana mucho más conservadora que la británica. Los detalles del «caso Russell» están ampliamente explicados en el libro; una vez más lo que los autores quieren subrayar es el uso de categorías maniqueas en las reconstrucciones que Russell haría a posteriori de estos eventos, obviando otros aspectos (como los choques de personalidad o las necesidades económicas) que complejizan la realidad.

La siguiente contradicción russelliana tiene que ver con su postura hacia las armas nucleares. Su juicio extremadamente negativo, lleno de clichés racistas, de la sociedad japonesa le llevó a usar términos habituales en los últimos momentos de la guerra como el de «exterminación» del pueblo japonés. De ahí que Russell, que regresó a Inglaterra, a su alma mater, el Trinity College en Cambridge, a principios de 1945, fuera parte del ambiente eufórico que se desató con las bombas de Hiroshima y Nagasaki, incluso antes de tener noticias de la capitulación del emperador Hiroito. Como había hecho en las dos décadas anteriores, Russell vio el éxito científico del Proyecto Manhattan en clave también apocalíptica: una vez más, Ícaro podría sucumbir a su propio poder. De ahí que sugiriera, exagerando el poder de las armas atómicas del momento (Estados Unidos era el único país con capacidad nuclear y solo disponía de unas pocas bombas) que, para mantener la paz, Norteamérica debería plantearse utilizar bombas sobre Rusia y prevenir así la proliferación de este tipo de armamento. De este modo, sostenía, «el liderazgo americano podrá crear una nueva Liga de las Naciones y la paz del mundo podrá asegurarse»; añadiendo que, por desgracia, «su respeto por la justicia internacional imposibilitará que Washington adopte esta política» (citado en p. 138). No se nos escapa la ironía de que, para evitar la aniquilación del mundo, sería conveniente un exterminio como este. Y tampoco nos extraña a estas alturas que, en sus relatos autobiográficos, Russell olvidara este momento de euforia nuclear.

Su narrativa cambió drásticamente cuando se hizo público que la URSS había conseguido su propia bomba alrededor de 1948, con la aparición de la bomba-H en 1952, pero también cuando constató que el público británico rechazaba su receta de exterminio en nombre de la paz. Entonces se convirtió en activista contra la proliferación nuclear y empezó a cultivar un antiamericanismo casi tan beligerante como la animadversión que profesaba a la Unión Soviética, pues veía a los EE. UU. de Truman y McCarthy en el camino hacia el totalitarismo. La guerra de Corea (1950-1953) fue el detonante de este nuevo cambio, que le llevaría a impulsar lo que se conoce como el Manifiesto Russell-Einstein de 1955 contra la proliferación nuclear, y el inicio de las conferencias Pugwash. Todo esto, junto con su recepción del Nobel de Literatura en 1950 «en reconocimiento de sus variados y significativos escritos en los que defiende ideales humanitarios y la libertad de pensamiento», le catapultaron definitivamente a la fama mundial y le convencieron de su «auto-otorgado papel como representante del futuro de la humanidad» (p. 149).

Vietnam fue el último acto de la re-presentación del ya octogenario Russell, con su alianza para crear el llamado Tribunal Internacional de Crímenes de Guerra para condenar a Estados Unidos por su actuación en Vietnam. Digo «re-presentación» pues, en esta ocasión, Russell volvió a cambiar de bando, y su aversión anterior a todas las dictaduras se focalizó en una crítica única y absoluta al imperialismo norteamericano y a simpatizar con dictaduras comunistas como la del propio Vietnam, o la de Cuba (la Fundación Russell por la Paz llegó a financiar actividades del Che Gevara). Las narrativas maniqueas y apocalípticas volvieron a escena, esta vez poniendo a la par los EE. UU. con la Alemania nazi, en esta «obra de teatro a gran escala en la que Russell, Sartre y los demás jugaron el papel de jueces universales ante una audiencia traumatizada» por las imágenes que llegaban de Vietnam (p. 173).

Quizás una de las cosas más interesantes del libro sea el énfasis de Pérez-Jara y Camprubí no tanto en los cambios de opinión y continuidades de Russell, sino en la posibilidad de crear narrativas a partir de eventos que se presentan como únicos, como apocalípticos en el sentido genuino de esta palabra; es decir, no como «fines del mundo» sino como momentos de cambio radical en el devenir histórico. Las armas nucleares se convirtieron en el símbolo de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría, obviando todos los demás elementos (los bombardeos convencionales masivos, la guerra psicológica, las armas químicas y biológicas, así como el uso de las comunicaciones con la propaganda a gran escala). Muchos intelectuales públicos como Russell fueron capaces de articular toda una narrativa política y social alrededor de la fotografía de los hongos sobre Hiroshima y sobre Nagasaki, así como las de las pruebas ulteriores, como iconos, como símbolos de sus manifiestos. Las historias maniqueas necesitan de símbolos claros: pero estos no son dados a priori, no tienen una esencia naturalmente apocalíptica esperando ser utilizada, sino todo lo contrario: es el entramado cultural y social el que va construyendo dichos símbolos y los juicios morales del presente y del pasado.

Jaume Navarro es profesor de Investigación en Historia de la Ciencia, Ikerbaske /UPV-EHU, y autor de Ciencia-Religión y sus tradiciones inventadas, Barcelona, Tecnos, 2022.

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Bertrand Rusell en 1936. Imagen: Wikipedia
Bertrand Rusell en 1936. Imagen: Wikipedia

Ficha técnica

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