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Una proposición indecente

image_pdfCrear PDF de este artículo.

La libra esterlina se desploma, la prima de riesgo británica se dispara –se supone que para arriba– y el London Stock Exchange (LSE), en el número 10 de la venerable plaza del Paternoster, cae en picado. Lo impensable es que esta conjunción planetaria, perversamente perfecta, es el resultado ineludible de disparatadas decisiones de política económica tomadas por un gobierno en respuesta a presiones inflacionistas cuyo origen se ha venido fraguando muy lejos de las fronteras del Reino Unido. Y lo todavía más impensable es que las consecuencias de desplomes, disparos y caídas en picado acabaran produciendo efectos contrarios a los anunciados. Vamos, que de no haber intervenido en Banco de Inglaterra en cosa de horas, los británicos estarían pagando más por sus importaciones, hubiera disminuido el valor de sus ahorros y les sería más oneroso pedir y pagar un préstamo. Ah, y con el premio gordo les damos el cajón sorpresa, ya que los fondos de pensión de empleo británicos estaban apalancados con el instrumento más aburrido del mundo de las finanzas, la renta fija, que tiene la interesante propiedad, denominada «from lost to the river» (es decir, «de perdidos al río») por el Sapientísimo y un servidor, de perder valor a poco que suban los tipos de interés. Mucho valor. Lovely.

El Sapientísimo, que tiene un olfato más afinado en cuestiones peninsulares, insiste en que hagamos el siguiente paralelismo. Imagínense, discretos lectores, que les anuncia el gobierno de turno que los pensionistas españoles van a verse sorprendidos, de la noche a la mañana, con una reducción del 20%, o del 30% o del 40% en sus pensiones presentes y futuras. No lo vamos a complicar más, ya que el dinero es maleable y si varias pérdidas –desde mayores precios hasta menores ahorros, pasando por más intereses– pueden concebirse por separado, también pueden concebirse como una gran pérdida, tal y como la que les pedimos que se imaginen. Seguro que, tras un paralelismo como el que les sugerimos, podemos hacernos una idea de lo peligroso de la situación.

En una entrada anterior considerábamos las difíciles perspectivas a que se enfrentaban los ciudadanos británicos en ausencia de la decidida intervención del Banco de InglaterraEn nuestra entrada del pasado 5 de octubre, «Un momento Lehman», desarrollamos esta cadena de causas y efectos intentando demostrar la magnitud de las consecuencias indeseadas de las decisiones del gobierno de Liz Truss y la necesidad en que el Banco de Inglaterra se vio de intervenir de forma decisiva para evitar un colapso que bien pudiera haber excedido al de 2008-2011.. Nuestras explicaciones entonces entraban tímidamente en algunos aspectos técnicos de la compleja interacción entre mercados financieros, política económica y decisiones individuales. Una complejidad que puede verse amplificada por una mala decisión con consecuencias indeseadas, si no inesperadas.

En nuestra entrada de hoy, sin embargo, queremos plantear una pregunta indiscreta y hacer una proposición indecente.

La pregunta

En una de las reminiscencias en la extraordinaria, casi lampedusiana, novela The Remains of the Day, de Kazuo Ishiguro (mayo de 1989), se celebra una velada en Darlington Hall, la casa ancestral del anfitrión, Lord Darlington. Uno de los aristócratas rurales asistentes a la velada, pregunta a Stevens, el mayordomo y narrador de la novela, si este podría dar al aristócrata una explicación de la conveniencia o no de la política de aranceles que los partidos políticos del momento, en los albores de la Segunda Guerra Mundial, presentaban a consideración de los votantes en las elecciones que habrían de celebrarse en poco tiempo. Stevens, con la discreción habitual en él y con palpable rubor, responde que no se siente cualificado para emitir la opinión que, con evidente desprecio de clase, le pide el aristócrata. Ishiguro recoge con maestría el conflicto de clases, pero también nos ofrece una reflexión sobre una cuestión que preocupaba a las mejores mentes del momentoWalter Lippmann, influyente escritor y articulista americano de la primera mitad del siglo XX, llegó a la (errónea) conclusión, en su obra The Good Society, (accesible en https://monoskop.org/images/9/9f/Lippman_Walter_The_Good_Society.pdf), de que la complejidad de la sociedad de su tiempo hacía necesario e inevitable el mayor protagonismo de «expertos» y «tecnólogos», para dirigir el voto y la participación democrática de los ciudadanos. Lo erróneo de esta conclusión es que los expertos no lo son tanto cuando se trata de seleccionar, mediante el voto en democracia, las políticas económicas y sociales que permiten prosperar a una sociedad. Aun siendo un proceso más enrevesado y menos previsible, la complejidad de una sociedad moderna y avanzada se mantiene y aumenta con más educación y capacitación, y con más participación en los procesos electorales y en las instituciones de la sociedad civil..

La pregunta es:

¿Qué formas existen en una sociedad democrática avanzada para que los ciudadanos acudan a las urnas con la información y conocimientos necesarios para votar, o no, un programa de medidas económicas y sociales que pueden llegar a ser tan complejas, y cuyas consecuencias pueden ser tan interdependientes, como el que la primera ministra del Reino Unido y su canciller tuvieron a bien hacer detonar en el Parlamento británico el pasado 23 de septiembre, desatando un pandemónium cuyas consecuencias siguen reverberando hoy en todas las direcciones?

La respuesta de hace casi cien años, es decir, confiarlo todo a los expertos, nunca fue una alternativa a la libre elección del ciudadano ejerciendo su voto en libertad. Los especialistas (tecnólogos, economistas, científicos, etc.) han encontrado su lugar en la implementación de múltiples políticas adoptadas por los gobiernos, pero el principio del voto libre en una sociedad democrática sigue siendo el más importante aspecto de una sociedad democrática.

Desgraciadamente, hace tiempo que el principio de «un votante, un voto» ha sido reemplazado, al menos en sus efectos, por el de «un dólar, un voto». O un Euro, para qué nos vamos a engañar.

Por si fuera poco, la participación electoral en las democracias avanzadas –aunque imperfectas; no le faltan verrugas a ninguna– deja mucho que desear, especialmente en elecciones no presidenciales como las europeas o autonómicas y municipales en España, las midterm en Estados Unidos.

En consecuencia, una primera respuesta a la pregunta que nos hacemos es ¡votemos más!

Y, vamos a ser valientes, Sapientísimo, ya que la expresión ha sido utilizada por un afamado Premio Nobel de esto o aquello en un sentido muy diferente, si no totalmente opuesto al que queremos darle, ¡votemos mejor!

La proposición

¿Y cómo se vota mejor?

Con más y mejor educación cívica. A continuación de la Reválida de cuarto de bachillerato, el de antes de la «LOBEBE» y la «LOMAMA». (Nota Bene: el Incomparable se niega a seguir el rastro de las leyes orgánicas de educación que desde entonces se han venido sucediendo unas a otras sin solución de continuidad. Lo más que está dispuesto a reconocer, y esto le trae al Sapientísimo por la calle de la amargura, es el cambio de «Preu» a «COU».)

La educación económica y financiera es una realidad en España y existen casos ejemplares de tal realidad en lugares dispares y no necesariamente capitalinosUna extraordinaria y pionera iniciativa en este sentido es la que Ramón Castro, profesor del IES Fernando de Mena, Socuéllamos (Ciudad Real), el Instituto Santa Lucía, y varios expertos en el tema de la educación financiera, vienen desarrollando desde hace algún tiempo. Uno de nosotros tuvo el gran placer de participar en este proyecto y documental: https://www.youtube.com/watch?v=EMD_mdWMNYg.. Nuestra propuesta de más y mejor educación cívica se inspira en estos fundamentos. Hoy la concretaremos en tres sugerencias.

Un banquero o una banquera central

¿Qué hace un banco central? Muchas cosas, entre ellas, la de fijar un tipo de interés básico a muy corto plazoUna excelente introducción a las actividades del BCE: https://www.ecb.europa.eu/ecb/html/index.es.html.. Empecemos por el tipo de interés que controla un banco central e imaginemos que una estudiante de ESO es nombrada presidenta del Banco Central Europeo (BCE). Imaginemos también que el resto de los estudiantes del curso juegan el papel de gobernadores de bancos centrales nacionales, directores de sus respectivos centros de estudios y de análisis de coyuntura, presidentes de bancos comerciales en el sistema bancario de un país, y hasta de clientes de dichos bancos comerciales.

Imaginemos a continuación que un buen día de octubre, al comienzo del curso, entra en la clase –habilitada como un lujoso despacho de banco central, con sus estanterías y mesas de caoba y sus lámparas de bronce– un analista que anuncia que se está observando un rápido aumento de precios por doquier, un proceso denominado «putinflation» (una palabra que nos acabamos de inventar) y que es necesario subir los tipos de interés para estrangular a la putinflation, a pesar de las consecuencias negativas que tal acción pudiera tener sobre toda la economía de la eurozona.

La presidenta y sus colaboradores, en la cafetería del instituto, se ponen en acción. ¿Qué harían? ¿Con quién consultarían? ¿Qué estudios y seguimientos en tiempo real emprenderían y cómo reaccionarían si los impactos iniciales no son los deseados? Estamos seguros de que en cosa de un semestre habrían encontrado soluciones. El segundo semestre, se cambiarían los papeles y unos estudiantes reemplazarían a los otros.

Una ministra o un ministro de hacienda

¡Ah, el ministro de hacienda! Pues lo mismo, mutatis mutandis. La piedra filosofal del ministro es la capacidad para imponer impuestos y para emitir emisiones (de deuda pública). Y no hay nada más sexy que la curva de Laffer y la prima de riesgoLa curva de Laffer es un gráfico que pretende ilustrar un mito creído por los amigos de reducir el Estado de Bienestar. La lógica de esta curva, popularizada por Arthur Laffer en los años 80 del pasado siglo, en especial durante la administración del presidente Reagan en Estados Unidos, es que si los tipos impositivos son muy elevados nadie trabajará y la recaudación fiscal será menor que si los tipos impositivos fueran más reducidos pero hubiera mayor actividad económica. Sin dejar de tener sentido, esta lógica dista mucho de funcionar con tipos impositivos que se observan en el mundo real, en el que la relación entre el tipo impositivo y la correspondiente recaudación fiscal es mucho menos clara, como «demostramos» con el gráfico que acompaña a esta entrada, dibujada en una servilleta de café, como en la original. https://en.wikipedia.org/wiki/Laffer_curve..

Con respecto a los impuestos, lo que sí es imprescindible de toda imprescindibilidad es que la discusión de «impuestos sí o impuestos no» no sea la degradada discusión que observamos por doquier que miramos, en boca o en pluma de amigos y enemigos de los impuestos. En la pizarra de la clase en que se simule un ministerio de hacienda debe escribirse, en letras mayúsculas lo siguiente:

«Taxes are what you pay for a civilized society». Oliver Wendell Holmes, Jr. 1927

Esta idea se ha venido expresando en formas similares desde los tiempos de Cicerón y es incomprensible que hoy esté tan degradada. Nuestros estudiantes-ministros y sus directores generales habrán de proponer y discutir medidas impositivas que faciliten el progreso de la sociedad y reduzcan los efectos indeseables de un capitalismo dejado a sus propios y peores instintos. Si bien impuestos mal diseñados e insuficientes dan lugar a un estado débil e ineficaz, impuestos que distorsionan la asignación de recursos más de lo aceptable son, como diríamos… inaceptables. No nos extrañaría que algún estudiante-ministro avispado diera con una solución inteligente y sostenible.

¿Y de la prima de riesgo, qué? Las inimaginables propuestas de la primera ministra británica y de su ministro de hacienda, consistentes en subvencionar la factura de la luz a todas las familias del Reino Unido, bajar impuestos –especialmente a los más ricos– y pagar el déficit resultante con emisiones masivas de deuda pública, constituirán, sin duda la temeraria y apasionante agenda con que los estudiantes-ministros deberían empezar el curso… y ver si al final del primer semestre concluyen que la bancarrota es inminente. En el segundo semestre, tras un adecuado cambio de liderazgo, trataran de enderezar el entuerto. Good luck with that!

La economista jefa o el economista jefe del Fondo Monetario Internacional

El FMI… ah, el FMI. ¡Cuánto bueno podrían hacer –a veces, hasta lo hacen– para complementar la labor de bancos centrales y ministerios de hacienda! Ni que decir tiene que los estudiantes en dichos roles no vestirían de negro ni mostrarían tendencia alguna a aplicar las mismas recetas para cualquier país. O podrían mostrar tales tendencias, en el primer semestre, y analizar las consecuencias de la rigidez para, a continuación, reformular, en el segundo semestre, las finanzas internacionales con algo más de inteligencia emocional y, por supuesto, con el mismo rigor con que saben analizar las innumerables naciones que tienen por debilidad estructural la de emitir mala deuda constantemente.

Un economista jefe, tanto en el Fondo Monetario Internacional como en el Banco Mundial, instituciones gemelas que surgieron del orden internacional que se creó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, es un puesto envidiable desde el que observar e influir en la economía y finanzas internacionales. Con el economista jefe colaboran muchos economistas y otros especialistas que analizan las condiciones económicas, financieras y sociales de los países miembros. Los estudiantes que jugaran estos papeles adquirían una información apasionante y podrían resolver muchos problemas que aquejan a la comunidad internacional.

Nuestra propuesta es, en resumen, crear ciudadanos informados, inteligentes, sin la arrogancia del aristócrata rural y sin la indecisión e impotencia del mayordomo. Ciudadanos y ciudadanas que aborrezcan lo que hoy tanto se escucha, «todos los políticos son iguales, habría que quitarles el sueldo a todos». Ciudadanos que aborrezcan, decimos, esta equidistancia al estilo del Burro de Buridán y obren en consecuencia.

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