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Una del oeste

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El padre Bosco y el padre Juan solían comer en el bar de Martín después de la misa del domingo. Era un lugar pequeño y poco acogedor, pero la cocina no era mala y el televisor sintonizaba una de las pocas cadenas donde aún se transmitían los viejos western de los años dorados de Hollywood. El padre Bosco amaba el género. Se declaraba ultrafordiano y se sabía de memoria los diálogos de muchos clásicos. El padre Juan, más joven, había albergado prejuicios contra las películas del Oeste, pero después de ver El hombre que mató a Liberty Valance y oír los comentarios del padre Bosco cambió de opinión, adoptando el propósito de conocer a fondo a los grandes maestros del western: John Ford, Howard Hawks, Sam Peckinpah, Clint Eastwood. Le emocionó la historia del tipo duro (John Wayne) que sacrifica todo para hacer feliz a su amada (Vera Miles). Morir por el ser querido entra dentro de lo que se espera de un héroe, pero salvar la vida de un rival sentimental para dejar que se marche con la mujer amada es sencillamente un gesto sublime. Un gesto sublime que tendrá un horrible coste, pues Wayne (en la ficción, Tom Doniphon) perderá el interés por todo y llegará a la vejez solo, convertido en una pálida sombra de lo que fue, mientras su rival (Ransom Stoddard, genialmente interpretado por James Stewart) adquirirá la condición de héroe nacional, consiguiendo ser elegido senador y postulado como vicepresidente de la nación.

Al padre Juan la historia del personaje de John Wayne le hizo pensar en su propia soledad. No casarse y no engendrar hijos significaba envejecer solo y no tener a quién dejarle los pequeños recuerdos donde un ser humano ha depositado sus ilusiones: un libro dedicado por su autor, una cerámica comprada en el extranjero, las fotografías de tus padres. Cuando se jubilaban, los curas diocesanos se marchaban a vivir con algún familiar, pero si nadie quería acogerlos –algo cada vez más frecuente- acababan en una residencia para sacerdotes de la tercera edad. Muchos se deprimían y caían en la indolencia. En una ocasión, visitó un lugar así y se marchó desolado. Vio a curas con un calcetín de cada color y con la mirada hundida en la tristeza. Algunos en sillas de ruedas y otros pegados a una ventana, mirando hacia el exterior con el semblante ensombrecido, pues sentían que el mundo les había arrojado a la cuneta, como si fueran cachivaches inservibles. Le atemorizaba la posibilidad de terminar así, perdiendo la tibia fe que aún alentaba, pues sus dudas sobre la existencia de Dios cada vez le aproximaban más a la perspectiva del ateo desencantado. Hay ateos a los que Dios solo les produce indiferencia y que incluso celebran la finitud, pero él nunca podría adoptar esa postura. Si Dios no existía, todo viajaba hacia la irrelevancia. El futuro del universo era una pavorosa entropía, donde las partículas, sumidas en una vasta y fría oscuridad, ni siquiera interaccionarían entre sí. Esa perspectiva le resultaba insoportable.

El padre Bosco conocía las dudas del padre Juan. Sabía que su fe pendía de un hilo, que ser sacerdote le desbordaba, que echaba de menos tener esposa e hijos. No se lo había confesado abiertamente, pero un comentario por aquí, otro por allí, unas palabras sueltas, un gesto, una mirada elocuente, habían delatado el tormento interior del joven sacerdote. Aunque no habían abordado el tema, el padre Bosco opinaba que quizás el padre Juan debería dejar el sacerdocio y servir a Dios por otros caminos. Mientras comían en el bar de Martín y hablaban un poco de todo, salvo de fútbol, pues a los dos les aburría, le sondeaba, intentando que se sincerara, pero el padre Juan se resistía a admitir que había elegido el camino equivocado y que tal vez su vida era un fracaso. O algo peor, una pantomima. Cada vez que oficiaba la comunión se sentía un impostor. ¿Cómo se atrevía a administrar el cuerpo y la sangre de Cristo cuando pensaba que allí, en esa hostia que trataba con tanta solemnidad, no se encontraba el cuerpo y la sangre de Cristo? ¿Cómo era capaz de hablar de la Pasión de Cristo, si en realidad pensaba que Jesús de Nazaret ni siquiera existió o que solo fue un rabino reformista mitificado por la posteridad? ¿Por qué hablaba del sepulcro vacío, si aventuraba que Jesús no fue enterrado en la tumba de José de Arimatea, sino en una fosa común con otros reos ejecutados en la cruz? Se parecía a Ransom Stoddard. Toda su existencia era una farsa, puro teatro y un teatro triste, sin grandeza, como cuando rezaba el rosario y su mente viajaba por otros lugares, buscando otros escenarios más estimulantes, como una playa de arena dorada y aguas transparentes o un balcón con vistas a la sierra. Si no había nada más allá de la biología, ¿no constituía un disparate postergar los placeres de este mundo, el único que podía darnos algo? El reino de Dios solo era una entelequia, un sueño infantil que revelaba la impotencia del ser humano, incapaz de aceptar que solo era una especie más, quizás la más desdichada. Solo el hombre sabe que va a morir, que su existencia es finita. No cabe mayor desdicha.

El padre Bosco advirtió que las indirectas no servían de nada y cambió de estrategia. Dejó de intentar que el padre Juan le abriera el corazón y comenzó a comentar su visión del trabajo de sacerdote:
-Somos una nueva orden de caballería y tenemos que asumir que el ridículo y la befa forman parte de nuestra profesión. Debemos aprender a reírnos de nosotros mismos. Nos toca ser apaleados y escarnecidos, como a don Quijote, pero sin renunciar a lo que creemos. Cada vez que nos derribe el aspa de un molino o nos pateen con saña, debemos levantarnos de nuevo y seguir exaltando el perdón, la fraternidad, el desprendimiento de las cosas materiales, el olvido de sí. El ser humano no está hecho para vivir como un animal, sino para realizar grandes cosas. Y no me refiero a hazañas legendarias, sino a llamar a la puerta de aquel al que todo el mundo desprecia para ayudarle a recuperar la autoestima. O a escuchar al que nadie oye, haciéndole comprender que su vida es importante.
-Creo que no valgo para esas cosas –dijo el padre Juan-. Cuando acuden a hablar conmigo para contarme un problema, me pongo incómodo. No sé qué decir.
-¿No sientes amor por los demás?
-A veces no. El ser humano puede ser la peor alimaña, el ser más cruel.
-Sí, es cierto. El mal se agita en nuestro interior. Es una consecuencia del pecado original. Quisimos ser como dioses y aún lo anhelamos. Pretendemos acumular poder y dominar a los demás. Nos gusta sentirnos poderosos y dañar al prójimo es una forma de conseguirlo.
-Yo no sería capaz de algo así, pero tampoco valgo para curar las heridas ajenas. El dolor de los otros me perturba. Siento deseos de alejarme. Creo en el perdón, pero no sirvo para ser un bálsamo.
-No parece que tu problema sean la indiferencia o el egoísmo.
-No. Es algo distinto y quizás más indisculpable en un sacerdote. Soy un cobarde. En un entierro, no soy capaz de confortar a las familias, pues yo mismo estoy desolado. La muerte me parece injusta. ¿Por qué un Dios bueno nos obliga a pasar por algo así? Quizás no es omnipotente.
-Algunas veces lo he pensado, pero si no lo fuera, ¿qué podrían esperar las víctimas? La idea de un Dios frágil y limitado solo agravaría su sentimiento de indefensión.

La conversación fue bruscamente interrumpida por el frenazo en seco de un coche en la puerta del bar. A los pocos segundos, entraron dos hombres y se acercaron a la barra con el rostro crispado. Pidieron un chupito de aguardiente y barrieron el local con la mirada. Uno era alto y corpulento. Tenía el pelo prematuramente encanecido y unas manos enormes. El otro era más bajo –no mucho- y delgado. Sus piernas parecían dos alambres. Con el pelo rubio y la nariz aguileña, sus ojos azules desprendían inestabilidad mental. No tardó en aparecer otro coche, esta vez un jeep de la Guardia Civil. Apenas lo vieron, los forasteros sacaron dos armas: una pistola y una barra de hierro.

-¡Que nadie se mueva! –gritó el más alto, esgrimiendo la barra-. Si no queréis que os rompa la cabeza, calladitos.
El padre Bosco le miró sin miedo y le preguntó qué querían.
-No toque las narices, curita –respondió el forastero del pelo rubio-. ¿Quiere que le pegue un tiro?
-Son nuestros rehenes –dijo su compañero-. Recen para que la Guardia Civil no entre. Si lo hacen, les dejamos secos.
-¿Y de qué les servirá? –preguntó el padre Bosco-. ¿Qué han hecho? ¿Quizás un atraco? ¿Quiere añadir más cargos? Las penas por asesinato son mucho más graves. Si quieren, yo hablaré con la Guardia Civil y resolveremos esta situación de forma sensata.
-Usted no hablará con nadie –chilló el rubio-. Usted deja el culo pegado al asiento y mantiene la boca cerrada. ¿Entendido?
-¿Puedo saber cómo se llaman? –inquirió el sacerdote.
-El feo y el malo –dijo el más grande-. Yo soy el feo y mi socio, el malo. No le ponga nervioso. Además de malo, está loco.
-Mucho –corroboró el aludido-. Si intentan joderme, puedo hacer cualquier cosa.

El padre Juan le observó y pensó que no se parecía a Liberty Valance, sino a uno de esos atracadores de poca monta que había conocido en su barrio, quizás un yonqui que había asaltado una tienda. Carecía de la confianza en sí mismo de Valance, pero tal vez por eso era más peligroso. El miedo impide controlar las reacciones y, con una pistola en la mano, el primer impulso es disparar, apretar el gatillo histéricamente, sin pensar en las consecuencias.

-Salid del bar –gritó Yolanda, la guardia civil que solía patrullar por el pueblo-. Será lo mejor para vosotros. Aún no os habéis cargado a nadie. No empeoréis las cosas.
-¿Cómo que no? –chillo el «malo»-. ¿Qué le ha sucedido al empleado de la gasolinera? Le pegué un tiro y apunté a la cabeza.
-Por suerte, solo le rozaste la sien –dijo Juan Antonio, el compañero de Yolanda-. No abuséis de la suerte. Entregaos. De momento, solo habéis robado una gasolinera y herido a un empleado.
El «feo», más templado, descartó contestar. Prefirió pasar a la acción. Agarró a Martín y cogió el cuchillo jamonero que había sobre un vasar, acercándoselo al pescuezo.
-¡Leñe! –exclamó Martín.

«Viriato», su perro, ladró al secuestrador, pero cuando este le dio una patada en el hocico, chilló lastimosamente y se escondió debajo de la barra, temblando de miedo.

-Ese no vale para perro policía –susurró el padre Bosco.

El padre Juan también parecía asustado, pero se esforzaba en no aparentarlo, manteniendo la cabeza muy erguida.
El «feo» se acercó a la ventana y exhibió a Martín como si fuera un trofeo de caza.

-¿Queréis que me lo cargue? –preguntó, desafiante-. Yo ya he pasado por el trullo y no pienso volver.
Después de soltar la bravata, el atracador empujó a Martín detrás de la barra y se sirvió un chupito. Su compinche le imitó, apoyando la pistola en un expositor de cristal, con bandejas de aceitunas y almendras. Sin pensarlo dos veces, el padre Bosco se levantó y propinó un fuerte puñetazo en la sien al más corpulento, provocando que se desplomara como un saco. Al mismo tiempo, el padre Juan se lanzó con una silla en la mano contra el atracador rubio. Antes de que este pudiera levantar la pistola, se la estrelló en la cabeza, dejándolo sin sentido. Martín aprovechó el tumulto para sacar la escopeta de caza que guardaba debajo de la barra y encañonó a los malhechores, no sin propinarles unas cuantas patadas, mientras repetía una y otra vez: «¡Leñe!».

-Siempre suelta la misma expresión –dijo más tarde el padre Juan, mientras los guardias civiles introducían a los atracadores en la parte trasera del coche patrulla.
-Es uno de mis mayores logros –comentó el padre Bosco-. Antes blasfemaba. Nuestra profesión, a veces tan ingrata, también proporciona satisfacciones.

«Viriato», ya más tranquilo, se había sentado en la puerta del bar, fingiendo que protegía el lugar. Su autoestima se había resentido con el incidente e intentaba restaurarla.

-Buena hostia, padre –dijo Martín, chasqueando la lengua-. Esas son las que me gustan a mí, no las otras.
-¿No le veré nunca en la iglesia? –preguntó el padre Bosco.
-No fastidie. Eso es de mujeres. Además, dígame: ¿de qué sirve rezar el rosario?
-Es relajante y más barato que un gimnasio.
-Yo tampoco voy a gimnasios. Que no, que yo no pongo los pies en su negocio. Eso sí, le agradezco que venga al mío. Si quiere sacar el rosario y rezar un poco, no le diré nada.
-Lo que ha hecho usted, padre, es una imprudencia –dijo Yolanda, la guardia civil bajándose del coche después de comprobar que los detenidos se hallaban bien esposados-. Por favor, no vuelva a hacer nada semejante. Y, por cierto, ¿qué es eso de un cura pegando puñetazos?
-De joven, boxeé. Podría haber sido un buen peso pesado.
-Desde luego, no le falta envergadura para ello, pero le ruego que no vuelva a hacer tonterías.

El padre Juan escuchaba con las manos cruzadas y la mirada desviada, como un adolescente que intenta pasar desapercibido para que no le recriminen algo:

-Y usted tampoco –dijo Yolanda, mientras se apartaba un mechón rubio de la frente.
Cuando se quedaron solos, el padre Bosco se dirigió al joven sacerdote con una sonrisa:
-Buen silletazo. Sin su ayuda, quizás estaría tieso.
-Estaba muerto de miedo. No sé cómo me atreví.
-¿Ves cómo no eres un cobarde? Se puede decir que hemos protagonizado una del Oeste: el feo, el malo y… dos curas buenos.
-Con ese título, no iría nadie al cine.
-Ya nadie va al cine. Las plataformas digitales han acabado con él. Las salas tienen menos clientes que las iglesias. Y hablando de cine, aún podemos ver el western de esta tarde.
-¿Le quedan ganas?
-Claro.
-¿Qué pasan?
-Winchester ‘73.
-No la conozco.
-Le gustará. Es una adaptación de la historia de Caín y Abel. Ya sabe que la Biblia contiene las mejores historias. Aunque la Ilíada y la Odisea se fundieran, no podrían hacerle sombra.

Los dos curas se sentaron en la mesa y pidieron el postre.

-¡Leñe!–exclamo Martín-. Con este jaleo, se me había olvidado llevarles el postre.
-No se preocupe –dijo el padre Bosco-, pero si no le importa, suba un poco la tele. Queremos ver la película.
-Menos mal que en esto tienen buen gusto.
-No es buen gusto, Martín. Es que usted y yo somos viejos y crecimos viendo películas del Oeste.
-¡Qué buenos tiempos, leñe!
Mientras aparecían los títulos de crédito, el padre Bosco bajó la voz y se dirigió al padre Juan:
-No se preocupe por la fe –dijo-. Se nos juzgará por el amor, no por nuestras creencias. Y si no se siente cómodo como cura, cuelgue los hábitos y cásese. No se puede servir a Dios con tristeza en el alma. Es anticristiano. Ah, ya empieza. Atención a Jimmy Stewart. Borda el papel.

«Viriato» cruzó lentamente el bar, se sentó delante del televisor e inclinó la cabeza, observando las imágenes. Después de un par de minutos, se rascó el cuello con una de las patas traseras, bostezó, se hizo un ovillo y comenzó a roncar.

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John Wayne
John Wayne

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