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Un país, dos sistemas (II)

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¿Podrá China acomodar en su sistema político autoritario a la sociedad abierta que prefieren los habitantes de Hong Kong? A menos que el neomandarinato que controla el país dé –o  se vea obligado a dar– un imprevisible golpe de timón, una respuesta positiva parece poco probable. Pero, a su vez, una actitud de dureza puede tener consecuencias poco gratas para Pekín. Lo que suceda en Hong Kong va a marcar con seguridad el futuro de la China continental.

Hong Kong es un territorio que ocupa 1.104 kilómetros cuadrados en el estuario del río de las Perlas y que fue cedido en perpetuidad a Gran Bretaña como una colonia tras la primera Guerra del Opio (1839-1842). A la isla de Hong Kong le siguieron como partes integrantes de la colonia la península de Kowloon en 1860 y, luego, los llamados Nuevos Territorios en 1898. La concesión de los Nuevos Territorios tenía una duración de cien años. Tras una relativamente breve ocupación japonesa entre 1941 y 1945, Hong Kong volvió a la Corona británica. Con motivo del final de los cien años de dominio sobre los Nuevos Territorios, el gobierno inglés comenzó a discutir el futuro de la colonia con el chino. En 1984 ambos aprobaron una Declaración Conjunta que preveía la transmisión de soberanía a China en 1997 y fue en este año cuando Hong Kong se convirtió en una región administrativa especial de la República Popular. La declaración de 1984 establecía que la futura excolonia gozaría de una «amplia autonomía» durante los cincuenta años siguientes a su traspaso a China. En 1990, el Congreso Popular de China aprobó la Ley Básica de Hong Kong, que entró en vigor en 1997. Bajo el principio de «un país, dos sistemas», Hong Kong ha gozado de un amplio autogobierno que sólo excluye su defensa y sus relaciones exteriores.

Durante la dominación colonial, Hong Kong se convirtió también en un importante centro comercial y financiero. Hoy sigue en preeminencia sólo a Nueva York y Londres. Se estima que, en 2014, su PIB (nominal) estará en torno a los trescientos tres millardos de dólares, con una renta per cápita de 41,421 dólares; en paridad del poder adquisitivo, el PIB será de cuatrocientos cinco millardos de dólares estadounidenses, con 55.383 dólares per cápita, uno de los niveles más altos del mundo. Bajo la dominación británica, la colonia no sólo fue enriqueciéndose: su población gozó de amplios derechos civiles, de una administración eficaz y de un sistema judicial independiente basado en la common law. Hoy es una de las ciudades más prósperas del mundo; tiene una de las más altas esperanzas de vida (82 años para los hombres y 85,6 para las mujeres, según la Organización Mundial de la Salud); y cuenta con excelentes servicios públicos en transportes, sanidad y educación.

Su población estimada en 2013 era de 7,2 millones. Cuando Gran Bretaña ocupó Hong Kong en 1841, contaba con 7.450 habitantes, que fueron creciendo a medida que la colonia se desarrollaba y servía de refugio para chinos que huían de las guerras civiles en su país, por ejemplo, durante la rebelión Tai Ping (1850-1864) y entre 1945 y 1949, mientras duró el enfrentamiento entre los comunistas y los nacionalistas del Kuomintang. Muchas de las empresas capitalistas de Shanghái y de Cantón se refugiaron en Hong Kong durante esos años. También acabaron allí muchos seguidores de Chiang Kai-shek que prefirieron esa ciudad a Taiwán. En esa medida, puede decirse que una mayoría de la población local no miraba precisamente con simpatía al régimen comunista que la rodeaba, y sigue sin hacerlo. 

La Ley Básica de 1990 estipulaba que Hong Kong podría conservar su sistema capitalista y sus libertades civiles. También establecía algo similar a un régimen parlamentario, con un consejo de gobierno o Ejecutivo que controla la burocracia civil, un consejo legislativo y un poder judicial independiente. La Ley Básica prometía que la elección de los miembros del consejo legislativo se haría en un futuro no especificado por sufragio universal. Pero, y éste es un asunto clave en los crecientes roces con Pekín, Hong Kong está sometido a la soberanía china y, en última instancia, la interpretación y actualización de su Ley Básica corresponde al Gobierno central.

El Gobierno chino ha prometido que la elección por sufragio universal del consejo legislativo se producirá en 2017. Pero, aunque eso llegue a producirse, no es voluntad de Pekín que sea una elección verdaderamente libre. De hecho, los electores sólo podrán votar a candidatos que hayan sido seleccionados previamente por un comité de nombramiento controlado por partidarios y testaferros de Pekín. Es decir, con una expresión de Martin Lee, uno de los grandes defensores de la democracia local, los votantes de Hong Kong sólo podrán elegir entre un currito A y un currito B.

Este es el trasfondo, no siempre claramente explicitado por los medios de comunicación, de los movimientos de protesta que se han producido en Hong Kong durante las últimas semanas. Uno de ellos fue la manifestación del 1 de julio, en la que participaron cientos de miles de personas. Desde 2003, cuando se protestó contra un finalmente nonato recorte de las libertades públicas, no había habido tanta asistencia a ese acontecimiento anual.

Más importante aún puede haber sido el simulacro de referéndum convocado por Occupy Central. El movimiento, cuyo nombre completo en inglés es Occupy Central with Love and Peace (Ocupación de Central con Amor y Paz, donde Central se refiere al nombre del distrito financiero más importante de Hong Kong), tiene poco en común, aparte del nombre, con Occupy Wall Street y con los diversos indignados europeos. Es un grupo pacífico y no violento para la defensa del sufragio universal, activo y pasivo, en las próximas elecciones.

Occupy Central convocó con ese fin a los residentes de la ciudad a participar en una votación no oficial (es decir, tan solo una expresión de deseos) que se desarrolló durante diez días (20 a 29 de junio pasado). La propuesta despertó la ira mal contenida de Pekín. A principios de junio, el Gobierno chino publicó una declaración en la que explicaba cómo debía interpretarse la máxima de «un país, dos sistemas» y, en resumidas cuentas, Pekín no renunciaba a la designación de los candidatos a las elecciones, como no renuncian tampoco a hacerlo los mullahs iraníes. «Hong Kong no es un Estado y los “dos sistemas” sólo tienen sentido cuando se garantiza “un único país”. Habrá que desarrollar esfuerzos a largo plazo para conseguir que la sociedad de Hong Kong entienda cabalmente esta visión y la acepte», sentenciaba Global Times. El gobierno chino añadía también que esperaba que la judicatura de la ciudad se mostrase «patriótica», lo que fue rápidamente interpretado como una amenaza para su independencia y motivó una rara protesta del colegio de abogados de Hong Kong condenando la «errónea idea» de que los jueces tuviesen que cantar a coro con el Gobierno.

Al final, a pesar de la intimidación gubernamental, de sospechosas maniobras electrónicas atribuidas a los partidarios de Pekín y de una vergonzosa intervención de las filiales locales de cuatro grandes firmas internacionales de auditoría (PricewaterhouseCoopers, Deloitte, KPMG y Ernst & Young) para anunciar que las acciones de Occupy Central podrían dañar a los servicios financieros de Hong Kong, casi ochocientas mil personas, es decir, la cuarta parte de los votantes registrados en la ciudad, participaron en la votación y se declararon a favor de unas elecciones verdaderamente democráticas.

Como tantas veces, la actitud pública de Pekín para con aquellos a quienes considera sus súbditos rebosaba prepotencia, pero los representantes de Occupy Central han señalado su disposición a no dejarse intimidar. Benny Tai, uno de sus dirigentes, apuntaba que, si el puño de hierro chino caía sobre Hong Kong, no sólo dejaría en evidencia su abandono del compromiso contraído por Deng en 1984 de «un país, dos sistemas», sino que acarrearía serios perjuicios para los intereses económicos y políticos chinos. La Perla del Oriente «dejará de ser un lugar atractivo para hacer negocios» (The Wall Street Journal). El adagio de Deng, por otra parte, iba más allá de Hong Kong. Era también una fórmula para encandilar a Taiwán con una eventual vuelta pacífica a la patria común, llamada sin lugar a dudas a agostarse si el Gobierno chino no puede acomodar a Hong Kong.

Pero, al otro lado del espejo, ¿cómo explicar al resto de los mil trescientos millones de chinos que ellos no merecen ser tratados de la misma manera si Hong Kong logra mantener sus libertades? A finales de agosto, el Politburó de los comunistas chinos decidirá su actitud final sobre el modo de celebrar las elecciones de 2017 en Hong Kong.

Conviene marcar esa fecha en el calendario. 

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