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Un genio clandestino

Johannes Vermeer de Delft

VALERIANO BOZAL URZAY

Tf. Editores, Madrid, 312 págs.

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Constituye hasta cierto punto una sorpresa leer esta breve monografía de Bozal sobre el gran pintor barroco de Delft. En efecto, el autor ha centrado habitualmente sus reflexiones sobre el arte contemporáneo, pero incluso cuando ha estudiado artistas o movimientos del pasado ––Goya, la Ilustración, etc.– lo ha hecho desde un ángulo que le permitía insertarlos en un debate ideológico plenamente contemporáneo. La enigmática obra de Vermeer, sin embargo, parece irreductible a cualquier intento de instrumentalización dialéctica, a menos que pretendamos reducirla a mera ilustración de un discurso autónomo. Con evidente sensatez, Bozal ha optado por una aproximación más tradicional, o más convencional, si se quiere, pero que nos permite escuchar al artista y a sus obras, antes que las opiniones del crítico.

El Vermeer que ahora reseñamos inaugura al parecer una nueva colección que, por lo que podemos deducir, pues no se anuncian nuevos títulos, busca acercar el ensayo de calidad al más amplio público posible; de tal orientación se derivan, por ejemplo, el formato de bolsillo (al que se enfrentan animosamente las ilustraciones) o la carencia de notas al texto. En compensación, el libro nos ofrece una bibliografía breve pero sustanciosa y puesta al día. Esto resulta muy de agradecer pues, desde las dos últimas grandes exposiciones monográficas sobre el artista –La Haya, 1996, y Nueva York Londres, 2001–, y después de la exposición organizada en el propio Delft (1996) sobre los artistas contemporáneos de Vermeer, nuestra percepción del pintor ha sufrido cambios de importancia. Por otro lado, hay que decir que los catálogos de dichas exposiciones recogen las aportaciones más significativas de la reciente investigación: Blankert, Montias, Wheelock, etc.

Hoy disponemos de algunos datos básicamente fiables sobre Vermeer: se sabe que pintó muy poco –no más de unos sesenta cuadros, incluyendo los conservados, los conocidos documentalmente y los que pudieron perderse– y que sus obras nunca alcanzaron precios muy altos, aunque sorprendentemente la evidencia parece sugerir que Vermeer contó con un cliente excepcionalmente fiel –Van Ruijven– quien llegó a poseer una veintena de sus cuadros (incluidos muchos de los que hoy conocemos).

Por otro lado, una minuciosa investigación llevada a cabo entre la multitud de maestros de Delft contemporáneos de Vermeer ha permitido constatar que la mayoría de los temas y rasgos que hoy consideraríamos más «típicamente vermeerianos» fueron también usados por aquéllos, sin que se pueda precisar quién fue su creador; en el caso de Ter Borch, Van Mieris y De Hooch, la coincidencia con Vermeer es tan alta que debió de existir una relación directa entre ellos, aunque resulte difícil establecer su naturaleza.

La moderna investigación, sin embargo, como recoge Bozal, no ha conseguido penetrar en algunos de los más intrigantes aspectos de la obra de Vermeer; por ejemplo, su relación con el arte italiano. Un artista que ha llegado a encarnar la esencia de la domesticidad holandesa, de esas escenas sin «historia» aparente, empezó, sin embargo, su actividad pintando obras de temática religiosa o mitológica y de filiación claramente italiana (las tres primeras que conocemos), y todavía en 1672, tres años antes de su muerte, sería llamado a La Haya como experto en pintura italiana. Este pronunciado contraste entre unas obras italianizantes de juventud, que posibilitaron las audaces falsificaciones de Van Meegeren, y las escenas de género de madurez, sigue en realidad sin ser explicado. Como sigue sorprendiéndonos la elaboradísima construcción de sus composiciones, capaces de combinar de un modo inusual los efectos ópticos de la cámara oscura con las técnicas lineales de la perspectiva albertiana. Por último, y ciñéndonos sólo a las grandes cuestiones: permanece la incógnita de la iconología vermeeriana. En efecto, en los últimos años se han prodigado los estudios que ponen en relación la pintura de género holandesa con la rica tradición local de literatura paremiológica (Schama): la reiteración de algunos temas característicos de los libros de emblemas holandeses por parte de Vermeer ––la música, la llegada o la escritura de cartas–, o la inclusión de «cuadros dentro del cuadro», en algunos casos perfectamente reconocibles, parecería abrir un camino sugerente. Sin embargo, los resultados no parecen haber respondido a las expectativas excepto a un nivel muy general. Incluso en el único caso en que se ha podido identificar claramente una referencia iconográfica concreta (Alegoría de la Fe, Nueva York, Metropolitan), nada ha aportado a nuestra comprensión del fenómeno Vermeer.

Pero, en realidad, lo que la crítica y la investigación modernas parecen haber orillado de manera más o menos explícita es esa misteriosa cualidad que hace que Vermeer destaque entre sus contemporáneos de Delft, aunque pinten todos los mismos temas; en definitiva, esa cualidad que hace que, pintando casi la misma escena, por ejemplo, de interior, la versión de De Hooch sea una ilustración amable pero trivial y la de Vermeer aparezca cargada de misterio. Bozal tampoco se enfrenta directamente a esta cuestión crucial –que en cierta medida sobrepasa el ámbito propio del historiador–, aunque sí ofrece algunas aproximaciones, sobre todo de carácter técnico; así, por ejemplo, su tratamiento de la luz, claro y preciso, que ilumina con nitidez objetos y personas, y que es relacionable con la pintura holandesa de interiores de iglesias. Más importancia, sin embargo, parece tener la fijación del punto de vista en el lienzo: al contrario que De Hooch y otros, que en sus cuadros sitúan al espectador virtual a una distancia considerable, de modo que la figura pintada puede «ignorarlo», convirtiéndolo así en una especie de peeping Tom, Vermeer acerca al espectador virtual a la figura pintada de modo que, en teoría al menos, no podría desconocer su presencia. Y es este elemento inquietante, esa situación de equilibrio fugaz, lo que seguramente otorga a las obras vermeerianas su densidad psicológica. En ocasiones, por otro lado, Vermeer rompe el equilibrio, y la inmediatez de la relación emocional que se establece entre figura y espectador al «descubrirse» mutuamente es de tal intensidad como seguramente no se ha visto jamás en otro pintor: cualquiera que haya contemplado la Muchacha con el sombrero rojo (Washington, National Gallery) habrá experimentado esa perturbadora proximidad, que resulta casi embarazosa para el espectador.

Lo que distingue a Vermeer de sus contemporáneos seguramente tiene algo que ver con todo cuanto decimos. En definitiva, se trata del contraste entre sus temas, unos temas aparentemente triviales, anecdóticos y la extraordinaria deliberación con que están realizados. Nada hay en Vermeer de la socarrona complicidad de sus contemporáneos, dados a ilustrar refranes y dichos populares; por el contrario, de sus figuras se desprende una solemnidad que alcanza tintes propios de un Piero. Es seguramente este contraste el que nos fascina, el de la desproporción entre los temas y los medios técnicos empleados; en los pinceles de Vermeer, la vulgar escena de una criada vertiendo leche en un jarro adquiere una trascendencia litúrgica; una callejuela de Delft con unos niños jugando, un tinte metafísico.

Vermeer nunca pudo ser un pintor popular en su tiempo; ha sido preciso el paso de las vanguardias –impresionismo, surrealismo, abstracción– para que podamos apreciar hoy determinados aspectos de su obra. Pero debió tener siempre algún selecto admirador, como el ya mencionado Van Ruijven. Más significativo, sin embargo, es el caso del diplomático Baltasar de Monconys, quien en 1663 viajó hasta Delft en busca de una obra suya después de haberle sido recomendado nada menos que por Constantijn Huygens, el más destacado científico e intelectual, además de aficionado a la pintura, de la Holanda contemporánea. Tras su muerte, sin embargo, su nombre fue desvaneciéndose, sin duda por lo exiguo de su obra; la investigación más reciente ha exhumado las escasas menciones del nombre Vermeer en los catálogos de subastas de arte del siglo XVIII, confundido, a veces, además, con otro pintor del mismo nombre. Con raras excepciones como la Lechera (Amsterdam, Rijksmuseum), que cambió varias veces de manos, la mayor parte de lo que hoy consideramos el corpus vermeeriano son descubrimientos relativamente recientes.

Como El Greco, Vermeer también protagonizó una «resurrección», con una fecha y un protagonista precisos: 1842 y Thoré-Burger, nombre compuesto del de Étienne-Joseph Théophile Thoré, crítico y político francés, y su nom de plume William Bürger. La fascinación experimentada por Thoré cuando contempló la Vista de Delft (La Haya, Mauritshuis) fue de tal calibre que a partir de ese momento dedicó sus mayores esfuerzos al enigmático pintor del que nada prácticamente se sabía. A Thoré se debieron los primeros estudios y el primer catálogo de la obra vermeeriana, que, aunque con clamorosos errores, fueron el cimiento de la investigación posterior. Pero, más importante quizás, con Thoré y su descubrimiento de Vermeer se inició una metamorfosis en la sensibilidad moderna, cuyas consecuencias y cuyos ecos encontramos de Proust a Dalí.

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Ficha técnica

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