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Última tarde con Tintín

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Cuando Álvaro Delgado-Gal me llamó por teléfono y me dijo que había localizado a Tintín en una residencia de la tercera edad ubicada en un popular barrio de Bruselas, no me sorprendí, pues siempre ha poseído una asombrosa habilidad para abrir las puertas más insospechadas. Aún recuerdo sus dilatadas conversaciones con Ratzinger. Poco después de ser elegido papa, le invitó a Roma y platicaron de temas que solo ellos conocen, pues sus encuentros nunca salieron a la luz. Yo me preguntaba de qué podrían hablar un escéptico y un tímido teólogo que había llegado a la cúspide de la iglesia católica. ¿Quizás de lógica y mecánica cuántica? ¿O tal vez de arte? Hijo del pintor Delgado Ramos, Álvaro quizás abordó el conflicto entre la idea y su ejecución material, rozando planteamientos neoplatónicos. O quizás reflexionó sobre el expresionismo como técnica pictórica para captar y reproducir el paisaje de Castilla. Puede que solo hablaran de trivialidades. Los hombres que ejercen tareas intelectuales muchas veces se complacen con lo sencillo y pueril.

La llamada telefónica de Álvaro se produjo —si mi memoria no me engaña— en 2007. Hacia febrero. Lo recuerdo porque ese invierno fue particularmente frío. Álvaro me relató su descubrimiento con ese discreto entusiasmo que acompaña a los caracteres templados, prohibiéndoles expresar sus emociones de forma ruidosa y vehemente. Eché cuentas y calculé que Tintín debía rondar los noventa y cuatro años. Su primera aparición pública tuvo lugar en 1929, cuando tenía dieciséis. Me pregunté si conservaría su lucidez y si aún era posible hablar con él, interrogándole sobre su pasado. Álvaro me dijo que había comprado un billete de avión para mí y que podía facilitarme el dinero necesario para pasar una noche en un hotel de tres estrellas. Me pidió que le hiciera una entrevista para publicarla en Revista de Libros.

—Será una gran exclusiva. Es una excelente oportunidad para contrastar la realidad con los relatos de Hergé. Siempre pensé que el dibujante nos ocultó muchas cosas por un absurdo sentido del pudor. Como Howard Hughes, Tintín desapareció y se ha especulado mucho sobre su paradero. Ahora podremos desvelar el misterio y averiguar cosas que han permanecido en la sombra, como quién eran sus padres, si se enamoró alguna vez o por qué dejó de ejercer como periodista, embarcándose en aventuras por cuenta propia.

—¿Cómo lo reconoceré? Las canas habrán borrado el rojo de sus cabellos y, probablemente, sus rasgos se habrán deformado. Se le perdió la pista en 1976. Han pasado más de treinta años.

—Sin duda es complicado. En la residencia, no figura su nombre. Cuando ingresó lo hizo con una identidad falsa. Tendrás que arriesgarte. Finge que buscas a un familiar lejano. Sois de la misma estatura y os dais un aire. Creerán que existe un parentesco entre vosotros.

Partí hacia Bruselas una mañana lluviosa. El tiempo parecía anticipar lo que me encontraría en la capital belga: cielos de color ceniza, lluvia insistente, parques impregnados de melancolía. «Aquí siempre es invierno», pensé, subiéndome las solapas del abrigo, mientras bajaba del avión. Después de dejar la maleta en el hotel, salí a la calle con un paraguas y un callejero. Sobre el mapa, la residencia estaba cerca, pero la realidad y su representación, lejos de coincidir, suelen discrepar enérgicamente. Mientras caminaba bajo la lluvia, pensé en el mapa de Borges, cuya extensión coincidía meticulosamente con el reino que reproducía. ¿Dónde se alojó ese mapa? No en un libro, pero tampoco en una biblioteca. La ficción a veces usurpa y rebasa el lugar de la realidad, cuestionando nuestra percepción del mundo. Tintín es tan real como Howard Hughes, pero circulaba la absurda teoría de que solo era un personaje imaginario. Se dijo lo mismo de Homero y del rabino de Nazaret. Cabe preguntarse qué es lo real: ¿una experiencia intersubjetiva?, ¿un hecho verificado empíricamente? ¿Acaso la ficción no es un hecho más, un acontecimiento que modifica la realidad? ¿Sería posible entender el siglo XX sin Tintín? Creo que no. De hecho, el periodista del mechón pelirrojo me parece mucho más real que infinidad de personas, cuyas vidas no han dejado ninguna huella en la posteridad.

En la residencia se mostraron muy amables. Me identifiqué como Louis Narbonne, explicando que buscaba a un pariente.

—Me temo que aquí no hay nadie con ese apellido —objetó la recepcionista.

Fingí una enorme contrariedad y pregunté si podía tomar algo en la cafetería.

—Sin ningún problema —contestó.

La cafetería era grande y luminosa. Solo había un puñado de ancianos jugando a las cartas. Todos parecían autónomos y sanos. Decidí hablar con ellos, preguntando por Tintín.

—¿Está de broma? —preguntó un viejo con un bigote blanco de coronel retirado.

Sus acompañantes me miraron con una mezcla de perplejidad y sorna.

—Tintín es un personaje de tebeo, joven —añadió mi interlocutor—. ¿Habla usted en serio?

—No, claro —respondí, intentando que mis pesquisas no montaran revuelo. No quería llamar la atención y que alguien me invitara a marcharme.

Paseé por los pasillos con discreción, mezclándome con los ancianos y sus familias. Algunos de los residentes se encontraban en silla de ruedas; otros, parecían ausentes, con la mirada perdida y la boca entreabierta, como si su mente se hallara muy lejos de allí.

Me senté en un sofá rojo y escruté el hueco de la escalera. Había tres plantas. La última parecía fortificada, pues una verja interrumpía la escalera, cerrando el paso.

—Quiere saber que hay ahí, ¿verdad? —preguntó un viejecito muy menudo que se sentó a mi lado.

—Me extrañan tantas medidas de seguridad.

—Es la zona de desguace o si lo prefiere, el cementerio de elefantes. Ahí están los más graves, los que no pueden hacer nada sin ayuda. La mayoría ya no se entera de lo que sucede. Hace unos años una señora saltó por el hueco de la escalera. Por eso está la verja.

Pensé que Tintín tal vez se encontraría allí, babeando lastimosamente. ¿Había fracasado? No me pareció improbable. ¿Qué diría Álvaro? Sabía que se sentiría muy desilusionado.

—¿Ha venido a visitar a algún familiar? —preguntó el viejecito.

—No. A un mito, pero creo que acabo de darme de bruces contra la realidad.

—Este no es un mal lugar. El trato es bueno y la comida aceptable. Solo echo de menos tener un perro a mis pies. Durante muchos años, me acompañó un fox terrier blanco. Era muy inteligente, pero a veces cometía alguna travesura.

—¿Cómo se llamaba su perro?

—Milú.

Giré la cabeza y observé al anciano. Tenía un mechón blanco y unos rasgos borrosos. Su rostro parecía una de esas caricaturas que hacen los niños: dos puntitos para representar los ojos, un círculo en el lugar de la boca, una nariz minúscula.

—¿Cómo se llama usted? —pregunté.

—¿Qué importa eso?

—Se parece a Tintín, el personaje de Hergé.

—¿Personaje? ¿Ha perdido su fe?

Le miré fijamente a la cara, incitándole con la mirada a decir algo más.

—Usted busca un mito, pero quizás le decepcione. Yo solo soy un periodista jubilado.

—¿Es usted…?

—Por su acento noto que no es francés ni belga. ¿Quizás español? Nunca puse los pies en España, pero una vez vi Santa Cruz de Tenerife desde la cubierta del barco que me llevaba a América. También sobrevolé el país, pero me extravié por culpa de una tormenta y me estrellé en el Sáhara.

Me levanté para observarle. No llevaba pantalones de golf, sino unos vaqueros y unas zapatillas de deporte.

—¿Le llaman la atención mis zapatillas? A mi edad son lo más cómodo.

—¿Cuántos años tiene?

—Muchos. Nací en 1914. No se creerá dónde.

—Le aseguro que le creeré.

—Mi padre era aviador comercial. De niño siempre estaba de un lado para otro. Con diez años yo ya conocía todos los instrumentos de vuelo: el anemómetro, el altímetro, el variómetro, el coordinador de giro y viraje, el horizonte artificial, la disposición en T. Más adelante, me vino muy bien saber estas cosas. Me salvó de muchos apuros.

—Veo que tiene usted buena memoria. Aún no me ha dicho dónde nació.

—En una pequeña aldea del Congo. Mis padres vivían en la colonia. Mi madre era profesora de literatura en un colegio para hijos de familias belgas. Cuando estaba a punto de dar a luz, mi padre la subió al coche para que la atendieran en un hospital, pero el vehículo se averió por el camino. Unos nativos se toparon con ellos y los llevaron a su poblado. Entre varias mujeres y un hechicero, lograron que yo naciera sin problemas. ¿No le parece una bonita historia?

—Sin duda.

—¿Caminamos un poco?

—¿Por qué no?

El anciano se movía con una agilidad inverosímil para su edad.

—Está usted en buena forma.

—Hago gimnasia desde joven y también algo de yoga. No he fumado ni bebido. Me he emborrachado alguna vez, pero fue por circunstancias excepcionales. En una ocasión, me esperaba un piquete de fusilamiento y pensé que el alcohol podría ayudarme.

—¿Dónde fue lo del piquete?

—En la República de San Theodoros, en la época de la Guerra del Gran Chapo. América Latina siempre está enredada en conflictos: golpes de estado, gobiernos corruptos, guerras absurdas.

—Me ha dicho que su padre era aviador. Sería uno de los pioneros.

—Así es. Fue correo postal. Durante un viaje, se mató. Se estrelló contra uno de los picos del Mont Blanc. La fatalidad quiso que mi madre viajara ese día con él. Me quedé huérfano a los doce años.

—¡Cuánto lo siento! ¿No tuvo hermanos?

—No. Era hijo único.

—¿Qué hizo entonces?

—Se hicieron cargo de mí unos misioneros. Fueron muy buenos conmigo. Mi madre me había inculcado el amor a los libros de aventuras: Verne, Salgari, Karl May, Zane Grey, Stevenson. Un sacerdote llamado Pierre Doubois me tomó mucho cariño. Fomentó mi afición a la lectura y me inculcó los principios de la moral scout. Cuando le trasladaron a Bruselas, me llevó con él. Allí me presentó al padre Norbert Wallez. Wallez también fue muy bueno conmigo. Me regaló un fox terrier, al que llamé Milú, y me dio trabajo como reportero de Le Petit Vingtième.

—Wallez acabó en la cárcel, ¿no?

—Durante la ocupación de Bélgica colaboró con los alemanes. No apruebo su conducta, pero le debía mucho y le ayudé cuando le dejaron en libertad. Hay que ser leal con los amigos. Nunca me he apartado de la moral scout. Puede parecer ingenuo, pero a mí me ha servido para pasar por la vida con dignidad.

El anciano y yo nos detuvimos en el vestíbulo, cansados de recorrer una y otra vez los pasillos. El interior de una residencia nunca es grato: ancianos en sillas de ruedas, expresiones que reflejan el avance de la demencia, olor a desinfectante, plantas artificiales, dibujos infantiles que solo acentúan la sensación de decadencia.

—Tengo un salacot en mi cuarto. ¿Quiere que se lo enseñe? —preguntó el viejecito, con ojos divertidos.

Su habitación era individual y estaba llena de recuerdos. Fotografías de los cinco continentes, un barco en una botella, una condecoración de Caballero de la Orden del Pelícano de Oro, una insólita imagen de la Luna, un amuleto inca, un vinilo del Fausto de Gounod, con la soprano Bianca Castafiore en el papel de Margarita. De la pared colgaba un salacot en buen estado de conservación.

El anciano se lo caló y sonrió con una expresión infantil.

—¡Cuántos recuerdos tiene usted! —exclamé—. Se nota que su vida ha sido muy interesante.

—Una aventura tras otra.

—Parece que siente nostalgia.

—Ya estoy mayor para aventuras, pero echo de menos a los viejos amigos.

—¿Qué le sucedió a Milú? Imagino que murió de viejo.

—Una insuficiencia renal acabó con él poco antes de cumplir los diecisiete años. Se ve que la longevidad está de nuestro lado. Yo espero llegar a los cien. Milú está enterrado en un cementerio de animales de compañía, con su fotografía y el famoso poema que Byron dedicó a su perro grabado en la lápida.

—¿Y el resto de la familia?

—Imagino que se refiere a la familia de Moulinsart. Mi entrañable amigo Archibaldo Haddock se casó con la Castafiore. Al final se resignó a escuchar una y otra vez el «Aria de las joyas». No quiso pasar solo sus últimos años. Me ofrecieron continuar viviendo en el castillo, pero yo no iba a cometer esa falta de delicadeza. Un matrimonio necesita intimidad. El bueno de Silvestre Tornasol fue el primero en diseñar redes de comunicación digital, pero un científico rival se apoderó de sus investigaciones y las vendió al Departamento de Defensa de Estados Unidos. Profundamente abatido, se marchó a vivir a una cabaña en Noruega, con la intención de profundizar en la lectura de Wittgenstein. Solo volvió a Bélgica para asistir al funeral del capitán Haddock.

—¿De qué murió?

—Del hígado. Demasiado Loch Lomond.

—¿Y qué sucedió con Moulinsart?

—Ahora es un museo. Castafiore lo mantuvo abierto hasta que falleció Néstor. Después, creó una fundación para que se ocupara de administrar el legado de Moulinsart.

—¿Y qué sucedió con la Castafiore?

—Su avión privado se estrelló en un lugar indeterminado del Mediterráneo. No es un mal destino. Quizás se haya encontrado con Saint-Exupéry. Hernández y Fernández no tuvieron tanta suerte. Ya sabe que llegaron a ser los directores de la policía belga. Nadie dudó jamás de su integridad, pero haciendo pesquisas eran un desastre. Se electrocutaron arreglando una máquina de café en su despacho. Se empeñaron en cambiar un enchufe, pese a que había un servicio de mantenimiento. No sé qué hicieron, pero la corriente los fulminó. El gobierno les honró con un funeral de Estado.

—Perdone que sea indiscreto. ¿Usted nunca se enamoró? ¿Jamás tuvo una novia?

—Sí, pero duró poco y no me gustó que otra persona se inmiscuyera en mi vida. Averigüé enseguida que no estaba dispuesto a renunciar a mi libertad. Sé que algunos me han acusado de misógino e incluso de gay reprimido. ¡Que digan lo que quieran! Los que se aburren necesita inventar chismes para entretenerse.

—¿Por qué dejó de escribir crónicas periodísticas? La última vez que se le vio con un bloc fue en 1937, cuando robaron del Museo Etnográfico un fetiche arumbaya.

—No sirvo para trabajar de asalariado. Soy un poco anarquista. Me gusta ir a mi aire, sin rendir cuentas a nadie. 

Bajamos al vestíbulo, cogidos del brazo, como dos viejos amigos. Animado por el encuentro, le dije:

—Me has acompañado desde los seis años.

—No caiga en la trampa del tuteo. Haddock y yo nunca lo hicimos. Es un gesto poco civilizado.

Intenté pedirle disculpas, pero me interrumpió:

—No se excuse. Es un signo de debilidad.

Nos despedimos en la puerta de la residencia.

—Adiós, Tintín —le dije, estrechándole la mano con calidez.

—No le he dicho mi nombre —objetó.

—Después de todo lo que me ha contado, no puede ser otra persona.

—No se fíe de las apariencias. Nada es lo que parece.

Parpadeé desconcertado.

Sin hacer caso de mi estupor, el viejecito sacó una carta y me la entregó:

—¿Podría hacerme un favor? Escribí hace tiempo a un amigo, pero no me contestó. He decidido volver a intentarlo. Por favor, eche la carta a un buzón. Me dijeron que mi amigo había muerto, pero me resisto a creerlo. Si vive, tendrá cerca de cien años. Siempre fue muy optimista. Dijo que no estaba dispuesto a perderse el siglo XXI. Quizás lo ha conseguido.

Me alejé de la residencia con sensación de irrealidad. Solo Tintín podía saber las cosas que me había contado, pero no me atrevía a descartar la posibilidad de haber vivido una simple ensoñación.

Subí al avión esa misma tarde y al día siguiente me acerqué al despacho de Álvaro:

—¿Era él? —preguntó con expresión de curiosidad.

—No estoy seguro. Todo lo que recuerdo es borroso.

Álvaro me miró con preocupación:

—Solo ha pasado un día. No puede ser borroso.

—Cuando te acercas a un mito, todo se tambalea. Es como mirar al rostro de Dios. Según la Biblia y el Corán, no puedes contemplarlo sin perder la vida.

—¿Qué pasa entonces con la entrevista?

—Deja que pase un tiempo y todo se aclare en mi cabeza.

Hurgué sin saber por qué en el bolsillo de mi americana y descubrí la carta que me había entregado el anciano. La saqué y la puse sobre la mesa, leyendo el nombre del destinatario:

—Tchang Tchong Yen.

Turbado, me levanté y miré por la ventana:

—Era él. Era Tintín.

Álvaro se limitó a limpiar su pipa, satisfecho de que una vez más sus fuentes de información no le hubieran fallado.

Nunca eché la carta al correo. No quise desprenderme de un documento extraordinario. Es la única carta que se conserva con la caligrafía de Tintín. Su letra, redonda, pulcra y serena, parece seguir las directrices de la línea clara, prescindiendo de sombras, tachaduras y manchas. Nunca he visto una caligrafía tan limpia, fiel reflejo de la personalidad de su autor. Podría mentir y decir que no leí la carta, pero lo cierto es que lo hice. Era una breve misiva que hablaba de las aventuras en Shanghái y el Tíbet, fantaseando con una última cita entre los dos amigos.

Pude volver a la residencia y hablar otra vez con Tintín, pero no quise arriesgarme a que la insidiosa realidad arrojara una sombra de duda sobre mis recuerdos, cada vez más nítidos tras la confusión inicial. Este es el relato de mi encuentro con el famoso periodista durante un lejano febrero de 2007. Desde entonces han pasado trece años. ¿Seguirá vivo Tintín? Sin ninguna duda. Los mitos nunca mueren.

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Ficha técnica

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