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Todos los fascismos el fascismo (y II)

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En la última entrega de este blog nos hacíamos eco de la publicación de un librito que reúne textos escritos por Pier Paolo Pasolini en torno al fascismo entre 1962 y 1974; con la singularidad de que el cineasta italiano no se refería en ellos al fascismo tal como se manifestó históricamente en las décadas de los años 20 y 30, sino a lo que él designaba como el fascismo contemporáneo realmente existente: la sociedad capitalista de consumo. Aquella que, a su juicio, acaba con las diferencias culturales entre los miembros de las distintas clases sociales y une a todos los seres humanos en el cultivo del egoísmo individualista; la vieja rabia de los camisas negras tenía, a ojos de Pasolini, más nobleza que la banal compra de una lavadora. Esta descripción de la sociedad burguesa como depositaria del fascismo bajo nuevas formas estaba anticipada en Antonio Gramsci y había sido cultivada ya por algunos miembros de la Escuela de Frankfurt: bajo el soleado cielo de California, Adorno veía el fin de la cultura en la proliferación del libro de bolsillo. La frecuencia con que durante los últimos años se ha hablado del regreso del fascismo testimonia el éxito de esta interpretación y de sus distintas variables, que naturalmente incluyen la identificación de la extrema derecha —populista o no— con un neofascismo capaz de poner en peligro el orden democrático liberal.

Muy parecida es la posición sostenida por el semiólogo Umberto Eco, por cierto, en su bien conocida conferenciahttps://ctxt.es/es/20190116/Politica/23898/Umberto-Eco-documento-CTXT-fascismo-nazismo-extrema-derecha.htm sobre el «fascismo eterno». Aunque Eco reconoce —hay algo melancólico en utilizar el presente de indicativo para hablar de un pensador ya fallecido— que los fascismos del pasado presentan una confusa heterogeneidad, considera posible identificar las características típicas del «Ur-Fascismo»; rasgos que, si bien no alcanzan para construir un sistema, facilitarían la coagulación de una «nebulosa fascista». Nos habla así Eco del culto a la tradición y del rechazo del mundo moderno, de la sobrevaloración de la acción, de la aversión al disenso y la diversidad, del nacionalismo y la xenofobia, del elogio de la guerra y del heroísmo, del populismo antiparlamentario o la neolengua orwelliana; también incluye como rasgo del fascismo eterno el hecho de que busca el apoyo del individuo de clase media frustrado por una crisis económica o la presión de los grupos sociales subalternos. Para Eco, que se expresaba en estos términos en 1995 y por lo tanto cuando Silvio Berlusconi lleva aproximadamente un año en el poder en Italia, el «Ur-Fascismo» sigue presente a nuestro alrededor y puede por ello regresar bajo la más inocente de las apariencias. Se deriva de ahí un mandato cívico: «Nuestro deber es desenmascararlo y apuntar con el índice sobre cada una de sus formas nuevas, cada día, en cada parte del mundo». Vitalidad del antifascismo: obligación de sobrevivir a su enemigo.

Que podamos sacar algo en claro del estiramiento conceptual necesario para mantener al fascismo operativo después de su derrota histórica, sin embargo, dista de estar claro. No cabe duda de que tanto el fascismo como el populismo pueden considerarse «falsos amigos del hombre común», que es como titula el escritor austríaco Robert Misik su librohttps://www.suhrkamp.de/buch/robert-misik-die-falschen-freunde-der-einfachen-leute-t-9783518127414 sobre las políticas de la identidad y la clase trabajadora; un libro que, como es natural, comienza advirtiendo contra la tentación de creer que existe algo parecido a un Volk identificable a su vez con el kleinen Mann cuyos temores y frustraciones constituyen el objeto de deseo de casi todos los partidos democráticos. No hay pueblo, sino población; otra cosa es que se quiera tomar la parte por el todo y se retrate al pueblo a partir de la imagen que se construye de una parte de la población. Y ciertamente no puede obviarse que en el origen del populismo —como ha señaladohttps://www.taylorfrancis.com/chapters/edit/10.4324/9781315226446-25/fascism-populism-federico-finchelstein Federico Finchelstein— se produce una reformulación posfascista de la tradición anti-ilustrada: es el peronismo argentino el que bajo las condiciones de la Guerra Fría da con un modelo que, renunciando a algunos de los elementos dictatoriales del fascismo y apoyándose en la democracia electoral, descree de la modernidad liberal y apuesta por la homogeneidad antes que por la diversidad. Ironías de la historia: andando el tiempo sería la propia izquierda posmarxista la que —de la mano de Ernesto Laclau — vería en el populismo una herramienta para atacar al capitalismo desde el interior de la democracia, renunciando a la identificación clásica del marxismo con la clase social y apostando por el pueblo como depositario de las emociones de pertenencia del sujeto agraviado por las disfunciones del sistema. Los dos viejos enemigos del liberalismo —socialismo y fascismo—se reencuentran así en el populismo.

Pero es que la existencia de continuidades históricas no implica que el fascismo perviva entre nosotros en forma de latencia permanente. ¿Y si vemos los rasgos del fascismo que reaparecen con posterioridad a su derrota histórica aquí y allá de manera fragmentaria no como una demostración de su fortaleza, sino como prueba de la existencia de un conjunto de conceptos y emociones disponibles para todos y susceptibles de encontrar aplicación en contextos y momentos separados entre sí? O sea: el fascismo no es el único que ha defendido la tradición, apostado por la homogeneidad frente al pluralismo, explotado las frustraciones populares, alentado el miedo al progreso científico o tecnológico, rechazado la libertad de costumbres, instilado el odio al extranjero y propiciado liderazgos carismáticos de líderes mesiánicos con propensiones autoritarias. ¡Ya quisiéramos! Por lo demás, cada una de esas cosas puede hacerse de diferentes maneras: si de la tradición hablamos, no es lo mismo cerrar los mercados nacionales que exigir de los cines la proyección de un número mínimo de películas nacionales o fomentar la industria del queso autóctono. Y si bien el nacionalista puede odiar al extranjero con auténtica devoción, no por ello hemos de encuadrarlo automáticamente dentro de la categoría de «fascista». Sería más exacto afirmar que el fascismo sería una articulación particular de esos elementos, marcado por una coyuntura histórica específica; lo mismo podría decirse del socialismo, el populismo, el nacionalismo o el conservadurismo. Ninguno de ellos es idéntico al resto; casi todos ellos tienen, en algún momento al menos, algo en común. Ahora bien, de ninguna manera podemos concluir que el fascismo haya impregnado siempre y en todo caso a los demás.

El reputado historiador italiano Emilio Gentile, uno de los grandes especialistas contemporáneos en el fascismo, parece estar de acuerdo cuando señalahttps://www.alianzaeditorial.es/libro/libros-singulares-ls/quien-es-fascista-emilio-gentile-9788491815907/ que la tesis del «fascismo eterno» defendida por su compatriota Eco se basa en el empleo de unas analogías que conducen inevitablemente, en nombre de la continua adaptación del pasado a los temores del presente, a la falsificación del conocimiento histórico. Introducir la eternidad en la historia humana, atribuyéndosela a un fenómeno histórico —el fascismo— y solamente a uno de ellos —el fascismo— constituye para el severo Gentile una distorsión inaceptable. Si utilizásemos el método de la analogía, identificar como rasgos esenciales del fascismo la defensa de la familia tradicional o la prohibición del aborto nos obligaría a considerar fascistas todos los movimientos tradicionalistas católicos, la Francia de la IV República que prohibía el aborto y miraba con recelo a los inmigrantes, la Gran Bretaña de 1929 que castigaba el aborto con la cadena perpetua o aquella Unión Soviética que ilegalizó el aborto y dificultó el divorcio allá por 1936. Y lo mismo podría decirse de la primacía del Estado soberano, que convertiría en fascistas a los jacobinos; o esa invocación del hombre fuerte que convertiría en fascistas a los norteamericanos que votaron tres veces por Franklind D. Roosevelt o a los franceses que recurrieron con auténtica devoción a los servicios del General de Gaulle. Remata Gentile a puerta vacía:

«Partidos nacionalistas, partidos soberanistas, partidos católicos tradicionalistas en la Europa actual, no pueden ser identificados con un presunto «fascismo eterno» sin que se pierda la posibilidad de un conocimiento realista y racional de la realidad en la que vivimos, sumergiéndonos en una noche en la que todas las vacas son negras».

El historiador italiano se opone así a la premisa de que la historia siempre vuelve bajo formas distintas, repitiéndose sin repetirse, igual que rechaza que adaptemos la definición de fascismo a cada caso para seguir utilizando la palabra —aprovechando sus resonancias— en relación con fenómenos nuevos. En otras palabras: no puede prescindirse del fascismo histórico oficial a la hora de hablar del fascismo, porque acabamos por no saber bien de lo que estamos hablando. Hacer lo contrario termina produciendo un resultado paradójico sobre el que alerta el propio Gentile, a saber, que el fascismo se «desfascistiza». A su juicio, la falta de seriedad de los antifascistas tras la derrota del fascismo conduce necesariamente a este resultado, que tiene en los textos de Pasolini un exponente inmejorable y desemboca en «los actuales ejercicios lúdicos para jugar a desenmascarar quién es fascista hoy, aunque no se declare así».  Desfascistizar el fascismo equivale a banalizarlo y eso es justamente lo que hacen Pasolini e tutti quanti cuando se empeñan en encontrarlo en la sociedad de consumo o en los valores burgueses: como si dejar de reunirse en torno a la chimenea o abusar de un becario fuese lo mismo que privar a los ciudadanos del derecho al voto o encerrar al disidente en una mazmorra.

También el especialista inglés Christopher Thornhill conjuga el pretérito cuando analizahttps://onlinelibrary.wiley.com/doi/10.1002/9781118474396.wbept0348 el fascismo. Thornhill se ciñe a un conjunto más o menos disperso de movimientos políticos florecientes en la Europa de entreguerras que, con el apoyo de una ideología ultranacionalista, utilizaron con más o menos éxito la regla de la mayoría en las democracias parlamentarias y la movilización extraparlamentaria a fin de reemplazar a gobiernos electos e imponer un régimen monopartidista caracterizado por la coerción y a menudo la violencia. Italia y Alemania son los ejemplos más destacados, pero a ellos habría que añadir las formaciones fascistas española, húngara, rumana y aun la British Union of Fascists. Su surgimiento tendría que ver con las consecuencias de la I Guerra Mundial, que van de la erosión de la democracia parlamentaria por medio de las situaciones de excepción a la humillación nacional experimentada por amplias capas de la población tras la contienda, sin olvidarnos de la violencia reinante en las sociedades europeas por efecto de la militarización derivada de la contienda y el extendido deseo de acabar por la fuerza con el decadente régimen parlamentario. Pero a ello aun habría que añadir una crisis económica brutal a la que los partidos fascistas prometían responder con medidas proteccionistas y asistencialistas; sin por ello caer en un socialismo bolchevique al que consideraban su enemigo mortal.

Desde el punto de vista ideológico, el fascismo presenta sin duda una cierta variedad. Ni el falangismo español ni el fascismo italiano, advierte Thornhill, son especialmente racistas en su discurso; el nazismo, por su parte, adopta una postura ferozmente anti-cristiana y el propio Mussolini tendía hacia el secularismo por más que —estamos en Italia— terminase pactando con el Vaticano. Y si el fascismo italiano era fuertemente estatista, el nazismo no contemplaba subordinar el partido a la estructura estatal por ser el órgano inmediatamente encargado de realizar la voluntad nacional. También hubo cambios de tercio: muchos empezaron en el anticapitalismo y terminaron en el capitalismo, al carecer de una política económica definida y por la necesidad de ganarse el apoyo de las clases medias. Pero la ausencia de un modelo ideológico cerrado tampoco es un impedimento a la hora de definir algunas características generales del fascismo histórico, susceptibles de dar forma a un tipo ideal del mismo. Es aquí donde puede hablarse del rechazo de la Ilustración y de la hostilidad hacia el liberalismo y el capitalismo, tal como se refleja en su apoyo a los sindicatos —o el sindicato— y el despliegue de políticas paternalistas orientadas a la protección de las clases populares y el fomento de la cohesión moral de la nación, siempre en el marco de una concepción monista de la sociedad que excluye cualquier separación entre esta última y el Estado. Ni que decir tiene que el fascismo se oponía con fervor al parlamentarismo liberal y defendía la legitimidad carismática del líder como director de la nación, sin por ello dejar de proclamar que lo político refleja la irreductible dimensión antagonista de la sociedad humana: la creencia liberal en la armonía es un espejismo para pusilánimes. De ahí que se exaltara la aventura y se llamara a vivir peligrosamente; no puede sorprendernos que la violencia jugase un papel determinante en su concepción de la política y que esa violencia —el influjo de Sorel es destacado— condujese a su vez al desarrollo de un imperialismo expansionista. Este último concedía a la nación un papel destacado tras el ocaso de los grandes imperios transnacionales: el mito legitimador del imperio perdido juega así un papel destacado en los fascismos alemán, italiano y español.

Tal como se ha señalado más arriba, el fascismo histórico no tiene el monopolio sobre estas ideas: otras ideologías y movimientos políticos pueden hacer uso de ellas, combinándolas de distintas maneras en contextos sociales diferentes. Para que puedan denominarse fascistas será necesario, sin embargo, que las usen y combinen de una manera que se parezca mucho a lo que hemos convenido que fue el fascismo; un fascismo que, por lo demás, nunca fue tímido a la hora de designarse a sí mismo como tal. Lo que fuera el fascismo obedece asimismo a circunstancias irrepetibles, por más que haya patrones históricos que puedan repetirse o parecerse: las crisis, las guerras, el cambio social. Designar como fascismo a la sociedad de consumo, considerar fascista a quien exhiba maneras autoritarias o proclamar una alerta antifascista cuando un partido de extrema derecha obtiene representación parlamentaria es otra cosa; una que nada tiene que ver con un empleo mínimamente riguroso de las categorías históricas o teórico-políticas y apunta más bien hacia la explotación en provecho propio de los atributos simbólicos del término. Y si uno puede así sentirse como un luchador antifascista, miel sobre hojuelas.

Para comprender lo que fue el fascismo histórico, en cualquier caso, hay otros medios. Y estamos de enhorabuena a ese respecto, ya que en los últimos años se han publicadohttps://www.penguinlibros.com/es/literatura-contemporanea/7081-libro-m-el-hijo-del-siglo-9788420437941 en España los primeros dos libros que el napolitano Antonio Scurati —profesor de Literatura Contemporánea y sin embargo novelista— ha dedicado a la vida de Benito Mussolini. Ambas llevan por título la M. de Mussolini, pero con distintos subtítulos: la primera lo designa como El hijo del siglo y la segunda como El hijo de la providencia; las dos aparecen en la editorial Alfaguara y han sido traducidas intachablemente por Carlos Gumpert. Scurati ha novelizado la trayectoria vital y política del Duce a partir de los documentos que están a disposición de los historiadores, reproduciendo a menudo verbatim el contenido de cartas y discursos e insertando entre capítulos citas de los mismos. El resultado es prodigioso, en buena medida gracias a una prosa que mantiene el equilibrio adecuado entre la vocación documental, la conceptualización teórica y el aliento poético. Por estas páginas desfilan Mussolini, su esposa y amantes, su poderoso hermano Arnaldo, los poetas Marinetti y D’Annunzio, la élite y la morralla de su partido, la oposición liberal y socialista, así como una pléyade de actores secundarios. De su mano conocemos paso a paso los hitos del ascenso al poder del joven socialista que encuentra en el fascismo —cuyos rasgos tanto contribuye a diseñar— el camino a seguir: las luchas callejeras, la toma de Fiume, el asesinato del opositor Matteoti, la marcha sobre Roma, la imposición de la dictadura, la neutralización de los camisas negras, las vacilaciones del Rey y del Vaticano, la campaña de Libia, los intentos de magnicidio, las crisis domésticas y el sufrimiento ulceroso, la presión sobre la lira. Se avanza año a año, hasta detenerse en 1932; la tetralogía no se ha cerrado aún. Quien sienta curiosidad intelectual por el fascismo, tiene en esta novela en marcha un lugar inmejorable donde detenerse: la impresión de verdad es notable y el esfuerzo de comprensión que ha hecho el autor —sin necesidad de enfatizar una condena moral que se da por supuesta— se transmite de manera natural al lector.

Y si alguien quiere una coda, tiene a su disposición otra novela de excelente factura y reciente publicaciónhttps://www.anagrama-ed.es/libro/narrativas-hispanicas/bologna-boogie/9788433999344/NH_681: Bologna Boogie, de Justo Navarro. Se trata de la tercera entrega de las aventuras —o desventuras— del Comisario Polo, comisario en la Granada del franquismo que en esta ocasión es enviado Bolonia en el verano de 1947 para investigar la desaparición de su compatriota Guillermo Sola, un profesor de Derecho que se alojaba en el Colegio de España de la ciudad italiana. Navarro conoce perfectamente la ciudad y ha buceado en los archivos periodísticos para reconstruir con asombrosa sensación de veracidad la atmósfera de aquel tiempo singular. Al margen del disfrute que procura por sí misma, en buena medida gracias a la personal e intachable prosa del escritor granadino, esta novela negra interesará a los interesados en el fascismo porque retrata el mundo de los fascistas derrotados al comienzo de la segunda posguerra; aquella en la que un fascista italiano derrotado podía pensar en la España salida de la Guerra Civil como un santuario apetecible donde soñar con una futura redención histórica. Como sucede en las películas de Rossellini o Antonioni de los años 50, en las que un cartel publicitario luce al borde de la carretera anunciando la consolidación de esa sociedad de consumo que quitaba el sueño a Pasolini, la novela de Navarro está llena de detalles fidedignos: las marcas de tabaco, las canciones que suenan en el jukebox, los automóviles que se conducen. El desaparecido termina por ser culpable, señorito aburrido desde que acabó la guerra española que acude a Bolonia en busca de acción y sin embargo acaba siendo desenmascarado: «Unos se dedican a jugar al tenis, otros a intrigar y conspirar». En Italia, es la conspiración de los derrotados; la España fascista aguantaría otros treinta años, aunque con el truco de ser cada vez menos falangista. Hay gente para todo, pero cualquiera que lea estas novelas con un mínimo de atención podrá llegar solito a la conclusión de que no ha de tomarse el nombre del fascismo en vano: que Pasolini exagerase para que su queja contra la sociedad liberal-capitalista resultase más convincente no nos obliga a tomar sus palabras al pie de a letra y mucho menos a imitarlo.

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Bundesarchiv_Bild_102-09844,_Mussolini_in_Mailand

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