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Tintín: El cetro de Ottokar

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El cetro de Ottokar comienza como otros álbumes de Tintín. El reportero adolescente pasea tranquilamente con Milú por un parque de Bruselas. El fox terrier se divierte espantando a los pájaros y Tintín lleva un libro bajo el brazo. Un cielo azul y soleado contrasta con el verde de los árboles y de las praderas de césped. Todo parece en paz, pero lo cierto es que el mundo está al borde de una nueva guerra. Octavo álbum de la serie, se publicó como los anteriores en Le Petit Vingtième, suplemento infantil del diario católico belga Le Vingtième Siècle, entre agosto de 1938 y agosto de 1939. En esas fechas, Hitler se preparaba para vengar la supuesta puñalada por la espalda que sufrió Alemania durante la Primera Guerra Mundial. La política de apaciguamiento de Neville Chamberlain, primer ministro británico, y Édouard Daladier, primer ministro francés, no había servido de nada. Daladier había estampado su firma en los Acuerdos de Múnich, pero no se hacía ilusiones sobre los planes de Hitler. En su opinión, sus ambiciones de dominio sobre Europa rebasan ampliamente las de Napoleón: «Hoy es el turno de Checoslovaquia. Mañana, les tocará a Polonia y Rumanía. Cuando Alemania haya obtenido el petróleo y el trigo que necesita, atacará a Francia e Inglaterra». Las previsiones más pesimistas serían superadas por la guerra más devastadora de la historia de la humanidad.

Hergé sabe que Bélgica está en el camino de Alemania hacia Francia, el país donde Hitler espera consumar su revancha por la derrota de 1918, y no se hace ilusiones sobre el porvenir. La tranquilidad del parque bruselense por el que pasea Tintín apenas logra ocultar los negros presagios. La aparición de una cartera de piel olvidada sobre un banco pondrá en marcha una trama de carácter político, quizás no muy apropiada para el público infantil, pero perfecta para ese momento histórico. Tintín abre la maleta y encuentra una dirección: «Néstor Halambique, calle del Vuelo a Vela, 24». Dado que no es un lugar muy alejado, decide acercarse y devolverla a su dueño. Milú intenta disuadirlo: «Haces mal, Tintín. Sabes que el ocuparse de asuntos ajenos no trae más que disgustos». El joven reportero no sospecha que una serie de acontecimientos lo llevarán a Syldavia, una pequeña monarquía de Europa central amenazada por la República de Borduria, una dictadura que ha tejido un complot para anexionar su territorio. Los grandes creadores suelen crear territorios imaginarios, donde resulta más fácil comprender y descifrar los enigmas y las paradojas del mundo real. William Faulkner situó a sus personajes en el ficticio condado de Yoknapatawpha, ubicado al noroeste de Misisipi. Gabriel García Márquez concibió como escenario de sus novelas el territorio imaginario de Macondo, un pueblo cercano a su Aracataca natal. Hergé alumbró Syldavia, el Reino del Pelícano Negro, una pequeña monarquía que en 1938, fecha en que Tintín la visita por primera vez, cuenta con una población de 642.000 habitantes.

Syldavia se divide en dos grandes valles, el del río Wladir, y el de su afluente, el río Moltus. Ambos ríos confluyen en la capital del país, la ciudad de Klow, con 122.000 habitantes. El paisaje incluye mesetas con espesos bosques y altas cordilleras nevadas. Con fértiles llanuras y una rica ganadería, su subsuelo es rico en toda clase de minerales y posee numerosas fuentes termales y sulfurosas. Syldavia exporta trigo, agua mineral de Klow, madera, caballos y violines. La moneda del país es el khôr y su bandera, un gran pelícano de color sable con las alas extendidas sobre un fondo dorado. Se han apreciado semejanzas con la antigua bandera de Navarra, el Arrano Beltza, y con las banderas de Albania y el Sacro Imperio Romano. Aunque Syldavia pertenece a la cultura eslava, se habla un idioma germánico que se escribe con caracteres cirílicos. En realidad, se trata de un dialecto neerlandés hablado en Bruselas, mezclado con palabras francesas y de otras lenguas. La dinastía que gobierna Syldavia desde 1127 es una de las más antiguas de Europa, los Ottokar. En el siglo VI, el país –hasta entonces habitado por tribus nómadas de origen desconocido- fue invadido por los eslavos, pero en el siglo X cayó bajo dominio turco. Hasta dos siglos más tarde, los eslavos no recuperaron la soberanía. Durante la batalla de Zileherum, el caudillo Hveghi derrotó a los turcos y se coronó como Muskar I. Su hijo, Muskar II, carecía del vigor de su padre y no logró evitar que la vecina Borduria sometiera al país. En 1275, el barón Almazut expulsó a los bordurios y fue coronado como Ottokar I. No obstante, el reino no se unificó y pacificó hasta el reinado de Ottokar IV, que sufrió en palacio el ataque del barón Staszrvitch, al que desarmó golpeándole con su cetro. Desde entonces, el centro se encuentra en el Castillo de Kropow y se exhibe el día de san Vladimiro, fiesta nacional. Según la tradición, el actual monarca, Muskar XII, tendría que abdicar si no acudiera a la celebración con el Cetro de Ottokar IV. Hergé nos proporciona todos estos datos mediante un folleto turístico que lee Tintín mientras viaja en avión hacia Syldavia. El folleto incluye una página en color procedente de una supuesta miniatura del siglo XV que representa la batalla de Zileheroum.  Hergé copia el estilo de las miniaturas persas de ese período, utilizando una perspectiva plana donde los guerreros se mueven como bailarines, saltando o deslizándose con ligereza entre flores y árboles.

No es la primera vez que Hergé inventa un país imaginario. En La oreja rota, creó la República de San Theodoros, síntesis de todas las dictaduras bananeras de América Latina. En esa ocasión, mostró su oposición al caudillismo y a los golpes de estado. Esta vez manifiesta su apoyo a la monarquía parlamentaria y su oposición a los regímenes totalitarios. Aunque Syldavia se encuentra en Europa oriental, se parece a la Bélgica de Leopoldo III. Evidentemente, Borduria es una alusión a la Alemania nazi. Años después, Tintín visitará Borduria para rescatar a Silvestre Tornasol, secuestrado por el servicio secreto para forzarle a enseñar los secretos de su dispositivo ultrasónico, una poderosa arma de guerra, pero Borduria ya no es una dictadura fascista, sino un régimen comunista presidido por Plekszy-Gladz, un autócrata con unos bigotes que evocan inequívocamente a Iósif Stalin. Con clarividencia, Hergé asimila fascismo y comunismo, las dos máscaras del totalitarismo en el siglo XX. En 1938, cuando empieza a publicar La oreja rota, el dibujante ya tiene una visión de la realidad perfectamente definida. No es un reaccionario, sino un conservador que detesta la violencia y la opresión. Se siente cómodo en Bélgica, con su monarquía, su parlamento y sus libertades democráticas. No simpatiza con el rexismo y considera a Léon Degrelle un exaltado. Syldavia, con su rey prudente, su prosperidad y su convivencia tranquila, es su utopía. Antiguos compañeros de Le Vingtième Siècle, Hergé nunca rompió la amistad con Degrelle, lo cual no significa que compartiera su ideología. En 1932 accedió a ilustrar su obra L’Histoire de la guerre scolaire y, años más tarde, cuando leyó La campaña de Rusia, declaró: «una obra conmovedora». Hergé siempre fue leal a sus amigos, manteniéndose fiel a uno de los pilares de la moral de boy scout. No le causó ningún problema ayudar durante la posguerra a dibujantes acusados de colaboracionistas. No lo hizo porque aprobara su conducta, sino porque habían sido –y seguirían siendo- sus amigos. Hergé se distanció definitivamente del rexismo cuando la Iglesia católica condenó el pensamiento de Degrelle. Algo después, tras la ocupación de los Sudetes, perdió cualquier esperanza de apaciguar a la Alemania nazi. Sintonizaba con la postura de Leopoldo III, que abanderaba la causa de la neutralidad y, según se acercaba la guerra, se afianzaba en un pacifismo algo ingenuo.

Fernando Castillo señala que Hergé no incluyó en sus álbumes ninguna referencia a la Guerra Civil española, la ocupación italiana de Etiopía o la Segunda Guerra Mundial. No son omisiones casuales, si tenemos en cuenta que había puesto en contacto a Tintín con la invasión japonesa de Manchuria, las asonadas militares en América Latina o los conflictos entre árabes y colonos israelíes durante las primeras páginas de Tintín en el país del oro negro, la aventura que comenzó a publicarse en Le Petit Vingtième en septiembre de 1939 y que se interrumpió en mayo de 1940, cuando los alemanes ocuparon Bélgica y cerraron Le Vingtième Siècle. ¿Por qué esos silencios? No me parece difícil explicarlo. ¿Cómo enviar a Tintín a España, donde las milicias republicanas estaban perpetrando un genocidio contra el clero y destruyendo los lugares de culto? Hergé era católico y no podía simpatizar con esa explosión de furia contra su iglesia. En cuanto a Etiopía, Bélgica aún conservaba sus colonias y casi nadie cuestionaba el derecho de los europeos a administrar territorios de África, Asia o América Latina. No pidamos a Hergé que actúe como un luchador antifascista o un detractor del colonialismo. Conservador, católico y amante de la paz y el orden, siempre deseó el triunfo de la moderación y el diálogo. Al igual que Stefan Zweig, Hergé abogaba por el mundo de ayer, angustiado ante el rumbo de la historia, que anunciaba horribles tempestades.

El cetro de Ottokar se puede leer como un Anschluss frustrado por el coraje de Tintín, pero con un paisaje que recuerda a países como Rumanía o Albania, con sus bosques y sus montañas, sus campesinos con gorros de fieltro o astracán, y sus pueblos y ciudades salpicados de minaretes. No es menos evidente la semejanza con Polonia, con una historia parecida a la de Syldavia, o la similitud fonética con Moldavia. No es improbable que Hergé se inspirara en Bulgaria para dar nombre a la imaginaria República de Borduria. Dentro de esa trama de referencias, las alusiones a la Alemania nazi recorren todo el álbum. El torvo coronel Boris Jorgen, ayudante de campo del rey, con su monóculo y su uniforme negro nos hace pensar en Erich von Stroheim, quintaesencia de lo germánico. Jorgen reaparecerá en Aterrizaje en la luna, como polizón de la misión espacial, ejerciendo labores de espionaje para una Borduria sovietizada. No debe causar sorpresa esta mutación ideológica, pues muchos países pronazis se convirtieron en satélites de la URSS y muchos antiguos agentes de la Gestapo y las SS acabaron trabajando para la Stasi, el KGB o la CIA. El complot para derrocar a Muskar XII está organizado por la Guardia de Acero, liderada por un tal Müsstler, un acrónimo de Hitler y Mussolini. Es imposible no pensar en la Guardia de Hierro, una organización fascista rumana comandada por Corneliu Zelea Codreanu. El saludo de la Guardia de Acero es ¡Amaih!, una expresión muy parecida al famoso ¡Heil Hitler! Los soldados del ejército de Borduria llevan fusiles Mauser, sus cartucheras y cinturones son los mismos que utiliza la Wehrmacht. El avión del que se apodera Tintín para huir en la primera versión en blanco y negro, publicada por Casterman en 1939, era un Heinkel 112. En la versión en color realizada con ayuda de Edgar Pierre Jacobs y aparecida en 1947, el avión se convertía en un Messerschmitt BF-108, utilizado por la Legión Cóndor durante la Guerra Civil española.

En El cetro de Ottokar Tintín no está tan solo como en La isla Negra. Hernández y Fernández, que no defraudan haciendo una vez más el ridículo y pegándose trompazos a diestro y siniestro, se muestran muy amistosos con él y, sin pretenderlo, le salvan la vida, abriendo un paquete bomba en su apartamento. Afortunadamente, sobreviven, pero la vivienda queda destrozada. Poco antes, hemos podido contemplar de nuevo el apartamento de Tintín en Bruselas. Ha añadido algún mueble nuevo, su biblioteca –ya abundante en álbumes anteriores- ha crecido y ha comprado varias marinas para decorar las paredes. En El cetro de Ottokar aparece por primera vez la inimitable Bianca Castafiore, el ruiseñor milanés. Desde el principio, protege a Tintín y se muestra afectuosa con él, cantándole el «Aria de las joyas» de la ópera Fausto de Charles Gounod. Tintín le agradece el gesto, con la expresión del que ha sufrido el ataque de una migraña particularmente devastadora. Al parecer, la Castafiore surgió como un guiño humorístico dirigido a Edgar Pierre Jacobs, cantante de ópera en su juventud. Hergé detestaba la ópera y no desperdiciaba la ocasión de gastar bromas sobre el tema, incordiando a su colaborador y amigo. Tintín también conocerá a los hermanos Halambique, Néstor y Alfredo, dos gemelos con un temperamento diferente. Uno es un sabio que estudia los sellos antiguos; el otro, un impostor que colabora con Borduria. Su aire estrafalario y su carácter despistado prefiguran a Silvestre Tornasol, como ya sucedía con el Filemón Ciclón de Los cigarros del faraón.  

Hergé y Edgar Pierre Jacobs realizan un cameo, incluyéndose en dos viñetas, con trajes de gala. En la plancha treinta y ocho, asisten a un concierto de la Castafiore en palacio, y en la plancha cincuenta y nueve, presencian la concesión de la Orden del Pelícano de Oro a Tintín, la máxima distinción concedida en Syldavia y que jamás se había otorgado a un extranjero. En el segundo cameo, Hergé aparece con su primera mujer, Germaine Kieckens, y con su hermano Paul Remi, en el que supuestamente se inspiró para crear a Tintín. En la recepción también podemos ver a Jacques Van Melkebeke, amigo del dibujante y primer redactor jefe de la revista Tintín, y a Marcel Stobbaerts, pintor y dibujante. Van Melkebeke fue condenado por colaboracionista, lo cual le obligó a dimitir como director, pero Hergé le mantuvo en nómina, aprovechando su talento. Desde el anonimato, ejerció una importante influencia en la serie y, en general, en el cómic franco-belga.

Es difícil leer en El cetro de Ottokar y no pensar en el Hitchcock de Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938), con su densa intriga política. O no recordar las aventuras de El prisionero de Zenda (1894), de Anthony Hope, con su atmósfera de aventura y drama. El hueso de Diplodocus Gigantibus que Milú sustrae del Museo de Historia Natural de Klow es uno de los incontables gags que introducen una nota de humor en una trama llena de tensión y peligro. Probablemente, la ocurrencia procede de La fiera de mi niña, la comedia de Howard Hawks estrenada en 1938, donde Cary Grant y Katharine Hepburn persiguen a un fox terrier que ha robado la clavícula intercostal de un brontosaurio. Apenas estalló la guerra, Hergé paso a ser Georges Remi a ojos del ejército. Fue movilizado y enviado a una unidad de infantería flamenca en Turnhout, lo cual no le impidió continuar enviando planchas de la siguiente historia de Tintín a Le Petit Vingtième. Un acceso de furúnculos lo alejó del frente mientras los Panzers alemanes invadían Holanda, Bélgica y Francia. Syldavia, la hermosa y pacífica monarquía inventada por su imaginación, había sucumbido al expansionismo de la República de Borduria. El mundo se había convertido en un lugar más inhóspito, donde los canallas como el coronel Boris Jorgen imponían su ley, avasallando a los pueblos y pisoteando la causa de la libertad.

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