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Sopa de ganso alemán

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Hasta donde yo sé, apenas se ha hablado en nuestro país de un curioso fenómeno electoral, del que, sin embargo, merece la pena ocuparse brevemente, dando así a este post un cierto aire navideño: la entrada en el Parlamento europeo de Die Partei, El Partido, formación alemana que no es sino una parodia de todos los partidos. Esto se deja ver ya en su denominación oficial (Partido del Trabajo, el Estado de Derecho, la Protección de los Animales, la Promoción de las Elites y la Iniciativa Democrática de Base) y, naturalmente, en su programa electoral. Se trata apenas de una anécdota, una nota a pie de página en la historia política centroeuropea. Sin embargo, no deja de ser una anécdota significativa que pone sobre la mesa la cuestión del humor político y su función en unas sociedades posmodernas donde cinismo e ironía no son ya formas colaterales de comunicación, sino modos casi imperativos de relación con el mundo.

Die Partei fue fundado en 2004 por Martin Sonneborn, redactor jefe de la revista satírica Titanic, cuyo lema de portada reza: «La definitiva división de Alemania: tal es nuestra misión», como contrarreflejo irónico del que engalana la portada del tabloide Bild Zeitung, el diario más vendido de Alemania: «La unidad de la Madre Patria en la libertad: tal es nuestra misión». Su puesta en escena es una alusión a la grandiosidad del partido nazi y del SED, el Partido Comunista de la República Democrática Alemana. Así, su líder es el GröVaz, acrónimo para «presidente más grande de todos los tiempos, y en sus actos públicos, en los que Sonneborn actúa como un stand-up comediant adornado con la estética del cabaret alemán, suena el himno de la SED: «El Partido, el Partido / Siempre tiene razón».

Entre sus propuestas iniciales se contaba la de declarar la guerra a Liechtenstein y reconstruir el Muro de Berlín, reflejando así oblicuamente el deseo nostálgico que manifiestan al respecto el 20% de los alemanes y el 30% de los berlineses, aunque también han señalado Suiza como país destinatario de un posible amurallamiento («los suizos se lo han ganado»). En una escena de Die Partei, falso documental de 2009, llegan a erigir un «muro de prueba» entre Hessen y Turingia. En su programa para las últimas elecciones europeas, a las que concurrieron con el lema «¡Sí a Europa, no a Europa!», figuraban propuestas como la abolición del verano por el procedimiento de retrasar cada año una hora el reloj o la de establecer un sistema de cuotas para que al menos el 17% de los miembros de los consejos de administración sean «vagos cualificados». También dicen sí al fracking, invocando la necesidad de «frackear» a Sigmar Gabriel y Peter Altmaier, líder del SPD alemán y ministro conservador, respectivamente, pero además prominentes obesos públicos. Finalmente, proponen el pago de una Renta Máxima para cada ciudadano, que debe ascender a un millón: de qué moneda ya lo decidirá la comisión correspondiente, siendo por ahora la favorita, apuntan, el marco alemán oriental.

Su gran objetivo, no obstante, es la necesidad de trascender los contenidos. Este mensaje tiene cierto eco en una Alemania de orientación fuertemente consensual, como refleja la plácida Gran Coalición de la CDU y el SPD, que ha desdibujado todavía más las diferencias entre ambas familias ideológicas, ya bastante difusas debido a la estrategia de socialdemocratización perseguida por Merkel para la CDU. Dice Sonneborn al respecto: «Hacemos turbopolítica moderna, yendo hacia ninguna parte más rápido que los dos grandes partidos». Parecen así querer honrar el premio que les concediera Kulturnews en 2009, dentro de la categoría de Mejor Entretenimiento del Año, por haber dado forma a «la sátira como respuesta seria a una política que no puede tomarse demasiado en serio».

Ni que decir tiene que la sátira política no es un género nuevo, sino más bien uno que atraviesa la historia de las sociedades, permitiendo la expresión de opiniones políticas a través de distorsiones humorísticas de la realidad. También ha sido, destacadamente, un medio para dar salida pública a juicios cuya formulación abierta podía resultar imprudente o peligrosa. Son sátiras políticas El príncipe, de Maquiavelo; Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift; o Rebelión en la granja, de George Orwell, por ejemplo. Actualmente, la televisión es el espacio privilegiado –hasta la elefantiasis– de la misma. De hecho, si hay algún proyecto parecido en el panorama internacional del humor político, es Stephen Colbert, que adopta la guisa de un ultraconservador dogmático con total seriedad en su The Colbert Report.

Sin embargo, Die Partei ha dado un paso más allá en la performance satírica, hasta llegar a constituirse como partido y concurrir a las elecciones: una suerte de populismo humorístico que les ha dado el 0,62% de los votos en Alemania, incluyendo un apropiadísimo 0,9% en Berlín, en las últimas elecciones europeas. Para Sonneborn, firmante hace veinte años de una tesina sobre el tema, la sátira no es exactamente comedia, porque tiene un impulso agresivo. Sin duda, Nabokov habría estado de acuerdo, porque suya es aquella fina distinción: «La sátira es una lección, la parodia es un juego»Vladimir Nabokov, Opiniones contundentes, trad. de María Raquel Bengolea, Madrid, Taurus, 1999, p. 71.. Y, cabría apostillar, la primera constituye una lección precisamente porque es agresiva: el daño produce un escarmiento que sirve como enseñanza.

Ahora bien, ¿qué hace exactamente Die Partei? Hay mucho de parodia en su escenificación y en su discurso, consistentes en una imitación burlesca de los partidos tradicionales y en la ridiculización de sus estrategias electorales. Como decía una de sus candidatas locales a Der Spiegel: «Diría cualquier cosa para ganar votos. ¿Qué le gustaría a usted oír?» Hay, también, un elemento satírico, porque se trata de poner de manifiesto las dobleces o inconsecuencias de los partidos tradicionales, subrayando su homogeneización e indistinción: al modo de un chiste que delata el subconsciente colectivo, es decir, la percepción generalizada sobre el cinismo inherente a los sistemas de partidos desarrollados en sociedades donde el conflicto ideológico ha perdido ya su vieja fuerza. Digamos entonces que hay en este caso una mezcla de elementos satíricos y paródicos, o bien que se trata de una sátira performativa –que se hace actuando como si se tratara de un partido más– que emplea los instrumentos de la parodia. Porque «¡Sí a Europa, no a Europa!» significa tan poco como cualquiera de las dos alternativas por separado.

A este respecto, cabría preguntarse si en las relaciones entre los partidos y sus electorados no se ha firmado un contrato implícito por el cual los segundos fingen tomarse en serio lo que los primeros fingen decir en serio, un pacto de cinismo análogo al que se establece entre los consumidores y la más voluminosa rama de la publicidad comercial. Así como ningún espectador cree realmente que un determinado detergente lave más blanco, pero puede desarrollar una confianza hacia la marca que le sirve para racionalizar el proceso de compra y permanecer fiel a ella mientras no suceda una catástrofe, los votantes tampoco creen realmente que el pleno empleo o la impecabilidad ética sean objetivos realistas, pero eligen una mitología electoral a la que apegarse mientras la situación social no les imponga dolorosamente el cambio: la destrucción de la prenda más querida y la destrucción masiva de empleo operarían, así, como sacudidas de realidad que revelan, dolorosamente, que el eslogan partidista era una mentira. Dolorosa, pero hipócritamente: porque el votante ya lo sabía. Hay un fondo de cinismo inconfesable en la indignación más sincera.

Podría objetarse, sin embargo, que no todos los votantes acuerdan ese pacto de cinismo con sus representantes, igual que no todos los espectadores son igualmente capaces de apreciar las sutilezas paródicas del infotainment. Emergería así un nuevo cleavage, que es el nombre que los científicos sociales dan a las divisiones que en la población producen separaciones entre grupos (religiosos/seculares, urbanitas/rurales, etc.). En este caso, sería aquel que diferencia entre ironistas y literales. Son literales quienes creen a pies juntillas al líder que dice en televisión que no va a subir los impuestos; es un ironista quien entiende esa promesa como una figura de discurso que tiene un valor diferente según el contexto en que se formule: nunca podrá ser cierta en un debate televisado, aunque puede considerarse plausible en un documento de política económica discutido a puerta cerrada.

De ahí que, tal como ha señalado Carmelo Moreno, quien se ha dedicado al estudio del humor político con brillantez y acierto, no sea fácil determinar con exactitud qué función cumple en la práctica la sátira política en un contexto de hiperhumorización de las sociedades modernas. Por una parte, claro, porque ese código de comunicación no resuena en los oídos de una parte mayoritaria del electorado. Pero también porque no está nada claro cuál sea su valor iluminador, ni qué tipo de virtudes públicas promueve: bien puede tenerse por un mecanismo reforzador del cinismo posmoderno con el que no es posible desarrollar proyecto alguno. Más aún, como apuntan algunos estudios empíricos, los programas satíricos suelen tener un impacto limitado sobre la opinión pública, porque el público más educado suele concebirlos como un espacio de entretenimiento más cognitivo que ideológico o emocional, mientras que con el público menos educado sucede justamente lo contrario.

Si alguna contraindicación tiene la sátira en nuestra época, es la de alimentar la idea de que la política es siempre y en todo caso un ejercicio sistémico de ocultación de la realidad, una conspiración permanente del poder para sustraer de los ciudadanos el poder que soberanamente vendría a corresponderles. Por el contrario, mantener la sospecha en su justo lugar –ni demasiado, ni demasiado poco– es la dificultad a la que se enfrenta el satirista. Porque, al igual que sucede con el free-rider o el nihilista, una sociedad puede beneficiarse de la existencia de una minoría de cínicos alimentados sin pausa por la sátira, pero no de su generalización: el blasfemo necesita del creyente para no aburrirse. En otras palabras, no todos los partidos pueden ser El Partido, pero la existencia misma de El Partido no puede verse sino favorablemente, por constituir una apropiada glosa de los excesos mercadotécnicos de los partidos en su lucha por el poder.

Sucede que, como se ha subrayado antes, Die Partei ha ido más lejos de lo habitual, insuflando a su proyecto satírico una rara dimensión performativa que ha terminado con la obtención de un escaño en el Parlamento Europeo. Pensemos, entonces, en ese eurodiputado. ¿Qué representa exactamente? ¿A quiénes? ¿Qué labor puede realizar? Ahora que se pone a menudo en entredicho la vigencia del principio de representación y los grandes partidos tradicionales pierden apoyos en sus tradicionales caladeros sociológicos, fragmentándose así los parlamentos de manera más aguda en todo el continente, es conveniente hacer un ejercicio figurativo para discernir de qué puede ser representante un partido que se burla abiertamente de todos los demás partidos.

En realidad, la respuesta sólo puede ser una: representa a todos aquellos ciudadanos que poseen una conciencia irónica que, como supo ver Peter Sloterdijk en su celebrada Crítica de la razón cínica, es también –puede que ante todo– una conciencia trágica. Distingue Sloterdijk entre el humor quínico de quienes denuncian el sistema establecido y el humor cínico de quienes forman ese establishment, ya que, sugiere, «el cinismo es la insolencia que ha cambiado de bando»Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, trad. de Miguel Ángel Vega, Madrid, Siruela, 2003, p. 188. Moreno se ha ocupado también de las categorías de Sloterdijk en un artículo dedicado a analizar el uso del humor en la campaña electoral española de 2008: Carmelo Moreno del Río, «El “Zejas” y la “niña de Rajoy”. Análisis sobre el papel del humor en las elecciones generales españolas de 2008», Revista Española de Ciencia Política, núm. 22 (2010), p. 71-95.. Ambos tipos de humor tienen éxito porque los sujetos son conscientes de que existe una distancia insalvable entre la realidad social y nuestra percepción de la misma: entre el orden colectivo y la conciencia individual. Sabemos que la realidad presuntamente objetiva en que vivimos es artificial y contingente; pero también que ninguna realidad social podría ser de otra manera, de forma que tenemos que actuar como si lo fuera. La sociedad entera sería así, hasta cierto punto, un escenario. Y el sarcasmo subsiguiente –actuar sabiendo que actuamos– se resuelve mediante las distintas manifestaciones del humor cínico, sátira incluida.

Si empleamos estas categorías, el escaño de Die Partei en el Parlamento Europeo representa al humor quínico ciudadano, que consigue sentarse entre quienes ejercen el cinismo sistémico de manera profesional. En otras palabras, representa la mayoría de edad de los ciudadanos, cuando menos de una parte de ellos, que advierten por este medio peculiar a sus representantes que todo es –hasta cierto punto– una comedia: que sabemos de lo suyo igual que ellos saben de lo nuestro. Recuerda aquello que decía Rufus T. Firefly, el presidente de Freedonia encarnado por Groucho Marx en Sopa de ganso, la inolvidable comedia política que ha servido para componer el título de este post: «Caballeros, este Chicolini puede hablar como un idiota y parecer un idiota. Pero no dejen que eso les engañe. Es de verdad un idiota». Su labor parlamentaria, en este sentido, es más simbólica que representativa. Y lo que simboliza es la caída de la cuarta pared del teatro político. Esto es, su derribo a fuerza de carcajadas.

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