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Por una reflexión pragmatista sobre la historia

Sobre la crisis de la historia

GÉRARD NOIRIEL

Cátedra, Madrid

Trad. de Vicente Gómez

313 págs.

2.300 ptas.

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Es raro que un libro suscite tan elevado nivel de debate en el mundo de los historiadores. Está claro, Noiriel molesta a unos e inquieta a otros. Nadie puede permanecer indiferente ante lo provocador de su análisis de la «crisis» de la historia. Ciertamente, adopta la precaución de entrecomillar lo de «crisis», indicando que el diagnóstico no resulta unánime. Por el contrario, estima el autor que en la mayoría de los países del mundo la historia se desenvuelve pasablemente bien. Nunca fue tan sólido el prestigio de la disciplina. Con todo, y en lo que a Francia se refiere, ciertos signos convocan a la prudencia, y aportan legitimidad a los interrogantes de Noiriel. En efecto, la comunidad de los historiadores se encuentra en una situación fragmentada. Tras una multiplicación sin precedentes de puestos de trabajo universitarios –el número de enseñantes de historia en las universidades se ha disparado desde el centenar de antes de la segunda guerra mundial hasta situarse en la cota de 1.200 a principios de los ochenta– el mercado de trabajo se ha contraído de una manera brutal. La crisis provocada por la falta de salidas ha excluido de la comunidad universitaria a muchos historiadores. El bloqueo de las carreras ha disparado la competencia. Si bien la fase aguda de la crisis parece hoy superada, puede no obstante constatarse en Francia –y este es un rasgo que comparece por doquier en Europa– que en las universidades las constricciones económicas se traducen en una creciente marginalización de las actividades de investigación científica, en beneficio de las tareas exclusivamente docentes. La gabela de los exámenes agobia a los enseñantes. Y simultáneamente, la administración pone en marcha formalidades de evaluación de la productividad de los universitarios que, y aquí la paradoja, no miden las obligaciones de encuadramiento de los estudiantes. El malestar del que se resienten los historiadores profesionales enraiza no menos en las incertidumbres que parece atravesar el saber histórico en cuanto tal. Aparece instalado una especie de relativismo que no tiene ningún problema para aceptar que cada grupo social pueda llegar a estar en posesión de su propia verdad histórica, puesto que la historia se escribiría siempre en función de una cultura determinada (es el caso de la Gender History hoy tan a la moda). Así las cosas, se multiplican las polémicas en torno al uso de tal o cual concepto. La creciente derivación mediática de aquellos asuntos a los que los historiadores suelen ser convocados como expertos (el caso Papon, singularmente) no hace sino incrementar el confusionismo. Los historiadores se exponen a sus expensas a pasar por agentes policiales o procuradores de tribunales, hasta el punto de que la banalización del experto constituye hoy uno de los riesgos más perniciosos de perversión de la profesión de historiador.

Para Noiriel, los debates en marcha no son sino la manifestación reciente de una contradicción que atraviesa la trayectoria toda de la disciplina. Tal contradicción proviene de su carácter fundamentalmente empírico, y de la necesidad de justificar en el terreno filosófico los fundamentos mismos de la opción empírica. A la vez, y para existir, la historia estaba obligada de manera absoluta a avanzar pretensiones de autonomía respecto a la filosofía. En la primera parte del libro, así, Noiriel invita a un examen de las corrientes filosóficas que han dejado su impronta en los comienzos de la historia científica durante el siglo XIX. A principios de siglo, el idealismo historicista sufrió las acometidas de la crítica llamada positivista. Naturalistas objetivistas y partidarios de una hermenéutica subjetivista pasarían a enfrentarse a finales del siglo XIX. Para los primeros, el método de las «variaciones concomitantes» permitiría despejar regularidades (y por tanto leyes de lo social), mientras que los segundos serían de la opinión de que la historia se escribe siempre a partir de experiencias particulares que ha de ser objetivadas para su interpretación. El neokantismo confirmó, por su parte, la pertenencia de la historia a las ciencias llamadas «idiográficas», centradas en el estudio de configuraciones singulares. En este contexto ha de inscribirse la obra de Marc Bloch, que en Noiriel, y de manera ciertamente original, se convierte menos en el punto de partida de una nueva trayectoria que en la estación terminal del debate sobre la constitución de la historia como disciplina. En efecto, la Apologie de l'histoire (cuya primera edición data de 1949) propone, contra los positivistas, una identificación de la historia como ciencia del hombre. Marc Bloch la definió, de entrada, a tenor de capacitaciones profesionales, capacitaciones que los historiadores adquieren formándose en el oficio de historiador. Según Noiriel, se esperaría entonces la madurez de un paradigma cuyas implicaciones harían bien en meditar los historiadores de hoy.

Arrancando del principio de que la definición de un paradigma científico implica, como requisito previo, la constitución de una comunidad de investigadores, Noiriel puede releer en términos sociológicos la progresiva puesta en marcha de una profesión de historiador desde el siglo XIX. En efecto, la institucionalización de la profesión implica la adopción respetuosa de un cierto número de normas. El oficio se abre para aquellos cuyos pares juzgan capaces de actuar los principios de cientificidad propios de la disciplina (aquí encuentra su razón de ser el rito sacral de la defensa de la Tesis). Remitiéndose a Marc Bloch, estima el autor que a fin de cuentas «la verdad histórica consiste en aquello que los historiadores competentes consideran como verdadero».

Ahora bien, prosigue Noiriel, los historiadores no habrían sabido asumir este elemento fundamental de la herencia de Marc Bloch. Por el contrario, se han dejado entrampar deslizando el lobo filosófico en el aprisco de la historia. ¿Acaso no ha podido verse cómo, con inusitada rapidez, pasaba a imponerse la concepción según la cual no es posible mantener un discurso sobre la historia sin poseer una cultura filosófica? En lugar de introducir en un savoir-faire, como era sugerencia de Mac Bloch, los historiadores se habrían ocupado con el discernimiento de los fundamentos epistemológicos de sus prácticas. Se habrían dejado mistificar todos por el combate librado a posteriori por Lucien Febvre contra los positivistas: un adversario de ficción, como queda en evidencia tras la relectura de los escritos de quienes han sido así calificados desde una lectura muy selectiva y orientada de sus obras –el caso ejemplar sería, aquí, el de Seignobos–. Durante los años ochenta y noventa, cundirán los paradigmas, bajo la etiquetación más diversa: «nouvelle histoire», «nouvelle histoire culturelle», «autre histoire sociale», «histoire du quotidien», entre otras corrientes que se presentan como innovadoras.

Reténgase, por su significación, los debates que en torno al linguistic turn han encontrado respuesta en Francia mediante un «tournant critique», un «giro crítico». Se tiende hoy a situar bajo la etiqueta del linguistic turn a todos aquellos que incorporan a sus análisis la cuestión de la representación, o que otorgan alguna importancia a la cuestión del discurso. De entrada, esta corriente, estrechamente ligada a los desenvolvimientos de la historia intelectual estadounidense se sitúa como reacción ante la historia social. La tesis central afirma que no resulta posible acceder a la realidad histórica puesto que ésta se encuentra siempre mediatizada por el lenguaje. La historia no sería sino un género literario en compañía de otros, sólo abordables desde la crítica textual. De aquí la referencia a filosofías deconstruccionistas (en concreto a Derrida) con que se suele apuntalar la demostración. He aquí lo que no acaba de convencer del todo a Noiriel. A partir de la idea de que no se puede «pensar sin conceptos, ni hablar sin palabras», el linguistic turn infiere falsamente que «no cabe hablar sino de aquello que ha sido creado por nuestro pensamiento o por nuestro discurso» Aquí Noiriel trae a colación al filósofo R. Rorty, Consequences du pragmatisme, París, 1982, pág. 291.. Manifiestamente irritado ante esta corriente notoriamente significativa de la postmodernidad, Noiriel somete a burla la ingenuidad de historiadores que, a su sentir, abandonarían la tarea de la historia concreta y creerían poder disertar con utilidad acerca de los grandes problemas de la filosofía, por ejemplo, la cuestión de la objetividad y la subjetividad.

Noiriel tampoco resulta más concesivo respecto a lo que ha sido la respuesta de Annales ante el linguistic turn, y a las tentativas de los historiadores cercanos a la prestigiosa revista de retornar a un estudio de la sociedad. Con la expresión «tournant critique» –exhibida en un editorial de la revista en 1988– se ha suscitado una amplia discusión de la que el libro de Bernard Lepetit –aparecido en 1995– vino a significar un primer balance Bernard Lepetit (dir.), Les formes de l'experience. Une autre histoire sociale, París, 1995.. No obstante, según Noiriel, la contradicción seguiría envolviendo a tales historiadores. Por un lado, se interesan en las «prácticas discursivas», y por otro enfatizan su enraizamiento en las ciencias sociales. ¿Resulta todo esto verdaderamente compatible? Según Noiriel, la perspectiva definida por Lepetit evita cuidadosamente aplicar al saber histórico mismo los principios que pretende desplegar para someter a análisis a otros actores del mundo social. Haciendo constante referencia a la filosofía pragmatista de Richard Rorty, Noiriel recuerda que las disciplinas científicas deben definirse en función de prácticas sociales que las constituyen. Sin embargo, Noiriel descubre en Lepetit presuposiciones que dispensan de plantearse tal cuestión. En concreto, y evocando la espinosa cuestión de la definición de clasificaciones sociales, se condena sin remisión la reificación de las categorías. Pero al hacer tal cosa, Lepetit habla de las ciencias sociales precisamente como si se tratara de un personaje: no hace entonces sino reificarlas.

Para escapar al impasse, Noiriel reaviva la reflexión pragmatista como medio de promover la historia en tanto que teoría de la acción. Teoría y práctica no serían sino dos dimensiones del mismo problema. Se impondría retornar a la Apologie para aceptar que los instrumentos críticos «puestos a punto para el esclarecimiento de los mundos sociales […] puedan servir también para el estudio» del universo que al historiador le es propio. Entre el repliegue hacia las posiciones adquiridas por el método histórico, y la huida hacia adelante supuesta por la teoría, Noiriel desliza una aproximación que se interesa, ante todo, por el «papel desempeñado por el historiador en la vida pública». El historiador debe comprender mejor su actividad profesional si es que quiere mejorarla.

Este objetivo implica, para empezar, un reconocimiento de límites: los del conocimiento de teoría, en primer lugar, puesto que resultaría vano defender que una nueva aproximación no resultara a su vez desmontable y rebatible; los del pragmatismo, inmediatamente, no abrigando Noiriel demasiadas ilusiones acerca de las posibilidades de «desmistificar» a los «desmistificadores». En vez de polemizar, el historiador pragmatista debe asumir que el debate sobre los fundamentos del conocimiento carece de salida, y que existirán siempre categorías reificadas. «Si se quiere llevar a buen término una investigación empírica, necesariamente se impone poner entre paréntesis una multitud de interrogantes, considerados como truismos». Puesto que los filósofos resultan incapaces de resolver los problemas de los historiadores, más vale buscar en el propio método histórico las respuestas esperadas. Noiriel sugiere renovar nuestro interés hacia los procedimientos de evaluación vigentes en el seno de la disciplina. Convencido de su función social, el pragmatista no puede dar la espalda a la cuestión de la recepción social de sus tareas, y muy en particular, no puede eludir el problema de la relación con los medios de comunicación. Y claro es, sin olvidar la cuestión fundamental del poder, que se traduce en la competición entre historiadores a efectos de reconocimientos de habilidades y demarcaciones. Desde estas posiciones convoca el autor a un mayor grado de igualdad y solidaridad en el seno de la comunidad profesional. La dimensión social del conocimiento histórico le parece, así, más esencial que la interrogación sobre el estatuto epistemológico de la historia.

¿Qué cabe retener, en fin, en este libro adrede polémico y un tanto simplificador? Cierto, Noriel no carece de razón a la hora de convocar a los historiadores hacia el territorio de sus competencias propias. El reciente affaire Sokal –físico que en 1995 puso en solfa la autocomplacencia de cierta escuela postmodernista de inspiración francesa, y su manía de relativizar los procesos de construcción del saber científico– ha puesto de manifiesto hasta qué punto las modas intelectuales pueden desacreditar la investigación colectiva. Desde mi punto de vista, esto no puede significar que la reflexión teórica sobre el porvenir de la historia deba retomarse en exclusiva desde el asidero de la práctica profesional y de la dimensión social de la disciplina. Esto supondría un completo abandono del campo epistemológico a la discreción de los filósofos. Por lo demás, las aportaciones de las investigaciones sobre el discurso no pueden ser reducidas a los excesos del linguistic turn –especialmente la reducción de la historia a ficción. Cabe preguntarse, en fin, si Noiriel, como otros, no acaba cediendo a la tentación de demonización del linguistic turn, a fin de cuentas convertido en adversario tan de ficción como lo fueron antaño –tiempos de Lucien Febvre– los positivistas. No ha de olvidarse que son las nuevas aproximaciones basadas en el análisis de las representaciones las que han permitido escapar al impasse materialista de una muy determinada historia estructural. Por añadidura, se sabe hoy que lo imaginario y lo simbólico constituyen una parte de la realidad tan real como el mundo exterior –o como el pasado tal y como éste ocurrió–. Parece, entonces, juicioso proseguir, plazca o no a Noiriel, el debate con los filósofos acerca del inasible estatuto de la historia, narración a la vez que saber verdadero.

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