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Siniestro total

Historia universal de la destruccio?n de libros. De las tablillas sumerias a la guerra de Irak

FERNANDO BÁEZ

Destino, Barcelona

408 pa?gs

22 €

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La historia que se cuenta en este libro empieza y acaba en Irak. Entre ese principio y ese final, se recorren seis mil años de historia, que son, aproximadamente, los que separan la civilización sumeria que floreció en Mesopotamia, unos cuatro mil años a.C., de la guerra de Irak en abril de 2003. Se trata de una historia soterrada y misteriosa, nunca antes contada en toda su extensión, sobre la destrucción, generalmente voluntaria, de libros, tablillas, pergaminos, papiros y demás medios de perpetuación de la memoria humana. Así pues, lo que en estas páginas nos cuenta el escritor venezolano Fernando Báez es, según sus propias palabras, la historia de un memoricidio continuado e interminable, expresión de una de las pasiones más extrañas y tenaces que han movido a la humanidad a lo largo de la historia: el afán por destruir libros, que es una forma un poco rebuscada de destruirse a sí misma.

Es difícil calibrar lo que hay en ello de autodestrucción y más difícil aún saber las razones que han llevado al ser humano a dar rienda suelta a ese empeño aniquilador. Afirma el autor que «cuanto más culto es un pueblo o un hombre, más dispuesto está a eliminar libros bajo la presión de mitos apocalípticos», y añade que estas prácticas iconoclastas guardan estrecha relación con una voluntad purificadora que es, a su vez, la sublimación de la necesidad del ser humano de hacer visible en el presente los misterios más recónditos de un pasado sagrado, de vivir «el vértigo de la pureza» mediante un sacrificio incruento. A menudo, sin embargo, la destrucción de la memoria no acaba en aquellos objetos que sirven para perpetuarla, sino que conduce, en aplicación de una lógica brutal, al aniquilamiento de quienes han sido testigos de esa operación o son considerados por los memoricidas como los portadores, tal vez inconscientes, de una memoria colectiva y potencialmente acusadora. Por eso, como advirtió hace casi dos siglos el poeta Heinrich Heine, «allí donde queman libros, acaban quemando hombres».

La introducción del libro de Fernando Báez, de la que proceden estas y otras curiosas agudezas, empieza con un inquietante epígrafe titulado «El enigma de Bagdad», enigma que se formula poco más o menos en estos términos: ¿por qué el último memoricidio de la historia ha tenido que ocurrir en el lugar donde nació el libro y, con él, nuestra civilización? La pregunta tiene algo en común con otra que aparece misteriosamente deslizada casi al final de estas páginas: ¿no es extraño que la visita del autor a la devastada Biblioteca Nacional de Bagdad se produjera el 10 de mayo de 2003, es decir, justo setenta años después –ni uno menos ni uno más– de que tuviera lugar la primera gran quema de libros en la Alemania nazi? Ya se ve que en la obra de Báez hay algo cabalístico, que apunta a la existencia de un plan concebido, no se sabe por quién, para privar al hombre de esa valiosa brújula que le sirve para orientarse en el tiempo que son los registros de su memoria. Ese plan cabalístico que parece insinuarse a lo largo de estas páginas explicaría las sospechosas coincidencias que nos vamos encontrando en la historia de la destrucción de los libros y a la vez resolvería el aparente sinsentido de que el hombre produzca y destruya libros más o menos con la misma fruición. El propio autor recuerda en la introducción un episodio de su pasado personal que interpretó como «una señal» que habría de guiarlo hacia este tema de estudio.

Por lo demás, y en contraste con esa dimensión un poco esotérica del libro, su Historia universal de la destrucción de libros contiene un exhaustivo inventario de las formas de destrucción que el ingenio del hombre ha ido poniendo a disposición de aquellos que han visto en la escritura una amenaza para sus intereses o para su propia supervivencia. La importancia que esta cuestión adquiere en la obra y la apariencia acumulativa que le da al libro hacen que el erudito ensayo de Fernando Báez tenga un aspecto como de manual de siniestros de una compañía de seguros. Aquí encontrará el lector, minuciosamente clasificadas y descritas, todas las formas, algunas inimaginables, de destruir un libro, con estadísticas, porcentajes, número de volúmenes destruidos en tal o cual episodio y peso aproximado de las obras inmoladas. No siempre se trata, sin embargo, de actos de destrucción voluntaria. Según Báez, esta última es responsable sólo del sesenta por ciento de los casos, mientras que el cuarenta por ciento restante es imputable a factores tan diversos como los desastres naturales, los accidentes de toda índole y la voracidad de ciertos animalillos –polillas, ratas, gusanos, etc.– particularmente aficionados a los libros y a otras delicatessen culturales. Como «la lista de insectos perjudiciales es bastante extensa», Báez se limita a enumerar una veintena de especies, con una sucinta descripción de su anatomía y de sus hábitos alimentarios. Algunos de esos insectos, como los blatarios, no contentos con devorar los libros, depositan sus huevos en los lomos e incluso «ensucian con sus excrecencias el papel».

Fernando Báez ofrece, como se ve, gran cantidad de datos, muchos de ellos totalmente irrelevantes, a lo largo de un recorrido cronológico dividido en tres grandes bloques: la Antigüedad clásica, con una escala obligada en la biblioteca de Alejandría; un prolongado período que va desde Bizancio hasta el siglo XIX y, por último, el siglo XX –«un siglo de desastres», en palabras del autor– y los comienzos del XXI . Báez nos ilustra no sólo sobre los momentos estelares de la destrucción de papiros, pergaminos y libros, sino sobre los casos que podríamos considerar menores, pero que dejaron también su pequeña lección para la posteridad. Ahí está, en el capítulo «Naufragios», el célebre caso del Titanic, hundido con todos los libros que llevaba a bordo, cuya importancia y cuantía, según Báez, estarían a tono con el número de pasajeros que transportaba. Por no hablar de otros muchos barcos que se han ido a pique con sus bibliotecas, en muchos casos «bastante completas», sin que a nadie le haya importado, al parecer, semejante tragedia. Lo mismo se puede decir de otros siniestros registrados por Fernando Báez, por ejemplo, todos aquellos incendios –un centenar largo– que enumera en el capítulo «Entre incendios, guerras y errores», que empieza con el incendio de Londres de 1666 y continúa con el que asoló la biblioteca de El Escorial cinco años después. Y qué decir de «la crónica de accidentes en los talleres» incluida en este mismo apartado, en la que encontramos hasta el triste caso de un torpe impresor que murió atormentado por pesadillas de libros devorados por las llamas. La afirmación de que la Revolución Francesa representó «una mala época para los libros» puede hacerse extensiva a la historia contemporánea en su conjunto, ya sea por la proliferación de regímenes declaradamente bibliocidas, como el Tercer Reich o el gobierno de Pol Pot en Camboya, o por la acción devastadora de las armas modernas, causantes de la destrucción durante la Segunda Guerra Mundial, sólo en Italia, de unos dos millones de libros y 39.000 manuscritos.

«No hay libros. El gobierno del pueblo ha triunfado», rezaba un cartel colocado en la Biblioteca Nacional de Camboya en plena dictadura de los jemeres rojos. Sólo muy de tarde en tarde, el autor deja a un lado su manía enumerativa y se interroga sobre las claves históricas de este extraño fenómeno. Señala, con razón, el inmenso daño causado por los modernos totalitarismos a la cultura escrita, con la particularidad de que las dictaduras del siglo XX no sólo han practicado sistemáticamente la destrucción de libros, como la antigua Inquisición, sino que han hecho de ella un rito sagrado incorporado a sus mecanismos de autolegitimación, como se deduce del cartel de los jemeres rojos antes citado o de las multitudinarias quemas de libros a las que se entregaba el Tercer Reich, realizadas con toda la liturgia, festiva y catártica, de una verbena de San Juan. Hay, pues, una manifiesta relación entre los regímenes negadores de la libertad y de la vida y la destrucción de todo aquello que da cauce al fluir de la memoria, que es también una forma de vida. Tal pasión destructiva no es ajena tampoco a la fascinación por el fuego purificador a la que, de una u otra forma, han sucumbido todas las civilizaciones, incluidas, según el autor, las más racionalistas, y a la acción persistente de esos mitos apocalípticos a los que con cierta reiteración, pero escasa profundidad, se refiere Fernando Báez.

El libro se acaba sin que el lector sepa por qué se destruyen los libros. Aparte de algunas constantes históricas, a la postre bastante desdibujadas en la maraña de casos recogidos por el autor, se apunta de pasada una interpretación psicoanalítica tomada del francés Gérard Haddad: el libro representaría «la materialización del padre simbólico freudiano canibalísticamente devorado en la identificación primaria». Como nadie en su sano juicio se puede tomar en serio esta teoría, que convertiría el bibliocidio en parricidio, la búsqueda de explicación a un fenómeno que se ha repetido en épocas y sociedades tan diversas debe dirigirse hacia el papel de la violencia en la historia, a las relaciones de poder y sumisión entre pueblos, castas y clases y a la amenaza que los vestigios escritos del pasado representan para una memoria impuesta desde el poder como depósito de experiencias e identidades a menudo imaginarias. Si la violencia es, como decía Marx, la partera de la historia, la memoria escrita vendría a ser el cordón umbilical que nos vincula al pasado. Ese proceso incesante de construcción y destrucción de la memoria es la estela inevitable que deja el ciclo del poder a lo largo de la historia, creando y destruyendo civilizaciones, lanzando a unos pueblos contra otros y promoviendo revoluciones y contrarrevoluciones, siempre con el inconfundible olor a chamusquina que la historia va dejando a su paso. Al margen de ese cuarenta por ciento de casos fortuitos que registra Báez en su exhaustivo parte de siniestros, es difícil no estar de acuerdo con Mariano José de Larra cuando afirmaba que «el destino de la humanidad es llegar a la nada entre ríos de sangre, caminar con la antorcha en la mano quemándolo todo para verlo todo». Puede que, al final, todo se reduzca a eso, a una irrefrenable pulsión nihilista inherente a la propia condición humana.

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