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Singapureces

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Si usted nació en Singapur, puede considerarse una persona afortunada. Según el almanaque de la CIA estadounidense, en 2012 la renta per cápita del país en términos de poder adquisitivo (Purchasing Power Parity, o PPP en la jerga de los economistas) se estimaba en 60.900 dólares estadounidenses. Si vive en una familia de cuatro personas que esté en la mitad de la distribución de la riqueza local, usted se quedaría justo por debajo del tipo impositivo que el presidente Obama quiere para los estadounidenses más ricos. Si su familia se encuentra en el primer decil estadístico de renta, los del 99% le considerarán uno de sus peores y más codiciosos enemigos. Si ha sido favorecido por el sistema de cuotas étnicas, perdón, multiculturales, de la ciudad-estado, es posible que haya tenido oportunidades de labrarse una carrera prestigiosa en un discreto segundo plano de la elite, acumulando honores amén de riquezas. Si, además, es usted un poco pretencioso, como parece serlo Kishore Mahbubani, es muy posible que le vengan a la cabeza e incluso publique unas cuantas singapureces. Singapureces son sandeces basadas en el pensamiento político de Lee Kuan Yew, el poderoso ministro mentor (?) del gobierno de Singapur, profusamente divulgadas, como un nuevo evangelio, por sus incondicionales.

Kishore Mahbubani es uno de ellos. Proviene de una familia india, de ésas de las que los chinos poderosos de Singapur se enorgullecen, porque muestran, por si había alguna duda, que hasta los indios son tratados con igual mimo por la república. Mahbubani ha sido durante años miembro de la diplomacia del sireleón (merlion) y en su currículo aparece una mención de la que presume: dos veces embajador de su país en Naciones Unidas y, otras dos veces, presidente de su Consejo de Seguridad. Actualmente retirado de la carrera, Mahbubani es el decano de la Escuela de Políticas Públicas Lee Kuan Yew en la Universidad Nacional de Singapur.

No es inusual que quienes han sido llamados a altas misiones diplomáticas globales conviertan a la gobernación del mundo –desde hace poco bautizada como gobernanza– en uno de sus persistentes desvelos. Por fortuna, no están solos. La entrada sobre Mahbubani en Wikipedia lo muestra como un activo participante en las afamadas veladas que WEF (World Economic Forum) organiza todos los años en Davos a finales de enero, tal vez para ahogar en su brillo a otro gran acontecimiento global, la Feria Internacional de Turismo que, por esas mismas fechas, suele celebrarse en Madrid. Nadie que esté seriamente preocupado por la gobernanza global podría pasarse sin Davos. Pregúntenselo, si no, a Bono, el cantante de U2, o a Angelina Jolie, o, sin ir más lejos, a Kofi Annan.

Pero, hoy, la gobernanza no tiene buena cara, sostiene Mahbubani (The Great Convergence: Asia, The West and the Logic of One World, Nueva York, Public Affairs, 2013). Y es pena, porque nunca han sido los tiempos tan alentadores como los presentes. Hay una nueva civilización global (gracias, Thomas Friedman); disminuyen las guerras y la violencia (gracias, Steven Pinker); tenemos la población mundial mejor educada que haya habido nunca (gracias, OCDE); llueven por doquier las clases medias (gracias, The Economist). A big deal, según Mahbubani; algo mu grande, que diría una artista de la copla. Pero, ay, todos esos signos tan reconfortantes no acaban de asegurar una mejor gobernanza global. ¿Qué está pasando aquí? Que la teoría de la globalización va muy por delante de su práctica. Por más que se hable de ello, no se dan pasos suficientes para gestionar los problemas ambientales que plantea una población de siete mil millones de personas (Bjørn Lomborg: no, gracias); la Gran Contracción no ha recibido la respuesta global que merecía (Tea Party: no, gracias); hay que ver las enormes ventajas que los humanos hemos obtenido de tecnologías, como la telefonía móvil o Internet, o del turismo internacional, pero esa conectividad no se multiplica porque «las sociedades liberales y democráticas se han convertido en los guardianes de ciertas instituciones globales “cerradas” como el Consejo de Seguridad y el FMI»; el imperio de la ley se ha ampliado dentro de las fronteras nacionales, pero la negativa estadounidense a aceptar como vinculantes tratados como el de Kioto o la CONVEMAR (Convención del Derecho del Mar) ha supuesto un continuo freno a su expansión internacional (Congreso de Estados Unidos: no, gracias). Es necesaria una gobernanza global, pero no existe un gobierno global.

Esta carencia se refuerza por la negativa de los países poderosos a permitir que Naciones Unidas ocupen el lugar que deberían, especialmente por la renuencia del Oeste a mejorar su presupuesto y a ampliar sus funciones. Es necesario invertir en Naciones Unidas y limitar los poderes excesivos con que cuentan los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Es necesario reordenar las prioridades internacionales.

Estamos tocando el fondo.

El Oeste cuenta tan solo son un 12% de la población global. Si queremos un orden global justo, legítimo y democrático, tenemos que asegurar que el 88% restante sea igualmente oído. Y es precisamente eso lo que se niega a aceptar el Oeste en la arena internacional. Pero así no se puede continuar por mucho tiempo. La emergencia de China como miembro de pleno derecho de la aldea global, las tensiones entre el islam y el Oeste, la contradicción entre las exigencias medioambientales y los deseos del consumidor global, necesitan de una nueva gobernanza, cuyo propósito tiene que ser que las sociedades ricas del universo soporten los mayores sacrificios. Por ejemplo, los consumidores estadounidenses deberían aceptar un impuesto adicional de un dólar sobre las gasolinas, con cuyos ingresos podrían financiarse tecnologías verdes que redujesen su huella carbónica. Un paréntesis aquí es necesario. No se culpe al gobierno de Obama por no haberlo intentado. Con resultados desastrosos. Solyndra, una de sus compañías verdes favoritas, quebró en septiembre de 2011 después de haber recibido 535 millones de dólares en subvenciones públicas. Y no fue la única. Son estos pequeños detalles los que les ponen los pelos de punta a esas clases medias estadounidenses a las que Mahbubani exige que paguen la cuenta.

Pero el Oeste, un ente del que el lector de Mahbubani no sabe dónde empieza ni dónde acaba, tiene que entender que su tiempo se cierra. Ya lo había predicho hace tiempo Lee Kuan Yew. La emergencia de China y de los valores asiáticos está abriendo un nuevo horizonte que no tiene vuelta atrás. Y Mahbubani añade una guinda de su propia cosecha. «Aunque China sea aún una sociedad relativamente cerrada en lo político, es una sociedad cerrada con una mente abierta. Puede que los Estados Unidos sean una sociedad abierta, pero es una sociedad abierta con la mente cerrada».

Una buena muestra de lo que arriba bauticé como una singapurez.

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Ficha técnica

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