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¿Se pueden predecir las pandemias?

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Ni mejor ni peor que las recesiones, las cirrosis o las crisis financieras. A un paciente que no esté dispuesto a dejar el drinque —como dicen los porteños—, el médico le vaticinará un hígado destrozado, pero nunca se atreverá a precisar si la cirrosis llegará en seis meses o en seis años. Por lo mismo, la ocurrencia a lo largo del tiempo de crisis o recesiones es una realidad ineluctable. Pero una cosa es que, como la muerte, se sepa que acaecerán necesariamente y otra, muy diferente, adivinar el momento de su aparición. Siempre se presentan como una sorpresa.

Si no fuera así, no serían crisis. Sobre el papel, la anticipación del desastre evita el desastre. La interpretación correcta que José hizo del sueño del Faraón, en el sentido de que a siete años de prosperidad seguirían siete años de vacas flacas, fue lo que impidió justamente que la temida amenaza llegara a consumarse. Por desgracia, en nuestro mundo, los ejercicios de previsión de las fluctuaciones económicas que hacen los analistas, públicos o privados, están lejos de alcanzar la precisión de las profecías bíblicas. Y por eso, nuestros esfuerzos deben concentrarse, no en tratar de adivinarlas, sino en prepararse para que produzcan el menor daño posible cuando se presenten.

Lo mismo ocurre con las pandemias. Es imposible predecir el momento de su aparición. Pero desde hace tiempo los epidemiólogos, en general, y la OMS en particular —esta burocracia, como cualquier otra, se esfuerza por justificar su existencia—, venían anunciando que el riesgo de una pandemia grave era alto y que los sistemas sanitarios debían estar preparados para hacerle frente. Los que sostienen que una epidemia como el COVID-19 era impensable porque, gracias a los adelantos de la medicina, las sociedades modernas habían erradicado las plagas del pasado, no pueden estar, por tanto, más equivocados. Las plagas, como las crisis económicas, son una amenaza siempre presente.

Esta amenaza latente no ha preocupado exclusivamente a los epidemiólogos. Hace ya once años, Gary Becker escribía, en el blog que compartía Richard Posner, una entrada con el siguiente título: Some Economics of Flu Pandemics. «Aproximadamente cada siglo ocurre una pandemia grave, esto es, una epidemia de alcance global. La última, la Gran Pandemia de 1918-19 infectó a cientos de millones de personas y mató entre 50 y 100 millones de hombres, mujeres y niños por todo el planeta». Motivado por los casos de gripe de origen porcino que, por aquellos días, se estaban detectando en México y Estados Unidos, e incluso reconociendo que muchos episodios epidémicos habían provocado en el pasado alarmas falsas, llegó a sostener: «Sea la que fuere la evolución del brote actual, los epidemiólogos están seguros de que antes de mucho tiempo el mundo sufrirá una pandemia de consecuencias devastadoras». Y, consecuentemente, se atrevió a conjeturar unas estimaciones sobre su coste y las intervenciones públicas necesarias para mitigarlo.

En su entrada complementaria, The Economics of the Flu Epidemic, Richard Posner coincidía en la apreciación del riesgo —«como señala Becker, los costes potenciales de una pandemia severa son astronómicos»—, y extendió su análisis en varias direcciones. Puso de relieve las dificultades de producir una nueva vacuna en el tiempo y la forma necesarios, «dada la mutabilidad de los agentes patógenos» y el abuso de antibióticos, e hizo un ejercicio aproximado de la probabilidad de diferentes escenarios de morbilidad y su posible impacto en las urgencias hospitalarias y en los costes de mitigación, llegando a aventurar tentativamente la conclusión de que la capacidad hospitalaria del país pudiera resultar insuficiente para atender a los enfermos en la fase aguda de contagios —algo que, por desgracia, ahora nos suena desagradablemente familiar—.

En conclusión, ninguna sorpresa en lo que respecta al qué; únicamente en lo que concierne al cuándo. Y no solo para los epidemiólogos.

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