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Romanones, el eslabón perdido de la transición democrática

Romanones. La transición fallida a la democracia

Guillermo Gortázar  

Espasa, Madrid, 2021.

686 pp.

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La aseveración de que no hay nada tan cambiante como el pasado suele ser entendida como una ocurrencia ingeniosa, cuando en realidad se trata de una constatación empírica. Matizo, por aquello del purismo y la exactitud: con ese planteamiento no nos referimos tanto a los acontecimientos pasados propiamente dichos, que –como a cualquiera se le alcanza- son ya inmutables, cuanto a las valoraciones de los mismos, que varían en función de la perspectiva histórica y que, por tanto, van cambiando al compás de los tiempos que vamos viviendo. No me andaré por las ramas y lo diré claramente: aplicada al libro que me dispongo a comentar, la consideración precedente implica que esta exégesis del itinerario político de Romanones como camino de triunfo personal pero también y, sobre todo, de fracaso histórico de una generación en su posibilismo reformista, solo adquiere su sentido pleno a partir de los últimos lustros del siglo XX, es decir, cuando cristaliza el concepto de transición, en las ciencias sociales y la historia en particular, como una de las claves fundamentales para entender el devenir político español en la edad contemporánea.

Es pertinente recordar en este punto que dos de los historiadores que más atención vienen dedicando al estudio de los conceptos historiográficos, Javier Fernández Sebastián y Juan Francisco Fuentes, tras definir la “transición” (en el contexto político español) como “proceso de sustitución gradual y pacífica de un régimen autoritario por otro democrático”, consideran que su importancia explicativa en la ejecutoria hispana de los últimos siglos deriva del “acusado contraste que ofrece respecto al carácter pendular y convulso de la mayoría de los cambios políticos que jalonan la historia contemporánea de España”. Implícitamente, se resisten con ello a acotar el vocablo en sentido estricto para caracterizar tan solo el período 1975-1978 (prolongable hasta 1981 ó 1982, según algunos), que es el que suele entenderse como canónico cuando se habla de transición española, sin necesidad de más adjetivos. De este modo, encuentran por ejemplo un antecedente significativo en “el tránsito del absolutismo al liberalismo tras la muerte de Fernando VII en 1833” y resaltan como algo no asimilable a una mera casualidad que “en aquel contexto se hiciera ya un uso frecuente de la voz transición para describir un proceso evolutivo, plagado de incertidumbres, desde un régimen absolutista a otro liberal” (Diccionario político y social del siglo XX español, Alianza, Madrid, 2008, pp. 1173-1174). Con todo, se termina reconociendo que la mayor analogía con el concepto usual de transición viene dado por “el uso que hicieron del término algunas figuras del exilio republicano de 1939”.

Precisamente, algunos años después de aparecer el libro citado, Santos Juliá publicaba un grueso volumen –seiscientas cincuenta páginas- titulado escuetamente Transición (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017). Cualquiera que conociera la bibliografía del historiador español y no tuviera entre manos el ejemplar, pensaría con cierto fundamento que en él se abordaba de manera pormenorizada el paso de la autocracia franquista a la monarquía democrática. Sin embargo, ya el subtítulo del libro apunta otra cosa: Historia de una política española (1937-2017). Lo esencial aquí son las fechas: Juliá no limita su mirada a la transición convencional o canónica, sino que encuentra sentido y fundamento aludir a la transición como referencia fundamental de la trayectoria política de España a lo largo de… ¡ocho décadas! Por decirlo del modo simplificado que resulta inevitable en este proemio, el concepto de transición adquiere tanta relevancia por cuanto constituye el proyecto implícito o explícito de varias generaciones españolas para desembocar en una convivencia en paz y libertad. Algo que solo se pudo conseguir, tras muchos esfuerzos, a la muerte del dictador y cuando los de uno y otro bando comprendieron y asumieron que podían dirimir sus diferencias sin recurrir a la violencia y al exterminio del adversario. Un éxito incuestionable que –como el pasado no cesa de presentar nuevas caras- hoy muchos rechazan como pacto vergonzoso o incluso traición.

Hace ya bastante tiempo que Guillermo Gortázar viene ocupándose de la figura de Romanones e incluso interpretando su significado político en términos casi idénticos a los que aparecen en la portada del libro que centrará nuestra atención. “Romanones, la transición fallida” se titulaba ya un breve análisis que apareció en las páginas del número 14 de El Europeo (julio-agosto, 1989). Salta a la vista que el historiador alavés no se refiere a las antes mencionadas transiciones sino a aquella otra “transición fallida a la democracia”, que tuvo al conde de Romanones como eje fundamental. Es el propio autor quien se acoge al paralelismo entre aquella lejana transición frustrada de los años veinte y treinta del siglo pasado y esta más cercana transición exitosa que culmina en la monarquía parlamentaria de Juan Carlos I. “España –escribe- tuvo que esperar a 1978 para alcanzar un gran acuerdo (…) y realizar una tarea pendiente después de una transición fallida entre 1923 y 1936” (p. 568). Gortázar desarrolla este planteamiento en forma extensa en un grueso volumen que se aproxima a las setecientas páginas y que adopta la forma de biografía política clásica. Bien es verdad que, pese a ello, aunque el conde es el hilo conductor, los trece capítulos del libro proporcionan también un excelente retrato de época y, aún más, un cuadro detallado de las prácticas del sistema de la Restauración. En síntesis, puede decirse pues que Gortázar maneja con precisión tres registros diversos que se imbrican y complementan: la trayectoria personal del conde, el contexto político y la antedicha interpretación de la crisis del régimen liberal español durante el primer tercio del siglo XX.

Con respecto a la primera de estas dimensiones, esto es, la biografía política de don Álvaro de Figueroa y Torres, lo más importante que cabe consignar es que Gortázar trata con éxito de rescatarlo del purgatorio de los tópicos y, más importante aún, del infierno al que lo tiene condenado la historiografía progresista como epítome de todas las lacras – clientelismo, corrupción, despotismo- de un sistema político execrable. Aquel régimen que Costa estigmatizó con solo dos conceptos magistrales -oligarquía y caciquismo- y que, algunos años después, Ortega condenó en una resonante conferencia (“Vieja y Nueva política”): el tinglado o la farsa canovista como “panorama de fantasmas” y el propio estadista malagueño como “gran empresario de la fantasmagoría”. Gortázar se afana en desmontar esa leyenda negra en dos sentidos distintos, aunque complementarios. Por un lado, por lo que respecta a la vertiente más personal de su biografiado, desmiente con documentos de primera mano las acusaciones de prácticas corruptas y, en especial, desmonta el gran mito de la intervención española en el Rif para proteger los negocios privados del conde. Por otra parte, admite que Romanones, como hijo de su tiempo, incurrió en los procedimientos que, aunque hoy nos parezcan deleznables, constituían lo habitual en la época: en efecto, era un cacique, con un dominio absoluto en su demarcación de Guadalajara, del mismo modo que era también aristócrata, rico, ambicioso, oportunista y muy amigo de sus amigos, rasgos todos ellos que –si no todos, sí la mayor parte de ellos- compartía con la elite política del sistema canovista.

La segunda dimensión del análisis de Gortázar –la recreación de ese selecto ambiente de notables que llevaban las riendas de la nación- está indisolublemente unido a la caracterización personal, por cuanto el conde, como queda dicho, representaba la quintaesencia de aquel cenáculo. Naturalmente, era aquel un sistema oligárquico porque no podía ser otra cosa y, además, eso era lo usual en los países del entorno. Lo mismo podría decirse, mutatis mutandi, de las prácticas caciquiles, el favoritismo, la adulteración del sufragio, el nepotismo y, en general, toda una concepción de la política que no se puede medir con los estándares democráticos usuales hoy en día. El pecado capital de aquel régimen no fue su existencia en sí, inevitable en una sociedad atrasada y desmovilizada, sino su incapacidad para evolucionar, integrar a más amplios sectores sociales y transformarse en un sistema plenamente democrático. Pero de esto, que es la esencia de la cuestión, hablaremos más adelante. Lo que ahora interesa resaltar es que el autor, en consonancia con la historiografía más solvente, considera que aquella clase política –la formada en el último cuarto del siglo XIX- cumplió su función, asentando un régimen liberal, de turno pacífico, tras varios decenios –grosso modo, tres cuartas partes del siglo- de guerras civiles y liberalismo convulso. Tal reconocimiento no conlleva desconocer las limitaciones e insuficiencias de una clase política que, en último extremo, no supo (o no le dejaron) culminar su proyecto.

En este sentido, el propio conde constituye, una vez más, el prototipo de esa incapacidad. Aunque en conjunto estas páginas constituyen un retrato bastante favorecedor de don Agustín de Figueroa, Gortázar no rehúye ni silencia los elementos negativos. Romanones, que lo fue todo en política –desde alcalde de Madrid a ministro en varias carteras, además de presidente del Gobierno y del Congreso y Senado- era un hombre preparado, inteligente y eficaz, pero incapaz de concebir un proyecto a largo plazo. Como él mismo dijo de Sagasta, era un político, no un estadista; un pragmático, no un teórico; un posibilista en el sentido de dúctil e incluso maniobrero, pero no un ideólogo. En síntesis, un político de la vieja escuela, un prohombre decimonónico incapaz de hacer frente a los grandes retos del siglo XX. Bien es verdad que, como describe el autor del libro, tampoco en esto el conde estaba solo, pues toda la clase política que se había curtido en el período de entresiglos se reveló incapaz de afrontar la rebelión de las masas que caracterizaba la nueva época. En el transcurso de muy pocos años cambió radicalmente el escenario político, cogiendo a contrapié a unos notables educados en otro ambiente. Por si fuera poco, desde el 98 el país se sumía en insondables convulsiones sin solución de continuidad (grandes huelgas, insurrecciones masivas y nuevos desastres militares, ahora en el norte africano). El mero reformismo parecía sobrepasado, pues los parches, la gradualidad y la mesura se mostraban incapaces de satisfacer las nuevas necesidades y demandas. Solo parecía haber cabida para las soluciones radicales, de las que el regeneracionismo emergía casi siempre como panacea universal. El problema era que se invocaba a un cirujano de hierro y, a la postre, este siempre aparecía, no con bata de quirófano, sino con uniforme militar.

En pocas palabras: si, como repite Gortázar, el gran reto del primer tercio del siglo XX, aquí y en muchos otros países, fue la transformación del liberalismo en democracia, el resultado en el caso español no pudo ser más frustrante. Ahora bien, si usamos la fórmula de “crisis española del siglo XX”, el foco, argumenta el autor del libro, no debe ponerse en la guerra civil, que es una mera consecuencia del fracaso anterior. El período clave, según estas páginas, estaría en los trece años que median entre 1923 –pronunciamiento de Primo de Rivera- y 1936 –golpe militar de Franco-, por cuanto en ese lapso se ensayan las dos fórmulas alternativas al asediado –y finalmente abortado- reformismo del período anterior (1917-1923): primero, la dictadura militar regeneracionista, cuyo desplome arrastra a la monarquía que la había aceptado; segundo, el régimen del 14 de abril que, llevado por su radicalidad y sectarismo, terminará igualmente en fiasco trágico, el alzamiento del 18 de julio que conduce a la guerra civil. El problema de España es que, por unos motivos o por otros, todas las fórmulas se malogran en ese puñado de años y todos los actores o grupos implicados –políticos de la vieja guardia, militares, partidos republicanos, intelectuales- no saben, pueden o quieren establecer un sistema político de libertades que fuera a la vez inclusivo, moderado y de alternancia pacífica en el poder. Un inmenso fracaso colectivo que perdura hasta que después de la muerte de Franco se logra esa transición, que se convierte así en la transición por antonomasia.

La lectura del periplo vital del conde puede suscitar en el lector la impresión de que, siendo indudablemente uno de los dignatarios más poderosos de la época, su envergadura histórica pudo haber sido mayor tan solo con una dosis más alta de confianza en sus propias fuerzas. O, si se prefiere, hubiera bastado con que su ambición se canalizase en un sentido menos pedestre. En un entorno en el que era relativamente usual coquetear con el atajo desbrozado por el sable, don Álvaro de Figueroa era un político inequívocamente civilista. Estaba además convencido de que había que situar al régimen a la altura de los tiempos acometiendo reformas impostergables, por más que con ello se pisaran muchos intereses creados. Lo demostró en varias ocasiones, durante el desempeño de sus competencias en varios ministerios. Así, ya en uno de sus primeros cometidos importantes, como ministro de Instrucción Pública en 1901, adoptó un importante paquete de medidas para mejorar diversos aspectos de la enseñanza, una de las vertientes tradicionalmente postergadas por la administración española a lo largo de los años. Por último, Romanones dedicó buena parte de sus desvelos y maquinaciones políticas a tratar de integrar a toda la izquierda extramuros del régimen, pues estaba convencido de que este solo podía subsistir a largo plazo con una base más sólida. Él, que durante mucho tiempo se presentó como adalid del sector más abierto y progresista de los liberales, estaba en mejores condiciones que casi ningún otro para tal empeño. Finalmente, por razones complejas, no pudo ser.

En esas coordenadas, se puede comprender mejor la insistencia del autor en caracterizar –hasta consignarlo en el propio subtítulo- la época de Romanones como de “transición fallida a la democracia”. Aclaremos, ya para terminar, que esta biografía no responsabiliza a su personaje de ese fracaso. Sería absurdo hacerlo. Nunca tuvo el aristócrata tanto poder ni capacidad de maniobra –con ser mucha la que tuvo- para atribuirle tal cargo. En todo caso, habría que hablar de la responsabilidad de una clase política –la del liberalismo, unos personajes intelectualmente sólidos pero a los que le faltó generosidad, altura de miras y comprensión de los nuevos tiempos-, aunque un contrafactual nada desdeñable podría argüir que los derroteros hubieran sido muy otros de no producirse los tres grandes magnicidios del período, que se llevaron por delante las tres mejores cabezas de la época, Cánovas, Canalejas y Dato. Por otro lado, si resaltamos las deficiencias de aquel grupo de notables, forzoso es reconocer que no lo hicieron mejor, ni mucho menos, quienes tomaron el testigo, primero en la dictadura de Primo, luego con la República. No parece aventurado conjeturar que el biógrafo ha tenido en cuenta el autoritarismo, la radicalidad y el sectarismo de los gobernantes posteriores (desde 1923) para exonerar a los prohombres liberales de la Restauración y trazar un retrato benevolente de casi todos ellos.

El historiador sí atribuye a su biografiado un rasgo que reputa especialmente negativo y que en cierto modo pudo tener alguna influencia en el rumbo político: su derrotismo, que le hizo abandonarse a las circunstancias en vez de tomar las “riendas del destino”. En todo caso, como ya he adelantado, no parece que tenga fundamento una atribución de culpabilidades a escala individual. Y, si alguien se empeñara en tal propósito, el nombre que habría que resaltar no sería el de Romanones, sino el del propio rey Alfonso XIII. Sus intromisiones, su apuesta continuada por el militarismo y, por encima de todo ello, la aceptación de la dictadura en 1923, hicieron imposible la transición a un régimen democrático bajo la forma de monarquía constitucional. Gortázar subraya lo que llama su generosidad en los crispados días de abril de 1931, cuando prefirió perder el trono que incitar a un enfrentamiento civil que, al final, solo se dilató unos cuantos años. El gesto, en aquellas circunstancias, podía ser digno de elogio en el plano personal, pero ya no era suficiente. A veces las naciones o sus dirigentes aprenden de los errores del pasado. En 1975, viene a decir el autor del libro, Juan Carlos I demostró que había aprendido la lección.

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