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¿Quién es nacionalista? (I)

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La renacida popularidad de la derecha nacionalista de timbre antiliberal ha traído una impetuosa inflación del adjetivo «fascista» en muchos análisis. Cansado de ver brincar el calificativo como una liebre atolondrada, el italiano Emilio Gentile –sin disputa el mayor experto mundial en el fascismo histórico– dio a la imprenta hace poco un breve guiaburros que Alianza Editorial ha tenido el acierto de publicar en España, que falta nos hace. El librito entra al bulto en el propio título: ¿Quién es fascista?. Su recomendable lectura me hace pensar en lo necesario que sería un empeño análogo con otro epíteto rampante que se vuelca sin cesar en la acera del adversario: nacionalista. Otro título para la pesquisa podría ser: Nacionalista: ¿a quién llamárselo? Cierto que el recato terminológico nunca será del gusto de los políticos: si una etiqueta hace daño al rival, se usará por poco conforme que sea al contenido del frasco. Pero la cábala sirve al menos para polemizar con los propios prejuicios y afinar las ideas de uno; esto es: para contribuir a despejar este agresivo punto de interrogación en el mapa de la conciencia: ¿soy yo un nacionalista?

Una manera espuria de zanjar el debate es suponer que todos somos nacionalistas. De una o de otra nación, pero nacionalistas. Al cabo, vivimos en un mundo salido de la forja aún caliente en que se fundieron tres tradiciones políticas: el liberalismo, la democracia y el nacionalismo. El traspaso de la soberanía del monarca al cuerpo constituido por los habitantes de un país obligó a postular un nuevo ente moral, la nación, capaz de autogobernarse por medio de sus representantes. La nación fue así el vehículo que el pensamiento liberal usó para facilitar el paso de una legitimidad dinástica y absolutista a una popular y democrática. Apagadas las brasas de la lealtad al trono, los gobiernos avivaron la llama de una nueva lealtad nacional, a través de la exaltación de una historia en común y de marcadores étnicos (diacríticos, los llama Gellner) que hacían de esa nación algo singular. La geografía política del mundo devino en una metódica sucesión de Estados-Nación: todos nacemos en uno de ellos y somos socializados desde la infancia en una pertenencia nacional determinada. En este sentido, todos somos nacionalistas: solo mostrando una radical indiferencia hacia la historia, los símbolos y las fronteras del Estado-Nación que nos fue asignado, podríamos librarnos de esa tacha.

Cierto: que el mundo que habitamos sea obra de nacionalistas complica la tarea de pensar el nacionalismo; nos obliga a observar la cosa desde dentro, ir desde la hechura al hecho. Pero es estéril concluir que, por ese motivo, todos somos nacionalistas de nuestra nación o lo somos del mismo modo. La de nacionalista es condición se predica cabalmente de personalidades tan distantes como Garibaldi y Mussolini, Kossuth y Orban, Maurrás y De Gaulle, y, en España, Argüelles, Castelar, Azaña y Franco. Si no queremos aceptar que todos pensaban lo mismo del destino de sus países, debemos distinguir entre modos de ser nacionalista. Al cabo, la existencia de un nacionalismo banal (según la conocida tesis de Michael Billig) sugiere en su mismo enunciado la existencia contrastante de un nacionalismo no banal, desenvuelto y agresivo, que sería estúpido predicar de todas las personas por el hecho de tener un pasaporte o reconocerse representado en una bandera.

En realidad, con el nacionalismo sucede como con cualquier otra categoría política: debe pensarse históricamente, buscando no su esencia sino su significado en cada etapa. Una propuesta persuasiva de discernimiento es la que hace Eric Hobsbawm en su clásico Naciones y nacionalismo desde 1780, el libro que más ayuda, a mi parecer, a cortar la bruma de los malentendidos. Hobsbawm concluye que el nacionalismo en Europa se despliega en dos fases sucesivas a lo largo del siglo xix: una primera liberal y una segunda romántica. En la primera, el liberalismo, a la sazón en pugna con el absolutismo, recoge una vieja palabra de estirpe latina –natio, hasta entonces una inocente y enervada voz de geografía humana– y le imprime una nueva e inédita carga política. La constitución de naciones interesa al liberalismo por dos motivos: por ser un vector de avance político (las naciones sirven para desposeer al monarca de su poder omnímodo) y por ser un instrumento de progreso económico (con las naciones se crean mercados amplios donde poner por obra la nueva teoría económica liberal). Sostiene el historiador británico que en la época dorada del nacionalismo liberal, que abarca la primera mitad del siglo xix, lo importante no era saber qué era una nación –se sabía que potencialmente había centenares en Europa– sino cuáles de ellas eran naciones viables y en consecuencia tenían derecho a constituirse en Estado: «El único nacionalismo históricamente justificable era el que encajaba con la noción de progreso de la época». La noción de progreso para el liberalismo era expansiva, unificadora, y por eso los nacionalismos liberales del siglo xix favorecen la agregación y no la disgregación. El nacionalismo históricamente justificado es el que unifica: así Italia, Alemania, casos exitosos, o el de Yugoslavia, que tardaría un siglo en demostrarse fallido. Se descartan como contrarios al progreso los nacionalismos divisivos de grupos pequeños, o de tamaño medio si ya están integrados en una unidad nacional mayor y consagrada, casos de Escocia, Noruega o Cataluña, cuya independencia de Reino Unido, Suecia o España nadie se plantea en la época. La patria a la que Garibaldi y Mazzini aspiran es una Italia unificada, no la Liguria, región histórica de donde eran nativos. Mazzini, por cierto, cuyas ideas influyen decisivamente en el nacionalismo irlandés, se oponía a la separación de Irlanda del Reino Unido, proyecto que considera injustificado. Y lo que pensaba el liberalismo también lo creía el socialismo: las únicas naciones con derecho a ser Estado son aquellas que coadyuvan a la noción de progreso propia del socialismo, es decir, aquellas más cercanas, por su mayor desarrollo, al estadio revolucionario. De ahí que prominentes marxistas como Kautsky, étnicamente checo, o Rosa Luxemburgo, étnicamente polaca, fueran hostiles a los nacionalismos de sus patrias natales, juzgados como reaccionarios.

De este modo, tanto en autores liberales como socialistas decimonónicos, la nación no es un fin en sí mismo, sino un instrumento de emancipación, y un dispositivo cosmopolita que permite avanzar hacia algún tipo de humanidad federada cuya arquitectura se desconoce. En Kossuth, en Mazzini, en Víctor Hugo, el horizonte final es la Europa política. Este impulso agregador va a chocar, sin embargo, con una corriente subterránea, todavía sin dirección ni traducción política, que ha ido horadando el siglo: una revolución filológica redescubre y revaloriza una plétora de lenguas europeas olvidadas; la nación, entendida ahora como comunidad lingüística singular y distinta, deja de verse como un mero instrumento y pasa a ser un valor en sí mismo. Al nacionalismo liberal le sucede en la segunda mitad de la centuria un nacionalismo romántico para el que el derecho de autodeterminación es ya incondicionado, ejercitable por naciones grandes y pequeñas, porque lo único que cuenta es la existencia de un Volk primordial, que se ha preservado en la rocafuerte de la lengua. Ejemplo paradigmático de este tránsito es la evolución de movimiento ilirio, que pasó de desear, en la primera mitad del siglo, la unidad de todos los pueblos eslavos del sur, a reciclarse, al llegar el tornasiglo, en un nacionalismo exclusivamente croata. Algo similar ocurrió, por cierto, en Cataluña. Como enseña Joan Lluís Marfany con rotunda prueba documental en su Nacionalisme espanyol i catalanitat (Edicions 62, 2017), la nación que activamente contribuyen a crear las élites catalanas en la primera mitad del diecinueve no es otra que la española; solo bien avanzada la centuria nacerá un particularista nacionalismo catalán al que la pérdida definitiva del imperio y la consecuente pérdida de prestigio de la nación matriz española pondrá viento en las alas.

Este nacionalismo völkish o étnico es lo que desde entonces llamamos nacionalismo sin más: el deseo de que nación cultural (que quiere decir nación lingüística en la mayoría de casos) y política coincidan. De aquí se extrae una clásica distinción entre nación cívica y étnica. Sin embargo, la oposición resulta engañosa cuando se plantea como una especie de menú con dos alternativas, debido al olvido selectivo de factores étnicos emboscados en las tradiciones liberales. Porque interesa destacar esto: contra lo que se suele suponer, la tradición del nacionalismo liberal no ignora la importancia del suelo cultural común como precondición de la nación política. En su polémica con Herder, Schlegel y Fichte, Mazzini no les reprocha su insistencia en la lengua alemana como factor aglutinante de la patria alemana, sino, por un lado, su excesivo orgullo y vanidad, que les impide apreciar el tronco común europeo de las culturas nacionales europeas, y por otro, el carácter organicista de su nación, sin un derecho igual para todos. Pero el propio Mazzini sabe que sin la lengua italiana el Risorgimento no tendría ni por dónde empezar. De igual modo, los revolucionarios franceses entienden que sin el francés no habrá République y se proponen tempranamente «aniquilar el patois y universalizar el uso del francés […] para fundir a todos los ciudadanos en la masa nacional». Bien puede Macron felicitarse de que Léon Gambetta, proclamador de la Tercera República francesa en 1870, fuera hijo de un inmigrante italiano: lo cierto es que Gambetta se hizo francés hablando francés, no leyendo el Código Civil. No hay que fiarse, así, de lo que nos cuenta Ernest Renan en su celebrado y deshonesto opúsculo Qu’est-ce que un nation?, donde además de proponer un concepto de nación tan influyente como horro de sentido (ninguna nación es ni podrá ser nunca «un plebiscito diario»), pretende convencernos de que «un hecho honorable para Francia es que nunca ha intentado conseguir la unidad de lengua usando medidas de coerción», algo palmariamente falso. Lo cierto es que la République no se cuidó menos de asentar el sentimiento de comunidad sobre la unificación lingüística que el Reich alemán. Dado que la lengua es un marcador étnico, es equívoco presentar a uno como paradigma de nacionalismo cívico y a otro como ejemplo de nacionalismo étnico. Llamarse a engaño en esto me parece el punto ciego de todas las aproximaciones al estudio del nacionalismo.

Con todo, no tiremos al cesto de lo inservible la distinción entre nación cívica y étnica. Basta con entender que no se trata de dos opciones teóricas, sino de dos estadios sucesivos por la que pasa cualquier comunidad constituida en nación. No dos conceptos alternativos sino sucesivos: toda nación es étnica antes de ser cívica, excluyente antes de aprender a ser inclusiva. En su fase formativa, cualquier nación es enemiga de la diversidad interna y necesita excluirla de un modo que hoy, en una época que valora la diversidad cultural, nos parece poco respetable. Con las naciones de mayor prosapia y prestigio pasa lo mismo que con las familias ricas: que nadie quiere contar como ganó el patriarca su primer millón de dólares. Si el Reino Unido se afirmó como nación protestante antes de dar cabida a los católicos, durante mucho tiempo privados de derechos civiles y políticos, España se construyó como país católico al oneroso precio de la expulsión de otros grupos religiosos. Si algún día Cataluña y País Vasco llegaran a ser naciones independientes, también tendrán interés en hacer olvidar el método por el que lo lograron: la depuración identitaria desde el poder autonómico, que alcanzó el grado de limpieza étnica en el caso vasco. Como recuerda Anthony Marx en su Faith in nation, «Solo después de que la exclusión hubiera forjado la unidad pudo el poder central consolidarse y fundar la democracia liberal, estando la unidad ya descontada […] Las naciones beben de las aguas del río Lete, disipando sus recuerdos, antes de renacer en el Hades de la modernidad».

Esta digresión histórica tenía el propósito de recordar que, como todo concepto, el de nacionalismo no tiene esencia sino historia. Debemos ser capaces de entender qué significa y para qué sirve en cada momento y lugar. Llegados a este punto, es hora de reformar nuestra duda inicial: ¿Quién es nacionalista en España en 2020? Para no alargar excesivamente esta nota, dejaremos en suspenso la pregunta hasta la siguiente entrada de este blog.

 

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