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Primitivo arte italiano de Henry James

RODERICK HUDSON

Henry James

Funambulista, Madrid

Trad. de Pedro Calatayud

520 pp.

26 €

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Para entregarse al esfuerzo de construir un mun­do narrativo el escritor necesita un estímulo poderoso. Henry James lo encontró en Italia. Esa pasión, que era emocional y también física, fue la que lo llevó a intentar la novela tras sus serios pinitos en la corta y la media distancia de la ficción. Italia («la ilusión de su aire dorado») se convertiría en el sustento de la obstinación de este hombre empeñado en hacer de la novela una de las más bellas artes. Y Roma vendría a ser el escenario ideal para representar el contraste entre el mundo puritano de Nueva Inglaterra y el teatro de los sentidos y las emociones del viejo mundo. Roma lo llenaría de «racional» júbilo, así como de un cúmulo de sensaciones que luego lograría destilar en sus novelas trabajadas con pulcra obsesión. Roderick Hudson es su segunda novela, aunque él siempre la consideró la primera. Fue publicada por entregas mensuales en una revista de Nueva York, The Monthly Review. La comenzó en Florencia y luego la siguió perfilando en Boston. Es curioso que en esta obra temprana se encuentre ya el germen de la mejor prosa del estadounidense, una prosa más elástica y menos elíptica de la que haría gala en sus obras posteriores. Las frases son inusualmente cortas, aunque a veces el caballo de James se desboque atendiendo a la llamada de la pradera, los golpes sordos de los cascos, el viento denso del párrafo aireando la mente concentrada del lector. Sus facultades de penetración y representación son aquí de la mejor calidad. Con el tiempo, ganaría soltura y facilidad, pero no alcanzaría mayores cotas que algunos momentos de esta novela.

El argumento y la atmósfera resultaban ya algo anacrónicos cuando se publicó Roderick Hudson. Un joven acaudalado, Rowland Mallet, decide erigirse en mecenas del incipiente escultor que da nombre a la novela y que se aburre en un pequeño pueblo de Massachusetts. Con él se instala en Roma. Los primeros meses, la ciudad producirá un entusiasmo febril en el artista, haciéndole desplegar su indudable talento. Pero pronto la belleza de la ciudad eterna, su sensualismo y las personas que están allí para respirarlo, sobre todo los extranjeros, se convertirán en un lastre formidable para el desarrollo de sus facultades, hasta el punto que Hudson fracasará, defraudando a todos y también a su mecenas. Por su parte, Mallet se verá arrastrado por esa caída, privado de libertad e incapaz de honrar sus sentimientos. En apariencia, es la mujer, o las mujeres –Christina Light y Mary Garland– quienes serán señaladas como responsables del fiasco. Si bien no sólo son ellas las responsables. Ni tampoco Roma. Son ellos mismos, su educación, la intensidad de su esfuerzo por liberarse de una rigidez y de una ingenuidad que no puede lograr sólo la voluntad sino el genio, la inefable y natural disposición a crear el arte por encima de cualquier obstáculo o adversidad.

En el posfacio, escrito décadas después, James confiesa que fracasó en ciertos aspectos fundamentales de la novela, como el de justificar el amor de Mallet por Mary y el de representar con verosimilitud la caída del joven escultor como algo ligado y a la vez independiente de la pasión por la veleidosa y fascinante Christina. Es cierto. Y el lector a veces se irrita no tanto por esto como por la «inhumanidad» del mecenas bostoniano, por su anticuada entrega, por su «amor cortés» insoportable a los ojos modernos. Su contención emocional y su sentido estricto de la justicia no parecen de este mundo y, sin embargo, son muy característicos del mundo de James, hasta el punto de que es esa tensión «rara» la que mantiene viva la llama de la novela.

Pese al tono galante de su trama, todos los personajes de Roderick Hudson tienen carne y hueso, y algunos son inolvidables. Así como ciertos pasajes, de una gran profundidad y belleza. Por ejemplo, ante el invierno romano el deleite de Mallet se explica de este modo: «Era una emoción amplia, vaga, ociosa y medio inútil, de la que quizá lo más pertinente que se podría decir es que trajo consigo una especie de relajada aceptación de lo presente, lo real y lo sensual, una aceptación de la vida de acuerdo con el momento».

James dice que una novela debe aspirar a conjugar valores como «intensidad, lucidez, brevedad y belleza», y que a la postre «sólo logramos identificarnos con el héroe de ficción como una instancia eminente y subjetiva de nuestra conciencia». En el caso de Mallet, el verdadero héroe de esta obra (pues el escultor va diluyéndose en el barro con el que trabajó con tanto ahínco), nos identificamos y a la vez nos resistimos a su sacrificio, a su honestidad masoquista. Mallet es lo que a veces quisiéramos ser y no podemos ser: un perfecto caballero, un ser cuya única necesidad es hacer un hueco habitable a su paciencia. Y, en realidad, así debería ser el carácter del novelista en esos tiempos crepusculares para la narrativa: obstinado, paciente, moral, incorruptible. De esta manera, y gracias al ejemplo intemporal de Henry James, la novela volvería a ser una de las más bellas artes. 

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Ficha técnica

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