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Biología de la violencia

Compórtate. La biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos

Robert M. Sapolsky

Madrid, Capitán Swing, 2018

Trad. de Pedro Pacheco González

984 pp. 35 €

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La agresividad está presente en todos los animales y su manifestación puede alcanzar diversos grados de violencia. Suele admitirse que ciertos niveles de agresividad facilitan la supervivencia del individuo y del grupo social, pero, ¿cómo se genera en el cerebro un acto violento? Si conociéramos los mecanismos, quizá podríamos intervenir para modificarlos y, al menos, reducir las páginas de sucesos en los diarios de noticias. El libro es una exposición, profunda y didáctica, del conocimiento actual sobre esos mecanismos. Su autor, Robert Sapolsky, es un endocrinólogo que ha investigado el estrés y la agresividad en grupos de monos en Kenia, imparte docencia en la Universidad de Stanford y mantiene una intensa actividad de divulgación. Como prueba de honestidad, Sapolsky comienza reconociendo la inspiración recibida de su mentor, el antropólogo Melvin Konner, y su libro sobre el comportamiento social humano. Sapolsky aborda muchos comportamientos, pero la agresividad es el tema dominante: por eso me centraré aquí en ella.

El cerebro que controla la violencia

Para hablar del cerebro, resulta inevitable utilizar algunos términos anatómicos, pero Sapolsky lo hace con suma brevedad y delicadeza para el lector. Es frecuente describir la estructura general del cerebro en tres capas que evolucionaron secuencialmente: la capa 1, encargada de funciones automáticas (regular la temperatura, el hambre, etc.); la capa 2, reguladora de respuestas emocionales; y la capa 3, muy desarrollada en primates y humanos, donde se genera la cognición, los conceptos abstractos, etc. La clasificación es didáctica, pero peligrosamente simplista, porque durante la evolución todas las capas han sufrido cambios y, además, mantienen intrincadas relaciones funcionales en cualquier especie. Para empezar, las tres capas están conectadas entre sí por circuitos excitatorios e inhibitorios, de forma que neuronas residentes en una capa pueden activar o reprimir neuronas de otra capa. Las relaciones funcionales entre capas pueden generar comportamientos que escapan al control racional consciente. Por ejemplo, si usted sostiene en su mano una bebida fría (negociado de la capa 1) y alguien le pregunta su opinión sobre una persona conocida (negociado de la capa 3), probablemente usted responderá que tiene una personalidad fría. Casos como este parecen inocuos, pero si es usted policía de patrulla por un barrio marginal y aparece un sujeto manejando un teléfono, el encuentro puede resultar letal para el sujeto.

Para el tema que nos ocupa aquí, las capas más relevantes son la 2 y 3. Las emociones son, en gran parte, resultado de la actividad de neuronas en la capa 2, mientras que sus compañeras de la capa 3 suelen modular la manifestación externa de esas emociones tras la evaluación del contexto ambiental, las consecuencias previsibles del acto y otras funciones cognitivas. A la capa 2, asimilable al concepto más profesional de «sistema límbico», pertenecen estructuras como la amígdala. Cuando vemos imágenes de violencia, aumenta la actividad en la amígdala, y cuando ésta se estimula con electrodos nos provoca ira. Además, su eliminación quirúrgica disminuye la agresividad en pacientes epilépticos graves e impide reconocer imágenes de rostros enfadados. Entonces, ¿por qué no se elimina la amígdala cerebral del mismo modo que suelen eliminarse las amígdalas bucales cuando se infectan y engrosan demasiado? Por terrible que parezca, se hizo hasta tiempos muy recientes, no solo a enfermos epilépticos, sino también a sujetos violentos. La psicocirugía había nacido, laureada incluso en 1949 con la concesión del premio Nobel a António Egas Moniz.

Hoy, las cosas parecen haber mejorado y la amígdala se describe como la estructura donde se generan las sensaciones de miedo y ansiedad. De hecho, se distingue entre la amígdala central, evolutivamente más antigua, donde se generan los miedos innatos, y la amígdala basolateral que rodea a la anterior y es evolutivamente más reciente. Es aquí donde se gestiona el miedo aprendido y esa información se envía a la amígdala central. Las repetidas exposiciones a un estímulo cualquiera (meter los dedos en un enchufe) y a una sensación desagradable (choque eléctrico), pueden generar una asociación funcional entre ambas regiones de la amígdala. En eso consiste «aprender a tener miedo de algo que antes parecía inocuo». La complejidad celular de la amígdala es, probablemente, mayor de lo que conocemos hoy, porque miedo y agresividad son separables. Los psicópatas violentos son un claro ejemplo de esto. Sus amígdalas son relativamente insensibles a estímulos e imágenes que deberían generar miedo y, además, suelen ser más pequeñas de lo normal. Su agresividad y violencia está calculada y desprovista de cualquier emoción.

La amígdala basolateral recibe información sensorial externa después de que haya sido procesada e identificada por la corteza (genéricamente correspondiente a la capa 3), pero, en algunas circunstancias, la información sensorial puede llegar a la amígdala antes que a la corteza. Ese atajo comporta imprecisión en el análisis de la información. Ese fue el caso del policía que confundió el teléfono móvil con una pistola y el inocente transeúnte pagó las consecuencias. La amígdala basolateral aprendió a identificar a un posible criminal durante las sesiones de entrenamiento o durante un desagradable episodio previo, informó a la amígdala central de que se trataba de una amenaza vital y ésta desencadenó una respuesta de supervivencia. Esa respuesta incluye también conexiones al hipotálamo que generan una excitación hormonal en centros de la capa 1 que resultan en aumento del ritmo cardíaco, la presión sanguínea, etc. Todo el cuerpo trabaja coordinadamente en éste como cualquier otro comportamiento.

En la capa 3, asimilable a la corteza, debemos prestar atención especial a la corteza prefrontal. La constituyen una serie de pequeñas estructuras muy desarrolladas en primates que terminan su maduración después del nacimiento. En humanos, pueden tardar hasta los veinte años en completar su maduración. Esto nos llevaría a tratar el enjundioso tema de la agresividad y responsabilidad juvenil, pero tendrá que ser en otra ocasión. En general, la corteza prefrontal evalúa la información recibida, el contexto externo e interno del individuo, planifica la acción que es posible tomar con sus consecuencias y, finalmente, da permiso o no, para que se dispare su ejecución. De entre las muchas estructuras que componen la corteza prefrontal, cabe distinguir la dorsolateral de la ventromedial. La primera es la más racional y cognitiva, mientras la segunda, por sus conexiones con la amígdala, regula el impacto de las emociones en la toma de decisiones. Mediante estimulación magnética transcraneal, es posible silenciar momentáneamente la corteza prefrontal dorsolateral en humanos. Estos individuos, sometidos a un juego económico, son capaces de aceptar ofertas mezquinas que nunca hubieran aceptado en condiciones normales. Por otro lado, lesiones en la corteza prefrontal ventromedial llegan a impedir que el sujeto tome decisiones cuando éstas tienen una carga emocional. Por ejemplo, en el dilema moral de elegir desviar un tranvía fuera de control hacia una persona, a la que matará, para salvar a otras cinco, los sujetos con la corteza prefrontal ventromedial lesionada no dudan en elegir sacrificar a una persona, incluso si se trata de un familiar. En esos pacientes, la corteza prefrontal dorsolateral no tiene contrapeso y toma la decisión más rentable: matar a uno es mejor que matar a cinco.

Otra estructura de la corteza prefrontal, la ínsula, genera sensaciones de repugnancia, especialmente frente a estímulos gustativos y olorosos. Curiosamente, también se activa en situaciones moralmente desagradables, como ver imágenes de una escena de violación. En estos casos, la activación de la ínsula se extiende a la amígdala con la que está conectada. Así se genera nuestra repulsa frente a la violencia, a menos que la repetida exposición a este tipo de sensaciones acabe generando un fenómeno de habituación. Quizá sea este un gran problema social que no ha recibido aún la atención que merece.

La dopamina es un neurotransmisor utilizado por neuronas de varias estructuras cerebrales del sistema límbico, como el tegmento y el núcleo accumbens. Esas estructuras generan sensaciones agradables y por eso suele equipararse placer con subidón de dopamina. Es aquí donde la cocaína, el alcohol y otras drogas ejercen su efecto placentero. También el sexo, incluso el imaginado, provoca liberación de dopamina en estas estructuras. Por cierto, con notables diferencias sexuales. Hay mayor liberación en hombres que en mujeres ante la visión de imágenes sexualmente excitantes. Y no, no es un efecto cultural. Monos macacos macho sedientos prefieren ver imágenes de genitales de hembras en lugar de beber y saciar su sed. Las hembras prefieren beber.

Como cabría esperar, la imposición del castigo es un acto neurobiológico más. La corteza prefrontal dorsolateral cognitiva se activa fuertemente cuando el sujeto decide sobre la culpabilidad del acto que ha realizado otro sujeto. Para la severidad del castigo que se impondrá, sin embargo, el juez lo hace en función del nivel de actividad en su corteza prefrontal ventromedial emocional, junto con la amígdala y la ínsula. Es decir, castigar parece ser un placer atávico que comporta un buen chute de dopamina. Según Sapolsky, los espectadores en la quema de un hereje realmente disfrutaban. Por cierto, estos mecanismos funcionan, tanto en juicios sobre actos de violencia física como en juegos de ofertas económicas. Recuérdelo cuando vaya a vender su casa.

No cabe duda que la violencia es objetivamente repudiable en todos sus niveles de intensidad, pero conviene recordar que hay infinitas formas de violencia. La palabra, hablada o escrita, puede ser más violenta que el arma en la mano. Con todo, la perspectiva histórica de la sociedad humana parece mostrar una mejora progresiva. Mientras que ayer se quemaban brujas por posesión diabólica, hoy se tratan como pacientes epilépticos. Así opinan autores como Steven Pinker, una posición no exenta de encendidas controversias.

¿Somos libres?

Como derivación lógica de la agresividad y sus fundamentos biológicos, el libro aborda la pregunta «¿Somos responsables de nuestros actos?» Hay una serie de observaciones que nos muestran un panorama inquietante. A un sujeto conectado a electrodos que registran su actividad cerebral se le pide que haga un movimiento de muñeca cuando lo desee anotando la hora exacta que marca un reloj. Los investigadores, que no interactúan en ningún momento con el sujeto, observan repetidamente que la actividad cerebral del sujeto aumenta progresivamente unos quinientos milisegundos antes de que el sujeto mueva la muñeca. Es decir, hay una actividad cerebral creciente que precede al acto voluntario y consciente. Surgen aquí dos preguntas: 1) ¿Qué inicia esa actividad preconsciente? y 2) ¿Cómo denominamos esa actividad? Para la primera no tenemos respuesta precisa, mientras que para la segunda hemos inventado un nombre que no dice nada: «potencial de disposición». Aunque Sapolsky, como muchos autores estadounidenses, atribuye el hallazgo a Benjamin Libet, lo cierto es que el fenómeno se describió casi veinte años antes por autores alemanes. Una muestra más del sutil favoritismo tribal entre «nosotros» versus «ellos». El tema ha generado amplios debates, pero es necesario admitir que lo que llamamos «consciencia» es un estado funcional más del cerebro que requiere un tiempo para su construcción que, en humanos, es de aproximadamente quinientos milisegundos y, en los macacos, unos ciento ochenta milisegundos. Si recordamos que la transmisión en una sinapsis consume un milisegundo, los tiempos para fabricar el estado consciente deben requerir la actividad de muchas sinapsis.

La inexorable conclusión de que el libre albedrío es una ilusión debería tener profundas consecuencias sociales, en especial para el fundamento de la justicia y el castigo del delito. Obviamente, no habrá (todavía) una revolución social motivada por los hallazgos neurocientíficos, pero conviene recordar que todo el orden social es un conjunto de reglas que hemos acordado seguir. Otras sociedades pueden adoptar reglas diferentes. En la nuestra, seguiremos encarcelando al asesino porque convenimos en admitir que es peligroso para todos que ande suelto, porque quizás ese castigo disuada a otros de hacer lo mismo y demás razones que los juristas conocen bien. No obstante, deberíamos olvidarnos de justificar su castigo basándonos en el argumento de que cometió un acto malvado de forma libre. Ante las tres actitudes posibles sobre el asunto del libre albedrío: 1) existe plenamente al margen de los mecanismos del cerebro; 2) no existe en absoluto; y 3) debe haber algo intermedio. Sapolsky adopta la tercera, algo que define como «libre albedrío mitigado». No creo que haya estadísticas sobre este asunto, pero, personalmente, creo que la tercera opción es una muestra más de una calculada ambigüedad para mantenerse dentro de la hipocresía de lo políticamente correcto. Otros autores, cuyas obras gozan de gran visibilidad, comparten esa misma actitud. Habrá que esperar tiempos mejores para poder expresar y asumir la realidad con valentía.

Dios y la violencia

La religión es un invento cultural humano muy poderoso que, entre otros efectos, otorga una etiqueta diferencial: «nosotros» versus «ellos». Dolor y misericordia, quizás no en la misma proporción, se han derramado en nombre del dios correspondiente durante siglos. ¿Influyen las creencias religiosas en el grado de violencia? Varios estudios indican que sí, pero con un matiz sorprendente. Uno de esos estudios, brevemente resumido, consistió en leer un pasaje de la Biblia en el que una mujer es asesinada por miembros de otra tribu, el marido recluta voluntarios en su tribu y se vengan arrasando a los vecinos. El pasaje lo leen dos grupos de sujetos, con una variante. Al primer grupo se les dice que el reclutamiento se hizo previa consulta y aprobación de su dios, mientras que al segundo grupo no se menciona ese detalle. Tras la lectura, ambos grupos participan en un juego en el que cada sujeto perdedor es castigado con un sonido molesto, cuya intensidad la determina el correspondiente sujeto ganador. Tras el juego, los sujetos declaran su creencia en Dios y la Biblia. Resultado: los creyentes castigan con mucha más intensidad si han leído la versión del pasaje en el que Dios da permiso a la venganza. La sorpresa es que, entre los no creyentes, el efecto también se observa, aunque el aumento de la intensidad del castigo es menor. Otros estudios añaden que, más que la religiosidad individual, es la práctica religiosa comunal lo que influye en el nivel de violencia que puede mostrarse hacia «los otros». He aquí un motivo de reflexión. La violencia grupal, bendecida por un personaje de referencia, parece que nos libera de la contención individual. En este punto, el lector puede interesarse por cuál es la creencia religiosa de Sapolsky. Él declara que fue ortodoxo (entendemos que judío) en su juventud, desmotivado desde su adolescencia, pero admite su confort al rodearse hoy de personas creyentes. Otro ejemplo más de calculada ambigüedad en aras del marketing. En cualquier caso, todo apunta a que la práctica religiosa no es el mejor camino hacia la paz universal.

El mensaje más importante que debemos extraer de este libro es la naturaleza multifactorial del comportamiento. Genes, experiencias y contexto forman parte indisoluble de los mecanismos biológicos que sustentan nuestras acciones, pero –no lo olvide– todo son mecanismos. Además de utilizar un lenguaje asequible al lector no experto en neurobiología, se incluyen varios apéndices con información básica para quienes deseen conocer más detalles sobre circuitos neuronales y moléculas. Los tres grandes periódicos norteamericanos otorgaron al libro de Sapolsky la distinción de «Mejor libro de Ciencia de 2017» y, por una vez, el galardón está plenamente justificado. Hay que mencionar también la impecable traducción al español. No se dejen intimidar por sus casi mil páginas y léanlo si quieren seguir el consejo socrático «conócete a ti mismo».

Alberto Ferrús es profesor de investigación en el Instituto Cajal de Neurociencias (CSIC) y coautor de Manual de Neurociencia (Madrid, Síntesis, 1998) y ¿Qué es la consciencia? Una aproximación desde la neurociencia (Barcelona, EMSE EDAPP, 2018).

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Ficha técnica

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