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Revolutionary Road (I)

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Dejó dicho Jorge Semprún que la gran lección del siglo XX había sido el fracaso de la utopía comunista, capaz de despejar por sí solo y para siempre la incógnita acerca de si un proyecto social de tales características podía funcionar y llamado, por eso, a vacunarnos contra esa tentación. Desde ese punto de vista, podríamos añadir, es como habría que entender la tesis de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia: como fin de la controversia acerca del régimen político más adecuado para lograr una convivencia próspera entre hombres libres, y no, como salta a la vista, como fin del conflicto asociado a su instauración o mantenimiento. Es obvio que si la querella política sigue viva, como muestra nuestra actualidad política, es porque la disputa teórica no se encuentra tampoco cerrada; a pesar de que ninguna alternativa al modelo socioliberal ha exhibido méritos que logren desmentir la tesis del politólogo norteamericano. Méritos, se entiende, que incluyan el debido respeto a los principios ilustrados. Ahora, la muerte de Fidel Castro ha venido a confirmar que, aun con mucha menor fuerza que hace medio siglo, el utopismo socialista conserva una fascinante vigencia ?acaso más afectiva que racional? sobre la que merece la pena reflexionar.

Alexis Tsipras, primer ministro griego, tuiteó desde La Habana que había viajado a fin de «rendir homenaje al líder que inspiró a miles de personas en todo el mundo». Slavoj Žižek, por su parte, ha afirmado que, a pesar del fracaso del comunismo cubano, él sigue siendo comunista. Ambos, claro, son también demócratas y no conciben un socialismo que no sea también democrático; de qué modo pueda lograrse esto, en cambio, no queda especificado. Al hilo de una anécdota relatada por Arthur Miller durante una visita a la capital cubana, Žižek elogia lo que el dramaturgo llama «corriente alentadora de solidaridad humana» existente en Cuba, aquella que «el capitalismo global es incapaz de generar». Para ser precisos, Miller cuenta cómo dos jóvenes desharrapados ayudan a una señora bien vestida a recoger sus cosas tras salir de un taxi, en lugar de robarle inmediatamente; se entiende que en un país capitalista la señora podía darse por perdida. ¡Incluso en Suecia! En esa línea, Žižek sugiere que la atmósfera en Cuba no es tanto de pobreza y opresión como de oportunidades perdidas, lo que le lleva a lamentar que la Revolución «no produjo un modelo social que tuviera algo que ver con el definitivo futuro comunista». En este caso, la cursiva es mía y delata dos rasgos característicos del comunismo teórico: la convicción de su inevitabilidad y el propósito de crear una sociedad cerrada, perfecta, redonda. Hoy como ayer, un primer problema al respecto es la determinación de los medios a través de los que sea posible lograr tal fin; el segundo, elucidar si ese fin es o no realizable.

Al respecto de la vieja convicción de que el socialismo es inevitable, pronunciada por el propio socialismo con espíritu científico, no pueden ser más oportunas las reflexiones contenidas en uno de los capítulos de los Estudios del malestar que acaba de publicar José Luis Pardo. Nuestro filósofo compendia allí de manera ejemplar las raíces de la teleología marxista, que vienen de Hegel e incluso e Platón, a lo que habría que añadir la influencia del milenarismo cristiano. De acuerdo con ella, la Historia con mayúsculas nunca se equivoca y aquellos que tienen razón acabarán por triunfar forzosamente. De ahí que la militancia en el Partido Comunista sea diferente a cualquier otra militancia, pareciéndose mucho «a una fe religiosa y, en esa medida, a una propiedad personal definitoria de una identidad». Es, como sostiene Eric Voegelin, una religión política: la promesa de redención ultraterrena traída a la vida intramundana. Para el militante comunista, se trata de realizar históricamente la idea de la sociedad comunista al menor coste posible; aunque, como ha demostrado la historia práctica del comunismo, ese coste mínimo pueda incluir la privación de derechos políticos o el sacrificio de vidas humanas en nombre de la revolución. Pardo trae a colación la célebre tesis de Marx sobre Feuerbach ?¡la undécima!?, que llama a la transformación del mundo y atribuye un destacado protagonismo en ello a los filósofos que, hasta entonces, se habían limitado a interpretarlo. Por ese camino nos encontramos con el filósofo «comprometido», implicado activamente en la lucha política de su tiempo. Y nos encontramos con eso que Hegel denominaba «individuos histórico-mundiales», o líderes políticos decisivos en esa tarea transformadora. Entre ellos, sin duda, se encontraba Castro. Un Castro para quien la realización de la idea comunista siempre gozó de prioridad ante la realización de la idea democrática, seguramente por considerar que ambas eran ?son? incompatibles. Volveremos sobre esto.

Al hilo de la misión histórica del marxismo, tiene singular interés el debate que mantuvo el filósofo Leo Strauss con el también filósofo Alexandre Kojève, insigne intérprete hegeliano que ?con sus comentarios acerca del fin de la historia? dejó también su huella en Fukuyama. Para Strauss, su antagonista representa la manía moderna por una historia convertida en receptáculo de la razón universal, una sucesión de acciones políticas guiadas por la evolución de la filosofía. De ahí que pueda tener un final: el fin de los conflictos humanos en el Estado homogéneo de la sociedad sin clases. Un sueño que no es exclusivo del marxismo y aparece, con sus debidas variaciones, en numerosas utopías políticas y religiosas. En esa tarea, Kojève atribuye un papel primordial al filósofo, intérprete de la razón universal, con una argumentación de resabios platónicos:

si el filósofo no quiere restringir indebidamente el ámbito de su actividad pedagógica […] a la fuerza se sentirá poderosamente inclinado a participar, de una forma o de otra, en el gobierno como un todo, de manera que el Estado pueda organizarse y ser gobernado de un modo que haga su pedagogía filosófica a la vez posible y efectiva.

Es verdad que Kojève duda de que un filósofo tenga tiempo para dedicarse simultáneamente a la actividad filosófica y al gobierno; pero ese problema de agenda es el único que contempla. Para Strauss, la función de la filosofía es muy otra, a saber, evitar el antagonismo absoluto y la absoluta homogeneización de la sociedad. Algo parecido propone Pardo cuando dice que el filósofo «no es el que sabe la verdad, sino el que examina el significado de la propia noción de “verdad” que creíamos simple y aproblemático». De manera que lo que la filosofía no puede bajo ningún concepto es identificar unánimemente una idea ?una sola idea? llamada a realizarse históricamente. Tal cosa sería, más bien, una antifilosofía.

Por lo demás, debería ser evidente que la sola posibilidad de un Estado homogéneo y universal es incongruente con la naturaleza humana y con la esencia misma de la política: no es posible, ni deseable. Y no es posible por las mismas razones por las que no es deseable: porque no puede obtenerse el acuerdo universal de los hombres acerca de lo que sea bueno, ni domeñar por completo sus pasiones. Strauss cree que Kojève y la tradición marxista sobreestiman la fuerza de la razón, al tiempo que subestiman la influencia de las pasiones. Por ello, tal como ha sugerido Boris Groys, la calificación de régimen político racional por excelencia corresponde al comunismo, no a un liberalismo que pone el escepticismo y la falibilidad en su centro. Dado que el conocimiento perfecto no es humano, sigue Strauss, el Estado universal es una quimera, en tanto que «necesita de un acuerdo universal sobre los asuntos fundamentales, y tal acuerdo sólo es posible sobre la base de un conocimiento o sabiduría genuinos». No sabemos; por tanto, no podemos.

Para Strauss, la felicidad universal es irrealizable debido a razones intrínsecas a la propia naturaleza de las debilidades y frustraciones humanas. Por eso mismo, advierte, el hombre mismo se opondrá a cualquier intento por imponer una sola concepción del bien: a su juicio, la vida política no puede terminar. En lenguaje marxista, jamás podremos limitarnos a la mera «administración de las cosas» que caracterizaría a la sociedad sin clases que sigue a la dictadura ?en principio provisional? del proletariado. Strauss es cauteloso y subraya la necesidad del gobierno, porque enfatiza que nada nos asegura que las facultades humanas «se desarrollen en la dirección correcta». Argumento que, naturalmente, podría ser empleado por Fidel Castro o cualquier otro «individuo histórico-mundial» para justificar la supresión de la democracia. Algo que Strauss, pese a su contramodernidad nostálgica, nunca deseó, conformándose con la corrección de un liberalismo político que veía demasiado neutral y carente de épica política. La diferencia capital está, pues, en la coerción: en una virtud perseguida (democráticamente) o impuesta (autocráticamente). Algo que ya estaba en Rousseau, para quien era menester que los ciudadanos fuesen «forzados a ser libres» mediante la voluntad general. Se diría que esta posibilidad carece de crédito moral en nuestros días, pero, como veremos en la segunda parte de esta entrada, no todo el mundo piensa lo mismo: el último libro de Fredric Jameson constituye una sorprendente reivindicación de la utopía socialista. Y tanto más sorprendente resulta encontrar un claro paralelismo entre su defensa de un «poder dual» que permita avanzar hacia ella y las declaraciones que hizo Pablo Iglesias hace una semana.

Antes de avanzar en esa dirección, sin embargo, podemos preguntarnos si quienes apuestan por la utopía socialista, o al menos no la ven con malos ojos, no tendrían razón afirmando que vivimos de facto en una utopía liberal. Curiosamente, el propio Strauss coincidiría en esto con el propio Kojève y con el mismísimo Carl Schmitt. Para aquel, la neutralidad moral del liberalismo habría dado pie a un igualitarismo permisivo que convierte a la filosofía en un apéndice ?y no el centro? de la vida humana, impidiendo toda genuina discusión acerca del mejor régimen político. Strauss coincide aquí con Schmitt, para quien un mundo en el que desaparece la diferencia entre amigo y enemigo –un mundo asentado en la tolerancia– produce efectos lamentables:

de este modo habrá sólo cosmovisión, cultura, civilización, economía, moral, derecho, arte, entretenimiento, etc., políticamente puros, pero no política ni Estado.

Por su parte, Kojève desliza en algún momento la sugerencia de que el fin de la historia se haya producido ya. Lo hace en referencia al estilo de vida norteamericano, «género de vida propio del período poshistórico» que prefigura«el futuro “presente eterno” de toda la humanidad» y su retorno a la «animalidad». Esta animalidad significa, ni más ni menos, que el hombre ha renunciado a su plena realización; ya sea a través de la filosofía, del antagonismo político o de su emancipación poscapitalista. Ir al centro comercial, subir un selfie a Instagram, pasar el día en la playa: ¡formas animales de existencia! Strauss es más optimista sobre el futuro, pero no menos crítico con la vida moderna.

En realidad, la noción misma de una utopía liberal es antitética. No ya porque el liberalismo sea refractario a las utopías, sino porque un estado utópico del liberalismo resulta inconcebible. Es así porque este se funda en la libre contestación de las ideas recibidas, el escepticismo metodológico y la experimentación individual y social como fórmula de progreso. Más que depositar su fe en una sola idea que corresponde realizar históricamente, el liberalismo sitúa en la historia la discusión entre ideas. De manera que, por definición, una sociedad abierta no puede cerrarse jamás. Otra cosa es que, como vemos en nuestros días, eso haga infeliz a muchos de sus miembros. Pero las alternativas ?nacionalista, comunitarista, marxista? tampoco pueden triunfar: si una sociedad abierta no puede cerrarse jamás, una sociedad cerrada no puede ?tarde o temprano? sino terminar abriéndose.

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