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El ejército que nació en Marruecos

Franco «nació en África». Los africanistas y las Campañas de Marruecos

Daniel Macías Fernández

Madrid, Tecnos, 2019

504 pp. 20 €

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«Ningún analista podrá poner en duda que la institución militar ha desempeñado un papel determinante en la historia de España», escribe el prologuista de este volumen, el historiador militar Fernando Puell de la Villa, para sostener seguidamente que, si el protagonismo castrense fue acusado durante toda la etapa contemporánea de España, aún lo fue más en el período concreto que va desde que se dibuja la «sombra de Marruecos» en la política española hasta la eclosión del franquismo. «A la vista de ello –argumenta a continuación– resulta incomprensible la escasa atención prestada por los investigadores a tema tan trascendental». La mencionada contraposición, convertida en tópico argumentativo y en lamento tan admitido como estéril, ha tomado carta de naturaleza como una realidad palmaria desde hace varias décadas en el frontispicio de cualquier publicación de historia militar. Tanto es así que el autor de esta obra, Daniel Macías, tras una breve introducción, toma como punto de partida de su análisis –de hecho, es la primera frase que encuentra el lector– el mismo planteamiento: «El africanismo, entendido como familia militar, ha sido muy poco y también mal estudiado hasta el momento». No resalto esta coincidencia como cuestión anecdótica, sino en la medida en que dicho diagnóstico, tomado, según acabo de apuntar, como premisa indiscutible, condiciona en última instancia la propia estructura del volumen que comentamos. Así, dado que el africanismo en particular, pero también el ejército español en su conjunto y todo lo relacionado con la órbita castrense, están, según las estimaciones antedichas, tan postergados en el ámbito académico o universitario, el autor considera necesario dedicar un amplio apartado –al menos un tercio del libro, adaptación, por cierto, de una tesis doctoral– a lo que bien podrían llamarse cuestiones previas: aclaraciones metodológicas, repaso bibliográfico, problemas de enfoque, bosquejo del contexto, debates ideológicos y panorama general del período.

En mi opinión, este asunto de la postergación de lo militar es una verdad a medias. Es obvio que nadie puede sostener que el ejército sea un tema estrella en las investigaciones universitarias o asimilables, pero no algo distinto ocurre con otras múltiples parcelas de nuestra historia. Concretamente, en el ámbito de la historia contemporánea, la inmensa mayoría de los investigadores, desde los catedráticos a los doctorandos, se resisten a salir de unos pocos temas inscritos en las coordenadas de la corrección política y la repercusión mediática: Guerra Civil, violencia política, represión franquista o Transición, por citar los más trillados, a los que habría que añadir en las últimas décadas los llamados estudios de género. Aun con todo, el ejército no sale especialmente malparado si establecemos un criterio comparativo, pues, como el mismo Macías reconoce al comienzo de su andadura, desde los años sesenta del pasado siglo no se ha interrumpido la incursión en este campo de grandes figuras, desde ilustres hispanistas (Stanley Payne, Eric Christiansen, Carolyn P. Boyd), hasta militares profesionales de indudable prestigio (Miguel Alonso Baquer, Díez-Alegría, Julio Busquets) y, por supuesto, reputados profesores universitarios (Carlos Seco Serrano, Gabriel Cardona, Manuel Espadas Burgos). Que todo esto lo consigne Macías en un capítulo que lleva como epígrafe «Estado de la cuestión, enfoque historiográfico, fuentes y bibliografía» resulta comprensible si recordamos el origen de este libro como tesis doctoral, pero es de más difícil justificación en un volumen que pretende llegar a un amplio sector de lectores, no necesariamente versados o interesados en el utillaje historiográfico. La insistencia, aquí y más tarde, en trazar explícitamente un «estado de la cuestión» de los temas que trata o, en general, unos epígrafes reiterativos (por ejemplo, se repite tres veces «Las prácticas de guerra en la espiral de violencia» en el séptimo capítulo) no ayudan a que esta obra sea accesible al gran público. Una limitación que podría haberse superado con un pulido superficial de los aspectos más académicos del trabajo.

Contrasta llamativamente el susodicho formato o tono académico con un título comercial que desvirtúa el contenido del libro e incluso restringe el alcance del mismo. El reclamo de Franco «nació en África», incluso con las comillas en forma de advertencia, se presta a equívocos y dota al futuro Caudillo de una relevancia que no se corresponde con lo que vamos a encontrar en estas páginas. En efecto, en contra de lo que podría colegirse de la portada –foto incluida–, el protagonista de esta obra no es ni mucho menos Franco, que no pasa de ser un elemento más –por muy trascendental que resultase debido a la ulterior evolución de los acontecimientos– en el conjunto del africanismo militar español. El subtítulo es incomparablemente más preciso: «Los africanistas y las Campañas de Marruecos». De lo que se trata aquí es de cómo se forjó la mentalidad y el modus operandi de un sector del ejército español en un pequeño rincón del extremo noroeste de África: el Rif. Aunque el término africanismo está comúnmente admitido, no deja de ser una licencia demasiado ampulosa para caracterizar la actitud (mentalidad) de una oficialidad traumatizada por una serie de circunstancias particularmente adversas, desde un tipo de combate para el que no estaba preparada hasta un escenario abrupto y desolado que se convertía con frecuencia en la antesala del infierno. Por eso digo que, de africanismo stricto sensu, más bien poco, por no decir nada, y sí, en cambio, un odio africano a dicho territorio hostil y, sobre todo, a un enemigo, las kabilas rifeñas, tan escurridizo como despiadado. En suma, mucha frustración, rencor y crueldad en un colectivo sometido a unas tensiones brutales, sin olvidar que todo sucede en una fase crucial de la historia española, durante la mayor crisis del régimen liberal. Esta última referencia es decisiva. Nada se entiende ni puede explicarse sin aludir a ese contexto específico, tomando como punto de partida insoslayable el 98, vivido como catástrofe o, mejor aún, sima insondable en la trayectoria patria. En función de ello, Macías dedica los primeros capítulos de su libro a la génesis histórica, política, cultural y hasta filosófica del llamado africanismo militar español.

El caldo de cultivo o, si se prefiere, la explicación última no puede ser otra que el protagonismo militar a lo largo de toda nuestra historia contemporánea, es decir, lo que, para simplificar, ha dado en llamarse militarismo en sus diversas variantes: golpes, levantamientos, asonadas, motines, pronunciamientos o dictaduras militares, entre otras formas de intervención castrense en los asuntos públicos. El punto de inflexión lo constituye la Restauración canovista, caracterizada en su momento por Carlos Seco Serrano como el triunfo del civilismo. Macías se decanta acertadamente por una interpretación alternativa y hasta diametralmente opuesta: no hay tal civilismo, viene a decir, sino una inhibición pactada del ejército, que se repliega en los cuarteles a cambio de una serie de prebendas, manteniendo importantes resortes de poder y esgrimiendo ostentosamente la prerrogativa de vigilante del sistema en la sombra: «Se trató, más bien, de un militarismo de baja intensidad o, si se quiere, de un militarismo indirecto que sería la base explicativa de las posteriores intervenciones de los militares en política desde finales del siglo XIX» (p. 63). Además, escribe unas páginas más adelante, «el militarismo indirecto español de la Restauración hizo que no se diesen los cambios necesarios para la adaptación de la fuerza armada a los nuevos tiempos». En esta coyuntura estalla el conflicto antillano. Su desenlace será decisivo. El africanismo no se explica sin la derrota del 98, vivida por el estamento militar como desastre, sí, pero también como desamparo, vergüenza y, sobre todo, humillación y traición. Los responsables máximos de todo ello, los políticos civiles. Para la familia militar en su conjunto, el fracaso del 98 exige reparación en varios sentidos, pero sólo unos pocos –aunque muy influyentes– abogarán por recuperar la grandeza y la honra de la patria en una nueva empresa nacional, esta vez en tierras africanas. Macías enfatiza aquí la originalidad de sus aportaciones, aunque más bien lo que hace es documentar adecuadamente unas vinculaciones bien conocidas, en consonancia con una corriente interpretativa sólidamente asentada en la historiografía del período.

A su manera, el ejército –o una parte de la oficialidad ilustrada– se contagia también, como buena parte del país, del ideal regeneracionista, el bálsamo de Fierabrás del momento. Aunque el autor no lo dice exactamente así, dentro de la familia militar hay un regeneracionismo intelectual, que busca sobre todo en la educación y las reformas sociales la salvación del país, y otro regeneracionismo, más impaciente y expeditivo, que propugna cortar por lo sano, es decir, sajar los tumores que emponzoñan a la nación. Esta segunda vía desemboca, como puede colegirse de lo dicho, en el famoso «cirujano de hierro». Quizá lo más importante o significativo –y esto sí lo recalca Macías– es que ambas corrientes coinciden en un punto esencial: un patriotismo de corte marcial, es decir, la militarización de la sociedad como ideal supremo, la imposición de los valores castrenses como único medio de salvación de la patria. Siguiendo el célebre diagnóstico costiano acerca de la degeneración de la raza, se atribuía la decadencia hispana a la debilidad de la sociedad civil y a su impregnación de valores materialistas y femeninos. Por tanto, se imponía la tarea de una virilización del conjunto social, que debía empezar a realizarse «mediante la implantación de un servicio militar obligatorio y universal que igualase a todos los españoles». Esta dinámica belicista se conjugaba de modo natural con el irracionalismo del momento y daba un paso más propugnando «el fuego (guerra) y la sangre (muerte-sacrificio)» como «las vías de curación de la patria, por su capacidad para contrarrestar los efectos del materialismo a través de la purga en el campo de batalla» (p. 129). Redención y catarsis, expiación y heroísmo, cualquier cosa por la patria, sin temor a la muerte, porque la muerte es el umbral de la resurrección.

Macías subraya la confluencia entre el belicismo, el irracionalismo y el vitalismo formando un explosivo «magma intelectual» en el que se integrarían también nociones provenientes de las pujantes ciencias biológicas, en especial el racismo, el higienismo y el darwinismo. De este modo se daba una pátina científica a la clasificación de naciones y pueblos: de ahí la contraposición entre progreso y barbarie, cultura y primitivismo, civilización y atraso. Por supuesto, era deber de los pueblos vigorosos y avanzados civilizar a los salvajes, por las buenas o por las malas. El dominio colonial no quería privarse de su buena conciencia. Aunque resulta evidente para cualquier mediano conocedor de la filosofía de la época, Macías insiste en diversas ocasiones en la dimensión internacional de este conglomerado ideológico: lo único que se hizo en España, y más concretamente en el ámbito militar, fue una adaptación elemental de esos principios, pues tampoco había en el solar hispano un teórico de altura que diera una forma original a esas doctrinas, por lo demás tan excitantes como confusas. Por otro lado, no debe minusvalorarse el hecho de que España se debatía en una situación paradójica a este respecto, pues se ufanaba de su superioridad sobre los africanos –los moros, como se decía popularmente con marcado desprecio?, pero, al mismo tiempo, debía defenderse en el espacio occidental de la etiqueta de «dying nation» (Lord Salisbury) que le atribuían determinadas elites de las naciones más avanzadas. Sin olvidar, como ya se dijo, que el masoquismo regeneracionista había arañado también la autoestima patria (nación sin pulso, raza de eunucos). Quizá por ello, precisamente, se detecta una marcada impostación en los textos de la época que tratan de justificar la conquista aludiendo a la imposición de nuestra superior civilización. Y, de modo complementario, rebajan al moro prácticamente a nivel de alimaña.

Aunque en el capítulo sexto («Civilización frente a Barbarie») hay aportaciones originales, la parte más interesante del libro es la que se desarrolla a partir del séptimo, porque se posterga ya el análisis cultural del africanismo y se entra de lleno en el examen de la conformación ideológica que sufre el ejército en el escenario marroquí. Macías empieza por señalar los «condicionantes bélicos» y las claves del desencadenamiento de una «espiral de violencia». Entre los primeros, los más obvios fueron la adaptación al terreno y la climatología, por un lado, y la rivalidad con Francia, por otro. En el fondo, ambos factores guardaban una estrecha relación, porque a nadie se le ocultaba que en el reparto colonial del territorio marroquí a España, por razones obvias de potencia menor, le había correspondido la zona más difícil desde todos los puntos de vista. La más complicada de dominar y desenvolverse y, además, la que menos rendimiento o rentabilidad le iba a producir como gestora colonial. La resistencia nativa a la penetración extranjera –en este caso, la española, que es la que nos interesa– se articulaba en tres categorías, en función de las motivaciones que la sustentaban: económicas, religiosas y políticas: «Cabe en este sentido diferenciar a bandoleros, muyahidines y “soldados regulares” […] sin dejar de tener en cuenta que bandolerismo, yihadismo y nacionalismo rifeño fueron realidades que se dieron juntas en proporciones diversas en cada momento» (p. 258). La espiral de violencia de la que se hablaba antes provino de la propia naturaleza de una guerra irregular en un escenario infernal y bajo unas condiciones climatológicas extremas. Las tropas españolas eran víctimas de continuas emboscadas y traiciones, incapaces de distinguir entre amigos y enemigos de su presencia allí. El terreno se prestaba, además, a la presencia de francotiradores escurridizos y fantasmales. Todo ello fue configurando un entramado de mitos acerca de la ferocidad del moro –desde su sexualidad desaforada a las mutilaciones rituales– y promoviendo una respuesta cada vez más brutal de las fuerzas de ocupación.

«El proceso in crescendo de las cotas de crueldad del ejército colonial español en África tuvo una serie de claros puntos de inflexión. El más destacado de todos ellos fue la derrota española de Annual» (p. 277). Macías analiza por este orden la guerra aérea, la guerra terrestre y la guerra química para establecer el balance desequilibrado o «guerra asimétrica entre un poder militar occidental y una resistencia armada tribal». Los medios eran desiguales, pero el odio se generalizó, llevándose la peor parte quien caía prisionero del enemigo. Lejos de las «leyes de la guerra civilizada», la barbarie más deshumanizada se hizo norma de conducta. En ese contexto, el autor se detiene en unas interesantes reflexiones acerca de la ideología que fue conformándose en un amplio sector de los combatientes españoles, lo que denomina «cultura mortuoria del africanismo»: «La exaltación de la guerra y de las virtudes marciales y viriles del combatiente que promovió el africanismo, llevaron al surgimiento de una cierta mística de la muerte entre los miembros de ese grupo» (p. 352). Una determinada concepción de la virilidad y una estética adaptada a ella (el culto a las cicatrices y heridas de guerra) generaron una específica actitud ante el combate (la temeraria y desafiante entrega del legionario) e incluso una forma de ocio (consumo desmesurado de alcohol, prostitutas y, si así puede llamárselo, un ritual tabernario). No hace falta subrayar en este contexto la importancia de José Millán-Astray como ideólogo y como referente mítico del legionario español. Por supuesto, se generó además en ese medio una imagen específica del combatiente destinada a dejar una profunda huella en el imaginario colectivo. Podríamos sintetizarla en el popular «novio de la muerte» (vinculado con el irracionalismo vitalista); se servía de un espiritualismo ad hoc (así, la muerte como puerta para la auténtica inmortalidad) y se acompañaba de una parafernalia fácilmente reconocible: poses agresivas, actitudes chulescas, himnos arrebatados, fogosas arengas y gritos de guerra.

Desde el punto de vista político, los llamados africanistas, que siempre fueron un colectivo minoritario en el seno del ejército, eran «partidarios de la conquista militar del Protectorado sin condiciones», es decir, se oponían a pactos y negociaciones políticas o militares. Su belicosidad les llevaba a poner el honor de la patria en la victoria y la conquista sin sombra alguna de transacción, entendida esta siempre como inaceptable debilidad. Frente al ejército «burocratizado» de la península, el africanista se ufanaba de representar el modelo heroico. Se sentía émulo o continuador del inmarcesible conquistador español y, por ende, fiel patriota que continuaba la misión histórica de España. De ahí la retórica del designio providencial, la apelación al destino imperial y el entronque con aquellos siglos en los que en los dominios de España no se ponía el sol. En esa tarea hercúlea, los militares africanistas se sentían incomprendidos y cercados por múltiples enemigos. Los externos, los extranjeros, eran fácilmente reconocibles. Los internos eran mucho peores, porque no sólo ponían todo tipo de obstáculos, sino que minaban la moral del soldado con sus campañas insidiosas e ideologías disolventes. Macías dedica el último capítulo a las «bestias negras» del africanismo: siguiendo su orden expositivo, en primer lugar, las odiadas Juntas de Defensa, expresión suprema del contagio sindical y hasta del «virus sovietista» en las propias filas militares. En segundo lugar, el comunismo, tanto en su vertiente doctrinal como en su aspecto de infiltración revolucionaria, debido a la intervención de agentes bolcheviques. Esta faceta era más importante de lo que a primera vista podía colegirse, dado el aspecto paranoico de la ideología africanista, convencida de la ayuda bolchevique a los rebeldes marroquíes en el marco de la «conspiración mundial de los soviets». Cita Macías, por último, al movimiento panislámico como tercer gran enemigo, en especial por la supuesta ayuda de los nacionalistas turcos a los rifeños.

En el último capítulo, titulado «Conclusión» –en singular–, el autor enfatiza más si cabe el tono académico –siempre presente a lo largo de estas páginas– para destacar las aportaciones que, en su opinión, ha realizado en el presente estudio. «La de mayor rango –sostiene– es la categorización, definición y sistematización del africanismo», sobre todo en la medida en que ha tomado como referencia fundamental «su época de conformación», evitando así, «deliberadamente, supeditarlo a la explicación de acontecimientos posteriores en los que estuvo involucrado», esto es, el golpe militar del 18 de julio, la Guerra Civil y su influencia en el primer franquismo. Creo que habría que matizar algunos aspectos, pero, en lo esencial, no encuentro objeción importante en admitir ese planteamiento. No puedo decir lo mismo de las siguientes apreciaciones. Macías se arroga como segunda gran aportación «la vinculación directa […] entre las guerras de fin de siglo en Cuba y Filipinas y las Campañas de Marruecos». Ese vínculo ya fue detectado y mencionado en las obras pioneras sobre el militarismo hispano hace más de medio siglo y desde entonces ha sido casi un lugar común en la historiografía militar y la historiografía a secas. Por cierto, que también aquí sería pertinente establecer una matización importante que en su momento enfatizó Stanley Payne en su obra seminal Los militares y la política en la España contemporánea (reconvertida luego en Ejército y sociedad en la España liberal): no todo los jefes y oficiales españoles, ni mucho menos, estaban por esa labor de ganar prestigio y ascensos en tierras africanas, pues muchos –la mayoría– se habían acomodado a sus destinos burocráticos en la península y preferían una vida acomodaticia en sus guarniciones respectivas. No puede decirse sin más que el ejército español en su conjunto buscó en África lo que perdió en las Antillas. Tampoco puedo conceder la patente de originalidad al descubrimiento (?) de una corriente intelectual en el seno del ejército, es decir, un regeneracionismo militar de cariz intelectual que, aunque minoritario y a la larga poco influyente, ha despertado el interés de diversos estudios a lo largo de las últimas décadas. En cuarto lugar, Macías se atribuye también el hallazgo de que el colonialismo militar español «no fue una excepción dentro del mundo occidental», sino un caso más. ¡Pues claro! Desde cualquier punto de vista que se mirase, dados los condicionantes de la época y del país, ¿es que acaso podía ser de otra manera? Un colonialismo de segundo o tercer nivel, a la sombra de las grandes potencias coloniales, pero siguiendo en lo esencial las directrices de estas.

Para finalizar, una última consideración de carácter más global. Esta es una investigación que versa sobre la mentalidad o cultura militar de un sector del ejército, pero no de las Campañas de Marruecos como fenómeno bélico y político. La distinción es importante, porque el lector que vaya buscando una visión global de lo que sucedió en el norte africano en el primer tercio del siglo XX se encontrará con que aquí no se profundiza en el desarrollo de los acontecimientos militares ni se abordan las decisivas interferencias políticas en el colonialismo español. De hecho, ni tan siquiera se examinan las causas de la inoperancia estrictamente militar para dominar el territorio, factor clave para entender los sucesivos desastres, del Barranco del Lobo a Annual. Macías inscribe su trabajo en las «cultural studies perspectives on war» (sic), es decir, una superación de la mera descripción de los hechos bélicos para adentrarse en temas como la sociabilidad en el frente o la vida cotidiana del soldado. Se entiende aquí la guerra «como un entramado discursivo complejo en el que operan códigos diversos». Aunque la formulación es algo alambicada o incluso un poco pedante, el estudio de la espiral de violencia en el norte africano es bastante convincente y configura, en definitiva, un volumen que, a pesar de los reparos planteados, puede leerse como un excelente contribución al estudio de la mentalidad militar. Quizá no sea exacto decir que Franco «nació en África», pero es indudable que el ejército que se fraguó en torno al futuro Caudillo sí tenía una impronta africana. Y, cuando llegó la hora decisiva, no fue precisamente para bien. Lo expresó de modo brillante hace ya algunos años otro historiador (Gustau Nerín) que trató el mismo tema y acertó plenamente con el título: La guerra que vino de África (Barcelona, Crítica, 2005). En efecto, la guerra provino de África no sólo porque allí empezó el levantamiento y desde allí se trasladaron Franco y sus tropas a la península, sino, sobre todo, porque de África y de la experiencia africana provinieron una serie de características bélicas y de implacable comportamiento militar que marcarían decisivamente el rumbo de la historia española.

Rafael Núñez Florencio es Doctor en Historia y profesor de Filosofía. Sus últimos libros son Hollada piel de toro. Del sentimiento de la naturaleza a la construcción nacional del paisaje (Madrid, Parques Nacionales, 2004), El peso del pesimismo: del 98 al desencanto (Madrid, Marcial Pons, 2010) y, en colaboración con Elena Núñez, ¡Viva la muerte! Política y cultura de lo macabro (Madrid, Marcial Pons, 2014).

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