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El derecho a equivocarse

La transparencia del tiempo

Leonardo Padura

Barcelona, Tusquets, 2017

448 pp. 19,90 €

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Uno de los lugares donde mejor se come en todo el mundo es La Habana. Es decir, La Habana de las novelas de Leonardo Padura; y La transparencia del tiempo no es una excepción. Bien es verdad que al lado de la cena de doña Augusta, en el séptimo capítulo de Paradiso, los banquetes de Padura son los de un faquir. Pero haciendo una salvedad importante: que la novela de Padura transcurre hoy, razón por la cual escribo mi frase en presente. En cambio, la acción de Paradiso transcurre un par de décadas antes, tanto que me atrevo a situarla en unos años anteriores a la castración de Cuba. Con lo cual resulta que el barroco Lezama narraba como realista, y el realista Padura lo hace como autor de historia ficción. Y es hora de que me ocupe de la novela objeto de esta reseña.

Vaya por delante que se trata de un nuevo episodio de la saga de Mario Conde, con una trama doble: una principal, la investigación acerca de un robo por el ya casi sesentón detective, pesquisa que provoca un par de asesinatos; y una trama accesoria, el relato del destino sufrido por una estatua de una virgen negra puesta a salvo del saqueo de San Juan de Acre, en el año 1291, y de las secuelas de la guerra civil española en 1936, pues al cabo de muchas peripecias la estatua fue a parar en un oculto valle del Pirineo catalán. De esta segunda trama puede prescindirse por completo sin que el libro empeore, ni tampoco, ¡ay!, mejore. Así es que me concentraré en la contemporánea, en La Habana, en una Habana que es como un reloj de arena que desgranase maíz molido.

Lo primero que debo decir es que la lectura de La transparencia del tiempo, si bien un tiempo tan opaco es difícil que sea transparente, me ha hecho buscar mi reseña de la tercera novela de la saga, Máscaras. Veinte años después, hay allí frases que podría repetir sin cambiar ni una coma ni un acento, sino tan solo el título del libro. Valga como ejemplo: «Me queda el recelo de que las constantes pataditas a la censura cubana (que no es manca) no sean en último término sino la última coartada de libertad cultural que le quede al régimen castrista».

Como entretanto han pasado veinte años, y además Mario Conde ya no trabaja en la brigada de homicidios de la Policía, no hay pataditas a Investigaciones Internas, la metástasis estalinista de control dentro de la propia Policía, pero sí a la corrupción en las altas esferas del poder castrista, amén de poner el dedo en la llaga de que a casi todos los cubanos jóvenes de ahora lo que les gusta es la cochambre y la mierda en que se ha convertido ese país a consecuencia de los desmanes sufridos en un régimen de proclamada libertad y humanismo, durante el cual los estómagos de millones de cubanos fueron custodiados décadas y décadas por la libreta de abastecimiento, ¿o de desabastecimiento?, que les impedía morir de hambre y no les permitía vivir sin hambre; y ahora, contemplando una de las villas miseria del cinturón de penuria extrema que circunvala ya La Habana, Mario Conde se da cuenta de que ese cuadro del Bosco es la realidad, mientras hay quienes viven muy bien gracias a los enchufes que mueven, gente que es importante en ese país y a la que tienen comprada con dinero y con cariñitos, de manera que a Mario Conde se le van por el desagüe las ilusiones que casi le obligaron a tener, si bien elabora una especie de autoexculpación en la página 107 por haberse quedado en Cuba, y añade luego en la página 156: «No es que quiera quedarme: es que casi nunca hemos podido escoger, nos quitaron el derecho a equivocarnos»; y vuelva una y otra vez a remarcar la impotencia del régimen contra las villas miseria; y que el único diario siempre da las mismas noticias; y que la poderosa ortodoxia es castrante (¡certero adjetivo en Cuba, a fe mía!) de cualquier divergencia; y que el país estuvo cerrado a cal y canto, y la llave la tenían otros, quienes determinaban lo que era bueno para uno, qué debía leer uno, cómo cortarse el pelo y qué música oír; etcétera, etcétera, etcétera.

[El largo párrafo anterior es una sarta de citas casi literales de la novela, sarta donde les he ahorrado los tropiezos visuales de las comillas, para que así entiendan mejor lo que escribí en 1997, que son cosas que se leen como si fuesen la última coartada de libertad cultural del régimen castrista:
eso sin perder de vista si al autor no podría considerársele un disidente con patente de corso del régimen, que hasta el Premio Nacional de Literatura le ha concedido.]

Lo más grave, empero, no es que el esquema narrativo y su elocución no difieran casi nada de lo que reseñé hace veinte años. Lo más grave es que, en esos veinte años, el Mario Conde ahora ya al borde de los sesenta se diría que no ha hecho ninguna evolución, y hasta su mejor amigo le grita en algún momento que está estancado, como si Padura mismo se hubiese dado cuenta de que su personaje se estancó y quisiera decirnos que también él lo ha registrado.

No voy a recurrir al ejemplo de Philip Marlowe, pese a ser esa saga de Raymond Chandler uno de los paradigmas de Padura, lo que, sensu contrario, revela también su propio estancamiento. Pero pienso en el Jack Taylor de Ken Bruen en la irlandesa Galway; en el Kimmo Joentaa de Jan Costin Wagner en la finlandesa Turku; en la Kinsey Millhone de Sue Grafton, detective privada en la californiana Santa Teresa; en el Adam Dalgliesh de P. D. James, comandante de Scotland Yard y poeta con obra publicada (Mario Conde siempre ha estado hablando de escribir unos textos «escuálidos» como los de Salinger); y sobre todo pienso en el John Rebus de Ian Rankin en Edimburgo, que es al que mayor parecido le encuentro con su colega cubano, no sólo por su vida vagabunda y a trasmano de la corrección política y la disciplina profesional, amén de su afición al trago, sino también porque la ciudad desempeña en su saga un papel tan importante como La Habana en la de Mario Conde.

Todos ellos, y algunos más que no nombro para no hacer interminable la reseña, experimentan a lo largo de sus respectivas andanzas un desarrollo personal, mental y social que no veo en la vida y milagros de Mario Conde. Lo cual, por otro lado, me induce a pensar si no será justamente ése el mensaje subliminal de su saga. Que en un medio ambiente donde no hay desarrollo, sino todo lo contrario, donde las manecillas de los relojes giran de derecha a izquierda, ni siquiera un tipo tan bien dotado de inteligencia y de olfato es capaz de desarrollo, sino únicamente de estancamiento. Le dejo a Leonardo Padura el beneficio de la duda.

A quienes crean que la reseña de una novela debiera incluir al menos un resumen de su trama, les remito a la información editorial  (que permite además leer el primer capítulo, para abrir boca), y así me evito el trabajo. Una vez cumplido ese trámite, permítaseme una reflexión final acerca de la lectura de esta novela. Como todo lo que escribe Padura, se lee con las pilas puestas, sobre todo si, como yo, se renuncia casi de entrada al seguimiento de la prescindible segunda trama y sólo se la lee al final (con total independencia del conjunto) para redondear el juicio crítico sobre el relato. Como todo lo que escribe Padura, tiene una calidad verbal muy por encima del promedio, tanto en la prosa como en los diálogos. Como todo lo que escribe Padura, agarra al lector hasta el final y no le defrauda con una solución sacada de la manga de doña Agatha Christie, sino del desarrollo de los hechos, aunque me temo que estoy siendo algo injusto con doña Agatha, pero sea. Y como todo lo que escribe Padura, al menos en la saga de Mario Conde, suena a repetido, pero es algo que debe de ser propósito suyo y que al practicarlo quizá le da la satisfacción de ejercer su derecho a equivocarse.

Fe nada exhaustiva de erratas, gazapos y pleonasmos: en la página 117 aparecen unos «zapatones con pieles crudas de cabras, cocidas con pitas de cáñamo»; en la 119, un milagro de la botánica, una «encina de bayas dulces»; en la 217, una «infante feliz»; en la 271, unos «islamitas sarracenos» y en la 353 unos «teutones germánicos»; y, en algunos diálogos, una dicción muy poco cubana («¿Y qué fuiste tú a buscar allí?», cuando lo cubano sería «¿Y qué tú fuiste a buscar allí?», aunque a lo mejor elidió un «coño», me indica un experto: «¿Y qué coño fuiste tú a buscar allí?» Porque, de lo contrario, no suena ni en Cuba ni al menos en el Caribe), etcétera, etcétera, etcétera.

Coda. Durante la lectura, en la página 287 tuve que hacer una pausa larga para respirar hondo, contar hasta diez y poder seguir leyendo. En esa fementida página leí esto: «[Platero], el asno más célebre –y para Conde más comemierda– de la literatura de la lengua española». Subrayé la frase y al margen escribí «¡Uf!» Y seguí leyendo porque me dije que se trata de una frase bumerán, como las armas arrojadizas de los aborígenes en Australia. Siendo tan gratuita, puedo retornarla a su origen, si bien eximiendo tácitamente de responsabilidad al autor del texto (para quien vale la presunción de inocencia mientras no se demuestre lo contrario), y por ello sostengo que Mario Conde es «el policía más célebre –y para Platero más comemierda– de la literatura cubana». ¡Uf! Pero este es un «¡Uf!» distinto, de alivio, de haberme sacado la espina.

Ricardo Bada es escritor y periodista. Sus últimos libros son Límeri de Bueno Saire (Río de Janeiro, Caki Books, 2011), La bufanda de Cambridge (Bogotá, El Malpensante, 2018), y El canto XXV (Copenhague, Aurora Boreal, 2018).

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