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El gran banco liberal

El Banco de España y el Estado liberal (1847-1874)

Pedro Tedde

Madrid, Banco de España y Gadir, 2015

672 pp. 32 €

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Han pasado dieciséis años desde que el profesor Pedro Tedde nos obsequiara con El Banco de San Fernando y veintisiete años desde que lo hiciera con El Banco de San Carlos, libros muy ambiciosos ambos, publicados en Madrid por Alianza Editorial. Quienes nos dedicamos profesionalmente a la historia económica, y los que por diversas razones se interesan por esta parcela del conocimiento científico, llevábamos mucho tiempo esperando que Tedde alumbrara la continuación de la historia de nuestro banco central, pues sabíamos que se adentraba en una etapa apasionante, como es la construcción del «Estado liberal» español. Pues bien, el 20 de noviembre de 2015, por fin, pudo presentarse en el Salón de Actos del Banco de España la obra tan largamente anhelada, en una cuidada coedición con la editorial Gadir. ¿Responde el estudio a las expectativas? Dejaremos la respuesta para el final.

Arranca la historia en febrero de 1847, cuando Ramón Santillán fue nombrado ministro de Hacienda y tuvo que enfrentarse a los problemas de los dos bancos emisores de Madrid, el Banco Español de San Fernando y el Banco de Isabel II, problemas que habían sido desencadenados por la aparición de turbulencias financieras internacionales a comienzos de año. Santillán pensó que la solución pasaba por la fusión de ambos bancos, pero nunca imaginó que sería el principal promotor del Banco de Isabel II, el marqués de Salamanca, quien comandara la operación. En efecto, entre el 28 de marzo y el 4 de octubre de 1847, Salamanca sería ministro de Hacienda, lo que permitió no sólo que se pasaran por alto las irregularidades cometidas por el Banco de Isabel II, sino también obtener de la nueva entidad hasta veintidós millones de pesetas en créditos para sus negocios privados. El escándalo continuó en 1848, cuando, en junio, se descubrió un desfalco de unos cinco millones de pesetas, por el que fueron procesados el director del banco, su secretario general y su cajero. Sólo la decidida intervención del ministro Alejandro Mon consiguió que, a duras penas, se recuperara la confianza en la entidad.

Una Ley de 4 de mayo de 1849 determinó que los departamentos de emisión y descuento del nuevo Banco Español de San Fernando fueran completamente independientes, a la vez que se limitaba la emisión de billetes a la mitad del capital desembolsado y el triple del metálico en caja. Esto afectaba tanto al nuevo banco como a los bancos emisores de Barcelona (1844) y Cádiz (1847). Luego, en diciembre, Ramón Santillán fue nombrado gobernador del Banco Español de San Fernando por el ministro Juan Bravo Murillo. Todos ellos, como nos explica Tedde, eran hombres próximos o vinculados al Partido Moderado, es decir, conservadores que aceptaban el liberalismo siempre que no cayese en excesos. Santillán tenía un perfil más técnico que político y, aunque no tuviera experiencia en banca, llevaba casi un cuarto de siglo ejerciendo como funcionario de Hacienda. Ello le fue muy útil para abordar el saneamiento de la entidad, para lo que tomó como modelo al Banco de Francia.

Del estudio de Pedro Tedde se desprende que Bravo Murillo, Mon y Santillán actuaron en estos años de la «Década Moderada» (1844-1854) con completa autonomía, pues Santillán contrarió a Mon con la ley bancaria que impulsó en 1851, que desmantelaba la de 1849, y Bravo Murillo hizo lo propio con Santillán al crear en 1852 la Caja General de Depósitos, una institución pública que competía abiertamente con el Banco Español de San Fernando. En el trasfondo de estos movimientos se apreciaban tensiones políticas y económicas que ayudan a explicar La Vicalvarada, es decir, los sucesos revolucionarios de junio-julio de 1854 que forzarían el traspaso del poder de los «moderados» a los «progresistas». Santillán siempre creyó que las tensiones se hubieran aliviado con una política expansiva, aunque dirigida desde su banco en una situación cuasi-monopolística, lo que no fue apoyado por los moderados que llegaron a destituirle en abril de 1854. Estas circunstancias y el prestigio de que gozaba Santillán llevaron al general Baldomero Espartero, jefe de los progresistas triunfantes en la Vicalvarada, a reponerle en su cargo.

El “Bienio Progresista” (1854-1856) resultó proclive a las políticas expansivas, pero se mantuvo muy alejado de las intenciones de Santillán de dar preeminencia al Español de San Fernando. Santillán se alarmó cuando supo que en la capital cántabra se quería crear un Banco de Santander, que con el tiempo sería, nada menos, que el buque insignia de la economía española del siglo XXI; luego entró en pánico cuando, en junio de 1855, empezó la discusión de un anteproyecto de ley de bancos muy liberal. Tedde nos informa de que, gracias a las presiones de Santillán, el tono liberal se rebajó hasta admitir que sólo hubiera una entidad emisora por plaza y que el Banco Español de San Fernando tuviera derecho prioritario de establecimiento. Sin embargo, lo aprobado por el Congreso fue que ese derecho se ejercería transcurridos tres meses desde la promulgación de la ley, sin que el comercio local se hubiese mostrado interesado en promover un banco emisor. La nueva Ley de Bancos vio la luz el 28 de enero de 1856, momento en que el Banco Español de San Fernando pasó a ser el Banco de España.

Málaga, Santander, Bilbao, Sevilla, Valladolid y Zaragoza pronto se sumaron a Barcelona y Cádiz como plazas con banco de emisión (llegarían a ser veinte). Tedde nos dice que el Banco de España no tuvo apenas relación, ni buena ni mala, con esos bancos, pues se impuso la opinión de quienes, contra Santillán, creían que la entidad debía operar sin sucursales (antes de 1874 sólo se abrieron sucursales en Valencia y Alicante). Más conflictiva fue la relación con las sociedades de crédito, bancos sin emisión que surgieron para financiar inversiones industriales a largo plazo, siguiendo el modelo del Crédit Mobilier francés. Según Tedde, en un primer momento, el Banco de España vio en las sociedades de crédito competidoras dignas de consideración, pero pronto quedó claro que la principal dedicación del emisor madrileño sería la financiación del Tesoro Público.

Santillán murió en octubre de 1863, por lo que no tuvo tiempo de comprobar que sus recelos frente a la libertad de emisión tenían fundamento. El ciclo expansivo provocado por las políticas progresistas alcanzó sus límites y la mayoría de las sociedades de crédito y los bancos emisores entraron en crisis entre 1864 y 1874. Tedde refrenda la tesis de Gabriel Tortella de que el mayor error había sido la sobreinversión en ferrocarriles, pero no se olvida de señalar las convulsiones en el exterior, que habían terminado por provocar una crisis financiera internacional, con subidas de tipos de interés que se transmitían a través del sistema monetario internacional. El nuevo gobernador tuvo que hacer frente a los problemas, empezando por las solicitudes masivas de conversión de billetes, que tuvieron que aplazarse, lo que hizo que algunos tenedores de billetes acudieran a los tribunales. A comienzos de 1866, los billetes del Banco de España circulaban con descuento de hasta el 9% y la crisis se extendía por todo el sistema financiero. Tedde nos dice que la coyuntura era tan grave que Manuel Alonso Martínez pensó en crear un Banco Nacional Español, patrocinado por financieros británicos, que absorbiera a los bancos de emisión, incluido el Banco de España. La crisis de Overend, Gurney and Company, desatada en mayo de 1866, hizo que se abandonara completamente esa posibilidad.

En el otoño de 1866 volvió la calma a los mercados financieros y al Banco de España, que, a finales de 1867, pidió reducir el capital de cincuenta a treinta millones de pesetas, pues, como nos dice Tedde, seguía sin querer correr el riesgo de abrir sucursales y sólo atento a repartir suculentos dividendos. Cuando el Gobierno propuso que quince millones fueran destinados a adquirir deuda pública para mantener una reserva adicional, estalló un conflicto que terminó con la dimisión del ministro de Hacienda en febrero de 1868. Pocos meses después, en septiembre, estallaba la «Gloriosa», es decir, la revolución liberal encabezada por los generales Juan Prim y Francisco Serrano que destronó a Isabel II. El triunfo de la revolución permitió que el ministro Laureano Figuerola impulsara reformas económicas de hondo calado, como la unidad monetaria (creación de la peseta), la liberalización progresiva del comercio exterior (Arancel Figuerola), la atracción del capital extranjero hacia la minería, la promulgación de una ley de sociedades mercantiles o el avance hacia la sustitución de la imposición indirecta (los «consumos») y los monopolios fiscales (como el de la sal) por la imposición directa.

El asesinato de Prim, en diciembre de 1870, auguraba que el reinado de Amadeo I, la apuesta de los progresistas, estaría lleno de dificultades. Así fue y, en febrero de 1873, el rey español de la Casa de Saboya tuvo que abdicar. Para entonces, nos dice Tedde, se habían formado dos partidos: el Radical, partidario de seguir las reformas de Figuerola, y el Constitucional, que proponía avanzar por una vía más pragmática. Para la financiación del déficit público se siguió claramente la línea Figuerola, es decir, el recurso al capital extranjero, aunque fuera a coste elevado, y que, a pesar de las graves convulsiones políticas, siguió acudiendo a la llamada de los gobiernos españoles. Un ejemplo paradigmático de esto fue la creación, en 1872, del Banco Hipotecario de España, fruto de la colaboración entre un ministro radical y la Banque Paribas. Tedde defiende que en estos años se dio un extraño apartamiento entre la economía (que funcionó bien) y la política (que fue un caos); por su parte, el Banco de España desempeñó un papel muy correcto, gracias a que el gobernador, Manuel Cantero, adoptó un enfoque pragmático, ya que era banquero y comerciante.

Y así llegamos al final de la historia. El 2 de enero de 1874, el golpe del general Manuel Pavía disolvió las Cortes, que pretendían una constitución republicana y federal para España, y permitió la formación de un gobierno presidido por el general Serrano que buscó la restauración de la monarquía borbónica. José Echegaray fue nombrado ministro de Hacienda y, como es sabido, por decreto de 19 de marzo de 1874, otorgó el monopolio de emisión de billetes en todo el territorio nacional al Banco de España. A cambio, la entidad emisora tendría que facilitar al gobierno un crédito de 125 millones de pesetas, en un momento en que el Estado español estaba a punto de ser declarado en suspensión de pagos internacionales. Con anterioridad, se había celebrado una Junta Extraordinaria del Banco, donde ochenta y nueve accionistas votaron a favor de la iniciativa, frente a veintinueve que lo hicieron en contra. Sea como fuere, se trataba de accionistas contentos, pues, como nos muestra Tedde, los dividendos habían seguido una trayectoria ascendente durante el Sexenio Democrático, pasando del 12% de 1868 al ¡24,5%! de 1874. Las últimas páginas del libro están dedicadas a la reacción de los bancos emisores provinciales frente al decreto de Echegaray, que les permitía integrarse en el Banco de España cambiando sus acciones a la par, lo que resultaba muy ventajoso. Cinco bancos sólidos (Barcelona, Bilbao, Reus, Santander y Tarragona) se negaron a hacerlo, aunque ya no pudieran emitir billetes, con la particularidad de que el de Santander lo aceptó en primera instancia, sus accionistas percibieron los beneficios (al menos seiscientas cincuenta mil pesetas, calcula Tedde) y, luego, se reconstituyó como sociedad de crédito, en una operación que al ministro Pedro Salaverría, que era de Santander, le pareció de lo más normal (en 1877, Salaverría habría de suceder a Cantero como gobernador del Banco de España).

¿Qué podemos concluir? Que el profesor Tedde, ciertamente, no nos ha decepcionado. Ahora sabemos, con toda claridad, que el Banco de España constituyó una pieza fundamental en el entramado de la España isabelina, una época –naturalmente– convulsa, porque se trataba de dejar atrás los privilegios del Antiguo Régimen y entrar en la modernidad liberal. Los dos gobernadores que más tiempo estuvieron en el cargo (Santillán y Cantero) resultaron ser hombres pragmáticos que consiguieron que la entidad se beneficiase de lo mejor de ambos mundos: una posición de privilegio en un mundo en expansión gracias al impulso liberal. Pedir más al Banco de España sería un anacronismo. Hasta 1918, a nadie se le ocurrió plantear la completa estatalización del Banco de España como forma lógica de resolver un conflicto de intereses que reportaba escandalosos dividendos a sus accionistas; y era algo tan atrevido que el autor se limitó a firmar con sus iniciales: A. V. del R., El Banco de España y la reforma del privilegio de emisión, Madrid, Establecimiento Tipográfico de Juan Pérez Torres.

José Luis García Ruiz es profesor de Historia Económica en la Universidad Complutense. Ha investigado extensamente sobre historia empresarial y financiera, en particular de Madrid. Entre sus últimas obras destacan, en colaboración con Gabriel Tortella, Spanish Money and Banking. A History, (Londres, Palgrave Macmillan, 2013), y su contribución a Gabriel Tortella (ed.), Historia del seguro en España, (Madrid, Fundación Mapfre, 2014).

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