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Summa lex, summa iniuria: sí, pero…

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El jueves 26 de abril, el presidente del tribunal de la sección segunda de la Audiencia Provincial de Navarra comunicó en lectura pública la sentencia, de la cual había sido ponente, condenando a los cinco miembros de un grupo de amigos conocido como «La Manada» a una pena de nueve años de prisión y otras accesorias, entre las cuales se incluía una indemnización de cincuenta mil euros a la víctima –una joven de dieciocho años? por daños morales, todo ello por un delito de abuso sexual continuado, previsto en el artículo 181.3 del Código Penal. Cuando se conoció la sentencia, explotó una ola de indignación no sólo en Pamplona, sino también en numerosas poblaciones españolas; indignación y protesta que ha continuado varios días y a las cuales se sumaron apresuradamente numerosos políticos, siempre dispuestos a remover aún más las aguas revueltas para llevarlas a su huerto.

Esas protestas han motivado que el Gobierno, por boca de su ministro-portavoz, haya prometido un estudio de las calificaciones penales de abuso sexual y violación en el Código Penal. Tal declaración no parece haber calmado la indignación popular, que ha seguido creciendo y transformándose en un ataque violento a la administración de justicia en general y en una repulsa concreta de los jueces, de quien se llegó a afirmar que «estos jueces no nos representan». Evidentemente, las mujeres que sostenían ese cartel ignoraban que los jueces sólo «representan» a la Justicia; esa dama que en su mano derecha sostiene una balanza y en la izquierda una espada ?símbolos de la razón y la justicia? y tiene los ojos vendados, recordando así su independencia e imparcialidad.

El presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial se vio en la necesidad de puntualizar que las críticas realizadas por algunos responsables políticos comprometen la confianza en la Justicia, añadiendo que el tribunal valoró minuciosamente todos los elementos de prueba aportados por las partes y que las posibles discrepancias que puedan existir deben hacerse valer a través de los correspondientes recursos. Igualmente enérgicas han sido las reacciones de la mayoría de las asociaciones de jueces y fiscales, que no han dudo en calificar como una intromisión del Poder Ejecutivo en la labor del Poder Judicial unas manifestaciones del ministro de Justicia en las cuales ha afirmado, en un popular programa radiofónico, que el Consejo General del Poder Judicial debería haber actuado preventivamente contra el magistrado que emitió un voto particular porque «todos en la carrera judicial saben que tiene un problema»; manifestaciones, por cierto, compartidas por una diputada del PSOE, juez de profesión, magistrada del Tribunal Supremo y que, ¡mire usted por dónde!, durante cinco años fue vocal de ese mismo Consejo General del Poder Judicial.

Para entender el clamor popular, comenzaré por resumir, de entrada, cuáles eran las peticiones de las acusaciones y de la defensa. El Ministerio Fiscal, la defensa de la víctima, la Comunidad Foral de Navarra y el Ayuntamiento de Pamplona solicitaban, con ligeras diferencias, condenas de dieciocho años por agresión sexual, dos años y diez meses por un delito contra la intimidad, dos años por robo con intimidación, e indemnizaciones que oscilaban entre los cien mil y los doscientos cincuenta mil euros, más el pago de 1.531,37 euros al Servicio Navarro de Salud. Por su parte, las defensas de los procesados pidieron su absolución y la condena a costas de la Comunidad Foral por obrar con temeridad y malicia. Permítaseme recordar que José Bretón, el parricida que asesino y quemó a sus dos hijos de dos y seis años de edad, fue condenado a dos penas de un máximo de veinte años y nueve meses de multa a razón de diez euros diarios.

La sentencia, cuyas condenas han sido resumidas antes, ocupa nada menos que 370 páginas, y fue firmada por dos de los tres magistrados integrantes de la Sala (el presidente-ponente y una magistrada), e incluye además el voto discrepante del tercer magistrado, cuya argumentación y conclusiones ocupan un total 236 páginas (es decir, casi dos terceras partes de la sentencia), lo cual no es de extrañar si se tiene en cuenta que su autor hace referencia y analiza ?salvo equivocación por mi parte? treinta y siete sentencias del Tribunal Supremo, una directiva Europea, ocho sentencias del Tribunal Constitucional y una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. En gracia a la brevedad, la argumentación del magistrado discrepante puede resumirse diciendo que, en su opinión, en el comportamiento de los acusados no podía verse «una agresión sexual violenta, ni [tampoco] que la mujer actúe bajo la influencia de una intimidación […] que no se manifiesta en modo alguno», concluyendo que los acusados no pudieron conocer, dada «la conformidad que la denunciante mostró conforme se sucedieron los distintos actos sexuales [que ella] se encontraba en la situación de bloqueo o shock […] lo que excluiría en ellos una actuación dolosa». En resumen, se pronuncia a favor de absolver con toda clase de pronunciamientos favorables a los cinco acusados del delito continuado de agresión sexual y del delito de robo con violencia, condenando únicamente a uno de ellos por un delito leve de hurto a la pena de dos meses de multa con una cuota diaria de quince euros, declarando de oficio las costas causadas por el proceso.

Como fácilmente se comprenderá, la diferencia entre las peticiones iniciales y las condenas finales era tan considerable que los cientos de personas que aguardaban a las puertas del tribunal unas penas más severas reaccionaron primero con incredulidad y después con una furia que fue autoalimentándose a medida que los medios de comunicación y las redes sociales arrojaban leña al fuego de una indignación cuyas razones conviene analizar.

Es hora, por tanto, de centrarse en la sentencia y sus motivaciones. Las expresadas por los magistrados mayoritarios son esclarecedoras para entender el punto crucial que ha motivado la indignada reacción popular; es decir, porque entendieron que hubo abuso, pero no agresión sexual. Afirman ambos que no hubo intimidación, si acaso prevalimiento –«servirse de algo para ventaja o provecho propio», según la definición de la Real Academia Española? al producirse una situación de «preeminencia sobre la denunciante» que otorgó a los cinco componentes del grupo «una posición privilegiada». Pero, ¡cuidado! De ello no deducen los magistrados que la víctima temiera un «mal grave, futuro y verosímil» (¿cómo lo saben?); y remachan: «las acusaciones no han probado el empleo de un medio físico para doblegar la voluntad de la denunciante». En román paladino, no se observa «una agresión real más o menos violenta, o por medio de golpes, empujones, desgarros; es decir, fuerza eficaz y suficiente para vencer la voluntad de la denunciante». Alguien podría preguntarles: ¿qué podía hacer esa joven de dieciocho años? Pues bien, llegados a este punto, los propios magistrados parecen dar marcha atrás y reconocen que la víctima se quedó «sin capacidad de reacción» al verse «en un lugar recóndito y angosto […] con una sola salida, rodeada por cinco varones de edad muy superiores y fuerte complexión» que, en la alambicada descripción del magistrado discrepante, se regocijaban en un «ambiente de jolgorio». ¿Cuánto y cómo pudo resistir? ¿No constituyó todo ello una intimidación? Es significativo que, poco después de conocerse la sentencia, la presidenta de la misma Audiencia afirmase que la doctrina del Tribunal Supremo «no determina que tenga que haber resistencia de la víctima para que concurra intimidación». Puede, pues, pensarse que el relato de los hechos probados, recogidos en la sentencia, habría permitido a esos magistrados condenar a los acusados por agresión sexual. ¿Por qué no lo hicieron?

Paradójicamente, la respuesta puede encontrarse en una afirmación tajante que el magistrado discrepante deduce de su análisis de una de las muchas sentencias del Tribunal Supremo por él citadas: a saber, la «estricta sujeción del juez a la ley penal sustantiva y procesal». Era un caso difícil para los magistrados este de la valoración entre abuso y agresión sexual, y ello se comprueba en la lectura de la sentencia y, especialmente, en su valoración de las pruebas y en su olvido de que los veintitrés años transcurridos desde la redacción de los artículos 178 y 181 del Código Penal han sido testigos de un cambio radical en la valoración de los derechos protectores de la intimidad de la mujer. La sentencia comentada podría considerarse correcta en su sentido literal, pero no enmarcada en las doctrinas actuales sobre la protección absoluta de las decisiones femeninas respecto a cuándo, cómo y con quién desean mantener relaciones sexuales. O, dicho en los términos de la sentencia comentada, los magistrados deberían haber otorgado la primacía al consentimiento sobre una ponderación detallista respecto al grado posible de violencia en la agresión sexual, que no cabe discutir, como la propia sentencia reconoce, al afirmar que la víctima se quedó «sin capacidad de reacción».

No se trata, como algún purista podría objetar, de incitar a los jueces a que asuman el papel de legisladores (¿no tienen estos, por cierto, alguna parte de culpa en este enredo?), intentando en todo momento adecuar pruebas y argumentación a lo que aquellos debieron tener en cuenta. Pero, en casos como el de la sentencia de Pamplona, los magistrados no se decidieron a hacer el esfuerzo de encajar los hechos en el marco más que probable de una redacción actual de los citados artículos del Código Penal, limitándose con toda su buena voluntad a interpretarlos literalmente. Al actuar así, mucho me temo que no sólo han olvidado el espíritu del Código Penal, sino que han hecho un flaco favor a la Justicia con mayúsculas.

Por desgracia, lo sucedido con esta sentencia ha sido un ejemplo muy claro del peligro que acecha a la democracia representativa bajo la cual nos ufanamos en decir que vivimos en España, cuando es cada vez más evidente que se encuentra en serio peligro. Nadie puede negar que las sentencias judiciales estén sometidas a crítica. Pero esa crítica debe ser ponderada, fruto de un debate sereno y encaminada a convencer, no a insultar. En el caso de Pamplona, parece demostrarse que, buscando la justicia, se ha provocado por el momento una injusticia al aplicar literalmente el Derecho Penal vigente. Pero es que, además, el linchamiento mediático a que está sometiéndose a los magistrados de la Audiencia Provincial de Navarra es inaceptable, porque la inmensa mayoría de quienes claman en plazas y calles contra su sentencia ni la han leído ni les interesa entender que ha sido recurrida y que, por tanto, pueden cambiarse las penas en ella acordadas. Esa es una tarea que deberían haber asumido los conocidos como «medios de comunicación», pero estos se han dedicado, con contadas excepciones, a difundir opiniones de personas claramente incompetentes en el asunto en discusión, pero expertas en incitar reacciones intolerantes en quienes les ven o escuchan. Algo muy semejante sucedió hace pocas semanas con las pensiones públicas. Entonces las manifestaciones incitadas por los sindicatos y las izquierdas radicales y hábilmente utilizadas por algún partido para doblegar la voluntad de un Gobierno débil y en minoría parlamentaria acabaron por imponer una subida generalizada de unas pensiones tildadas de poco «dignas», pero que puede provocar un colapso futuro de todo el sistema que ahora pretende dignificarse.

Mucho me temo que, si un milagro no lo remedia, vamos hacia una democracia que pudiéramos calificar de directa, entendiendo por tal aquella en la cual cualquier usuario de las llamadas redes sociales puede intervenir, no para intentar apoyar la razón y el debate bien argumentado, sino para expandir opiniones irresponsables o miopes que no busquen construir consensos más o menos ilustrados, a lo cual se suman algunos medios de comunicación que persiguen manipular la libertad de opinión a favor de intereses inconfesados. ¡Tiempos difíciles se avecinan!

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