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Thoreau, en su refugio

El Diario (1837-1861) (vols. I y II)

Henry David Thoreau

Madrid, Capitán Swing, 2017

Trad. de Ernesto Estrella

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Cuando Henry David Thoreau (1817-1862) murió de tuberculosis sin hacer carrera a los cuarenta y cuatro años, este iconoclasta vecino de Concord se había convertido en una suerte de enigma para sus más allegados. ¿Era un inadaptado que había malgastado su vida y su talento de modo improductivo o se trataba, por el contrario, de un visionario que se había despojado de lo superfluo y había dado una lección de integridad a un mundo vulgar y estrecho de miras? Ralph Waldo Emerson, el padre de los Trascendentalistas de Nueva Inglaterra, había estado muy cerca de Thoreau. Habían sido vecinos en Concord, el pueblo de Massachusetts donde también vivían Nathaniel Hawthorne y el pedagogo revolucionario Bronson Alcott, y en aquella especie de Atenas del Nuevo Mundo habían paseado y conversado juntos y habían cultivado una amistad que, aunque no exenta de altibajos, fue crucial para Thoreau. En opinión de muchos, Emerson fue el catalizador en la decisión de Thoreau de escribir un diario, y también quien le prestó un terreno en la orilla septentrional del lago Walden, donde el joven escritor levantó la mítica cabaña, germen de su personal declaración de independencia Walden o la vida en los bosques. En el homenaje fúnebre que le rindió Emerson, sin embargo, el filósofo trascendentalista compuso un retrato algo ambiguo de Thoreau. Un hombre de talento excepcional que se había graduado en Harvard sin pena ni gloria; un heterodoxo de la literatura que nunca había alcanzado distinción alguna; un protestante a ultranza que jamás siguió los caminos preestablecidos: nunca se casó; no votó jamás y se negó a pagar impuestos estatales, y nunca fue a la iglesia. Admirador de los indios y defensor de los esclavos, explicó Emerson, con sus convecinos solía hablar de manera punzante, argumentativa, como un Sócrates de Massachusetts en su estilo más erístico. Siempre a contracorriente, se lamentó, pudo haber sido «líder en la construcción de Norteamérica y, en cambio, se conformó con ser cabecilla de una excursión campestre en busca de zarzamoras». Un paladín de la autosuficiencia, sí, y un genial observador del entorno natural, pero, ¿por qué se había comportado de forma tan extrema? ¿Por qué había sido tan huraño y se había mostrado tan poco interesado en darse a conocer? Y añadió que, a pesar de su trato arisco, al estar en su compañía uno sentía la necesidad imperiosa de conocerlo mejor.

Una forma de penetrar en la intimidad aparentemente inaccesible del hombre extraño de Concord es leyendo las páginas de su diario. Desde los veinte años hasta que ya no pudo sostener la pluma, el autor de Walden fue anotando casi cada día experiencias y reflexiones privadas, como una forma de preservar detalles de cuanto observó en torno suyo. El fruto no fue un dietario en el sentido literal, pues el escritor a menudo redactaba las entradas desde notas de campo, días después, sobre las que volvía al cabo del tiempo para pulir, ampliar o relacionar elementos. Se trata de una obra extensísima de más de catorce volúmenes, sobre la que se han hecho varias ediciones en su país natal: la primera aparecida de manera póstuma en 1906 y, la más reciente, la selección preparada por el escritor Damion Searls para The New York Review of Books en 2009. Es esta última versión la que ha publicado Capitán Swing en España en dos volúmenes, el segundo coincidiendo con el bicentenario del nacimiento del autor. La publicación incluye una introducción a cargo de Damion Searls, un prefacio de John Stilgoe, profesor de estudios medioambientales de la Universidad de Harvard, y unas notas adicionales sobre el texto y la vida de Thoreau. El segundo volumen adjunta una nota del traductor, Ernesto Estrella, donde anuncia al lector que está ante la edición más extensa del Diario de Thoreau que existe en español.

A lo largo de estas páginas cuidadosamente traducidas seguimos a Thoreau en sus incursiones por Concord. Este pensador visionario, defensor de la naturaleza y precursor de los derechos civiles, «viajó mucho en Concord», como irónicamente él mismo decía. Pero en ese deambular constante que realizó en su condición de agrimensor, Thoreau hizo mucho más que establecer las lindes del lugar donde vivía: como una especie de flâneur en la naturaleza, recopiló observaciones increíblemente bellas sobre la vida orgánica; registró todos los acontecimientos, públicos y privados, que fueron presentándosele; detalló los ciclos de las estaciones y sus efectos; observó las reacciones de sus conciudadanos; discurrió sobre el proceso de escritura; acuñó frases célebres y registró sus respuestas ante los acontecimientos que sacudieron la nación en las décadas anteriores a la Guerra de Secesión. Y cuando acabamos de leer este libro tenemos una idea mucho más ajustada del ser ferozmente coherente que fue Thoreau.

El temperamento solitario al que se refiere Emerson emerge a cada paso: «Por la noche fui a una fiesta. No es un buen lugar: treinta o cuarenta personas, casi todo mujeres jóvenes, en un cuarto pequeño y ruidoso. ¿De qué sirve ir a ver gente a quien no se les puede ver y que, por su lado, nunca te ven? Empiezo a sospechar que no es necesario que nos veamos el uno al otro». También el Thoreau austero, casi militar, es detectable: «Sal a caminar durante los días de tormenta o atraviesa los campos y los bosques nevados si quieres mantener tu espíritu alerta. Trata con la naturaleza bruta. Pasa frío, ten hambre, cánsate». Thoreau, observó atinadamente Emerson, era un hombre paradójico: duro y tierno, agreste y exquisito, espiritual y práctico, y esos contrastes dan textura y profundidad a este corpus autobiográfico. Al mismo tiempo, sentimos que el genial Emerson estuvo poco perceptivo al lamentar que Thoreau no alzara el vuelo, pues, como emerge en estas páginas, su proyecto personal era, en realidad, de una radical ambición. Ser un hombre íntegro era la meta, una integridad que implicaba hacer oídos sordos a los cantos de sirena de la fama para volcarse en lo que realmente le era esencial: tener tiempo para disfrutar de la vida al aire libre; tiempo para caminar solo; tiempo para la conversación estimulante; tiempo para leer y reenfocar. No suponía emprender el camino más fácil, pues se daba de bruces con la ética del trabajo protestante y las exigencias de prosperidad económica de la sociedad estadounidense. Pero Thoreau lo tuvo claro: menos es más, viene a decir en Walden; o, como escribe en El Diario: «Una y otra vez me doy cuenta, cuanto más pobre soy, más rico». «Jamás ningún hombre ha valorado tanto el ocio como Thoreau», afirma el crítico Oscar Cargill, y con la lectura de esta obra comprendemos hasta qué punto este autor que apenas se movió de Concord fue quien más lejos llegó: como escribe Juan José Coy en su introducción a Una vida sin principios, fue el más disidente de los protestantes, el más independiente de los independientes, el americano más libre y quizás, a juzgar por el impacto que han tenido sus ideas, el más universal.

Hay muchos temas que se entrelazan en El Diario: la naturaleza, por supuesto, que está siempre en correspondencia con nosotros: «¿No es la enfermedad la regla de la existencia? No hay cúmulo de nenúfares, de los que flotan en el río, que no haya sido atacado por los insectos. Casi todos los árboles y los arbustos tienen excrecencias que, a menudo, pasan por ser su más bello ornamento. […] Búscame, ahora en mitad del verano, una fruta o una hoja perfectas». O: «Pasa con las hojas igual que con las frutas y con los árboles, los animales y los hombres; cuando están maduros aparecen sus distintos temperamentos». Otro gran tema es Concord, y también el tiempo, que en este caso abarca no sólo los fenómenos atmosféricos, sino también el tiempo que cruza el propio texto. Las décadas que registra esta obra fueron unas de las más agitadas en la historia de la Unión. La guerra entre México y Estados Unidos, la proclamación de la Ley del Esclavo Fugitivo o la progresiva aniquilación de los pueblos indígenas hizo que muchos estadounidenses sintieran que los ideales de la nación habían sido traicionados, y Henry David Thoreau, al igual que muchos compatriotas, no se quedó inactivo. Concord fue sitio de paso en el Underground Railroad, la red clandestina organizada para ayudar a los afroamericanos que escapaban de las plantaciones del sur, y la casa de los Thoreau se convirtió en más de una ocasión en refugio de esclavos perseguidos. «Acabo de poner a un esclavo fugitivo en uno de los trenes que van a Canadá», leemos en una de las entradas. Al tiempo que nos asomamos a un período convulso de la historia de Estados Unidos, sentimos también, como en un palimpsesto, la presencia de un pasado anterior a aquél, que arroja luz sobre el presente, incluido el nuestro. Ya no hay osos, ni linces, ni lobos en los montes de Massachusetts, relata el autor, y en esta naturaleza domesticada la presencia indígena en Musketaquid (el nombre indio de Concord) ha quedado reducida a flechas semienterradas en el paisaje. «Somos lo que vemos», reflexiona Thoreau; o bien: «Los objetos nos quedan ocultos, no porque estén fuera de nuestro campo visual, sino porque no hay intención, en la mente y en el ojo, de dirigirse a ellos», y este diario es, sin duda, una buena escuela para ver y enfocar mejor.

Estos y otros muchos motivos son los que hacen de la lectura de El Diario una experiencia tan rica. Es, comenta Ernesto Estrella, como salir de caminata con Thoreau en un permanente seminario al aire libre. No es un libro para leer de corrido, sino para tener en casa y volver sobre él una y otra vez, como compendio de sabiduría y antídoto contra el consumismo injustificado de la sociedad moderna. Al leerlo entendemos por qué el nombre de Thoreau se alza alto como un faro y por qué sus palabras han saltado la barrera del tiempo, haciendo de él un clásico norteamericano.

Teresa Gómez es catedrática de Filología Inglesa en la Universidad de Alicante. Los últimos libros que ha editado son ¡Zona prohibida! Mary Borden, una enfermera norteamericana en la Gran Guerra (Valencia, Universidad de Valencia, 2011), Mujeres al frente. Testimonios de la Gran Guerra (Madrid, Huerga & Fierro, 2012) y, con Terry Gifford, Women in Transit through Literary Liminal Spaces (Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2013).

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