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El «caso Hedilla»

El Gran Golpe. El «caso Hedilla» o cómo Franco se quedó con Falange

Joan Maria Thomàs

Barcelona, Debate, 2014

504 pp. 28,90 €

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Falange Española, el movimiento de tipo fascista que se convirtió en la base para el partido único de Franco, comenzó su larga historia como uno de los movimientos fascistas europeos más débiles. Tal y como lo expresó en cierta ocasión Dionisio Ridruejo, podría escribirse la historia de la Segunda República de 1931 a 1936 sin una sola referencia a la Falange. No tenía nada con lo que contribuir a la vida política normal de España y, paradójicamente, sólo creció de manera significativa después de que fuera ilegalizada oficialmente por el Gobierno republicano en marzo de 1936, ya que su ilegalización coincidió con el comienzo del fin de la República democrática y con la cuenta atrás para el inicio de la Guerra Civil. Los partidos comunistas y fascistas se hacían ambos fuertes en medio de las condiciones impuestas por un conflicto violento, y la Falange fue un movimiento político apto para la Guerra Civil, a pesar de que, en una de sus reacciones típicamente contradictorias, el fundador del partido, José Antonio Primo de Rivera, se quedara rápidamente horrorizado ante el alcance y la crudeza del conflicto.

Aunque el movimiento se expandió enormemente, la violencia y la represión que acompañaron a la contienda le hicieron pagar un precio muy alto. Muy pronto todos sus principales dirigentes habían sido asesinados o se encontraban detenidos en la zona republicana. El partido pasó a ser la mayor organización política en la zona nacional, pero, desprovista de sus dirigentes más importantes, era casi acéfala. Sus dos funciones principales fueron desempeñar un papel destacado en la sangrienta represión y aportar muchos miles de voluntarios para las unidades militares.

La confusión política reinante en los primeros meses de la Guerra Civil empezó a clarificarse en ambos bandos en la primavera de 1937. Franco movió ficha un mes antes de lo que lo hicieron los principales dirigentes republicanos, inaugurando en abril un nuevo partido estatal que habría de proporcionar doctrina y estructura para su régimen erigiéndose en su partido único, siguiendo el ejemplo de la Unión Soviética, Italia y Alemania. Nunca se sabrá cómo llegó el general a este plan, ya que no llevaba diario y son pocos los papeles accesibles que nos ha dejado. Antes de que empezara la guerra, Franco, al igual que había hecho prácticamente todo el mundo, se había mostrado desdeñoso para con el fascismo español. En su proclamación inicial, invocó la legalidad y la constitución de la Segunda República, que decía que se había visto completamente derrocada por la izquierda. Los mandos militares que provocaron la insurrección inicial se hallaban ellos mismos divididos. El objetivo no era necesariamente restaurar la constitución de 1931, pero tampoco lo era desalojar del poder forzosamente al republicanismo en su conjunto. El general Emilio Mola, el cabecilla que organizó la insurrección y se encontró con una gran resistencia por parte de Franco para participar en ella, presentó un «plan abierto» que parecía aspirar a una república revisada, más autoritaria y corporativa, que incluyera posiblemente la oportunidad de celebrar un referéndum sobre el tema de la monarquía. Franco, a su vez, se mostró deseoso de secundar esta propuesta en las primeras semanas del conflicto, sugiriendo a mediados de agosto de 1936 que un tipo de solución «portuguesa» –una república corporativa y autoritaria– podría ser el objetivo más constructivo. Entre los altos mandos militares, eran pocos los que mostraban un gran interés en la monarquía, pues consideraban –y estaban en lo cierto– que contaba con relativamente pocos partidarios, incluso en la zona nacional.

Para cuando Franco fue investido como Generalísimo y Jefe de Estado el 1 de octubre de 1936, sin embargo, su manera de pensar había cambiado. Ya había empezado a utilizar el término «totalitario», que comportaba mucho más que un modelo portugués, y, al tiempo que entablaba relaciones más estrechas con Roma y Berlín durante el otoño de 1936, se sentía cada vez más atraído hacia lo que podría describirse como un «modelo italiano», con un solo partido único oficial. Por otro lado, esto no era algo de lo que él supiera gran cosa y durante meses hubo de pasar la mayor parte de su tiempo volcado en asuntos militares y diplomáticos. Tan solo en el verano de 1937 dedicó una mayor atención a los asuntos políticos internos, estudiando cuidadosamente las doctrinas políticas de los dos principales movimientos paramilitares de la zona nacional, los falangistas y los carlistas, a modo de preparación para el establecimiento de su partido único.

La Falange Española Tradicionalista y de las J. O. N. S. resultante tenía probablemente el nombre más largo de cualquiera de los movimientos fascistas europeos y, lo que es más importante, disfrutó de la vida más dilatada de todos ellos. Esa longevidad se derivó del hecho de que, al contrario que los partidos únicos en la Unión Soviética, Italia y Alemania, los dirigentes del partido no se habían hecho con el control del Estado, sino que habían sido Franco y su Estado quienes los habían, por así decirlo, absorbido a ellos. Esto permitió que el Caudillo controlara y remodelara el partido en gran medida a su gusto y, en última instancia, a partir de marzo de 1943, que empezara a «desfascitizarlo» parcialmente, permitiéndole sobrevivir mucho tiempo dentro de la época posfascista: nada menos, de hecho, que hasta 1977.

Durante el proceso de la «unificación» del partido en abril de 1937, el líder interino de la Falange, Manuel Hedilla, y centenares de otros dirigentes y militantes empezaron a tener problemas con el floreciente nuevo régimen. Algunos de ellos, Hedilla incluido, fueron acusados de rebelión y condenados a muerte, aunque ninguno de ellos sería ejecutado en la práctica. Declararon su inocencia y antes de que pasara mucho tiempo, todos –a excepción de Hedilla– habían sido liberados. El líder interino de la Falange siguió en prisión y el «caso Hedilla», en toda su complejidad, constituye el tema de este estudio exhaustivo, minucioso y, sin ningún género de dudas, definitivo, que ha escrito Joan Maria Thomàs.

Cuando yo indagué por primera vez los comienzos de la historia de la Falange durante mis investigaciones llevadas a cabo en 1958-1959, no había aparecido aún ningún trabajo serio sobre la historia del partido, debido tanto a las condiciones políticas represivas dentro de España como a la falta de atención por parte de los estudiosos extranjeros. El libro fruto de mis pesquisas, publicado por primera vez en inglés en 1961, y que luego Ruedo Ibérico dio a conocer en sendas ediciones española y francesa, se vio seguido posteriormente de otros muchos estudios firmados por otros investigadores y escritores. A comienzos del siglo XXI, la literatura sobre el falangismo, académica y de otro tipo, ha pasado a ser verdaderamente masiva, y tan solo la bibliografía sin más ocupa el equivalente a dos volúmenes impresos.

Debido tanto a la cantidad como a la calidad de su trabajo, Joan María Thomàs se ha consolidado claramente como el estudioso más destacado dentro de este amplio campo. El presente estudio constituye su séptimo libro en este ámbito y sus predecesores han abordado algunos de los aspectos, personalidades y fases más destacados de la historia de la Falange. Todo este amplio corpus de obras se caracteriza por su rigor académico, la profundidad de la investigación y el análisis objetivo. Debería también señalarse que la erudición de Thomàs se extiende mucho más allá de este ámbito, ya que es el autor del más destacado estudio en dos volúmenes sobre las relaciones entre el régimen de Franco y los Estados Unidos durante la época de la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial.

El libro nos ofrece un estudio exhaustivo del papel desempeñado por los falangistas en la unificación y sus diversos grados de cooperación, reticencia y disidencia, su suerte a manos de los tribunales militares y la carrera y el papel posteriores del propio Hedilla. Su base probatoria es muy amplia y está formada por los documentos del archivo personal de Hedilla, las actas completas de los dos procesos sumarísimos que lo condenaron, los archivos de su abogado defensor, datos del Archivo Franco y documentos diplomáticos alemanes. El único defecto formal en una tarea de investigación tan inmensa se produce por el reverso de sus virtudes: muchos de los numerosos documentos primarios se citan en su integridad, en vez de ser resumidos o extractados sus datos más relevantes para el lector, y esto se traduce en una obra a menudo muy densa.

Thomàs empieza, a lo largo de cuarenta páginas, con una exposición del problema del liderazgo falangista en los primeros meses de la Guerra Civil, durante los cuales Manuel Hedilla no fue nombrado el nuevo Jefe Nacional (el puesto que ocupaba José Antonio Primo de Rivera hasta su ejecución en la zona republicana el 20 de noviembre de 1936), sino, más modestamente, jefe de una Junta de Mando interina. El problema de alcanzar la unidad política en la zona nacional resultaba más que evidente, y en la primera parte de 1937 los dirigentes falangistas realizaron diversos esfuerzos para llegar a un acuerdo con los carlistas, pero fracasaron en gran medida debido a las diferencias ideológicas irreconciliables entre los tradicionalistas católicos y los fascistas.

Hedilla era un hombre modesto procedente de la clase media, que había sido mecánico en un astillero y, más tarde, un pequeño hombre de negocios que había ascendido rápidamente en el seno de las filas de un movimiento en el que había escasez de líderes capaces. Su estilo era directo y pragmático, y sus camaradas no lo consideraban ni ávido de poder ni ambicioso. Hedilla comprendió de inmediato la necesidad de cooperar con Franco, que se formó una impresión positiva de su fiabilidad y sus aptitudes naturales. A mediados de abril de 1937, el escenario estaba aparentemente preparado para que Hedilla desempeñara un importante papel en el partido estatal que Franco estaba a punto de fundar.

La caída de Hedilla vino originada no tanto por sus relaciones con Franco como por las rivalidades dentro de su propio partido. Existían múltiples divisiones en función de las personalidades y las regiones, pero la escisión principal fue la que se produjo entre los hedillistas, principalmente del norte, y los lealistas del círculo personal de José Antonio, procedentes especialmente de la elite del partido en Madrid y Andalucía. Esto culminó en los macabros incidentes en que los legitimistas actuaron unilateralmente para deponer a Hedilla el 16 de abril, acusándolo de incapacidad y deslealtad, sustituyéndolo por una troika de legitimistas, que se vieron seguidos de un contraataque protagonizado por los hedillistas. En las primeras horas del día 17, delegados de estos últimos pretendieron arrestar individualmente a los miembros de la troika. El único caso en que consiguieron penetrar en el lugar en que vivía uno de sus adversarios se tradujo en un tiroteo en el que murió un falangista de cada lado. En aquel momento las autoridades de la zona nacional apoyaban por regla general a los hedillistas y decidieron arrestar a varios de sus adversarios. Posteriormente se convocó el 18 de abril una reunión especial de emergencia del Consejo Nacional de la Falange, que eligió a Hedilla como el nuevo Jefe Nacional, aunque por un estrecho margen.

El decreto de Franco del día 19 en que establecía su partido único no fue algo inesperado para los dirigentes falangistas, pero el tenor concreto de sus términos cayó como una bomba. Estos últimos esperaban un decreto que, hasta cierto punto, respetara la autonomía y el liderazgo del partido, pero Franco se había autonombrado Jefe Nacional, subordinando el partido a su figura y a su nuevo Estado. Hedilla, sin embargo, recibió el nombramiento para ocupar un puesto importante como jefe de la nueva Junta Política de Falange Española Tradicionalista y podría haber aceptado sin más el nombramiento, integrándose así satisfactoriamente en el nuevo sistema.

El hecho de que no lo hiciera se debió especialmente a las quejas de algunos de sus colegas falangistas, y especialmente de los legitimistas rivales, que insistían en que hiciera gala de su liderazgo defendiendo la autonomía y la continuidad de la Falange. Esto podría haber sido posible sin provocar de lleno la ira de Franco (ya que, como se ha apuntado, el Caudillo tenía una opinión favorable de él) en caso de que Hedilla hubiera sido más astuto, y de que no hubiera perdido el control de las reacciones protagonizadas por una serie de dirigentes falangistas. Se envió un telegrama en el que se ordenaba a los falangistas provinciales que obedecieran la cadena de mando del partido, lo que fue interpretado por la gente de Franco como un intento de mantener la independencia del partido frente al Generalísimo, mientras que en los niveles locales varios dirigentes intentaron organizar protestas frustradas, además de producirse diversos incidentes con la milicia falangista. Para Franco, que gestionaba su nuevo régimen en gran medida como un ejército, esto apestaba a una insubordinación en el seno de sus filas. Hedilla y centenares de otros falangistas fueron arrestados. Hedilla defendió su inocencia, negando cualquier gesto de rebelión e insubordinación, pero dos tribunales militares diferentes hicieron acopio de pruebas contra él, muy en el estilo de aquellos años, aunque algunas eran claramente exageradas y habían sido objeto de una interpretación maliciosa. La ironía del resultado final fue que Pilar Primo de Rivera y otros legitimistas que en un principio se habían opuesto a Hedilla, y que luego lo incitaron a plantar cara a Franco, pronto pusieron fin a sus desavenencias con el Generalísimo y aceptaron importantes puestos secundarios en su partido estatal. Mientras tanto, Hedilla languidecía en un solitario confinamiento en Gran Canaria.

La unificación política fue la principal iniciativa política de Franco durante la Guerra Civil y, en general, le resultó de gran utilidad. En ocasiones le causó dificultades entre 1940 y 1943, durante el apogeo del Tercer Reich, dando lugar a una momentánea crisis política interna en mayo de 1941, pero sólo en esta última ocasión se tradujo en un problema importante. El partido estatal cumplía en general las funciones que Franco le había encomendado y en años posteriores, mucho después de la destrucción del fascismo europeo, insistió en su utilidad dentro del debilitado papel que seguía desempeñando.

El último dirigente independiente del partido, sin embargo, no tuvo nunca ningún papel de ningún tipo en el régimen de Franco. El Caudillo aceptó la petición de Serrano Suñer para que suspendiera la sentencia de muerte que pendía sobre Hedilla, pero la mayor parte de los restantes falangistas arrestados en 1937 habían salido ya de la cárcel en cuestión de meses o transcurridos no más de un año o dos. No pasaría mucho tiempo antes de que uno de ellos, José Luis de Arrese, desempeñara un importante papel en el régimen, convirtiéndose en el falangista predilecto de Franco, el secretario general que logró la plena domesticación del partido durante los años 1942-1945. Por contraste, Hedilla seguía pareciendo peligroso como el posible foco de la disidencia falangista, aunque Franco también comprendió aparentemente, que, en ciertos aspectos, había sido manipulado por otros.

Algunos de los dirigentes falangistas persistieron en sus esfuerzos por suavizar el tratamiento de Hedilla, que nunca dejó de clamar por su inocencia y de buscar oportunidades para abogar en su favor, aunque en prisión se mantuvo apartado casi por completo de otros contactos y experimentó una especie de conversión mística que renovó fervientemente su identidad católica. En 1941 su sentencia fue reducida a un confinamiento residencial en Palma de Mallorca, donde trabajó en una fábrica y entabló un estrecho contacto con un consejero jesuita. El confinamiento residencial se suspendió finalmente en 1946 y se vio seguido de un indulto total el año siguiente, aunque las condenas originales permanecieron en su expediente. La primera mujer de Hedilla había fallecido en una institución mental durante su confinamiento, pero contrajo un segundo matrimonio con una rica y devota viuda de origen aristocrático en Levante y creó con ella una segunda familia. La posición económica de su segunda mujer le permitió desarrollar una próspera carrera en los años cincuenta y sesenta realizando inversiones, pero siguió durante algún tiempo intentando restablecer su completa inocencia y obtener la anulación de las acusaciones contra él, aunque esto acabaría resultando ser una tarea imposible.

En los años cincuenta, Manuel Hedilla había pasado a ser una especie de símbolo del falangismo disidente, pero él mismo no fue nunca un auténtico disidente, a pesar de que disfrutaba tratando de desempeñar una especie de papel en la sombra como cabecilla de un pequeño grupo autónomo. El falangismo disidente consistió siempre fundamentalmente en retórica más que realidad y Hedilla había aprendido su lección en 1937, sin volver a hacer jamás nada que pudiera cuestionar la autoridad de Franco. Pasquines en el metro de Madrid durante los últimos años de Hedilla podían proclamar el eslogan «Hedilla-JONS», pero se trataba de gestos hueros que no guardaban ninguna relación con ninguna iniciativa significativa del antiguo dirigente falangista.

La reivindicación de su verdadero papel en los trascendentes hechos de abril de 1937 siguió siendo una pasión dominante durante el resto de su existencia. Yo pasé unas cuantas horas entrevistándolo en Madrid durante 1958-1959 y me encontré a una persona de trato suave, agradable y sin pretensiones, para nada el tipo de hombre que podía mostrar las características estereotípicas del supuesto «líder fascista». Después de la aparición de mi libro en 1961, se mostró insatisfecho con el retrato que había ofrecido de él como líder y de su papel en la crisis política. Declaró que aparecía retratado como honesto y bienintencionado, pero que su liderazgo se había tildado en general de «torpe». Hedilla estaba decidido a promover un gran esfuerzo para establecer la verdad histórica, tal y como él la veía, y contrató al veterano periodista y escritor falangista Maximiano García Venero para presentar su propio relato en forma de libro. Esto suscitó a su vez la cuestión de dónde diablos podría publicarse un libro así, y García Venero realizó una especie de pacto con el diablo, que en este caso adoptó la forma de la editorial parisiense en el exilio Ruedo Ibérico. Esta última publicó el manuscrito de García Venero en su estado original, pero buscó debilitarlo con la publicación simultánea de una acerba crítica del famoso polemista izquierdista estadounidense Herbert Southworth, con el título de Anti-Falange. Estudio crítico de «Falange en la guerra de España» de M. García Venero. Hedilla no quedó satisfecho con los resultados, y después de que ambos rompieran relaciones, García Venero publicó un segundo libro sobre el tema relativamente despojado de «hedillismo». Una versión ulterior que representa la visión personal de Hedilla se benefició de una censura más relajada tras su muerte en 1970, y apareció en 1972 con el título de Testimonio de Manuel Hedilla.

Todos los aspectos principales de la crisis de abril de 1937, junto con su dilatada secuela, aparecen tratados con tal detalle y exhaustividad por Thomàs en este libro que los principales asuntos en cuestión han quedado seguramente ya finiquitados. Es posible que la meticulosidad de la investigación y la detallada exposición de los principales documentos relevantes, acompañados de más de ciento treinta páginas de notas en letra pequeña, abrumen en ocasiones al lector, pero confieren al libro una autoridad definitiva. Una investigación tan extensa y minuciosa convierten posiblemente a este estudio monográfico en el mejor documentado e investigado de toda la literatura existente sobre el falangismo.

Stanley G. Payne es historiador y catedrático emérito en la Universidad de Wisconsin-Madison. Sus últimos libros publicados son ¿Por qué la República perdió la guerra? (trad. de José Calles, Madrid, Espasa, 2011) y Civil War in Europe, 1905-1949 (Nueva York, Cambridge University Press, 2011; La Europa revolucionaria. Las guerras civiles que marcaron el siglo XX; trad. de Jesús Cuéllar, Madrid, Temas de Hoy, 2011).

Traducción de Luis Gago
Este artículo ha sido escrito por Stanley G. Payne
especialmente para Revista de Libros

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