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En tierra hostil

El director

David Jiménez

Madrid, Libros del K.O.

296 pp. 18,90 €

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Con El director, de David Jiménez (Barcelona, 1971), me han venido a la memoria las palabras de Emmanuel Carrère en noviembre de 2017, durante su discurso de recepción del premio de Literatura en Lenguas Romances de la Feria del Libro de Guadalajara (México): «Un escritor que habla de sí mismo detiene la experiencia cuando quiere y, aunque sea muy sincero, muy audaz, muy exhibicionista, en el fondo no se arriesga demasiado». La frase del escritor francés, tan dotado él para el relato basado en hechos reales, sirve como advertencia para los lectores de El director, crónica del año en que David Jiménez estuvo capitaneando el periódico El Mundo, entre 2015 y 2016, antes de su fulminante destitución. Como venía a apuntar Carrère, un relato autobiográfico es un testimonio de parte, un monólogo en el que toda objeción al autor es ficticia. Es más, los protagonistas y los sucesos del relato no tienen por qué ser completamente veraces (puede haber medias verdades, tergiversaciones y hasta falsedades), por mucho que la credibilidad del texto –es decir, su capacidad persuasiva– adopte para su éxito el disfraz de lo verdadero.

El director es la crónica de un paracaidista que cae en tierra hostil, por utilizar una metáfora de corresponsal de guerra. Eso es lo que había sido el propio Jiménez antes de su inesperada designación para dirigir el periódico (veinte años cubriendo conflictos políticos y bélicos en el Lejano Oriente, tras una decisión audaz de Pedro J. Ramírez, según relata el propio Jiménez en su libro). La hostilidad, aunque no manifiesta al principio, le persigue en su nuevo empleo: se ve venir hasta en las felicitaciones que le llegan al majestuoso despacho en cuanto toma posesión del mismo. Llueven los parabienes y las enhorabuenas, no sólo desde todas las empresas que cotizan en el Ibex, sino desde prácticamente cualquier ámbito del poder nacional, pero en ellas ya se anuncian los peligros del horizonte: «Cuídate de los amigos ruidosos y de los enemigos invisibles», le dice, por ejemplo, Arturo Pérez Reverte en su felicitación de bienvenida. El consejo del académico parece agradar al autor del libro, pues finalmente, como no podía ser de otra forma, el truco retórico funciona y los amigos ruidosos terminan siendo esos enemigos invisibles.

Para el paracaidista todo es nuevo. Desconoce el terreno que pisa. No sabe distinguir un arbusto de una mina explosiva. Debe hacer frente a una hostilidad sibilina, más de intrigas que de guerra abierta, que se oculta tras las buenas maneras y no se detecta precisamente por la falta de experiencia de la futura víctima. La crónica de Jiménez no pretende retratar al periodista heroico, de estirpe irreductible, que resiste los embates del Poder, con mayúscula, las veinticuatro horas del día desde su despacho, desde los hoteles, desde su casa o jugando al pádel (recordemos El desquite o Amarga victoria, del propio Pedro J. Ramírez), sino la perplejidad y el estupor cotidianos del joven corresponsal que se convierte de un día para otro en director con corbata asfixiante y despacho demasiado grande, y que se topa con una redacción de periodistas llenos de desconfianza, sin otro romanticismo profesional que el de conservar unos puestos de trabajo amenazados por la crisis. Si Pedro J., en sus crónicas, presumía de luchar contra los GAL, los fondos reservados y las cloacas como un general curtido en mil batallas, y se movía por las recepciones, los convites y los conciliábulos con facilidad, Jiménez pelea contra el poder pequeño de los redactores con años de regalías, contra el anquilosamiento burocrático de las rutinas laborales que se resisten al cambio y contra las mendacidades de quienes manejan los dineros y los hilos desde la Segunda Planta, la de los fantasmagóricos directivos, amén de que asiste a las reuniones públicas con tirria rayana en la fobia social. David Jiménez no escribe para la Historia, sino para desquitarse ante sus colegas de profesión, para justificar su breve periplo como director del diario, como si la verdadera historia del periodismo la hicieran las pequeñas ambiciones y miserias personales que jamás trascienden al público, y que convierten la información en fraude: los titulares casi nunca llegan tras laboriosas y secretas semanas de investigación, sino por la simple componenda entre el poder político y el mediático, dosier y precio mediante. Su crónica subraya el lastre de un poder directivo que interfiere continuamente en su labor de periodista con la excusa de las necesidades financieras de la empresa, lo que supone a la postre un pacto turbio con la autoridad política.

En el ínterin va construyéndose uno de los grandes logros del libro, el personaje de El Cardenal, el presidente de la empresa editora del periódico, una sonrisa que camina, el representante supremo de la Segunda Planta –en la primera está la redacción–, donde los directivos disfrutan de sus opacas remuneraciones sin que nadie sepa cuánto trabajan ni en qué. Esta Segunda Planta funciona como una superestructura enigmática, casi kafkiana, que devora periodistas con periodicidad implacable –un ERE tras otro–, lo que convierte al director en un incómodo ejecutor de las órdenes, en una suerte de capataz compungido, al que se le obliga a dar nombres de trabajadores con hijos e hipotecas que pagar, a veces con lágrimas en los ojos.

El Cardenal se transforma en manos de Jiménez en un personaje que recuerda al Joaquín Balaguer que recreó Mario Vargas Llosa en La fiesta del chivo, aquel hombre de confianza del dictador Trujillo que terminó siendo su sucesor en la República Dominicana, un hombre capaz de pasear por el alambre sin perder la educación, conocedor de que su mejor baza está en la habilidad para conservar la apariencia de calma incluso al borde del abismo, porque su máscara es, en realidad, su naturaleza profunda.

El libro se propone también como crítica a ciertas elites empresariales españolas. Sus mayores defectos podrían resumirse en miedo a la innovación, tanto técnica como de talento; temor o compadreo con el poder político, y mediocridad camuflada con buena educación. Frente a este panorama, el director David Jiménez quiere ser amigo de sus subordinados, salir con ellos de copas como uno más, y cuando por fin comprende que el recelo de los subalternos va en la remuneración, cuando aprende a distinguir los peligros y los obstáculos del terreno en el que se mueve, es destituido y debe abandonar la misión que le habían encomendado.

Pero si el funcionamiento de un periódico tiene claves subterráneas, un tanto escandalosas, que David Jiménez denuncia en su desquite, no es menos cierto que su relato supura algunas contradicciones. Y uno no puede evitar plantearse dónde detiene el autor su experiencia, dónde elude traicionarse, en línea con la frase de Carrère. Por ejemplo, la falta de riesgo y capacidad innovadora de El Cardenal no cuadra con la elección para el cargo de director del propio David Jiménez, un corresponsal ajeno a la redacción y de perfil tan poco burocrático; igualmente, los enemigos invisibles de la narración, descritos casi siempre con apodos más bien denigrantes (La Digna, El Señorito, El Rasputín) son periodistas con carreras profesionales comprobables públicamente, como la del propio autor, y ninguno de ellos parece sospechoso de mediocridad (ideologías y rivalidades al margen).

Tampoco la empatía que promueve el texto con el autor puede ocultar al lector que las conversaciones que se destapan forman parte de un desempeño laboral que construye su confianza con el compromiso tácito de la confidencialidad: su revelación en este libro tiene algo de desleal. Quizá la rebeldía del director podría haber sido más significativa, llegando a la dimisión si tan intensa era la interferencia empresarial y tan injustos los despidos, lo que habría dado a su denuncia plena legitimidad.

Pero, sin perder de vista su carácter indudable de desquite personal no exento de rencor, y más allá de las elipsis sospechosas, con las que el autor parece haber sorteado el riesgo personal de una autocrítica mayor o más sincera, el valor del libro es notable como artefacto de conocimiento del medio periodístico y como entretenida narración que colabora en desvelar algunos secretos de su funcionamiento, si bien es cierto que estos secretos, aunque escandalosos, en realidad sólo sorprenderán a quienes jamás hayan trabajado en la redacción de un periódico.

Juan Aparicio Belmonte es escritor, profesor de escritura creativa en la escuela Hotel Kafka y colaborador de varios medios de comunicación. Sus últimas novelas son Un amigo en la ciudad (Madrid, Siruela, 2013), Ante todo criminal (Madrid, Siruela, 2015) y La encantadora familia Dumont (Madrid, Siruela, 2019).

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Ficha técnica

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