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La voz literaria de Clara Campoamor

Del amor y otras pasiones. (Artículos literarios)

Clara Campoamor

Madrid, Fundación Santander, 2018

222 pp. 10 €

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Hay una Clara Campoamor más secreta detrás de la figura de la diputada del Partido Radical que defendió en las Cortes Constituyentes republicanas la concesión del voto a la mujer. Una reivindicación histórica aprobada, gracias a su intervención, el 1 de octubre de 1931. Excelente oradora y parlamentaria tenaz, Clara Campoamor (Madrid, 1888-Lausana, 1972) ha pasado a la historia como una de las grandes políticas de la Segunda República. Pero un nuevo libro, editado por la Fundación Santander, nos descubre a una desconocida Clara Campoamor. Del amor y otras pasiones recoge sus ensayos y artículos literarios publicados entre 1943 y 1945 en la revista Chabela de Buenos Aires y dos entrevistas que aparecieron en el semanario argentino Caras y Caretas. Una de ellas, «Una heroica parlamentaria española. Conversación con Clara Campoamor», publicada el 30 de enero de 1932, recoge la entrevista que el periodista José María Salaverría le hizo en Madrid en diciembre de 1931; la otra, firmada por J. Sánchez de la Cruz, «Lo que opina una gran española. Clara Campoamor. Interesantes declaraciones sobre la función social de la mujer», apareció el 16 de diciembre de 1933. La editora del libro, Beatriz Ledesma Fernández de Castillejo, repara en una afirmación de Campoamor en la entrevista a Salaverría que hoy parece profética: «Si la República tuviera que morir por un azar del destino, no sería por las manos de la mujer». Respecto a los prejuicios masculinos sobre las mujeres, la diputada puntualiza: «Los hombres acostumbran a hablar de las mujeres guiándose únicamente por prejuicios tradicionales. Creen conocer el alma femenina y no saben nada de nada. Así resultan los eternos engañados».

Los artículos de Chabela nos remiten a una escritora solvente, irónica y perspicaz, que analiza la vida y la obra de los principales poetas de la literatura del Siglo de Oro, el Romanticismo o la lírica novohispana y modernista. Con una prosa vehemente, y en ocasiones hasta jugosa y llena de desparpajo, Campoamor muestra el fruto de sus lecturas y de sus conocimientos literarios. El tono es apasionado, como el de sus intervenciones en las Cortes, pero deja traslucir una inesperada alegría y optimismo. Como si la autora se sonriera al hacer determinados comentarios y transmitiera al lector esa dicha fronteriza con la sátira. Como si la escritura fuera un juego más grato que el de la incisiva lucha política, a pesar de la incertidumbre del exilio. O quizá también por eso, teniendo en cuenta que exiliarse exige en parte reinventarse, y así lo hizo Campoamor durante sus años porteños.

Campoamor, circa 1930.

Clara Campoamor fue una política hecha a sí misma, independiente y combativa. Llegó a las Cortes españolas a los cuarenta y tres años, siendo ya abogada, pero antes se forjó en trabajos de diversa índole. Interrumpió sus estudios a los trece años, y sólo el tesón con que diseñó su vida le permitió cursar una carrera universitaria en la treintena. Había nacido en el popular barrio de Maravillas (hoy Malasaña), en una familia sencilla: su madre era modista, y su padre, contable en el periódico La Correspondencia de España. En su mismo edificio, su abuela materna ejercía de portera. En ese pequeño universo que recuerda el mundo vecinal que Rosa Chacel evoca en Barrio de Maravillas, Campoamor creció feliz entre sus padres y sus dos hermanos (de los que sólo sobrevivió uno). Y aún más dichosa y alegre se sintió en la escuela, con sus profesores, aprendiendo un saber que le parecía tan natural como ver a su madre coser o a su padre trabajar en el periódico cuando la llevaba con él a la redacción. Una de sus maestras le regaló un libro de Concepción Arenal, La mujer del porvenir. A ella le había abierto los ojos y ahora le tocaba a la alumna hacer su propio descubrimiento. Fue, sin duda, una premonición.

La temprana muerte del padre quebró la esperanza de seguir estudiando. En una entrevista de octubre de 1931 aparecida en Estampa, sobre los recuerdos infantiles de la entonces diputada, Campoamor dice que su madre se resistió a que dejara de estudiar y la llevó dos años interna a un colegio de monjas madrileño. Tanta hambre debían de tener ella y sus compañeras de colegio que se conjuraron para no perder la ocasión de recolectar cualquier comestible durante el día y repartírselos luego por la noche. Campoamor admite durante la entrevista, firmada por J. C. (tal vez Josefina Carabias), que era la cabecilla del grupo. Pero la estancia en el colegio fue tan solo un paréntesis. A los trece años comenzó a encadenar trabajos de dependienta a la par que ayudaba a su madre a hilvanar ropa y a llevar los encargos a las señoras. Esta dinámica de trabajos precarios se rompió al presentarse a unas oposiciones de auxiliar de Correos y Telégrafos. Tras ganarlas, la destinaron a Zaragoza y luego a San Sebastián, ciudad de la que se enamoró y donde vivió cuatro años. En San Sebastián surgieron amistades duraderas y algún amor sin cuajar cuyo recuerdo guardaba para sí. Volvió a Madrid tras pasar por una nueva oposición y obtener plaza de profesora de mecanografía y taquigrafía en la Escuela de Adultas. Retomó los estudios en 1921, en dos años terminó el bachillerato y en otros dos cursó Derecho. Mientras estudiaba, realizaba traducciones del francés (la editorial Calpe le encargó en 1922, antes de fusionarse con Espasa, la versión castellana de Le roman de la momie, de Théophile Gautier) y trabajos de secretaria en el periódico La Tribuna, de tendencia maurista. Hay pocos datos de sus inicios como traductora, pero es probable que sus contactos editoriales nacieran en el Ateneo, del que era asidua. En sus años de exilio retomará las traducciones y vivirá en parte de ellas.

Fue la segunda mujer en colegiarse como abogada, tras Victoria Kent. Matilde Huici sería la tercera. Su ideario feminista se fraguó en la Asociación Femenina Universitaria, el Ateneo de Madrid, en el que ingresó en 1916, y la Real Academia de Jurisprudencia. Había establecido contacto con algunas feministas reconocidas, como Elisa Soriano y María Lejárraga, y colaboró con ellas en la fundación, en 1922, de la Sociedad Española de Abolicionismo, dedicada a combatir la prostitución y la trata de blancas. Mantuvo amistad con algunas mujeres del PSOE, como María Cambrils, a quien le prologó un libro, y colaboró en El Socialista, pero sin que esas afinidades feministas implicaran una coincidencia ideológica.

La pasión republicana se la había inculcado su padre. Según declaró en la entrevista ya citada que publicó Estampa, en su casa no eran los Reyes los que traían los juguetes en enero, sino una señora a la que su padre llamaba la República. El interés por la política activa vino por sí solo. En 1930, tras la fallida sublevación de Jaca y la detención del comité revolucionario que apoyaba el Pacto de San Sebastián a favor de la República, la letrada siguió los pasos de Victoria Kent (esta se había convertido en la primera abogada que actuaba ante un Consejo de Guerra, al representar a Álvaro de Albornoz) y colaboró en la defensa de otros dos condenados a muerte, Manuel Andrés y José Bayo. Su propio hermano, Ignacio Campoamor, estaba involucrado, aunque a él sólo le pedían penas de prisión. Meses después, al proclamarse la Segunda República, algunos de los acusados, como Miguel Maura, pasaron a ser ministros.

Clara Campoamor se sentía afín a Acción Republicana (el nombre inicial del partido de Manuel Azaña), y se ofreció a ser diputada y encabezar las listas de alguna provincia. Las españolas no podían votar aún, pero el 8 de mayo de 1931, días después de convocar a las urnas, el Gobierno Provisional republicano dispuso que sí pudieran ser elegidas, al igual que los sacerdotes, a través de lo que se llamó «el decreto de las faldas». Campoamor, con su carácter resolutivo, al no lograr un puesto en Acción Republicana, abandonó la formación y se pasó al Partido Radical, laico, liberal, democrático y centrista, como ella se definía. En sus filas consiguió el acta de diputada en las primeras Cortes republicanas. Victoria Kent también logró un escaño por el Partido Radical-Socialista, y Margarita Nelken, la tercera en obtener el acta de diputada, por el PSOE. Eran las tres únicas parlamentarias.

«Dejad que la mujer se manifieste como es»

Campoamor, miembro de la Comisión Constitucional (y de la de Trabajo y Previsión) intervino por primera vez en las Cortes el 2 de septiembre de 1931 con un memorable discurso que desbarató la mezcla de temores y prejuicios de sus compañeros reacios al sufragio femenino. Se sentía escandalizada al leer que el artículo que iba a consagrar la igualdad entre hombres y mujeres rezaba así: «Se reconoce, en principio, la igualdad de derechos de los dos sexos». ¿En principio? Esa cautela sobraba, no estaba en la primera redacción del artículo. La diputada temía que ese matiz, copiado de la Constitución de Weimar, representara un obstáculo. «Dejad que la mujer se manifieste como es, para conocerla y para juzgarla; respetad su derecho como ser humano […]. Dejad, además, a la mujer que actúe en Derecho, que será la única forma que se eduque en él, fueran cuales fueren los tropiezos y vacilaciones que en principio tuviere», solicitó a la Cámara. Frente a los que aseguraban que la mujer, influida por el confesor, pondría en peligro la República, recordó que ya en el Reino Unido se esgrimió esa excusa en sentido contrario, al vaticinar que votaría a los laboristas. «Poneos de acuerdo, señores, antes de definir de una vez a favor de quién va a votar la mujer; pero no condicionéis su voto con la esperanza de que lo emita a favor vuestro. Ese no es el principio. […] Señores, como ha dicho hace mucho tiempo Stuart Mill, la desgracia de la mujer es que no ha sido juzgada por normas propias, tiene que ser siempre juzgada por normas varoniles».

Llena de pasión, se cargó de razón para reconducir el debate. Hasta en su propio partido empezaba a haber disidentes. «Yo me he regocijado pensando en que esta Constitución será, por su época y por su espí­ritu, la mejor, hasta ahora, de las que existen en el mundo civilizado, la más libre, la más avanzada, y he pensado también en ella como en aquel decreto del Gobierno provisional que a los quince dí­as de venir la República hizo más justicia a la mujer que la hicieron veinte siglos de Monarquí­a. Pienso que es el primer paí­s latino en que el derecho [de sufragio] a la mujer va a ser reconocido, en que puede levantarse en una Cámara latina la voz de una mujer, una voz modesta como ella, pero que nos quiere traer las auras de la verdad, y me enorgullezco con la idea de que sea mi España la que alce esa bandera de liberación de la mujer». Los aplausos fueron clamorosos, pero el debate prosiguió el 1 de octubre con una mayor dramatización. El Partido Radical-Socialista eligió a su única diputada para darle la réplica. Victoria Kent expuso la necesidad de aplazar el voto hasta que las mujeres apreciaran los logros de la República. Y al pedirlo, enfatizó Kent, ella misma renunciaba a un ideal. No era «la capacidad de la mujer» la que estaba en juego, advirtió, sino «la oportunidad» de ejercer ese derecho en ese momento. Campoamor contestó como una flecha: «Lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega, señorita Kent, comprendo, por el contrario, la tortura de su espíritu al haberse visto hoy en el trance de negar la capacidad inicial de la mujer». Y añadió en un tono vibrante: «¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su larga capacidad? ¿Y por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y ha de ponerse un lazareto a los de la mujer?»

El sufragio femenino quedó aprobado el 1 de octubre de 1931 por una diferencia de cuarenta votos. Hubo 161 votos a favor y 121 en contra. El artículo quedaba así: «Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales». No obstante, todavía hubo maniobras parlamentarias para restringir el derecho a las elecciones municipales o para retrasarlo unos años, lo que generó una nueva votación el 1 de diciembre, que revalidó lo ya aprobado, aunque con menor diferencia. No fue el único logro de Campoamor, que en aquellos días recibió homenajes del Lyceum Club y otras asociaciones de mujeres. Como parlamentaria, defendió la ley del divorcio, el reconocimiento de los hijos ilegítimos, la investigación de la paternidad –una reivindicación que pedían feministas como Carmen de Burgos– y la abolición de la pena de muerte.

La España del porvenir

Dos años después, en las elecciones de 1933, se confirmó en parte el mal presagio de Victoria Kent: las mujeres votaron por primera vez y ganaron las derechas, lo que posibilitó un gobierno que rectificó parte de los logros del primer bienio, aunque sería arriesgado asegurar que las mujeres actuaron como fuerza retardataria. Clara Campoamor consideró como causa determinante que los partidos de izquierda se presentaran divididos. Para Campoamor, una de las paradojas de estas elecciones fue que no revalidó su escaño y quedó fuera del Parlamento. Su jefe de partido, Alejandro Lerroux, le propuso la Dirección General de Beneficencia. Aceptó el cargo, pero la derechización de su partido, tras pactar con la CEDA, y la represión posterior a la revuelta de Asturias de 1934, le impulsaron a dimitir y a dejar el partido. Había viajado a Asturias para hacerse cargo de los huérfanos de las víctimas de la represión y tuvo ocasión de comprobar la dureza política y militar de las actuaciones gubernamentales. Un animal político como ella no podía, sin embargo, vivir fuera de las instituciones, y solicitó entrar en Izquierda Republicana (las nuevas siglas del partido azañista) a través de Santiago Casares Quiroga. Este le transmitió que desistiera, ya que no tenía apoyos dentro y aún se recordaba un artículo crítico con Azaña que había escrito años atrás. Prefirió esperar y su petición fue desestimada. Su arrojo intimidaba a las cúpulas de los partidos y se había quedado sola. Republicana sin partido, en su libro Mi pecado mortal, el voto femenino y yo (1935) reivindica su papel en las Cortes Constituyentes de 1931 y asume que el precio que pagó fue alto: la desconfianza e, incluso, el rencor de ciertas elites políticas. Tras recordar que el 1 de octubre [de 1931] «fue el gran día del histerismo masculino, dentro y fuera del Parlamento, estado que se reprodujo, quizá aún más agudizado, el primero de diciembre», describe el nerviosismo de los diputados de las tres minorías republicanas (Partido Radical, Partido Radical-Socialista y Acción Republicana) e incluso de algunos socialistas a título individual, a pesar de que el PSOE apoyaba el sufragio femenino. Y afirma: «¡Pobres hombres políticos, aferrados a la esperanza de que nada se transformará en el país, a que nada evolucionará, a que nada ni nadie se despertará espiritualmente y caminará hacia el porvenir!»

Fuera ya de la política partidista, seguía comprometida con la causa de la mujer y participaba en foros jurídicos internacionales. Se encontraba en Londres cuando se produjo el triunfo electoral del Frente Popular a comienzos de 1936. Gobernaría de nuevo la izquierda, lo que demostraba que las mujeres en su conjunto no habían sido las responsables directas de los resultados electorales en 1933 y en 1936. Al estallar la sublevación militar de julio de 1936, Campoamor fue consciente de que no contaba con apoyos personales explícitos dentro de la legalidad, ni menos aún en el bando de los sublevados. Desde el Madrid sitiado por las tropas franquistas tuvo ocasión de ver excesos por parte de los Comités que apoyaban al Gobierno y que lo atomizaban con sus actuaciones extremas. Decidió marcharse de España con su madre en el otoño de 1936. Tomaron un barco vía Italia con la intención de dirigirse desde allí a Suiza, un país que había visitado ya para asistir a diversos foros en Naciones Unidas. Llegaron a su destino después de algunas desafortunadas complicaciones; su amiga Antoinette Quinche le ofreció hospitalidad, pero Campoamor vio más posibilidades de afincarse en Argentina, donde vivió diecisiete años. Antes de partir escribió un libro muy crítico sobre las desavenencias en el seno republicano y denunció que, dentro de la guerra, algunos ensayaban la revolución. Tras una primera edición en francés, La revolución española vista por una republicana se publicó en España décadas después, primero en el Servicio de Publicaciones de la Universidad Autónoma de Barcelona y más tarde en la editorial Renacimiento. En 2018 ha vuelto a reeditarse.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Campoamor pasó dos veces por España con la idea de regularizar su situación, pero uno de los escollos que encontró fue la acusación de pertenecer a la masonería. El Tribunal de Represión de la Masonería le había abierto un expediente y le reclamaba doce años de cárcel si no facilitaba nombres de otros masones. Nada más conocer estas condiciones, cerró la puerta a instalarse en el país. Sus últimos años los vivió en Lausana, en el entorno de su amiga Antoinette Quinche. A través de su correspondencia con la traductora Consuelo Berges y la jurista María Telo en los años cincuenta y sesenta, se sabe que mantenía el mismo brío de su juventud por la causa feminista y que no siempre compartía la contención de sus compañeras suizas. Murió en 1972.

El espejo literario

En Del amor y otras pasiones aparece más de una vez la figura de Don Juan. En el ensayo «Los tres poetas de don Juan Tenorio», teoriza sobre la tipología del personaje. El primero y más antiguo es El Burlador de Sevilla y convidado de piedra, de Tirso de Molina; el segundo, el que encarnó no solo en su obra sino «en cuerpo, conducta y vida» José de Espronceda, al escribir y vivir su don Félix de Montemar y, por último, el popular Don Juan Tenorio de José Zorrilla. Campoamor sostiene que el más científico, exacto y perverso es el de Tirso de Molina; el más real y humano, el de Espronceda, y el más cercano a la comprensión y hasta la simpatía de los espectadores, el Tenorio de Zorrilla.

Beatriz Ledesma, especialista en Clara Campoamor, alude en la introducción al estrecho vínculo intelectual y afectivo entre Clara Campoamor y su tío abuelo Federico Fernández de Castillejo como el hilo conductor de su interés por la sufragista. Fruto de ese interés ha surgido el hallazgo de esta galería de retratos literarios que reúne a Garcilaso, Quevedo, Góngora, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Sor Juana Inés de la Cruz, Espronceda o Bécquer, junto con otros menos conocidos. El romance popular A buen juez, mejor testigo, sirve para introducir a Zorrilla y hablar de las promesas de matrimonio incumplidas. Del poeta Federico Balart festeja su amor conyugal, al declarar que su mejor obra es la que dedicó a su esposa cuando esta falleció. En Góngora distingue dos poetas, el del ingenio y el de la erudición, pero aprovecha para intercalar que, cuando nombra a la mujer, su lira suele tener dos notas: grata y cantarina para las mozas; adusta y burlona para las viejas. De Sor Juana Inés de la Cruz afirma que escribía con conciencia de lo que escribía. Desde poemas sutiles y alambicados de amor y ausencia a la fuerza avasalladora de los célebres versos en los que pide sinceridad a los hombres al juzgar a las mujeres: «Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis. […] ¿Pues para qué os espantáis / de la culpa que tenéis? / Queredlas cual las hacéis / o hacedlas cual las buscáis».

Son artículos a medio camino de la divulgación y la crítica literaria. A tenor de algunas reflexiones, cabe afirmar que Clara Campoamor bien sabía de amores propios o ajenos, bien se había documentado. «Su palabra, situada a menudo en esa delgada línea que separa lo ingenioso de lo satírico», afirma Ledesma, ofrece un nuevo espejo en el que mirar a la política y feminista española.

Inmaculada de la Fuente es periodista. Sus últimos libros son Mujeres de la posguerra (Barcelona, Planeta, 2002), La roja y la falangista (Barcelona, Planeta, 2006), El exilio interior. La vida de María Moliner (Madrid, Turner, 2011), Las republicanas «burguesas» (Madrid, Sílex, 2015), La señora James. Ocho relatos y una nouvelle (Madrid, Papeles mínimos, 2017) y Mujeres de la posguerra (Madrid, Sílex, 2017).

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