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Querencia de libertad

Manuel B. Cossío a través de su correspondencia, 1879-1934

Ana María Arias de Cossío y Covadonga López Alonso (eds.)

Madrid, Residencia de Estudiantes, 2015

928 pp. 24 €

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El periodista Luis Bello, autor de una obra monumental y espléndida –Viaje por las escuelas de España– preconizaba en un artículo de octubre de 1930 la labor de la Institución Libre de Enseñanza. La Institución nació en 1876 como un proyecto pedagógico con pulsiones regeneracionistas que pretendía transformar la sociedad española de una forma calmada y profunda a través de la educación. Se trataba, sin duda, de un propósito plausible en una España devastada por el analfabetismo. El artículo 15 de sus estatutos definía la Institución como ajena a todo espíritu religioso, filosófico o político, y reivindicaba el «principio de la libertad e inviolabilidad de la ciencia».

Luis Bello, en su artículo publicado en el diario El Sol, tornaba el elogio en crítica al constatar la inutilidad de la Institución, tras más de cincuenta años de haber sido creada. La crítica de Bello incidía en la soledad de dicha organización, que había sido incapaz de conseguir que sus directrices permearan en la política gubernamental y, muy especialmente, en su elitismo: había logrado formar alumnos selectos, pero no «renovar la primera enseñanza, castillo fuerte que sigue todo él, en bloque, ocupado por el ejército negro de la España tradicional». En definitiva, no había logrado crear ese hombre nuevo que había de ser la base de la regeneración estructural del país.

La situación cambiaría tras la proclamación de la República. Una de las pruebas evidentes fue la creación de un proyecto tutelado por Manuel Bartolomé Cossío: las Misiones Pedagógicas, el intento del Gobierno republicano de popularizar la cultura en el medio rural español. Las rememoraba con emoción y con cariño Antonio Machado en un artículo escrito en 1937, dos años después de la muerte del pedagogo. Lo tituló «Cossío y la sierra». En ese momento la sierra madrileña era frente de batalla, y quería Machado que los soldados republicanos hubieran sido aquellos que la conocieron pocos años antes, en las excursiones de carácter docente organizadas por Cossío. En un arrebato de estridencia, Machado llegaba a tildar a Cossío de capitán, y añadía: «difícil sería enumerar cuántas excursiones escolares, cuántas colonias infantiles, cuántos grupos de estudiosos, de artistas y de poetas, cuántos equipos de alpinistas, cuántos trabajadores fatigados, cuántos enfermos de tedio urbano y de hetiquez cortesana, fueron a la sierra por consejo y enseñanza y ejemplo de Cossío. De este modo, a Cossío, el pedagogo insigne, el discípulo predilecto de Giner de los Ríos, le alcanza una parte de gloria militar en las hazañas heroicas que son hoy el orgullo de España y el asombro del mundo».

La lectura atenta de la correspondencia de Manuel Bartolomé Cossío, primorosamente editada en este volumen, permite dudar de que Cossío hubiera estado de acuerdo con el rango militar, por muy metafórico que fuera, impuesto por el poeta andaluz. Contradice totalmente el carácter de un hombre cuya muerte fue noticia de portada del diario El Sol: la del martes 3 de septiembre de 1935 estaba dedicada en exclusiva a la muerte de Manuel Bartolomé Cossío, fallecido el día anterior a los setenta y ocho años. En las páginas interiores del diario se sucedían las crónicas, los recuerdos y las opiniones y remembranzas de intelectuales y amigos: Marañón, Unamuno, Juan Ramón Jiménez… Algunos textos llaman la atención: el de Baroja, por ejemplo. El vasco no era muy dado a los elogios, y los que comunica al corresponsal del periódico son contundentes y meditados. Lo describía como un hombre de espíritu franciscano que había llevado a cabo una labor de paz, alejado de violencias y fanatismos, con un sentido pragmático, dado a la simpatía y con poder de atracción intelectual. Para Baroja, la obra de Cossío y la de su amigo y maestro Francisco Giner de los Ríos había influido grandemente en la cultura española, y sospechaba que sus discípulos no iban a estar a la altura de ambos hombres.

También era llamativo el artículo de Pedro Mourlane Michelena. Mourlane era un católico esencial y, por tanto, antagonista de la naturaleza del pensamiento de Manuel B. Cossío. Mourlane se distanciaba de él, y lo hizo notar con su elegancia habitual, con una finura muy alejada de las intenciones de quienes hoy hacen del desencuentro un tema en las necrológicas, con el propósito de escandalizar al lector para trabajarse fama de terribles. Comenzaba con un elogio sincero: «De cuantos dones asisten a este patricio ninguno brilla como el don de la modestia». Añadía Mourlane el don del entusiasmo, «o sea, la fidelidad siempre viva para la belleza, el ímpetu que no descansa para el bien». Y remataba: «Cossío ha comunicado su fervor a millares de compatriotas. Esto equivale a enriquecerlos y a multiplicar en ellos la fuerza y la alegría. ¿Cabe en la vida española actividad más fiable que esta que Cossío ha encarnado? Discrepa nuestra concepción del mundo, que en nosotros es católica, de la de Cossío. Pero cómo nos conforta, hasta religiosamente, comprobar que él, a los setenta y siete años, cree con el mismo vigor que a los veinte, que allí donde resurja el espíritu resurgirán todas las cosas».

Pero quizás el mayor elogio de todos cuantos recibió Manuel Bartolomé Cossío en la fecha de su muerte fuera, además, el que disipa la sospecha de que las necrológicas no sean los documentos más adecuados para esquiciar el carácter de un personaje. Tienden a mostrar luces y no sombras, pero en este caso ocurrió al revés: pretendiendo denostar, no hizo sino alabar al finado, presentando una relación puramente verídica de sus bondades. El artículo es del periódico carlista El Siglo Futuro y se titulaba «El santo laico». Con prosopopeya presuntamente irónica, lo reconocían como tal, y remataban: «Discípulo de Giner de los Ríos y fundador con él de la Institución Libre de Enseñanza, era hoy el alma de ésta, su oráculo, su verbo, su pontífice supremo. Los principios esenciales de esta Institución, la pedagogía laica, la coeducación de sexos, el liberalismo doctrinal en su matiz más agudo, eran también los principios predilectos del señor Cossío, al que naturalmente, complacía una República fundada e inspirada en ellos. Por eso y por los méritos que para esa República tenía contraídos fue el primer ciudadano de honor de ella. Y lo merecía. Sino que esos principios son los que han traído a la revolución y todavía la siguen empujando a sus últimas consecuencias».

La formulación íntima del liberalismo doctrinal que tanto repugnaba a El Siglo Futuro es uno de los hallazgos de esta selección de cartas escritas y recibidas por Manuel Bartolomé Cossío. Las cartas, la correspondencia de un hombre, son un documento primario de gran valor para fijar no sólo una biografía, sino también el espíritu de una época. La que abarca de 1879 a 1934, sin duda crucial para la historia de España, se ve aquí reflejada por las cartas no sólo de Cossío, sino también las de Fernando de los Ríos, Ramón Pérez de Ayala, Nicolás Salmerón, Azorín, Ortega y Gasset, Américo Castro, Emilia Pardo Bazán, Rafael Altamira, Julián Besteiro o Miguel de Unamuno. Entre ellos, también, José Castillejo, uno de los «hallazgos» de Andrés Trapiello en su última edición de Las armas y las letras. Trapiello lo ensalza encarecidamente por formar parte del reducido grupo de intelectuales que mantuvo una distancia crítica con ambos bandos durante la Guerra Civil. De alguna manera, desmiente la idea de Baroja de que Cossío no iba a tener discípulos a su altura.

El espíritu liberal, independiente y profundamente humano de Castillejo es el que manifiestan nítidamente los numerosos corresponsales cuyas cartas recoge este volumen. Escritas desde diferentes lugares de España y de Europa, muestran la postura de Cossío y sus interlocutores sobre diversos acontecimientos de indudable trascendencia histórica, como la guerra de Marruecos o la Primera Guerra Mundial. Precisamente sobre ésta destaca la carta que Cossío escribió a Unamuno en febrero de 1917. Unamuno había dado un discurso días antes en el Hotel Palace con motivo de la cena anual de la revista España. Fue un discurso combativo sobre la guerra, en el que consideró la formación espiritual que muchos habían recibido de los países contendientes. Reconocía la existencia de las dos Españas frente a frente y exponía sus razones para decantarse por los países aliados. El discurso apareció publicado íntegro en la propia revista el día 1 de febrero, y Cossío escribió a Unamuno cinco días después: «Muchas otras veces ha tenido usted la misma intensidad y altura de pensamiento, pero creo que pocas ha encontrado usted la misma justa medida en el decir y el mismo acierto para apoderarse de las almas. Quiera Dios que esta guerra sirva para estrechar los lazos objetivos y personales de todos los que estimamos la libertad, o mejor la Libertad, con L mayúscula, como bien supremo. Porque me inclino a creer que esto de la libertad, entre todas las diferencias, es lo que fundamentalmente nos separa del otro bando. Ellos hablan igualmente de valor, de derecho, de justicia, de defensa, de verdad, de todo menos de libertad en el sentido que nosotros hablamos. ¿Nos permitirán algún día ser libres de veras? Quiero decir: ¿dejaremos algún día de sentir la degradante tolerancia en que vivimos?»

La inteligencia del texto, la inteligencia de la idea que transmite y la de su exposición, es la que se percibe en las cartas agavilladas en este libro. No es poca cosa para una correspondencia que abarca tantos años, que se establece entre tantos amigos, familiares y colegas y que abarca tantos temas (el libro de Cossío sobre El Greco, las Misiones Pedagógicas, etc.). La edición de Ana María Arias de Cossío y Covadonga López Alonso está a la altura del hombre que presenta. La introducción es portentosa, casi una monografía en sí misma (abarca 179 páginas), los índices son completísimos e incluye una relación biográfica de interlocutores. Es una lástima –y un grave error– que de algunas cartas sólo se hayan recogido extractos y se hayan censurado algunos fragmentos por cuestiones relativas a la intimidad. Aunque la selección pueda parecer irregular, ya que hay cartas breves que apenas aportan testimonio o valor alguno, las compiladoras han logrado el objetivo de iluminar no solamente una figura trascendente de la cultura española, sino también la época de que fue protagonista.

Sergio Campos Cacho es bibliotecario, coautor de Aly Herscovitz y colaborador de Arcadi Espada en su libro En nombre de Franco. Los héroes de la embajada de España en Budapest (Barcelona, Espasa, 2013).

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