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Luz amarilla

Los huérfanos

Jorge Carrión

Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014

256 pp. 19,50 €

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Los huérfanos, segunda novela de Jorge Carrión (Tarragona, 1976), se adscribe sin dificultad al subgénero conocido como literatura postapocalíptica, de la que hay ejemplos notables y muy notables (me vienen a la cabeza Fiskadoro, de Denis Johnson; Galápagos y Cuna de gato, de Kurt Vonnegut; y Espejos negros, de Arno Schmidt; por no hablar de relatos pioneros como El último hombre, de Mary Shelley, o la bellísima After London, de Richard Jefferies) y también famosos tostones, como La carretera, de Cormac McCarthy; Cántico por Leibowitz, de Walter M. Miller Jr.; o La posibilidad de una isla, de Michel Houellebecq. Por supuesto, dentro de la ciencia ficción, hay una vasta región de libros ambientados en, o que tratan de, un mundo posnuclear o, al menos, poscataclísmico, pero la novela de Carrión, como casi todas las que he citado más arriba, huye de lo específicamente genérico y aspira a una visión simbólica más amplia, en un sentido literario, del hombre y de la historia.

El fin del mundo, el fin de la raza humana y del mundo tal y como lo conocemos, es un fantasía. Sin duda ocurrirá tarde o temprano, pero es una fantasía, y es, en concreto, una fantasía de liberación. Como un niño que secretamente fantasea con la muerte de toda su familia, con su romántico destino de huérfano desdichado. Es innegable que en algunas de las mejores novelas de este subgénero hallamos, por una parte, la profunda soledad y la desesperación que cabría esperar junto con una libertad desconocida. Paz, silencio y dulce soledad, y aun así el sol sigue despuntando y poniéndose cada día, indiferente a nuestra orfandad. Robinson Crusoe llama Isla de la Desolación a su isla, pero, a pesar de todo, su historia está llena de momentos de felicidad y éxtasis, porque, sencillamente, la vida también es así. No es ese, sin embargo, el tipo de fantasía que encontramos en Los huérfanos, que utiliza un tono serio y recio para presentar una imagen descarnada y sin concesiones del final de los tiempos y de la locura.

Antonio Marcelo Ibramovich de la Santa Croce, argentino, es el personaje protagonista y el narrador de la novela. Corre el año 2035. Desde 2022, él y un pequeño grupo de supervivientes de la Tercera Guerra Mundial están aislados del mundo exterior en un búnker situado en el subsuelo de Pekín, del que no salen por miedo a la radiación. El día en que se cumplen trece años del inicio de su encierro, Marcelo empieza a escribir un diario. En él leeremos sobre la fuga de Anthony, que perdió la razón años atrás y permanecía encerrado en una celda (dentro del encierro del refugio), sobre la obsesión sexual de Marcelo con Thai, una niña de trece años (nació el día en que se cerró la puerta del búnker) hija de una antigua amante, y sobre el misterioso Chang, padre de la niña y líder tácito de los supervivientes. También leeremos las conversaciones que Marcelo mantiene online con Mario, un hombre que vive encerrado en otro búnker, éste situado en una isla desierta, y quien ya aparecía en la anterior novela de Carrión. Los huérfanos está compuesta, fundamentalmente, por ese diario y por los informes que durante años envió a sus superiores de la ONU, para la que trabajaba antes de la guerra, sobre personajes clave en el proceso histórico que condujo a la destrucción del mundo conocido y a través de los cuales nos enteraremos de los diversos acontecimientos y procesos históricos que dieron lugar al desastre nuclear. Estos informes, casi siempre en forma de entrevistas, funcionan como relatos intercalados y en ellos están algunas de las ideas más interesantes de la novela (entre ellas, por ejemplo, el concepto de museo real).

En la historia alternativa de Los huérfanos, existe un fenómeno llamado reanimación histórica, que comienza en la segunda década del siglo XXI y consiste en una fiebre global por escenificar actos y costumbres del pasado. «“Fue así, paulatinamente, como para cada uno de nosotros, para cada uno de los habitantes del siglo XXI, la Historia comenzó a ser no sólo un discurso, no sólo lenguaje, sino también gestualidad y acción”. Quiere decir: no sólo palabras, sino también venganza, incendios, terrorismo, bombas, balas, la posibilidad cada vez más evidente de una Tercera Guerra Mundial». La reanimación histórica tiene su origen precisamente en España. En 2014, Mariano Rajoy impulsa la Ley de la Práctica de la Memoria Histórica, que obliga «a los españoles, en la medida de sus posibilidades, a mantener viva como ejercicio cotidiano la memoria histórica» y que constituye un intento de revisar la Guerra Civil y el franquismo. Esta corriente se extiende veloz por el mundo, y pronto se multiplican las asociaciones de distinto signo político que escenifican batallas de la Segunda Guerra Mundial, se visten con kimonos de siglos atrás, estudian lenguas muertas o minoritarias, coleccionan relojes Swatch o mandos de la tele, se operan la cara para parecerse a figuras históricas o recorren, ataviados con ropas de época, la ruta que condujo en 1939 a los refugiados españoles de la Guerra Civil hasta el exilio en Francia. Es una lástima que no quede demasiado claro cómo todo esto desemboca en la guerra nuclear.

Carrión, en esta novela de ideas, quiere evidentemente reflexionar sobre la interpretación del pasado, sobre el revisionismo histórico y, de forma más general, sobre el significado de la ficción y de la memoria, tanto individual como colectiva (haciendo corresponder ficción y memoria con historia escrita). «La ficción –leemos– no precisa de máscaras, actúa en el interior del cerebro. No importa cómo te perciben los demás cuando tú mismo te has ficcionalizado; más de lo habitual, quiero decir, porque en cada psicología conviven tantas certidumbres contrastables como intuiciones o construcciones que son pura ficción. Y las ficciones individuales, por supuesto, conducen a las ficciones colectivas».

Sin embargo, todas las modas y representaciones surgidas de la reanimación histórica son, por supuesto, fenómenos que existen en la actualidad en nuestro mundo y que en Los huérfanos aparecen meramente amplificados. Esto resta algo de fuerza a la narración y a la argumentación (aunque no las invalida). Es un mundo demasiado parecido al nuestro, y, como en el nuestro las mismas causas no tienen consecuencias idénticas, resulta tentador pensar que la novela está construida sobre una concepción errónea o falseada. Lo simbólico de la novela es literal en nuestro mundo, pero las reglas son diferentes. Hoy en día existen, por ejemplo, asociaciones de entusiastas bélicos que se visten con uniformes auténticos de la Wehrmacht y del Ejército Rojo y escenifican, digamos, escaramuzas de la batalla de Kursk, pero sus juegos no tienen relevancia, no son noticia y no cambian nada. La Historia sigue siendo sólo lenguaje, porque no puede ser otra cosa, porque todo lo absorbe y lo incorpora, y el presente es siempre gestualidad y acción y, al mismo tiempo, es siempre representación. Normalmente, en una novela que juega con la historia de esta forma, se necesita un hecho crucial desencadenante, un punto desde el cual nuestra historia y la de la novela se bifurquen y comiencen a divergir. Un elemento narrativo de este tipo sirve para evitar cierta sensación ocasional de gratuidad o de futilidad en lo narrado y es algo que se echa en falta en Los huérfanos, aunque esto sea una pega menor.

Donde sí pueden objetarse defectos de mayor calado es en la parte del diario. Hay, en primer lugar, un problema de lenguaje y, en segundo lugar, otro de caracterización. La primera novela de Carrión, Los muertos (Barcelona, Mondadori, 2010; Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014), junto con la que Los huérfanos forma una trilogía que se completará con la aún inédita Los turistas, era un libro de sorprendente originalidad. Consistía en su mayor parte en una novelización de una teleserie ficticia de producción china, homónima, en la que los personajes, tras morir en nuestro mundo, se despertaban (desnudos en un callejón, al modo de los visitantes del futuro en Terminator) en una especie de reino de los muertos que era al mismo tiempo una Nueva York futuristaHay varios ejemplos relativamente recientes de novelas de planteamiento similar: Cómo viven los muertos (2000), de Will Self, y Breve historia de los muertos (2006), de Kevin Brockmeier, con la que Los muertos mantiene más de un curioso parecido superficial –aunque en último término la supera–, por no hablar de la magistral La infancia de Jesús, de J. M. Coetzee.. En ese bardo aparecían también personajes de otras ficciones, como Tony Soprano o Lady Macbeth, y el resultado –aunque la calidad descendía algo en la segunda parte– era en verdad excitante y memorable. Uno de los rasgos que llamaban la atención era el lenguaje, desnudo, depurado al máximo y poderosamente visual (al fin y al cabo, la novela pretendía ser la narración de las imágenes de la serie de televisión).

En Los huérfanos, sin embargo, y en particular en las secciones diarísticas, el estilo, en principio provocado por la progresiva alienación de Marcelo, es abigarrado, caótico y amanerado, con eventuales incursiones en frases larguísimas y torrenciales, provenientes quizás de la prosa de Cortázar, que a Marcelo le quedan arrítmicas y poco fluidas, dislocadas y confusas. El lenguaje es gris, caprichoso y muy poco visual. No podemos ver nada del búnker, que se convierte en un espacio abstracto e inmóvil que podría ser perfectamente el interior de la mente de Marcelo. Esto, en la práctica, es una mala idea, pues, como ya presentimos al comienzo de la lectura, nadie va a salir del refugio, con lo que los personajes y la interacción entre ellos, a falta de espacios nuevos donde desarrollarse (sí, en una novela los espacios externos tienden a equivaler a espacios internos), se estancan y mueren. La luz amarilla que baña de forma permanente el interior del búnker desde la primera línea y que, supuestamente, no permite ver otros colores es, sin duda, un intento de contribuir a esa atmósfera monótona y opresiva, pero pedirle al lector que imagine durante toda la lectura ese mundo por completo amarillo es ir demasiado lejos. Las escenas entre los supervivientes tienen un sorprendente carácter estático, y casi nada de lo que dicen o hacen ayuda a que avance la novela. Claro que esa aparente inmovilidad, ese carácter repetitivo de ciertas secciones, además de la claustrofobia y el sentimiento de irrealidad, es algo probablemente buscado por Carrión para reflejar el encierro y la creciente locura del narrador, pero al lector no se le dota de la distancia necesaria para contemplarlo, de modo que la lectura se vuelve en sí misma claustrofóbica, repetitiva y, en algunas partes, aburrida (por ejemplo, en las largas listas de palabras entresacadas del diccionario o en las descripciones pormenorizadas de partidas de ajedrez, pero no sólo).

Ese lenguaje antisensorial perjudica también a la caracterización. Como no se permite interactuar con naturalidad a los personajes, Marcelo se ve obligado a improvisar en un momento apresurados dossiers de sus compañeros de cautiverio, con el siguiente resultado:

Susan (piel carcomida por cicatrices de acné y poblada de gruesos pelos rizados que la luz amarilla disimula, ayudada por la energía que pese a todo irradian los ojos y la boca, siempre a punto de sonreír sin nunca decidirse a ello): Susan.

Kaury (líneas ovaladas y curvas en las ojeras, en la piel colgante del cuello, en los cachetes, que ahogan la vivacidad en decadencia de la mirada castaña, siempre despeinada): Kaury.

Esther (cara esquemática, dibujada en trazos finos, reducible a una cruz inscripta en un rombo más alto que ancho, con esos dos círculos dulces y maternales pese a la amargura): Esther.

[…]

Ulrike (una faz construida mediante una sucesión de puntos, como un dibujo infantil, una suerte de retrato robot germánico, tan eficaz, tan rubia, tan azules los ojos): Ulrike.

Esto no ayuda a imaginar a estos personajes, de los cuales, sorprendentemente, no llegaremos a saber mucho más, a pesar de que sus nombres son mencionados una y otra vez. Esas abstracciones y esquemas geométricos que usa Marcelo para describir a los otros supervivientes no reflejan nada fuera de él mismo, y ese carácter solipsista se vuelve contra el relato y hace que al lector le cueste mucho establecer conexiones emocionales con lo que se cuenta. Por otro lado, la creciente truculencia de la narración, que en ocasiones adopta la forma de una sarta de golpes de efecto encadenados (asesinatos, automutilación, obsesión masturbatoria, abuso de menores, sexo brutal, violaciones, espeluznantes detalles escatológicos), termina por convertir el libro en un artefacto efectista e indefenso ante los clichés.

Es una lástima que el producto final de esta novela ambiciosa, atrevida y original, al menos respecto a los usos recientes de la narrativa española, no llegue a estar a la altura de sus intenciones. De momento, seguiremos esperando otra buena novela del autor de Los muertos.

Ismael Belda es crítico literario y escritor. Es autor de La Universidad Blanca (Madrid, La Palma, 2015).

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Ficha técnica

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