El arte de amargarse la vida (I)
Teníamos hace unos años en la misma planta en que vivíamos, pero en el piso de enfrente, un vecino hosco y cabizbajo cuyo tono de voz nunca llegamos a conocer por la sencilla razón de que no abría la boca para articular frases o unas míseras palabras, sino tan solo para emitir una especie de gruñido más emparentado con el ruido animal que con la voz humana. Le decíamos «buenos días» o «buenas tardes» y él contestaba –si a aquello se le podía llamar contestación– con un «grrrrrrr» más o menos prolongado, siempre sin mirar a los ojos y casi sin levantar la vista del suelo. Al cabo de unas semanas mi mujer y yo nos referíamos a él de modo habitual, con más ánimo descriptivo que injurioso, como «el cerdo». Lo cierto es que además estaba bastante orondo y un tanto desaseado –para decirlo con elegancia–, razones que coadyuvaban a que el epíteto le cuadrara de modo tan natural y espontáneo que en alguna ocasión a punto estuvimos de nombrarlo de esa manera delante de otros vecinos. El «cerdo» desapareció de nuestras vidas un día, de modo tan silencioso como había llegado y el piso de enfrente –que debía de tener una especie de maldición– pasó a ser ocupado por una pareja no excesivamente joven pero tampoco muy mayor, que se caracterizaba por las discusiones domésticas a voz en grito a partir de las diez de la noche y hasta aproximadamente las tres o cuatro de la madrugada. Todos los días o, mejor dicho, todas las noches: «¡Hijaputa, que te voy a matar!» era lo más suave que escuchábamos. De ahí para arriba. Pero como no pasaba nada, al final nos acostumbramos.