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Viento del Este, viento del Oeste

Red Flags. Why Xi’s China is in Jeopardy

George Magnus

New Haven y Londres, Yale University Press, 2018

248 pp. $26.00

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China vive tiempos interesantes. No es que no haya pasado antes por otros. Desde el movimiento del 4 de mayo de 1919 ha tenido tal vez demasiados: guerra con Japón, guerra civil, Gran Salto Adelante, Gran Revolución Cultural Proletaria, Tiananmén 1989. De hecho, la única etapa pacífica de los últimos cien años parecen haber sido los últimos cuarenta. Han sido los años del despegue económico de China del que todo el mundo se hace lenguas.

Para George Magnus, con Xi Jinping se ha abierto un nuevo ciclo de turbulencias. Magnus es un economista británico independiente entre cuyos méritos se cuenta haber apuntado en 2006 que el sistema financiero internacional estaba a punto de entrar en un momento Minsky, es decir, en una fase de brusco desplome de sus activos financieros. Antes de este libro había escrito otro que le ganó merecido respeto como demógrafo (The Age of Aging. How Demographics are Changing the Global Economy and Our World, Nueva York, John Wiley & Sons, 2008), pero actualmente es China el asunto en el que prefiere centrarse.

La tesis central de este nuevo libro se resume con sencillez: el modelo de desarrollo chino ha dejado de funcionar. Seguir invirtiendo a crédito empuja a su economía hacia una creciente inestabilidad financiera y, eventualmente, puede causar una crisis profunda. Los dirigentes chinos lo saben, pero no consiguen hallar una respuesta satisfactoria que, al tiempo, no ponga en cuestión el liderazgo del Partido Comunista. Por el momento, se encuentran en una fase de desequilibrio creciente con cuatro grandes riesgos: deuda disparada; política monetaria inestable; desequilibrios demográficos; y eventual caída en una trampa de rentas medias.

La economía china ha asentado su rápido crecimiento en dos apoyos: ahorro privado y expansión del crédito. Los chinos ahorran mucho. Por necesidad. En ese régimen comunista, la red de asistencia social es muy limitada en comparación con otros países asiáticos de desarrollo similar. Aunque el gobierno ha tratado de mejorarla, los beneficios que ofrece son muy bajos y los chinos tienen que ahorrar para el futuro: una necesidad especialmente perentoria para los ciento cincuenta millones de emigrantes rurales que carecen de hukou (permiso de residencia urbana) y no pueden esperar ayudas en materia de vivienda, educación y sanidad por parte de los gobiernos de las localidades donde trabajan. En esas condiciones, no es de extrañar que, en 2017, el consumo siguiese contribuyendo con un esquelético 39% al PIB.

La otra gran fuente de inversiones es el crédito. A mediados de 2016, la deuda total de China suponía un 255% del PIB; a finales de 2017, superó el 300%. Entre 2005 y 2016, China creó la mitad de todo el nuevo crédito mundial. El problema de la deuda, empero, no se limita a su dimensión; aún más preocupante es la alta intensidad crediticia de su economía, es decir, el volumen de crédito necesario para generar una unidad extra de PIB. En 2007-2008, alrededor de un billón (1012) de dólares en crédito permitía financiar 679 millardos (109) de dólares de PIB; en 2015-2016, para el mismo monto, el crédito necesario se había multiplicado por cinco (más de tres billones).

Para Magnus, esa espiral refleja la opción política del gobierno por mantener el protagonismo del sector público y de sus empresas (SOE, por su sigla en inglés). Se ha hablado mucho de la reforma de las SOE (estatales, provinciales y locales), pero ésa ha sido otra de las reformas prometidas por Xi que nunca han llegado a término. Aunque el número de SOE del Gobierno central ha bajado de ciento veinte a menos de ochenta, las de menor rango territorial han pasado de ciento veinte mil a ciento setenta mil. Sus activos se han multiplicado por seis desde el año 2000 (de tres billones de dólares a 18,5). Sus ventas suponen un 35% del PIB, pero sólo un 3% de los beneficios totales de las empresas. Son, pues, menos eficientes en términos financieros; están más endeudadas; y obtienen menos beneficios.

Tradicionalmente, el crédito lo extendía la banca oficial cuyos recursos multiplicaban por tres el valor del PIB anual. En los diez últimos años, sin embargo, el sector crediticio ha crecido hasta 4,5 veces gracias a la aparición de bancos menores y de la llamada banca oscura, un conjunto de entidades poco reguladas que pueden ser una seria fuente de problemas porque cuentan con la expectativa popular de que el Gobierno cubra sus riesgos en caso de crisis (moral hazard).

En resumen, las SOE reducen considerablemente el papel del sector privado, que dista mucho de ser tan grande como piensan otros investigadores. Adicionalmente, desde 2015, el Partido ha extendido sus tentáculos más allá de las SOE oficiales, limitando la libertad de acción del sector privado por medio de inversiones minoritarias en el capital de muchas empresas y la exigencia de que todas, incluidas las extranjeras, cuenten con células comunistas en sus órganos de dirección.

¿Tendrá China que enfrentarse a una penosa crisis fiscal? No necesariamente a corto plazo, apuesta Magnus, dado el control gubernamental sobre la economía y su escasa apertura al exterior. Más probable es que la deuda siga empujando una creciente desaceleración del crecimiento. Pero, «tarde o temprano, las autoridades tendrán que elegir entre perseverar [en su reducción], arriesgándose a un frenazo importante, o apretar de nuevo el pedal del crédito, retrasando el desenlace hasta un momento posterior, que posiblemente sea aún más complicado».

Sobre el segundo riesgo –la seguridad de la moneda local–, la conclusión es parecida. China ha intentado salvarse de la trinidad insostenible de Robert Mundell: mantener a la vez un tipo de cambio fijo; una política monetaria independiente; y un mercado de divisas abierto. Como pocos países están dispuestos a perder su soberanía monetaria, y China no es una excepción, todos tienen que elegir entre abandonar el tipo de cambio fijo o imponer controles a la circulación de capitales. China trata de mantener su propia trinidad, cediendo sólo un poco en lo relativo al tipo de cambio.

La realidad es testaruda. El volumen total de activos chinos se ha doblado entre 2014 y 2017 (pasando de dieciséis a treinta y tres billones de dólares), en tanto que las reservas exteriores cayeron de cuatro a tres billones en 2016 y ahí, más o menos, siguen. Una vez más, el telón de fondo resulta ser el rápido crecimiento de la deuda china, que incita a una devaluación del tipo de cambio, a la huida de capitales, o a ambas cosas a la vez. Sin encontrar una solución al problema de la deuda, el Gobierno chino no podrá mantener estables a la vez el tipo de cambio y sus reservas exteriores.

El tercer riesgo se debe a una demografía desfavorable, es decir, al envejecimiento de la población, que limita a ojos vistas la capacidad de crecimiento. La mala noticia para China es el breve período de tiempo de que dispone para adoptar políticas que lo prevengan. Entre 1950 y 2015, los países desarrollados vieron doblarse –hasta llegar al 24% de la población– al grupo de edad superior a los sesenta años, justo cuando la renta per cápita estaba en torno a cuarenta y un mil dólares. China llegará a ese punto en los próximos doce años y con una renta equivalente a catorce mil dólares.

No se trata de una maldición bíblica, porque hay formas de limitar sus efectos negativos: fomentar la inmigración; aumentar la población activa incorporando sectores infrarrepresentados (mujeres) o subiendo la edad de jubilación; ampliar la productividad de sus trabajadores. China no parece dispuesta a recurrir a la inmigración ni a la ampliación de la edad de jubilación y el número de mujeres trabajadoras en zonas urbanas es ya alto, así que la salida más apetecible sería un aumento de productividad.

Tampoco es fácil, por cuanto una sociedad cuyo proceso político actúa con un solo protagonista –el Partido–, y de arriba abajo, no permite adaptarse con rapidez a los cambios y a la innovación. El rápido desarrollo chino en inteligencia artificial, robotización, movilidad autónoma y otros avances perturbadores no pueden ocultar sus deficiencias en educación terciaria ni, sobre todo, las escasas recompensas –cuando no castigos– que reciben quienes se atreven a pensar y actuar fuera de los marcos establecidos.

Cuarto problema: ¿podrá China escapar a la trampa de las rentas medias? Desde 1950 sólo un cuarto de los países emergentes ha podido mantener su crecimiento durante más de dos décadas y sólo unos pocos han crecido de manera estable durante los últimos cuarenta años. La experiencia apunta a que el crecimiento se reduce cuando los países alcanzan una renta per cápita de diez mil-once mil dólares y que tiende a estancarse al llegar al umbral de los quince mil-dieciséis mil dólares. China llegó al primer tranco en 2018 y con el hándicap de no poder repetir algunos de sus éxitos pasados y ya descontados (acceso a la Organización Mundial de Comercio; boom inmobiliario; educación universal; emigración rural). Adicionalmente, desde la llegada del presidente Donald Trump, se ve en el trance de renunciar a su mercantilismo comercial o limitarlo drásticamente.

Según Magnus, ninguno de esos desafíos es imposible de superar y China está tratando de conseguirlo por medio de diversas iniciativas. Una de ellas es la Nueva Ruta de la Seda (Belt & Road Initiative, o BRI), un gigantesco proyecto de conectividad que incluye comercio, coordinación de políticas, nuevos proyectos en infraestructuras (trenes de alta velocidad, puertos inteligentes, aeropuertos, centrales energéticas, oleoductos) y redes de telecomunicación. No es, sin embargo, un nuevo Plan Marshall, entre otras cosas porque la estrategia no incluye donaciones a los países en dificultades que están en su punto de mira, sino únicamente una financiación conjunta de proyectos, a menudo en condiciones leoninas para los prestatarios.

En términos geopolíticos, la Nueva Ruta de la Seda tiene poco que ver con una recuperación de la idealizada grandeza de la antigua Ruta. China busca presentar a su régimen autoritario como la alternativa al orden global liberal liderado por Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, de paso, legitimar sus aspiraciones hegemónicas sobre su entorno actual y, mañana, sobre el mundo entero.

¿Conseguirá la China de Xi impulsar el viento del Este con mayor tino de lo que lo hizo la de Mao Zedong? La respuesta de Magnus es muy cauta: «Si China consigue afrontar con éxito sus cuatro desafíos y, al tiempo, convertirse en un país de rentas altas, será el suyo un logro inaudito y, desde una perspectiva occidental, profundamente preocupante». Sin embargo, parece difícil que su economía pueda escapar a la ralentización económica que todo parece anunciar.

En ese caso, la suerte de Xi Jinping dependerá de dos incógnitas. Ante todo, la reacción del sector privado frente a la creciente intrusión del Partido Comunista en sus actividades. La incertidumbre o, peor aún, su desilusión pueden traducirse en fugas de capital e inestabilidad financiera. La otra es la resistencia de la urdimbre social de China a la forma en que Xi haga frente al desencanto y las demandas de una clase media en ascenso.

Al llegar a este punto, Magnus, como muchos otros observadores de China, otorga un papel clave a la batalla por el control de la información: «El Partido ve en la inteligencia artificial y en la tecnología digital, al tiempo, un instrumento de comunicación y un arma de vigilancia y control social. [Por su parte], la clase media, la generación del milenio y especialmente la que le sigue pueden servirse de ellas como medios de acceso al poder [con formas] que hoy son difíciles de prever o, con un eco de Mao en 1956, para que florezcan cien flores».

Es una conclusión poco satisfactoria para un libro que incluye tantas reflexiones juiciosas. La campaña de las Cien Flores no es la imagen más estimulante para describir el futuro: baste recordar la orgía represiva con la que acabó. Por otra parte, cifrar las posibilidades de cambio político en una eventual batalla digital es poco convincente. En ese terreno, el gobierno lleva a la sociedad civil muchos sets de ventaja: el control sobre Internet y, más aún, sobre todas las plataformas de chats se ha tornado atosigante. Pero no será el aspecto decisivo. Sin duda, China puede alcanzar un relativo protagonismo en algunos campos tecnológicos de vanguardia y sus dirigentes no dudarán en emplearlo para aumentar su control y garantizar la hegemonía del Partido Comunista Chino. También la Unión Soviética contaba con Akademgorodok, Norilsk y otras ciudades cerradas dedicadas a experimentos de ingeniería social, y de poco le sirvieron cuando su economía se sumió en el gélido estancamiento de los años setenta y ochenta.

Es el fantasma de ese estancamiento que se cierne sobre Zhongnanhai lo que les quita el sueño a los dirigentes chinos. Cuando llegue –y llegará, aunque no podamos predecir fecha ni forma–, la fricción entre economía y política, entre Partido y sociedad, entre las elites de capitalistas rojos y las clases medias frustradas en sus expectativas de una vida mejor girará en torno a las pérdidas y ganancias con que los diferentes grupos sociales tendrán que pechar. El desenlace no será necesariamente feliz.

La posibilidad de que el viento del Este prevalezca sobre el del Oeste no está, pues, en China, sino en Estados Unidos. Es allí donde importantes sectores progresistas y buena parte del Partido Demócrata acarician la idea de sustituir la economía de mercado por otra muy parecida al capitalismo dirigista de los comunistas chinos. Su proyecto de un Green New Deal , de llevarse a cabo, supondría pasar al sector público entre un 58% –estimación baja– y un 84% –estimación alta– de la economía nacional. Si se añade el 25% que actualmente maneja el Gobierno federal, la economía privada desaparecería o se vería reducida a la marginalidad.

Inopinadamente, China habría impuesto su modelo. Esa discusión, empero, requiere un marco distinto de esta noticia sobre el libro de Magnus.

Julio Aramberri es escritor.

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