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Reflexiones en torno a Plutón

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Mientras muchos estábamos ya en vacaciones veraniegas o a punto de partir para disfrutarlas, el martes 14 de julio, día del 226º aniversario de la toma de la Bastilla, una pequeña nave espacial de la NASA, New Horizons, tras un viaje de nueve años y medio (fue lanzada el 19 de enero de 2006) «tomó» (en realidad, pasó a doce mil quinientos kilómetros de distancia) Plutón, noveno planeta del Sistema Solar y el más lejano. Su objetivo: estudiar la composición y comportamiento de la atmósfera, existencia y características de estructuras geológicas, sus lunas, así como objetos situados más allá de Plutón, en el cinturón de Kuiper (nombre de la zona del Sistema Solar entre 30 y 50 Unidades Astronómicas (UA), siendo una UA igual a la distancia de la Tierra al Sol, 150 millones de kilómetros).

Porque de Plutón sabíamos más bien poco. Desde su descubrimiento en 1930 por Clyde Tombaugh, estuvo rodeado de un halo de discusión y misterio, debido a la escasa cantidad de datos precisos y fiables. Poco mejor podíamos hacer que caracterizarlo como una bola borrosa, con algunos parámetros orbitales. Gracias al descubrimiento en 1978 de Caronte, el primer satélite de Plutón, pudo estimarse que su masa es un 0,2% de la masa de la Tierra.

New Horizons debía remediar esta situación. Pero, como en viajes largos las cosas suelen cambiar, antes de que alcanzase Plutón, vaya si lo habían hecho. Por un lado, en el ámbito del progreso científico, Caronte se vio acompañado de colegas. Se confirmó la existencia de dos satélites nuevos en junio de 2006, bautizados como Nix e Hidra, a los que en 2011 y 2013 se les unieron –sigamos con la mitología infernal– Cerbero y Estigia. Los cuatro fueron descubiertos por el telescopio espacial Hubble. Por otro, la semántica referida a Plutón fue temprano objeto de discordia. Su consideración como un nuevo planeta originó amplia controversia entre los astrónomos. La Unión Astronómica Internacional (UAI) resolvió el problema en agosto de 2006 inventando una nueva categoría planetaria, la de planeta enano, en la que colocó a Plutón, a quien acompañan en la actualidad el exasteroide Ceres y los objetos kuiperianos Eris, Makemake y Haumea.

Ante la falta de evidencia incontrovertible, y careciendo la comunidad científica de un Pontífice que hable ex cathedra, la decisión generó descontento, empezando por el investigador principal y primer impulsor de la misión, Alan Stern, quien, entre otros argumentos, manifestó que la decisión no era representativa de toda la comunidad astronómica debido a que votaron menos del cinco por ciento de los astrónomos. El debate desbordó el mundo científico y empezó a causar lo que llamaríamos revuelo social. Entre quienes manifestaron su oposición a la decisión de la UAI, merece mencionarse la resolución aprobada en 2007 por la Cámara de Representantes del Estado de Nuevo México, donde Tombaugh residió mucho tiempo, en la que, en una solemne declaración, se afirmaba que Plutón será considerado siempre un planeta cada vez que pase sobre el Estado. Como el chauvinismo no es patrimonio exclusivo de los franceses, el Senado del Estado de Illinois, donde nació Tombaugh, aprobó, por su parte, una resolución en 2009 que afirmaba que Plutón había sido «injustamente degradado a planeta enano» por la UAI.

Imperturbable, la UAI proseguía su labor recategorizadora. En junio de 2008 volvió de nuevo a la carga. Su Comité Ejecutivo había aprobado un nuevo término para referirse a Plutón y los objetos situados más allá del planeta Neptuno que tuviesen una masa suficiente para tener forma esférica: plutoide. Debido, sin embargo, a que el comité de la UAI que da nombre a los planetas no había sido informado de la decisión, la rechazó posteriormente, provocando que el término no haya sido totalmente aceptado por la comunidad científica. ¿Fin de la historia? No todavía, es posible seguir hilando aún más fino. Si descubrir objetos es gratificante y divertido, clasificarlos puede serlo aún más. Se había observado que Plutón daba dos vueltas alrededor del Sol mientras que Neptuno daba tres. Los objetos transneptunianos con esta propiedad –que representan el 25% del total de objetos conocidos del cinturón de Kuiper– se denominan plutinos. Deténgamonos aquí y recapitulemos. Plutón es, además de un planeta enano, un plutoide y un plutino: un auténtico quebradero de cabeza. Yo me alinearía más bien con quienes rechazan el cambio por razones sentimentales, puesto que nací con un planeta y no encuentro atractiva la idea de desaparecer con un plutoide, aunque sea un plutino.

Mientras tanto, ajena a todas estas discusiones demasiado humanas, la New Horizons, alcanzó su objetivo y empezó a enviar información. Enseguida surgieron gratas sorpresas a medida que llegaban las fotografías. La primera mostraba dos hechos nuevos: montañas de tres mil trescientos metros hechas de agua helada y ausencia de cráteres en la zona. Las siguientes transformaron la bola borrosa en un mundo dinámico, con posible volcanismo y actividad tectónica, lo que exige una fuente de calor de momento desconocida. El análisis de los datos continuará durante varios años (conviene señalar que, a semejante distancia, las señales de radio tardan cuatro horas y media en viajar desde la nave a la Tierra. Con una velocidad de transmisión muy baja, miles de veces inferior a nuestras redes domésticas informáticas, recibir los datos generados en su paso por Plutón necesitará dieciséis meses), y ojalá nos depare otras muchas sorpresas y, lo que más atrae a los científicos, nuevas preguntas.

El conjunto de la misión ha sido un prodigio de ingeniería y ciencia, prácticamente sin fallo grave alguno. Nada más dar el pistoletazo de salida en Cabo Cañaveral, New Horizons alcanzó el honor de ser el vehículo más veloz al abandonar la Tierra: cincuenta y nueve mil kilómetros por hora. Al pasar por Júpiter utilizó la técnica de asistencia gravitatoria, lo que, al aumentar su velocidad hasta los ochenta y tres mil kilómetros por hora, permitió reducir el viaje a Plutón en tres años. Llevaba siete instrumentos científicos, uno de los cuales se bautizó Venecia Burney, el nombre de la niña que sugirió el nombre «Plutón» cuando fue descubierto. La nave, con forma de piano de cola, pesaba algo menos de quinientos kilos, de los que el equipo científico suponía apenas ¡treinta! Todo ello con un coste (el obstáculo más grave a franquear en nuestra época de Big Science) razonable para estas misiones: seiscientos millones de euros en quince años (2001-2016). Como referencia, el telescopio Hubble ha supuesto una inversión de más de cinco mil millones.

Siguiendo la tradición inaugurada en los Pioneer a comienzos de los años setenta gracias a Carl Sagan (Pioneer 10 y 11 llevaban una placa de oro que representaba a una mujer y un hombre, y otro tipo de información, mientras que los Voyager 1 y 2, en los ochenta, trasladaron un disco con imágenes y sonidos de la Tierra y la posición de nuestro planeta, todo ello dirigido a hipotéticos alienígenas inteligentes que pudiesen encontrar un día alguna de las naves), la New Horizons tenía a bordo varios objetos sin finalidad científica, siendo el más llamativo una cápsula con treinta gramos de cenizas de su descubridor, Clyde Tombaugh. Fue igualmente el triunfo de la visión y tozudez de quienes creyeron en ella –ejemplificados en la persona de Alan Stern, quien concibió la idea en 1989– y lucharon durante veinticinco años –esmaltados de altibajos continuos en función de las muy cambiantes circunstancias político-científicas– por realizarla. La llegada de New Horizons a Plutón marca el final de la gran era en que se han explorado todos los planetas del Sistema Solar. Es momento de reflexionar sobre lo que hemos aprendido y vislumbrar qué vendrá después.

La aventura se inició con la Mariner 2 sobrevolando (a treinta y cinco mil kilómetros de distancia) Venus en 1962, la Venera 4 posándose –primera nave que lo hacía en otro planeta– en el suelo de Venus en 1964, las Pioneer en los setenta y las Voyager en los ochenta estudiando Saturno, Urano y Neptuno. En cada nueva misión descubríamos mundos diferentes, extraños, asombrosos, cuyas informaciones reventaban, inmediatamente, el limitado marco de nuestros conocimientos planetarios.

Atrás queda la creencia de la existencia de vida en Marte –las elucubraciones del astrónomo Percival Lowell, quien afirmaba haber encontrado canales de irrigación construidos por una antigua civilización que desaparecía por falta de agua–, que hizo soñar a varias generaciones. Hemos rebajado drásticamente nuestras expectativas: en el desván de los recuerdos los marcianos terribles de La guerra de los mundos (1898) de H. G. Wells, cuya magnífica adaptación radiofónica por parte de Orson Welles en 1938 sembró el pánico entre numerosos radioyentes, hoy tiende a considerarse que el hallazgo de vida microbiana en cualquier lugar del Universo fuera de la Tierra sería el descubrimiento científico de nuestra época.

Para los profanos quedan bellísimas y espectaculares imágenes. Los volcanes arrojando azufre en la luna joviana Io, los lagos de hidrocarburos en Titán, las estriaciones en la superficie helada de Europa o la sinfonía de colores en los anillos de Saturno. Pero el viaje continúa: New Horizons se dirige a la constelación Sagitario a más de cincuenta mil kilómetros por hora con respecto al Sol, para estudiar otro pequeño objeto del cinturón de Kuiper, conocido como 2014 MU69, al que llegará en el año 2019. Como 2014 MU69 se encuentra a más de mil quinientos millones de kilómetros del planeta, planeta enano o plutoide, Plutón, ya habrá tiempo para tener noticias suyas cuando New Horizons llegue a su encuentro.

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