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Realismo limpio

Canadá

Richard Ford

Barcelona, Anagrama, 2013

Trad. de Jesús Zulaika

510 pp. 24,90 €

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En un libro más o menos reciente del crítico literario James Wood (How Fiction Works, Londres, Cape, 2008), se hace breve referencia a cierta simplicidad norteamericana, que es puritana y coloquial en su origen, y que podemos reconocer, precisamente, en los antiguos sermones puritanos, en la obra de Jonathan Edwards, en las memorias de Ulysses S. Grant, en Mark Twain, en Willa Cather y en Hemingway, y también en escritores en apariencia más barrocos, como Melville, Emerson o Cormac McCarthy. «Una especie de fuego extático que reduce las cosas a lo esencial», dice Marilynne Robinson en su magistral y austera novela Gilead. Esta sencillez, podríamos añadir, que es también en parte la de Thoreau, Robert Frost o Stephen Crane, tiene que ver con la búsqueda de lo esencial en un universo innumerable y caótico, con cierta franqueza o inocencia mítica americana, con el rechazo hacia la mentira de la civilización, y también con los inmensos espacios abiertos de América, con la ausencia de un centro visible y de límites, con la libertad y con la sensación de libertad, con la naturaleza, con la obsesión de desaparecer, con la soledad y con la muerte.

La poesía de los espacios abiertos de América. La inmensidad sin límites de un país (imaginario) que no es más que un gigantesco experimento. Hay dos Américas: una América de la imaginación, donde todo es posible, donde el paisaje es Dios; y después está la América real. O quizás hay infinitas Américas.

«El país sin límites en que vivíamos», dice sobre Estados Unidos Dell Parsons, el narrador y protagonista de Canadá, la última novela de Richard Ford. Y su padre, Bev Parsons, espera que, tras el robo que va a cometer, «lo engulla el espacio vacío» para no ser capturado. «Los vastos espacios abiertos serían su principal aliado», piensa antes de que lo detenga de forma rutinaria la policía. Bev está obsesionado con el Sputnik, con un satélite que vigila todos nuestros actos desde el espacio. Hay un sutil hilo argumental en Canadá acerca de la libertad y del significado de las fronteras y de la civilización, que se ejemplifica en parte en la oposición Estados Unidos/Canadá. Cuando Dell cruza la frontera y se instala en la provincia de Saskatchewan, en el pueblo fantasma de Partreau («un museo dedicado a la derrota de la civilización, una civilización que hubiera sido barrida para florecer en otra parte, o tal vez nunca»), Arthur Remlinger le dice que en Estados Unidos a una pequeña ciudad fantasma como aquella nunca se le hubiera permitido permanecer, desaparecer poco a poco por sí misma. «Seguro que quemarían todo lo que ha quedado; los de allí abajo, los de mi país», dice el personaje de Arthur Remlinger, estadounidense huido a Canadá por su pasado como terrorista de extrema derecha. «Los canadienses están vacíos», dice Charley Quarters, el inolvidable mestizo travesti de la segunda parte, «los estadounidenses, en cambio, están todos llenos de engaño y destrucción. [….] Algo se mete dentro de mí cuando voy allá abajo [a Estados Unidos] y algo sale de mí cuando vuelvo aquí arriba».

Canadá, me apresuro a decir, es una novela espléndida. Muy hermosa y muy triste. Con ella, Richard Ford ahonda en la vena de libros anteriores como Rock Springs o Wildlife (Incendios, en la traducción española), pero se eleva muy por encima de éstos y firma una obra mucho más inspirada, mucho más amplia y profunda y, como ocurre con tantas novelas de gran envergadura, poseedora de ciertas irregularidades e imperfecciones que quizá forman parte consustancial de su propia concepción.

Es tentador poner Canadá junto a algunas de las mejores novelas de escritores de su generación, la de los norteamericanos nacidos en la década de los cuarenta, como por ejemplo Árbol de Humo o Already Dead, de Denis Johnson; Gilead y Housekeeping, de Marilynne Robinson (con esta última guarda además algunos parecidos superficiales: los dos hermanos abandonados, la inmensidad vagamente hostil de la naturaleza, el squalor); Pequeño, grande, de John Crowley; o One Thousand Acres (Heredarás la tierra) y The Greenlanders, de Jane Smiley.

Uno de los grandes placeres de este libro es la precisión asombrosamente sensorial de su escritura. Por ejemplo, se diría que hay un gran tema en Canadá, que consiste únicamente en olores. Los personajes, los escenarios, las situaciones, tienen todos su propio olor, muchos de ellos descritos de forma maravillosamente vívida. La procesión de sensaciones olfativas es impresionante y contribuye a sumergirnos en el universo de la novela («el aliento le olía dulce por el dentífrico Ipana y acre por el té», «el aire de la noche era tan dulce como pan», «me bajé y aspiré los ricos olores del polvo y del trigo y de algo vagamente podrido, tan sólo una fina hebra de olor», «no recuerdo cómo era el aspecto de los cuerpos, ni cómo olían», «había estado llorando y olía a lágrimas y a cigarrillos», «el río tenía un olor dulce en la brisa caldeada de la mañana», «olía a desinfectante de pino y a algo dulce como el chicle», «aspiré los aromas de perfumes de mujer, el olor dulce del jabón, de los helados y refrescos, el áspero olor de los medicamentos de la trastienda», «activaba en mí –durante el rato que seguía– la necesidad de oler lo que no debía oler, gustar el sabor que sabía que me repugnaba, abrir los ojos a cosas de las que cualquier persona apartaría la mirada; dicho de otro modo, me hacía hacer caso omiso de los límites», y un largo etcétera). Hay, por otro lado, una sutil pero penetrante sucesión de las transformaciones de la luz a través del día, a través de las estaciones, de los cambios del sol, de la lluvia y del viento. Hay también indelebles y muy numerosas apariciones de animales.

La novela comienza de forma engañosamente dramática: «Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían siguiendo nuestras vidas. Nada tendría sentido si no se contase esto antes de nada». En realidad, por supuesto, hay muy poca violencia y nada de acción trepidante. El narrador es Dell Parsons, un profesor retirado de sesenta y seis años que relata hechos acaecidos cuando tenía quince. Estamos a finales del verano de 1960. Dell y su hermana melliza Berner son hijos de Bev Parsons, un miembro retirado de las fuerzas aéreas (alto, guapo, sureño, extrovertido, un tanto simple), y de Neeva (menuda, de aspecto peculiar, judía, introvertida, intelectual), y han pasado casi toda su vida trasladándose de una base militar a otra. A finales del verano de 1960, viven desde hace cuatro años en la pequeña localidad de Great Falls (Montana), en el noroeste de Estados Unidos. Bev, dado a los negocios sucios de poca monta, contrae deudas con un grupo de indios cree con los que está implicado en un chanchullo de venta de carne robada. Ante las amenazas de éstos, decide absurdamente robar un banco junto con su mujer. Ninguno sabe absolutamente nada de robos y pronto son encarcelados. Este es el punto de no retorno en la vida de los dos hermanos, el hecho que arruinará sus vidas. El lector sabe desde el principio qué es lo que va a pasar (aunque no sepa exactamente cómo) y toda la primera parte de la novela consiste en un lento acercamiento al momento del atraco y de la posterior detención de Bev y Neeva, así como en una minuciosa exploración de todos los recuerdos de Dell concernientes a aquellos días («Para mí, es esa aproximación progresiva al punto de no retorno lo que resulta fascinante», nos dice el narrador). Dell lanza preguntas para las que no tiene respuesta, formula hipótesis, indaga en la responsabilidad, o irresponsabilidad, de estas dos personas completamente normales que de pronto se convirtieron en criminales, intentando conciliar «el lado normal y el lado catastrófico de su familia». La atmósfera es claustrofóbica, por momentos hipnótica («Teníamos muy poco que hacer si no había colegio o estábamos con nuestros padres en casa, observándoles, o ellos observándonos a nosotros»). La narración avanza en esa primera parte de forma extremadamente morosa y se convierte en algo obsesivo, por momentos desafiante para el lector. El fluir del relato, hecho a base de capítulos muy cortos a menudo rematados por un falso tono conclusivo, no termina de avanzar, y además es aquí donde con más frecuencia la prosa de Ford tiende peligrosamente a lo sentencioso, a esa manía de condensarse en aforismos de sabiduría que tan fácil resultaba parodiar, por ejemplo, en El periodista deportivo.

Sin embargo, algo ocurre hacia el final de esta primera parte. La novela, de forma casi imperceptible, se abre de pronto como una gran inflorescencia tardía, y entonces parece como si la narración despertara y el lector abriese por fin los ojos. Es a partir de aquí cuando Canadá se convierte en algo verdaderamente irresistible e inolvidable, mientras va cerrándose suavemente esa primera parte del libro: los dos hermanos en la casa vacía, paseando en un anochecer de verano por el barrio donde no conocen a nadie; la visita de Rudy, el «novio» de Berner; esa última noche que no volverá a mencionarse.

En la segunda parte, encontramos a Dell cruzando la frontera de Canadá gracias a una amiga de su madre, instalándose en la devastada y fantasmal localidad de Partreau y empezando a trabajar en el hotel Leonard, propiedad de Arthur Remlinger, una mezcla de Kurtz y Gatsby, que será el personaje adulto central de esta segunda mitad, como Bev y Neeva lo son de la primera. Allí sucederán los asesinatos que nos anunciaba el comienzo de la novela y allí Canadá alcanza su insospechado esplendor. Empieza la nueva historia de Dell en mitad del paisaje de la pradera canadiense, desolado y al mismo tiempo lleno de vida y de belleza, una nueva existencia miserable y solitaria y, sin embargo, en cierto modo exultante de libertad y de pura amplitud vital. El ritmo es aquí puro empuje hacia delante, a pesar de que la acción está reducida al mínimo. Hay algo dickensiano en estos capítulos, en la historia de un muchacho, solo en el mundo, que se pone a trabajar en un hotel con perfecta diligencia (también es posible recordar El desaparecido –América– de Kafka), así como en el ya mencionado Charley Quarters, un personaje totalmente fascinante. En esta parte, Ford parece casi todo el tiempo tocado por la pura gracia del ángel de la literatura. La detallada realidad que construye Ford es por momentos casi abrumadora:

Yo me metía en mi cuarto […] y luego oía a los cazadores subir a las habitaciones con estrépito, riendo, tosiendo, metiéndose unos con otros, entrechocando vasos y botellas, utilizando el cuarto de baño, haciendo sus ruidos íntimos y bostezando, y las botas seguían golpeando el suelo hasta que los Sports cerraban la puerta de los cuartos y empezaban a roncar. Era entonces cuando se podía oír voces individualizadas de hombres surgidas de la fría calle principal de Fort Royal, y puertas de coches que se cerraban, y el ladrido de un perro, y las máquinas auxiliares que cambiaban de raíles los vagones de grano, en la parte de atrás del hotel, y los frenos automáticos de los camiones que se detenían ante los semáforos, cuyos potentes motores volvían ruidosamente a la vida y salían rumbo a Alberta o Regina, dos lugares de los que yo nada sabía. Mi ventana estaba justo debajo del alero, y el cartel rojo del Leonard teñía el aire negro de mi cuarto, mientras que antes, en mi casucha, sólo había tenido luz de luna y velas y un cielo lleno de estrellas y el fulgor del remolque de Charley.

Las escenas más dramáticas, por otro lado, están relatadas con ese laconismo inmensamente poético que asociamos con Defoe, con las sagas islandesas, con Hemingway; por ejemplo, los asesinatos, o el maravillosamente delicado episodio de incesto.

Canadá es la historia de los errores de unos adultos vistos a través de los ojos de un niño, un planteamiento que Ford ya había utilizado con anterioridad. La responsabilidad, la pérdida de la inocencia y, como hemos mencionado más arriba, la libertad (en cuanto al albedrío individual opuesto al bien general, esa dicotomía tan específicamente americana) son algunos de los temas que recorren la novela.

Hay otro motivo importante, que se inaugura con una cita: «Ruskin escribió que la composición es la disposición de cosas desiguales. Lo que significa que el autor de la composición es quien determina qué es igual a qué, y qué importa más y qué es lo que puede dejarse a un lado del paso veloz de la vida hacia delante». Convertir la materia incomprensible de la vida en hechos susceptibles de ser ordenados o descartados para formar una narración que arroje luz sobre nuestra existencia sería, se nos dice, la única esperanza de cada ser humano, y también la tarea del escritor. Sin embargo, la intención clarificadora y aun instructiva de esta empresa (de la que emana el libro que el sexagenario profesor escribe) choca con cierta renuencia confesa, por una parte, a conceder la justa importancia a ciertos elementos de su narración y, por otra, a leer más allá de la cara más visible de los hechos (lo cual es una reacción a su antigua obsesión por «imaginar el mundo como su contrario», en palabras de su madre). «No hay que buscar sentidos opuestos u ocultos –ni siquiera en los libros que leen–, sino mirar todo lo de frente que puedan las cosas que pueden ver a la luz del día», les dice a sus alumnos. Por ejemplo, quizás el personaje más cautivador e inolvidable de la novela (aparte del propio Dell adolescente) sea Berner Parsons, que se separa de su hermano al final de la primera parte y a quien éste no volverá a ver en décadas. Esta tragedia central pero soterrada, la separación de los mellizos, es, sin embargo, apartada a un lado por el narrador: «Centrarme mucho en la marcha de Berner haría que todo esto pareciera tratar de la pérdida, y no es así como veo las cosas aún hoy. Pienso que lo que cuento trata del progreso, y del futuro». El lector percibe la pérdida de Berner como el drama primordial del libro, pero se le transmite gracias a la maestría de Richard Ford (hay una conmovedora carta de Berner que llega a Saskatchewan; hay una carta que Dell le escribe pero que no envía; y durante el último y lancinante encuentro entre los dos hermanos, el recuerdo de aquella última noche en la casa, que nadie menciona, es lo que quizá marca el tono), y a pesar del forzado optimismo de Dell, quien prefiere mirar hacia otra parte.

El adolescente Dell, ese muchacho de quince años ingenuo, frágil, siempre correcto, obsesionado con el ajedrez (al que no sabe jugar) y con la cría de abejas (quizá porque siente nostalgia de un orden cristalino que su vida no tiene), poseedor de una mirada clara, llena de atención y de compasión, es el mayor hallazgo de Canadá. Es posible que a través de sus ojos podamos atisbar también los errores, o al menos la debilidad, del adulto en que él mismo se convertirá.

Ismael Belda es escritor y crítico literario.

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