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Razas, racismo y genética

Cómo rebatir a un racista: historia, ciencia, raza y realidad

Adam Rutherford

Ediciones Paidós, 2021

Trad. Ana Pedrero Verge

240 pp.

20,90 €

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El significado de la voz raza que ofrece el actual diccionario de la Real Academia, expresado como «cada uno de los grupos en que se subdividen algunas especies biológicas y cuyos caracteres diferenciales se perpetúan por herencia», es tan políticamente correcto como poco informativo, al no concretar en manera alguna ni a qué especies se refiere ni cuáles son los atributos hereditarios a tener en cuenta para encasillar en cada una de ellas a los distintos grupos que la componen. Algo más precisa, quizás por obra del subconsciente académico, es la especificación de etnia como «comunidad humana definida por afinidades raciales, lingüísticas, culturales, etc.», que implícitamente remite al uso común del término raza en lo que respecta al ser humano, alusivo a conjuntos de individuos que comparten un mismo origen geográfico más o menos remoto, cuyos rasgos distintivos abarcan características físicas externas como color de la piel, tipo de cabello, o rasgos faciales, junto con cualidades conductuales entre las que se incluyen temperamento, moralidad y capacidad intelectual. En otras palabras, a pesar de manifestaciones en contrario o premeditados silencios, cabe pensar que, para muchos, sigue aún vigente en líneas generales la clasificación propuesta por Linneo en su Systema Naturae (1758), que no pasa de ser una verbalización de las opiniones racistas de su época, al subdividir al Homo sapiens en cuatro grupos: europeos blancos, americanos cobrizos, asiáticos cetrinos y africanos negros, respectiva y supuestamente gobernados por leyes, atavismos, sentimientos o caprichos específicos. Pasados algo más de dos siglos, el catálogo oficial de razas del Census Bureau norteamericano (blancos, africanos, indios americanos, asiáticos e isleños del Pacífico) coincide prácticamente con el linneano, a pesar de su insistencia en que la configuración de dicha lista obedece exclusivamente a criterios sociales y no biológicos. Al aumentar el repertorio de caracteres diagnóstico propio de la taxonomía al uso, el número de razas humanas propuesto por los especialistas blancos llegó a alcanzar varias decenas, pero todos ellos coincidían en situar a la suya en la cúspide de la estructura poblacional de la especie. Es más, Linneo propuso una segunda especie, el Homo monstruosus, que englobaba entre otros a patagones, hotentotes e, incluso, indígenas canadienses.

A exponer lo que la genética puede decir sobre los temas apuntados más arriba está dedicado el texto objeto de la presente reseña, publicado en 2020 y traducido el año siguiente al castellano. Su autor, Adam Rutherford, se ha aplicado a la divulgación científica, tras doctorarse en genética por la universidad de Londres, como editor responsable de los programas audiovisuales de la revista Nature durante una década, presentador del programa radiofónico de la BBC Inside Science, colaborador habitual del diario The Guardian, y autor de varios libros, entre ellos Breve historia de todos los que han vivido: el relato de nuestros genes, reseñado en Revista de Libros (20/12/2017).

La obra en cuestión está estructurada en cuatro capítulos que analizaré con detalle en lo que sigue, destinando los dos primeros a exponer la realidad genética en lo que toca a la pigmentación y la pureza racial, y dedicando los dos últimos a examinar la pretendida condición hereditaria del mayor potencial deportivo o la superior capacidad intelectual que, respectivamente, suele atribuirse a una ascendencia africana o europea. Precedido por una larga introducción y finalizado con unas cortas conclusiones, tanto el enfoque como la división del escrito me han traído a la mente la versión operística del mito de Fausto desarrollada por Arrigo Boito en su Mefistofele, una versión más del eterno combate entre el bien y el mal rematada esta vez con un final feliz.

A lo largo de un siglo, la genética ha intentado establecer el alcance de su influencia en la determinación de las diferencias entre comunidades humanas asentadas en distintas áreas geográficas. Sin embargo, un análisis científicamente satisfactorio sólo ha podido llevarse a cabo a partir de los datos genómicos obtenidos utilizando las técnicas moleculares desarrolladas durante los últimos veinte años, con la notable excepción del expuesto en el párrafo siguiente. Por su novedad e interés, creo que merece la pena extenderse en la exposición de esos datos y examinar detenidamente las conclusiones alcanzadas a partir de su elaboración.

En 1972 Richard C. Lewontin publicó su famoso trabajo The apportionment of human diversity, cuyo propósito era averiguar si las diferencias taxonómicas convencionales hasta entonces utilizadas para establecer las clasificaciones raciales podían aplicarse a la variación genética subyacente, representada por la que era accesible entonces, esto es, por nueve grupos sanguíneos conocidos de antiguo y ocho polimorfismos enzimáticos detectados pocos años antes, examinados en muestras de individuos tomadas en cada una de 168 poblaciones de diversa localización geográfica a razón de unas 34 por cada uno de los cinco continentes. Los resultados pusieron de manifiesto que el 86% de la variabilidad total observada correspondía al promedio de las diferencias entre las personas que formaban parte de una misma población, y que el 14% restante se repartía prácticamente por igual entre las divergencias promedio entre las poblaciones asentadas en un mismo continente y las existentes entre los seres humanos afincados en distintos continentes. Debe destacarse la elevada repetibilidad de las conclusiones que acabo de cuantificar, puesto que al llevar a cabo el análisis gen por gen las respuestas individuales fueron extraordinariamente consistentes, cosa insólita dada la escasa confianza que a priori cabe depositar en un sólo gen si se le toma como representante de los veinte mil de nuestro genoma. En consecuencia, Lewontin concluyó su estudio con la inevitable afirmación de que la herencia de los caracteres en los que se basa la clasificación racial convencional no presenta relación alguna con el comportamiento de la variación genética general representada por los genes analizados, dictaminando en consecuencia que dicha clasificación carece de sentido científico.

Treinta años después, el grupo dirigido por Noah Rosenberg repitió la operación anterior en 52 poblaciones situadas en distintos lugares del globo, pero utilizando un número mucho mayor de marcadores genéticos moleculares, en este caso 377 microsatélites, esto es, segmentos del genoma que muestran en la misma posición un número variable de secuencias repetidas de ADN no codificante. Los resultados obtenidos fueron, de facto, análogos a los anteriores, aunque las disparidades entre continentes o entre distintas poblaciones de un mismo continente se redujeron respectivamente al cuatro y el tres por ciento, adjudicando por tanto a la variabilidad genética de los individuos adscritos a una misma población el 93% de la total de la especie.

Tras la presentación del primer genoma humano en 2001, el número de variantes genéticas accesibles pasó de unos centenares a cientos de miles, utilizando los llamados polimorfismos de un solo nucleótido (SNP = single nucleotide polymorphism), es decir, los cambios de un nucleótido por otro que se dan en unos cuantos millones de posiciones del genoma como consecuencia de la acción reiterada de la mutación a lo largo de las generaciones. Recurriendo a estas variantes es posible escudriñar, mediante complejos procedimientos estadísticos, incluso pequeñas divergencias genéticas entre grupos actuales geográficamente próximos pero a los que tradicionalmente se atribuye un origen ancestral al menos parcialmente distinto, por más que, como se ha dicho, dichas diferencias sólo representen de promedio entre un tres y un cinco por ciento de la variación total. Por dar un ejemplo, en el proyecto People of the Bristish Isles iniciado en 2004 en la Universidad de Oxford, se analizaron 600.000 SNPs en 4.500 ciudadanos del Reino Unido cuyos cuatro abuelos habían nacido en puntos situados dentro de un círculo de 40 km de radio, tomando como centro el punto de nacimiento del nieto. Las mínimas diferencias detectadas permitieron distinguir a los pobladores de las regiones a las que el romanticismo decimonónico denominó «célticas» de los del resto del país, con la sorpresa de que escoceses, galeses y córnicos diferían más entre sí que con respecto a los ingleses, lo cual sugiere, para desconsuelo de algunos, que su anhelada prosapia «céltica» es esencialmente lingüística y cultural pero no está en la sangre. Dado que la edad media de los sujetos experimentales era de 65 años, las inferencias obtenidas refieren a la población que residía en las zonas en cuestión hacia 1880 y no a la actual, fruto en parte de migraciones recientes. Lo mismo aplica a los conjuntos formados por individuos con ocho apellidos vascos, que igualmente remiten a la población del territorio en el último tercio del siglo XIX y no a la actualmente empadronada en él, donde sólo un 20% tiene dos apellidos vascuences y los de ocho deben ser mucho menos frecuentes.

Lo anterior deja palmariamente clara la situación con respecto a la variabilidad genética referida, generada inicialmente por mutación y denominada neutra porque su magnitud está únicamente sometida a los influjos de la migración y el azar, pero no de la selección natural. En resumidas cuentas, las diferencias genéticas entre poblaciones son muy pequeñas y las que existen entre los individuos que las componen muy grandes. Queda por averiguar a qué momento del pasado refieren este tipo de datos. El grupo de Wenqing Fu ha podido establecer que tres de cada cuatro variantes SNP observadas en euro y afroamericanos corresponden a mutaciones ocurridas entre los últimos 5.000 y 10.000 años de la historia de la humanidad. En consecuencia, cabe analizar la diferenciación de esas variantes entre poblaciones actuales de distinto origen geográfico mediante el llamado modelo clinal, esto es, suponiendo que, durante el lapso referido, los continentes fueron sucesivamente ocupados por pequeñas cuadrillas y que la mayor parte de los migrantes que se integraban reproductivamente en ellas provenían de otras colectividades relativamente próximas, lo cual concuerda con el hecho general de que la diversificación genética poblacional aumenta en relación directa con la distancia que separa los respectivos emplazamientos geográficos.

¿Qué ocurrió antes? Las técnicas desarrolladas desde 2010 por el grupo de investigación dirigido por Svante Pääbo hicieron posible la secuenciación de genomas humanos procedentes de restos fósiles no totalmente mineralizados datados por métodos radiocarbónicos, operación continuada en el laboratorio de David Reich mediante el análisis comparado de los acervos genéticos de individuos que vivieron en distintos momentos del pasado hasta hace unos 50.000 años, esto es, durante la práctica totalidad del período de ocupación del territorio europeo por el Homo sapiens sapiens. La principal conclusión alcanzada, que precisaré más adelante, es que el genoma de cualquier población humana actual es el resultado de sucesivos mestizajes entre grupos de procedencias diversas y presenta escasas coincidencias con el de sus antepasados en un pasado remoto, digamos más atrás de 10.000 años. Es preciso tener en cuenta que las muestras de genomas fósiles fechadas en una determinada época son, irremediablemente, poco numerosas y, por ello, las inferencias derivadas de su estudio van acompañadas de un margen de error considerable a pesar del gran número de marcadores genéticos empleados. Esto implica que las correspondientes conclusiones pueden experimentar modificaciones a medida que va incorporándose nueva información. En lo que sigue me limitaré a describir la situación en Europa, donde el acopio de datos es mucho mayor que en cualquier otro territorio, y en América, por ser el último continente ocupado por el ser humano, glosando los datos aportados por Rutherford y los expuestos en la obra de Reich Quiénes somos y cómo llegamos hasta aquí: ADN antiguo y la nueva ciencia del pasado humano, también reseñada en Revista de Libros (20/02/2019).  

Hace unos 40.000 años, durante el Paleolítico superior, comenzó la primera colonización de Europa por cazadores-recolectores de origen africano. A partir de entonces, la paleogenómica ha permitido establecer a grandes rasgos los cambios experimentados por el genoma de los pobladores del continente como consecuencia de tres invasiones sucesivas. La primera ocurrió unos 15.000 años después de la ocupación inicial y corresponde a otro grupo de cazadores-reproductores, los llamados Noreuroasiáticos antiguos (ANE = Ancient North Eurasians), del mismo origen que los nativos coetáneos pero separados de estos a lo largo de unos milenios de aislamiento en la estepa siberiana. A la etnia ANE perteneció la Dama Roja, cuyos restos pintados de ocre datados hace unos 19.000 años se excavaron en El Mirón (Cantabria), esto es, durante el período magdaleniense al que corresponden la mayor parte de las pinturas de la Gran Sala de Altamira. Pasados otros 15.000 años, en pleno Neolítico, unos recién llegados procedentes del Creciente Fértil introdujeron en Europa las técnicas agrícolas. Con ellas se hizo posible la implantación de asentamientos estables, asociada a un empobrecimiento de la calidad de la dieta resultante en la disminución de la talla. Por último, hace unos 5.000 años, ya en la Edad de los Metales, hicieron su entrada desde la estepa rusa los ganaderos Yamnaya, provistos de carros y caballos, que importaron entre otras cosas el idioma protoindoeuropeo. A cada incursión sucedió la substitución prácticamente total del genoma autóctono previo por el foráneo, de manera que el de los europeos actuales está compuesto por un 75% de ganaderos y un 25% de agricultores, conservando sólo escasos vestigios de los cazadores-recolectores previos. En otras palabras, el grueso del genoma en cada período fue el resultado de la reiteración temporal de apareamientos entre machos invasores llegados en sucesivas oleadas y hembras nativas con un creciente grado de mestizaje, de tal modo que mil años después de la entrada de los pueblos yamnayas en la Península Ibérica correspondía a esta etnia el 90 % de los cromosomas Y de sus habitantes. A lo que parece, la tez de los ANE era oscura, aunque a veces venía acompañada por ojos azules, como es el caso de dos adultos que vivieron hace unos 7.000 años en la vertiente leonesa de la cordillera cantábrica (La Braña, Arintero); mientras que entre los agricultores predominaba una piel algo más clara, pelo negruzco y ojos pardos. Los primeros europeos dotados de una epidermis notoriamente blanca, el distintivo prototípico del europaeus albus de Linneo, corresponden a unos restos datados hace unos 8.000 años excavados en Motala (Suecia), una intrigante colección de cráneos atravesados por estacas. Sin embargo, la ventaja que puede proporcionar una baja concentración cutánea de melanina, favorecedora de una síntesis más eficiente de vitamina D en zonas de insuficiente radiación solar, sólo explica parcialmente la presión selectiva determinante de la rápida disminución de la pigmentación epidérmica en Europa, acaso acelerada por la pertinente merma de la concentración de dicha vitamina en la dieta de los agricultores comparada con la de los cazadores-recolectores. En resumidas cuentas, la noción de raza como entidad biológica ancestral conservada en pureza desde tiempos remotos es, a la luz de la genética, insostenible. Por el contrario los europeos, y lo mismo puede decirse de los restantes seres humanos actuales, son el producto de sucesivas mixturas ocurridas en el transcurso de una extensa historia como consecuencia de repetidas migraciones.

A diferencia de lo ocurrido en los restantes continentes, la colonización de América comenzó en tiempos mucho más recientes, hace tan sólo unos 15.000 años. Por ello, la constitución genética de las poblaciones nativas modernas concuerda por lo general con la que correspondería a la expansión de pequeñas bandas de cazadores-recolectores procedentes de una misma raíz asiática, denominada Americana Primitiva, que fueron ocupando sucesivamente el territorio. Aunque están documentadas distintas migraciones orientales posteriores, su influencia sobre el genoma contemporáneo de los pueblos autóctonos es de mucha menor entidad. Es interesante señalar que, en lo que respecta a las mutaciones ocurridas después de que el Homo sapiens saliera de África, se aprecia cierta semejanza entre los actuales genomas de europeos y americanos atribuible a su común ascendencia ANE, no compartida con los presentes pobladores del Oriente asiático. Evidentemente, los mestizajes importantes en América ocurrieron después del descubrimiento, tanto por parte de los colonizadores europeos, predominantemente españoles, como de los esclavos procedentes de África.

Con todo, la historia de las amalgamas determinantes de la constitución de nuestro genoma actual no acaba aquí. La paleogenómica ha permitido establecer que dos subespecies de Homo sapiens hoy extinguidas (neanderthalensis y denisova) convivían con la nuestra y, aunque se separaron filogenéticamente de ella 600.000 años atrás, aún retenían hasta hace unos 30.000 la propiedad que define a todas ellas como tales, esto es, la capacidad de sus miembros para poder aparearse entre sí y engendrar descendencia fértil. Todavía permanece en el genoma europeo un promedio del orden de un dos por ciento del neandertal, lo que quiere decir que aproximadamente la mitad de los europeos no conservan ni un sólo gen de esa procedencia, para desengaño de aquellos que dicen sentirse orgullosos de compartir el patrimonio hereditario de ambas estirpes. Algo parecido ocurre con los denisovanos, de cuyo genoma aun retiene un promedio de un 4% el de los actuales novoguineanos, pero que se reduce a un 0,2 % en el de los asiáticos orientales. 

Como insiste Rutherford, quizás sea más ilustrativo pasar de la descripción de lo ocurrido antaño a la averiguación de lo que sucede hogaño. Supongamos, por facilitar el cálculo, que nos limitamos a Europa, que nos remontamos al año mil de nuestra era, y que ajustamos la duración de una generación a 25 años, esto es, retrocedemos 40 generaciones. El número de antepasados que en esa fecha del pasado tiene cualquier europeo de hoy es, aproximadamente, un billón (240 ~ 1012), sin embargo, se ha estimado que sólo cuatro quintas partes de los 25 millones de seres humanos que poblaban Europa al cumplirse el primer milenio cuentan con descendencia en la actualidad. Por tanto, para acomodar esas dos cifras tan dispares, es preciso que las ramas de los correspondientes árboles genealógicos no sean independientes en el tiempo sino que muestren numerosísimas interconexiones en diferentes momentos pretéritos, esto es, un gran número de ascendientes repetidos que han transmitido genes a su progenie a través de muy diversas vías, de manera que una exploración de la situación recurriendo a modelos matemáticos indica que cualquier europeo contemporáneo, siempre que lo sea por los cuatro costados, desciende de todos y cada uno de esos 20 millones de europeos de un ayer relativamente cercano. Evidentemente, los modelos se construyen partiendo de determinados supuestos y sus predicciones pueden variar si estos cambian, pero las consideraciones anteriores han sido satisfactoriamente validadas recurriendo a datos empíricos, esto es, a grandes números de variantes genéticas del tipo SNP, algo que solamente ha sido posible en los últimos años. En otras palabras, un promedio de unas mil líneas diferentes unen genealógicamente a cada español coetáneo con cada uno de sus ancestros peninsulares de hace mil años aunque, como cabría esperar, el número de esas líneas se reduce a diez cuando conducen a cada uno de sus antecesores escandinavos en la misma fecha. Hace tan sólo 600 años vivía un individuo que figura en el árbol genealógico de todos los europeos del presente, pero, si queremos ampliar la dispersión geográfica de sus ascendientes, basta con retroceder 3.400 años para encontrar al anónimo progenitor común más reciente de toda la humanidad actual, más o menos a los tiempos de Nefertiti. A esta simple precisión quedan reducidos los desvelos de tantos genealogistas que se afanaban y afanan en encontrar para sus clientes un abuelo en Covadonga. Ahora sabemos que si alguno de aquellos «abuelos» tiene actualmente «nietos», estos son el nutrido conjunto formado por la totalidad de los europeos.   

Las consideraciones expresadas hasta aquí refieren a la porción neutra del genoma, es decir, a aquellas variantes genéticas surgidas inicialmente por mutación cuyas frecuencias fluctúan únicamente por la acción conjunta de la migración y el azar. ¿Qué decir de los genes sometidos a la presión de la selección natural? Aunque los datos pertinentes son mucho menos abundantes, comenzaré apuntando que el porcentaje de genoma neandertal portado por los miembros de nuestra subespecie era un 5% hace unos 40.000 años pero se ha ido reduciendo con el paso del tiempo hasta el 2% moderno como consecuencia de la acción selectiva en su contra, en particular sobre los genes relacionados  con la fecundidad de los híbridos, de los que la muestra más obvia es el conjunto de los situados en el cromosoma X, aunque parece que una fracción considerable de los genes vinculados con el sistema inmunológico y la adaptación a climas fríos podría proceder de los neandertales. Algo parecido ocurre con los genes que, al facilitar la absorción del oxígeno en la sangre, permiten la adaptación a grandes altitudes, posiblemente incluidos en un segmento de ADN denisovano. A su vez, los indicios de selección natural detectados en los genomas europeos cuya edad está  comprendida entre los últimos 8.000 y  2.000 años corresponden, en buena medida, a genes relacionados con los cambios de dieta promovidos por la introducción de las prácticas agrícolas y ganaderas, como las variantes que confieren a sus portadores la capacidad de digerir la lactosa permitiéndoles la ingestión de leche fresca, propias de las poblaciones europeas pero ausentes en las de los demás continentes, a excepción de algunos pueblos ganaderos africanos como los masais y los tuaregs cuya pertinente mutación es distinta. Por otra parte, la frecuencia de los genes deletéreos causantes de las denominadas enfermedades genéticas raras es más baja en África que en el resto del planeta, lo cual probablemente se debe al reducido censo de los grupos que iniciaron la dispersión geográfica de la especie hace unos 100.000 años.

Buena parte de los genes afectados por la selección tienen efectos pequeños y, por ahora, su identificación se limita a aquellos que los tienen lo suficientemente grandes como para provocar los llamados barridos selectivos, consistentes en rápidos aumentos de la frecuencia génica del gen favorecido asociados a la reducción de la variación genética en torno a su posición cromosómica. Aunque su estudio está limitado a los últimos 30.000 años, sólo un 20% de los barridos identificados en regiones cromosómicas concretas son comunes a poblaciones residentes en distintos continentes, como consecuencia de la acción diferencial de la selección en circunstancias ambientales distintas. Por ejemplo, algunos de los genes responsables de la pigmentación de la piel, la tolerancia a la lactosa, o la resistencia a la malaria no son los mismos en poblaciones europeas, asiáticas o africanas, ni están necesariamente situados en la misma posición genómica.

 El desarrollo técnico ha hecho posible el florecimiento de empresas dedicadas a ofrecer la secuenciación del genoma individual, completando la información con la atribución de porcentajes de la ascendencia del interesado a distintos grupos históricos que se consideran atractivos, por ejemplo, el vikingo. Aunque dichas asignaciones satisfagan las aspiraciones genealógicas de los clientes, lo cierto es que no se basan en una comparación con una inexistente muestra de genomas vikingos ancestrales, sino con la población escandinava actual cuya relación con los pobladores de su zona de asentamiento hace un milenio es, como mínimo, difusa.

Por ser el rasgo más visible, las clasificaciones raciales, de Linneo en adelante, han tomado el color de la piel como el signo más evidente de pertenencia a una determinada etnia. Pero si bien es cierto que la pigmentación de la epidermis, el cabello y el iris depende esencialmente de la concentración de melanina que, a su vez, está determinada genéticamente, Rutherford también se afana en demostrar que la coloración no es una característica discontinua que permita diferenciar sin ambages a las razas humanas tradicionales, sino una variable continua que muestra una apreciable dispersión dentro de cada una de ellas como ocurre, por ejemplo, con el tinte de la piel de los europeos que oscila entre la palidez del escandinavo y lo cetrino del siciliano. Es más, un determinado color, sensu lato, no es exclusivo de los pobladores de un mismo continente, como proclama la tez oscura que comparten los africanos subsaharianos con los aborígenes australianos y neoguineanos y los isleños del golfo de Bengala. En los últimos años el número de genes identificados con efecto sobre el grado de pigmentación ha pasado de una decena a más de un centenar, cuya manifestación individual puede variar de un individuo a otro dependiendo de sus respectivas constituciones genéticas con respecto a los restantes. Así, la variante del gen MC1R, que hasta hace unos cuatro años se consideraba determinante del fenotipo pelirrojo si se presentaba en dosis doble, ha pasado a ser una condición necesaria pero poco suficiente, puesto que un 70% de sus portadores son rubios o castaños claros. La presencia de otra variante, en este caso del gen OCA2, resulta en ojos pardo oscuros en un tercio de sus portadores, pero en verdes o azules en un 13% de estos. Por último, una variante más, esta vez del gen SLC24A5, probablemente originada por mutación en Europa y estrechamente asociada a la piel blanca, se encuentra con frecuencias elevadas en etíopes y tanzanos. De hecho, los bosquimanos, cuya epidermis es considerablemente más clara que la de otros sudafricanos nativos, también portan con frecuencia alta una variante idéntica a la europea, probablemente recibida de pueblos pastores etíopes hace unos 2000 años y, más modernamente, de los boers. Por estas razones, las coloraciones atribuidas a los portadores de genomas fósiles a las que me he referido anteriormente no pasan de ser meras conjeturas.

Los depósitos de melanina cutánea absorben los rayos ultravioletas y protegen al individuo de la radiación solar, lo cual es ventajoso en zonas luminosas y desventajoso en las oscuras, puesto que, como se ha indicado antes, la radiación ultravioleta activa la producción de vitamina D, que es esencial para el desarrollo óseo. Prueba de la acción de la selección natural sobre la pigmentación es la ausencia de variación en poblaciones nativas subsaharianas del gen MC1R al que me he referido más arriba, uno de los importantes en la regulación de la producción de eumelanina.

El tercer capítulo del libro está dedicado a desmontar la opinión generalizada de que los africanos están genéticamente mejor dotados que otros pueblos para la práctica de determinados deportes, lo que presuntamente explicaría el predominio de los atletas afroamericanos en las carreras olímpicas de 100 metros lisos durante los últimos 40 años. En este sentido, el entrenador de Jesse Owens, ganador de los 100 y 200 metros y los relevos 4 x 100 en la olimpiada de Berlín de 1936 pese a la irritación de Hitler, atribuía el triunfo de la raza negra a la velocidad que decidía entre la vida o la muerte de sus primitivos antepasados en las adversas circunstancias de la jungla donde se afincaban. Más tarde, se trató de achacar dicha preponderancia a un proceso de selección artificial dirigido a aumentar el vigor físico de los esclavos supuestamente puesto en práctica en las plantaciones sureñas de los Estados Unidos, pero, como cabría esperar, la comparación del ADN de afroamericanos y africanos de su mismo origen geográfico no reveló indicio alguno de esa pretendida presión selectiva. En este orden de cosas, también se ha tratado de asignar a la nacionalidad keniana o etíope de los ganadores de las carreras de fondo una especial aptitud genética, supuestamente fijada durante un pasado pastoril donde el esfuerzo físico para mantener unido el rebaño condicionaría el éxito reproductivo en hábitats desfavorables.

Por ahora se han identificado en deportistas de elite unas 150 variantes en 83 genes presuntamente relacionados con el vigor físico, aunque la gran mayoría de sus efectos no hayan alcanzado la significación estadística exigible. Como excepción, Rutherford se detiene en el análisis de aquellos que el sensacionalismo al uso de los medios de comunicación ha bautizado como el gen de la velocidad (ACTN3) o el de la resistencia (ACE).  La variante R del gen ACTN3 aumenta la capacidad de contracción muscular y es más frecuente en afroamericanos (96%) que en euroamericanos (80%), pero, por ser muy abundante en ambos grupos, es muy improbable que decida la supremacía atlética de los primeros. A su vez, la variante D del gen ACE proporciona a sus portadores una mayor tasa de incorporación de oxígeno a la sangre, aunque su frecuencia no difiere entre atletas y no atletas de nacionalidad keniana o etíope. Un buen número de empresas ofrecen reactivos que permiten a sus clientes averiguar su constitución genética con respecto a estos dos genes. Sin embargo, la Federación Internacional de Medicina Deportiva ha salido al paso de este negocio afirmando que los resultados no predicen el futuro éxito deportivo de los solicitantes ni especifican el tipo de entrenamiento preciso para lograrlo.

Aunque no puede negarse la influencia de los genes en la condición física del individuo, no parece que haya grupos humanos hereditariamente mejor dotados que otros para la práctica de un deporte concreto. Con todo, muchos jóvenes se someten a un entrenamiento intensivo por el éxito económico y social alcanzado por sobresalientes deportistas de su misma oriundez en una especialidad determinada, aunque no en otras. En este sentido, los afroamericanos nunca han destacado en los 50 metros libres de natación, acaso equivalente a los 100 metros lisos en tierra, lo cual debe tener que ver con que un 70% de ellos no sabe nadar, por más que no han faltado explicaciones ad hoc que atribuyen esa carencia a que «están menos evolucionados». Como burlonamente apunta Rutherford, la mayor parte de los campeones británicos de tenis de mesa han nacido en Reading, pero esto no se debe a compartir una especial dotación genética sino a su excelente entrenamiento en un afamado club de esa localidad.

El último capítulo del texto reseñado se centra en el controvertido tema de la herencia de la inteligencia y la posible existencia de diferencias genéticas entre poblaciones humanas con respecto a este atributo. El autor admite sin reparos que, grosso modo, las diferencias fenotípicas promedio del cociente intelectual (IQ = intelligence quotient) entre los individuos de una misma población se reparten por mitad entre las causas hereditarias y las ambientales, lo cual, en la jerga del oficio, corresponde a una heredabilidad del 50%. En paralelo, opina que recientes estudios han identificado decenas de variantes genéticas relacionadas con mejores puntuaciones en las valoraciones cognitivas, afirmando que no le sorprendería si el número ascendiera «a muchos centenares si no a miles». Sin embargo, también procura escurrir el bulto con la manida excusa de que los resultados referidos son fruto de la aplicación de técnicas científicas complejas y análisis estadísticos enrevesados. En primer lugar, aunque mantiene que el IQ debe ser utilizado como medida de inteligencia por ser un buen predictor, tanto de las calificaciones académicas como del salario y el éxito profesional, también insinúa que no está claro lo que ese índice mide. En segundo lugar, reconoce que los procedimientos de estima de la heredabilidad mencionada, basados en la semejanza de gemelos monocigóticos y dicigóticos criados por separado, no están exentos de reparos aunque considera que estos no son importantes, por más que repetidamente se ha demostrado que pueden serlo. Por último, admite que los efectos de genes putativos (regiones del genoma marcadas por SNPs) sobre el número de años de educación recibidos están correlacionados con los que pudieran tener sobre el IQ, cuando es mucho más fácil que dichos efectos dependan en buena medida de la situación socioeconómica del examinando y no tanto de su capacidad intelectual. Llegados aquí, Rutherford aclara que lo dicho sólo proporciona información sobre las poblaciones objeto de análisis y no sobre las diferencias genéticas entre ellas. Aunque técnicamente no hay duda de que le asiste la razón, para este viaje no precisaba de las antedichas alforjas. Para mantener su postura bastaba con expresar que la importancia de la base genética del IQ, por no decir de la inteligencia, dista mucho de haber sido establecida en términos estrictamente científicos.

Como he insistido desde el comienzo de esta reseña, cabe esperar que existan diferencias entre poblaciones para cualquier rasgo heredable y también que dichas disparidades no representen más que una menuda fracción de las que distinguen a unos individuos de otros entre los que componen cada una de ellas. Aunque algunos de los genes relacionados con la adaptación a distintos medios sean causantes de diferencias patentes, como los que determinan el grado de pigmentación de la epidermis, esa distinción sólo opera a flor de piel y no es en absoluto representativa de lo que ocurre en el resto del genoma. También existen divergencias de signo alternante con respecto a la susceptibilidad a determinadas enfermedades. Por ejemplo, la esclerosis múltiple es más frecuente en euroamericanos que en afroamericanos y lo contrario ocurre con el cáncer de próstata. Algo semejante sucede con caracteres de base poligénica amplia como la estatura adulta, pero la discrepancia promedio entre las poblaciones del Norte y el Sur de Europa con respecto a la frecuencia de 89 variantes con efecto significativo pero pequeño sobre este atributo ha resultado ser algo menor del 1%, a efectos prácticos insignificante.

A veces, profundos prejuicios personales pueden llegar a negar cerrilmente la evidencia científica contrastada, resultando en incoherencias flagrantes cuando la mano izquierda decide ignorar lo que hace la derecha. Así, las continuas manifestaciones racistas de James D. Watson, codescubridor de la estructura en doble hélice del ADN por lo que se le concedió el premio Nobel y primer director del Proyecto Genoma Humano, motivaron que la institución que dirigió durante largos años, el Laboratorio Cold Spring Harbor, le retirara en 2019 todos sus títulos honoríficos. El propio Rutherford, hijo de inglés y guayanesa de ascendencia india, comenta que, en cierta ocasión, Watson le indicó despectivamente que podría ser un buen genético «porque los indios son muy trabajadores aunque poco imaginativos». Como resume Rutherford al final de su obra, las razas son reales porque las concebimos como tales y el racismo es real porque así lo decretamos. Pero ni unas ni otro se fundamentan en consideraciones científicas. Ambas entran, en fin, en franca contradicción con los hechos.

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