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La música como disciplina dogmática

Poética musical

Igor Stravinsky

Acantilado, Barcelona

Trad. de Eduardo Grau

128 pp.

13 €

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Los libros firmados por Igor Stravinsky han estado siempre bajo sospecha de una autoría cuando menos compartida. Sospecha casi siempre confirmada y que muestra que el gran hacedor de música necesitaba a su lado una «cabeza» cuando se trataba de dar forma a un discurso. El primero de ellos, Crónicas de mi vida, contó con el concurso de Walter Nouvel. Los libros de la última época, la americana, fueron, por su parte, firmados conjuntamente con su fiel colaborador Robert Craft y su estructura, en forma de largas entrevistas o conversaciones, no tiene nada que ocultar sobre la ayuda recibida para conformar los libros.
Poética musical fue el segundo libro de Stravinsky. Por el lugar especial que ocupa en su vida, por su pretensión estética, subrayada desde el título, y por la profunda y discreta intervención de «colaboradores», se ha convertido desde siempre en un libro especial, molesto en muchos casos, pero, desde luego, clave en su trayectoria.

En primer lugar, Poética musical nació en una encrucijada personal e histórica sin parangón en su vida. A mediados de 1938, Stravinsky había recibido la invitación de dictar un ciclo de conferencias en la Cátedra Norton, de la Universidad de Harvard; trabajo que se mezclaría con la composición de la Sinfonía en Do, escrita para la Orquesta Sinfónica de Chicago. Stravinsky era en ese momento un músico «francés», había intentado durante la década de los treinta convertirse en un buen francés, tras los traumatismos de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa, que le había privado de su nacionalidad. Ese período coincidía, además, con un desplazamiento de su prestigio internacional. Lejos quedaban ya sus obras paradigmáticas de los Ballets Rusos, Diaghilev había muerto en 1929 y el neoclasicismo se convertía en peligroso balancín que acompañaba a la crisis política y social de los años treinta. Francia (París) miraba con circunspección, además, a un crea­dor tan ferozmente independiente como, a veces, incorrecto en su expresión política. Stravinsky había adquirido la nacionalidad francesa a mediados de esa década, pero había recibido la bofetada de ver rechazada su candidatura a la Academia de Bellas Artes en beneficio de un Florent Schmitt perfectamente insulso. Por su parte, la intelectualidad parisina, tan proclive a pronunciarse en términos «progresistas» y de «izquierdas», como Cocteau o Gide, comenzaba a ser algo más que una molestia para alguien que tenía mucho de ruso blanco y todo de católico declarado.

Pero no era ésta la única preocupación personal del compositor. Su cuñada, Luzmila Belianskine, su hija mayor, Luzmila (Mika) y su primera mujer cayeron enfermas y fallecieron de enfermedades pulmonares entre 1938 y 1939; incluso, el propio compositor enfermó por el mismo motivo y tuvo que pasar largas temporadas en el sanatorio saboyano de Sancellemoz. Así pues, en un continente que amenazaba otra crisis brutal, dolorido familiarmente y con el expediente conyugal limpio (Stravinsky convivía con Vera Soudeikine, la que sería su segunda mujer, desde veinte años antes de la muerte de la primera, pero con unos gravísimos problemas de conciencia y la imposibilidad para un católico de romper su matrimonio), Stravinsky encontraba de pronto la llave de América.

Las lecciones de poética están en el epicentro de todo ello. Marcaron la obligada reflexión del músico sobre lo que era y cómo quería ser visto, le permitían iniciar su período estadounidense con una clarificación de su retrato y le proporcionaban, además, dinero y tiempo. Son, también, el compendio de su período «dogmático», cuando se enfrentaba a los dictados «vanguardistas» que predominaban en el pensamiento cultural europeo con una actitud orgullosamente a contracorriente.

Las seis conferencias han sido saludadas como un texto trascendental en la hagiografía stravinskyana, pero siempre han sido criticadas en el ámbito francés por su rigidez de pensamiento (o, al menos, su expresión). Allí se recogen algunas de esas afirmaciones que luego han condicionado la visión del autor (al menos hasta que los posteriores escritos con Robert Craft ofrecieran una dimensión de Stravinsky tan conmovedora como lúcida): «Sé perfectamente que las palabras dogma y dogmático, por poco que se las aplique en el orden estético, como en el orden espiritual, no dejan nunca de disgustar a algunos espíritus más ricos en sinceridad que fuertes en seguridad de juicio»; «El fenómeno musical no es más que un fenómeno de especulación»; «La expresión está de moda»; «Si bien es cierto que somos intelectuales, nuestra misión no es la de pensar, sino la de obrar»; «¡Qué frustrado neologismo esa palabra “modernismo”! En su sentido mejor definido designa una forma del liberalismo teológico, que es un error condenado por la Iglesia Romana».

Toda esta colección de perlas convive con intuiciones y relámpagos de luminosidad, aunque se encuentren algo encorsetados por una expresión hierática, de verbo provocador y de tono claramente prestado. ¿Quiénes podrían ser los responsables de ese tono prestado? Siempre se ha citado a su compatriota y amigo Pierre Souvchinsky, al musicólogo francés Roland Manuel, e incluso no parece lejana la sombra de Jacques Maritain, citado en el libro por el propio Stravinsky. Pero hasta hace poco no se sospechaba la intensidad de esta colaboración.

Souvchinsky (1892-1985) ha sido un alma gemela de Stravinsky, excepto en la faceta de compositor. Diez años más joven, de origen aristócrata con raíces polacas como Stravinsky y refugiado en Francia hasta su muerte, fue una personalidad compleja y generosa. Tras entregarse a la causa de Stravinsky, colaboró de manera determinante en el despegue de la carrera de Pierre Boulez y de sus célebres conciertos del Domaine Musical. A principios de 1939 escribió un artículo, «La notion du temps et la musique; réflexions sur la typologie musicale», destinado a un número de la Revue musicale dedicado a Stravinsky. La lucidez de este artículo provocó que el compositor le pidiera colaboración para sus lecciones de poética. Pero sólo hace poco han salido a la luz documentos que muestran hasta dónde llegó la colaboración. Souvchinsky se desplazó al sanatorio de Sancellemoz para trabajar con el músico y le propuso un plan de ocho capítulos: 1. El fenómeno musical; 2. La obra musical; 3. El oficio musical; 4. La tipología musical; 5. Remontando la historia; 6 y 7. Música rusa; 8. De la interpretación. Un plan, obviamente, muy parecido al definitivo.

Durante un par de semanas de los meses de abril y mayo de 1939, ambos estuvieron discutiendo (duramente, ­según reconoció el propio Souvchinsky), hasta que la colaboración se interrumpió debido a discrepancias políticas: Stravinsky partió de gira por Italia elogiando el régimen de Mussolini y Souvchinsky, de tendencias rigurosamente progresistas, no quiso continuar. Tal y como se ha dicho siempre, su sustituto fue Roland Manuel. Lo que no se sabía en detalle es que sustituto y sustituido siguieron discutiendo el texto conjuntamente, y que incluso hablaron del precio de esta colaboración. Una carta de Manuel a Souvchinsky fechada el 7 de junio de 1939 le muestra la evolución del trabajo: «Las lecciones 2.ª y 3.ª están hechas. La 4.ª está muy avanzada. Intento no traicionar su pensamiento resumiendo sus tesis sobre Kronos, ésta ha sido la parte más delicada de mi tarea».

Está claro, pues, que la redacción de las lecciones no sufrió un corte a raíz del cambio de colaborador. Algunos autores adjudican a Souvchinsky la autoría del plan general y las lecciones segunda y quinta, mientras que Manuel dejó su sello personal en el resto, incluyendo las referencias a Maritain, de cuyo círculo formaba parte. Stravinsky, por supuesto, supervisó el conjunto, adaptó el texto a las necesidades de una lectura oral, pagó lo convenido, a descontar de los diez mil dólares que él iba a percibir, y se lo leyó a Paul Valéry tres semanas antes de embarcarse rumbo a Estados Unidos el 25 de septiembre de 1939. No volvería a pisar Francia hasta trece años más tarde, y ya como ciudadano estadounidense.

¿Qué podría haber, entonces, de Stravinsky en estas lecciones? Algunos comentaristas franceses han sido especialmente duros. Por ejemplo, François Lesure diría: «No hay nada suyo […] excepto dos o tres gracietas sobre Gounod o Delibes». Y, sin embargo, el tono dogmático, duro y rocoso de muchas de sus afirmaciones se ha considerado desde siempre como el pensamiento mismo de Stravinsky. No tiene por qué haber contradicción, ya que sus colaboradores buscaban, ante todo, sintetizar el pensamiento del autor de La consagración de la primavera; eran incluso más stravinskyanos que el propio Stravinsky, como seguramente se propuso demostrar Robert Craft (el Souvchinsky americano) en sus conversaciones y entrevistas, en las que el músico ruso-franco-estadounidense aparecía dotado de un sentido común musical muy apreciable y, sobre todo, de naturalidad.

Pese a todo ello, Poética musical sigue siendo un texto fundamental de las vicisitudes de la música en pleno siglo xx. Conceptualiza muy bien las relaciones que existen entre la música de Stravinsky, el tiempo y la construcción musical, y nos habla de la confusa disyuntiva personal e ideológica de uno de los grandes artistas del siglo. Si él no escribió, autorizó y firmó y, por tanto, está dentro.

La presente edición española, que firma el mismo traductor de anteriores versiones, Eduardo Grau, llena el hueco que había dejado la ya venerable de Taurus de 1977, reimpresa en 1981 y 1983, una enormidad para un libro en los tiempos que corren. Por tanto, bienvenida sea.

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Ficha técnica

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