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Petrarca: la lírica del humanismo

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El 8 de abril de 1341 el poeta Francesco Petrarca fue galardonado con una corona de laureles en el Capitolio romano, en una pomposa ceremonia que reanudaba una tradición interrumpida durante mil trescientos años. Es digna de nota la página en que Edward Gibbon, en el penúltimo capítulo de La decadencia y caída del Imperio Romano , dedica sus retumbantes sarcasmos al episodio. Después de expresar su preferencia por Dante, Tasso y Ariosto, proclamar la «tediosa uniformidad» de los sonetos y elegías de Petrarca, y criticar la «poco delicada» vanidad del poeta, no se priva de ironizar sobre la copiosa fertilidad (once hijos, declarados por Gibbon, con maliciosa superfluidad, como «legítimos») de la Laura casi angélica que brota de los castos suspiros petrarquianos. Gibbon no fue ni el primero ni el último en juzgar con impaciencia la reputación del poeta, sin dejar de reconocerle el genio. A los setecientos años del nacimiento de Petrarca (1304-1374), la polémica continúa. Hoy, como en los últimos seis siglos, la opinión se inclina abrumadoramente por el poeta, pero no sin restricciones y voces discordantes. Tal vez la mejor manera de celebrar su centenario sea la de sopesar una paradoja: el hecho de que uno de los más grandes poetas de todos los tiempos consiga inspirar una resistencia que tiene pocos paralelos en la obra de sus iguales.

La actitud de Gibbon es un buen punto de partida. Más que un error, se trata de una distorsión de perspectiva. Gibbon no hace crítica literaria y se ocupa de Petrarca en el contexto de su relación con Cola di Rienzo, protagonista de una breve y sainetesca tentativa de restaurar las glorias romanas en pleno siglo XIV. De ahí que el historiador interprete la coronación de Petrarca como mera pantomima, fruto de una ridícula vanidad comparable a los demagógicos ensueños de Cola di Rienzo. Gibbon ve el episodio como una repetición en forma de farsa de la tragedia romana. Otros, la mayoría, pueden verlo como un gesto inaugural de la recuperación de las tradiciones clásicas y preludio del Renacimiento, vale decir de la Edad Moderna (y en el caso de Cola di Rienzo, como prematuro precursor del nacionalismo italiano). Desde Burckhardt y Renan, en el siglo XIX , es un lugar común señalar a Petrarca como el primer ejemplo de hombre moderno, pero este ángulo de visión sólo es posible después de superar el combativo espíritu ilustrado de Gibbon.

Por lo demás, el vislumbre de Gibbon reflejaba una realidad. El propio Petrarca se sentía como un hombre «entre dos pueblos, los antiguos y aquellos que aún no han nacido, mirando al mismo tiempo hacia atrás y hacia delante». Por otra parte, sería incorrecto clasificar a Petrarca como una figura de transición. El consenso es que él inaugura, de hecho, un modo de ser que, guardando las debidas proporciones, aún es el nuestro. Y eso queda más claro no al examinar su figura pública, como el primero de los humanistas, sino los avatares de su legado literario. Gibbon ofrece un indicio al burlarse de la obra latina de Petrarca, «ese ponderoso volumen de escritos ahora abandonados a un largo reposo». El reposo continúa y probablemente será definitivo. Sin embargo, Petrarca confiaba en que sus escritos en latín –de diez a quince veces más numerosos que su obra italiana– serían su pasaporte a la gloria perenne; su obra vernácula, en comparación, no pasaba de un divertimiento casi privado. Sus contemporáneos pensaban igual y fue coronado en Roma por los méritos de sus escritos latinos, que fueron popularísimos en toda Europa durante al menos dos siglos. Es comprensible, ya que en la época la palabra «poeta» se aplicaba a los que versificaban en latín; los otros eran rimatori, como dice Dante en su Vita Nuova.

¿Cómo era eso si Dante había terminado su Commedia, piedra angular no sólo de la literatura sino de la lengua italiana, en 1321, cuando Petrarca ya tenía diecisiete años? Una respuesta coherente requeriría un intrincado ensayo erudito, tarea para la que no estoy calificado. Pero puede desentrañarse el problema de modo oblicuo examinando las relaciones entre Dante y Petrarca. Como en el caso de Ovidio y Virgilio, Petrarca sólo vio una vez a su consagrado predecesor (a los ocho años) y, como Ovidio, pasó su vida emulándolo. Son innumerables y casi siempre apócrifas las anécdotas sobre la desazón que le causaba la gigantesca sombra dantesca. En las más de cuatrocientas cartas que escribió nunca menciona al poeta por su nombre, y el primer occidental dueño de una biblioteca sistemáticamente organizada no poseyó un ejemplar de la Commedia hasta sus 55 años, cuando su amigo más joven, Boccaccio, dio su palabra de honor de regalarle uno, copiado de su puño y letra. Una improbable historieta cuenta que Petrarca tenía un retrato de Dante en su mesa de trabajo, pero cabeza abajo. No se trata de envidia, como algunos han insinuado, pues Petrarca reconoce hidalgamente los méritos de Dante, al que llama «monarca [dux] de la lengua vulgar». Pero es evidente que Petrarca no sabía cómo situarse ante su predecesor, obviamente un poeta supremo.

No fue el único. En el último centenario de Petrarca, hace un siglo, Giovanni Pappini popularizó la tesis de que la tradición poética italiana se divide en dos vertientes, una dantesca y otra petrarquiana (y típicamente escoge la primera, más «masculina» y «plebeya» en contraste con la segunda, «afeminada» y «melosa»). En realidad, la tesis es más un desplante de época –el período en que el futurismo y el fascismo estaban incubándose– que una teoría válida. Uno de los hechos más obstinados de la obra de Dante, como la de Shakespeare, es que no tiene ni puede tener continuadores o epígonos. Esto puede ser utilizado para atacar a Petrarca, como Ezra Pound, para quien Dante «suspende su canto del absoluto», mientras Petrarca refina la lengua y la poética italianas al precio de privarlas de toda energía. Otro gran poeta, Giuseppe Ungaretti, utiliza la distinción para valorar a Petrarca, afirmando que «él obtiene con la literatura lo que Dante habría obtenido escrutando las cosas». Esta observación, exenta del extremismo vanguardista de la primera, es más luminosa. Especialmente porque resuelve la aparente paradoja de que la influencia de Dante es casi inexistente –es más fácil aspirar al absoluto que obtenerlo–, mientras que Petrarca es probablemente el autor más imitado e influyente de la historia de la literatura.

La verdad es que, como dijo ingeniosamente el gran crítico alemán Ernst Curtius, la literatura italiana no comienza con Dante, sino después de Dante. Un poeta de esa magnitud es algo aparte. De hecho, mientras la obra de Dante, por su singularidad, era literalmente elevada al canon sacro –un criticastro del siglo XV , con el dickensiano nombre de Michelangelo Trombetto, llegó a proponer que se la estudiara durante la Cuaresma, y en el siglo XVI se adjetiva de «divina» la hasta entonces Commedia a secas–, legiones de poetas y poetastros se tomaban la libertad de imitar a Petrarca. El petrarquismo, por lo demás, constituye todo un fatigado capítulo de las historias literarias europeas. Su influencia oceánica puede ser discernida en clásicos de todas las lenguas: Garcilaso y Góngora en español, Sá de Miranda y Camões en portugués, Ronsard y Du Bellay en francés, Spenser y Shakespeare en inglés, amén de un interminable etcétera. Sus ecos se prolongan, como señala Erich Auerbach, hasta el Romanticismo y más allá, incluyendo el siglo XX . Ya se ha dicho que la tradición lírica occidental moderna comienza con Petrarca, del mismo modo que la de la novela comienza con Cervantes.

Tan abrumadora llegó a ser su presencia que muchos de sus admiradores se rebelaron. El maestro sonetista Du Bellay (1522-1560), después de exaltar a Petrarca como el igual de Homero y Virgilio, terminó escribiendo un soneto contra el petrarquismo. Con el tiempo, el rechazo del petrarquismo y del propio Petrarca redundó en una más de las tradiciones petrarquistas. Sobraba razón: como indican los historiadores literarios, la obra de Petrarca se congeló en un inmenso repertorio de lugares comunes después de siglos de ser imitada, plagiada y apropiada. Es por ello por lo que la primera lectura de Petrarca suele coincidir con cierto desencanto. Ya familiarizados con todo lo que él fue el primero en decir o formular, son sus poemas los que parecen arcaicas reiteraciones del acervo común. Esto es de una ironía vertiginosa. Porque, como dice Burckhardt en La cultura del Renacimiento en Italia , Petrarca es en realidad uno de los poetas más extraordinariamente originales de la historia. Nada existía comparable en la literatura conocida, clásica y medieval, antes de su celebración del yo en cada uno de los movimientos anímicos y sentimentales del poeta a lo largo de su vida adulta. Pero, al contrario del problema de la transición, la explicación de su originalidad no puede encontrarse en el terreno literario, donde podemos hallar otros genios más caracterizados que el de Petrarca: para comenzar, Dante. La característica adánica de su obra se explica por razones históricas. Toda la literatura anterior –incluida la obra latina del propio Petrarca– carece de los elementos que identificamos con su poesía por el simple hecho de que fue a él a quien le tocó encarnar en sus poemas, de manera emblemática, una nueva manera de ser hombre, que en su evolución posterior terminaría siendo el hombre moderno.

La designación de Petrarca como el primer moderno se fija a mediados del siglo XIX al establecerse una periodización histórica ya anticuada pero aún útil. No vale la pena discutir aquí las nuevas y variadas definiciones de modernidad. Basta señalar que los procesos que cristalizan, intelectualmente, en la Ilustración, políticamente en la Revolución Francesa, y socioeconómicamente en la Revolución Industrial, arrancan de un cambio de mentalidad muy anterior, cambio que la historiografía decimonónica comenzó por ubicar en el Renacimiento. Y Petrarca fue considerado su más nítido precursor, cuando no una avanzadilla renacentista. En realidad fue más: él estrena, personal y documentadamente, muchos de los elementos cruciales que definen el Renacimiento. Como Isaac Newton, es uno de los pocos hombres que dan un rostro y una personalidad específica al surgimiento de una nueva era. Ésta puede definirse abreviadamente como el retorno al ideal precristiano del hombre como medida de todas las cosas: lo que se llamó humanismo. Atenas, fugaz y fulgurantemente, había cultivado esta visión, con reverberaciones intermitentes en la Roma antigua. Petrarca es el primero de los humanistas en la medida en que –después de un milenio de hegemonía cristiana, cuya más alta encarnación es Dante– trata de recuperar ese ideal, integrándolo en el cristianismo. Eso explica la popularidad e importancia inicial de sus escritos latinos, en los que el punto de referencia básico es el legado grecolatino y no el cristiano, que es conspicuamente ignorado. Con la excepcion de su amado san Agustín, autor, como sabemos, de la primera autobiografía y, por tanto, precursor del individualismo moderno: el más directo de los escritos autobiográficos de Petrarca tiene la forma de un diálogo con el obispo de Hipona.

Para sus contemporáneos y el período inmediatamente posterior, Petrarca personificaba el espíritu de la Antigüedad, como dice Burckhardt. No sólo en términos prácticos de recuperación y revaloración de textos y documentos, sino, lo que es más importante, en términos de imaginar y proponer una continuidad histórica, política y cultural. No como un imperio cristiano universal, que era la visión de Dante, sino como un proyecto nacional. En ese sentido, Petrarca fue el primer italiano moderno, cuya reivindicación de la nación italiana (de ahí su vínculo con Cola di Rienzo) fue debidamente apreciada por los patriotas del siglo XIX . Pero el hilo conductor es siempre la literatura, en la más rica acepción de la palabra. Normalmente se atribuye la recuperación de las letras y la cultura clásicas al impacto de los textos traídos a Occidente por los desterrados con la caída de Constantinopla en 1453. Pero un siglo antes Petrarca rebuscó media Europa en busca de manuscritos –ignorados u olvidados entre monjes muchas veces analfabetos– que, cuando no podía comprar, copiaba personalmente. Con su joven amigo Boccaccio, fue responsable de la histórica primera traducción latina moderna de Homero, a partir de un raro manuscrito de su biblioteca. Petrarca nunca llegó a aprender el griego, como ardientemente deseaba, pero convenció a Boccaccio de que estudiara la lengua y contribuyó a establecer la primera cátedra europea del idioma, cuyo profesor pagaba el poeta de su bolsillo.

Parte de su campaña de recuperación de la herencia clásica fue la formación de la primera gran biblioteca privada, pero Petrarca no era un mero bibliófilo. Empleando copistas profesionales que residían en su casa, la labor de Petrarca era también de preservación y difusión, y fue un padre fundador, antes de Erasmo, de la República de las Letras paneuropea que desemboca en la Ilustración. Tal vez su mayor triunfo personal haya sido el descubrimiento y salvación de la correspondencia de Cicerón, el más importante documento privado de la Antigüedad y una obra literaria comparable a la correspondencia de Voltaire. En la estela de Cicerón, Petrarca decidió compilar sus propias cartas para la posteridad. Es una pena que el proyecto tomara un giro literario y el poeta decidiera adaptar la correspondencia con ese propósito, además de enriquecerla con misivas imaginarias escritas especialmente para el proyecto (una de ellas es una carta a Homero), pues le restan valor documental; y hasta literario, pues desvirtúan el género epistolar. Tan famosa era su biblioteca que ofreció donarla a la ciudad de Venecia –gesto que entre los escritores sólo se popularizaría en el siglo XX – y las autoridades le ofrecieron un palazzo para albergarla y abrirla al público, lo que se habría convertido en la primera biblioteca pública desde la Antigüedad si Petrarca no hubiese ido a morir a otra ciudad (la colección terminaría dispersándose).

Como se ve, la lista de «primeros» de Petrarca es tal vez la más impresionante de la cultura occidental. Fue el primer intelectual moderno –incluida la afición por los dictadores– y la primera «celebridad» cultural internacional. Cuatro siglos antes del dramaturgo inglés William Congreve (1670-1729), fue el primer escritor que compiló sus obras completas. Encomendó el primer mapa de Italia y, como señalan Gibbon y Burckhardt, fue el primero en valorar, histórica y sentimentalmente, las ruinas del pasado y la contemplación de la naturaleza, que no se convertirían en lugares comunes hasta el Romanticismo. Su actitud ante el paisaje, registrada en la narración de su subida al monte Ventoux, tuvo repercusiones en las artes plásticas y en la literatura, con ecos que llegan a Rousseau y a la noche en la montaña de Julien Sorel.

Pero todo eso pertenece a los saberes especializados de historiadores y eruditos. La presencia actual y palpable de Petrarca sigue siendo su obra poética italiana. Ésta suele ser un martirio tradicional de los escolares italianos, que normalmente sólo la conocen en antologías, y es uno de los blancos favoritos de los filisteos de la crítica. Todos reconocen su perfección técnica, pero Petrarca es mucho más que un parnasiano avant la lettre. Es cierto que el poeta abusa frecuentemente de su maestría y las innumerables variantes de sus efectos favoritos pueden llevar, como dijo Gibbon, al bostezo. Pero el historiador –ilustrado irredento, de un racionalismo impermeable a las delicuescencias anímicas descubiertas por los románticos– carecía de los elementos necesarios para apreciar la sorprendente modernidad de Petrarca. Incluso porque Petrarca, como tantos clásicos, es un placer que tenemos que conquistar y merecer. Acostumbrados a una poética intensa y concentrada, hay que aprender a leerlo.

El primer paso es recuperar la perdida amplitud del tiempo premoderno: la dosis correcta tal vez sea de unos dos o tres sonetos por día a lo largo de semanas o meses, pero sin solución de continuidad. Poco a poco se levanta aquel «autorretrato lírico» de que habla Auerbach, en el que la tónica del universo son las vibraciones de la memoria humana. Como dice Ungaretti, es difícil recordar otro artista «capaz de hacernos sentir en cuatro versos la presencia material y la presencia del recuerdo, y cómo el paso de una a otra es breve». Pero el poeta de Vita d'un uomo no nos ofrece una demostración crítica de sus afirmaciones. Quien lo hace es el filósofo Benedetto Croce, en un ensayo magistral de 1937 titulado El sueño del amor que sobrevive a la pasión . El ensayo termina con una comparación inesperada, el penúltimo capítulo de L'Éducation sentimentale de Flaubert (1869), otro maestro de la obra de acabado sin falla. En él, Madame Arnoux busca un encuentro con Frédéric Moreau, muchos años después de la acción de la novela. En la escena más tierna de la marmórea ficción flaubertiana, Madame Arnoux confiesa tácitamente el amor que había negado a Frédéric, amor que –como el de una Laura moderna– jamás se consumó ni podría consumarse, y que Frédéric había idealizado a lo largo de su vida. Después de un cuarto de hora ella se levanta y se va. Hay un momento en las separaciones, dice Flaubert, en que la persona amada, mientras todavía nos mira a los ojos, ya no está con nosotros. Toda la fuerza de la novela se resume en esta escena. Pero para expresarla es necesaria toda la novela. Petrarca, observa Croce, obtiene frecuentemente el mismo efecto, con minuciosas, iridiscentes variaciones, en las catorce líneas de un soneto. Y ese es el más genuino y duradero humanismo, porque la historia de los sentimientos de un hombre será siempre la historia de todos los hombres.

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