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Pequeño curso sobre magia (II)

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La pérdida del reino y su recuperación

Normalmente partimos la historia de Occidente en dos partes: la Edad Media y la Edad Moderna, que comienza en el Renacimiento. El Renacimiento toma precisamente su nombre del «renacer» de la cultura clásica que tuvo lugar entre los siglos XV y XVI. De modo que tenemos a) Antigüedad y c) Renacimiento de esa antigüedad, con una b) Edad Media en medio.

Sin embargo, el verdadero corte en la visión del mundo no se produce con el Renacimiento, sino en el siglo XVII, con el advenimiento del llamado «Barroco». Este corte histórico señala la aparición de una nueva visión del ser humano. Podemos definir esta nueva visión con suma facilidad:

– el ser humano está solo, desconectado del mundo; ya no forma parte de una totalidad armónica e integradora. La «gran escala del ser» se ha roto.

– el ser humano no tiene, pues, contacto con nada más grande que él, se llame Dios, Alma del Mundo o Memoria en el sentido platónico. Su «alma», «mente» o «inteligencia» está dentro de su cabeza, incomunicada de todo

– el ser humano sólo puede comunicarse con otros seres humanos mediante la palabra (sus pensamientos, sueños y visiones suceden sólo «dentro» de su cabeza)

– la naturaleza funciona como una especie de mecanismo y está regida por reglas mecánicas, impersonales y eternas

– el ser humano sólo puede saber aquello que aprende y sólo puede conocer lo que percibe a través de sus sentidos.

– la inteligencia es lo único valioso, la imaginación es espuria y peligrosa y debe ser erradicada.

Está claro que esta es la visión de Descartes, que identifica al «yo» con el pensamiento y afirma que los animales son como mecanismos de relojería. Es la visión de Marin Mersenne, gran defensor de Descartes y crítico feroz de Ficino, Pico della Mirandola y, en general, todo el pensamiento renacentista. Es también la visión que aflora en tantas obras literarias importantes de la época. Es la obsesión con los locos como Don Quijote, con los náufragos como los que van desde El Criticón hasta el Robinson Crusoe o con los «salvajes» como el Segismundo de La vida es sueño.

En Don Quijote ambas visiones del mundo se enfrentan continuamente. Don Quijote quiere ver todavía el mundo de los vínculos y descubre gigantes y monstruos por todas partes. Sancho representa el hombre nuevo, que sólo cree lo que ven sus ojos. En La vida es sueño, el experimento consiste en intentar averiguar cómo sería un ser humano al que se aparta de toda compañía desde el momento de nacer. El resultado es evidente: sin afectos, sin amistad, sin experiencias (Segismundo vive toda su vida encadenado dentro de una torre), sin sociedad, el ser humano no puede ser humano. Segismundo se comporta como un animal cruel porque el ser humano no tiene ninguna luz interior que le haga humano: es la vida en sociedad y la educación que recibe lo que lo humaniza. Los experimentos con «salvajes», como en el ensayo de los caníbales de Montaigne, por ejemplo, o en el episodio del «villano del Danubio» de Fray Antonio de Guevara, o El Criticón de Gracián, como en los de La tempestad, van todos en la misma dirección (aunque Montaigne va más allá y afirma que, para los caníbales, somos tan bárbaros como ellos lo son para nosotros). Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, es el heredero de todas esas reflexiones y experimentos. Dejado solo en el mundo, sin ayuda ninguna, el ser humano (Robinson) ha de hacerse una vida y controlar su entorno mediante su habilidad y, sobre todo, su técnica. Aparece aquí también un salvaje, Viernes. Igual que los otros salvajes de tantos relatos, Viernes es hijo de sus circunstancias. No hay sabiduría natural ni luz espiritual alguna que pueda ayudar a estos seres, que sólo a través de la palabra y la educación pueden desarrollar su potencial humano.

Es evidente que este modelo de ser humano es el que tenemos todavía hoy en día. Y no se trata de abandonarlo, por supuesto.

Pero la magia tiene una lección que enseñarnos. Es verdad que Don Quijote está loco y ve cosas que no existen, pero también es verdad que el mundo de Sancho es terriblemente pedestre y limitado. Lo que la magia nos enseña es que ambos mundos son ciertos y que ambos deberían poder convivir porque conviven, de hecho, en nosotros.

El modelo existencial, socializado y basado en la palabra y en la educación que hemos heredado del siglo XVII condujo, después de algún que otro episodio desafortunado (la horrible matanza de mujeres que se produjo entre los siglos XVI y XVII, por ejemplo, y que fue hecha en nombre de todo lo que hoy definiríamos como «moderno» y «avanzado») condujo a la Ilustración, al desarrollo de la ciencia y también a la Revolución y a la caída del Antiguo Régimen.

En modo alguno pretendemos renegar de este magnífico proceso histórico gracias al cual la civilización occidental ha construido la sociedad más feliz, más sabia, más compasiva y más humana de todas las que se conocen. Nada más lejos de nuestra intención que renegar en modo alguno de la ciencia, ni menos aún de la democracia. Ciencia y democracia no suelen aparecer unidas, aunque es evidente que no es posible una sin la otra.

Sin embargo, que algo sea cierto no quiere decir que sea lo único cierto.

No fue hasta la llegada del siglo XX cuando, en las obras señeras de Carl Gustav Jung y su vasta cohorte de seguidores, y en la de Claude Lévi-Strauss, pudimos, por fin, comprender de una forma nueva el legado del pasado.

Jung comienza a interesarse por la alquimia y acaba por convertirse en un erudito en el tema. Colecciona, lee e intenta comprender infinidad de viejos tratados llenos de palabras extrañas y de locas pretensiones (crear oro, lograr la inmortalidad, crear «mercurio rojo», transformar la materia tosca) y hace, por fin, el gran descubrimiento: que, en realidad, la alquimia no trata de química, y que no es en absoluto «ciencia» (o falsa ciencia) en ese sentido. Habla, en realidad, de procesos psíquicos. Sus imágenes y personajes son arquetipos psíquicos. Su lenguaje imaginativo se corresponde con el de la psique profunda.

El descubrimiento de Lévi-Strauss es similar e igualmente importante. Si Jung se dedica a estudiar la alquimia, Lévi-Strauss se centra en el estudio de las culturas primitivas de Sudamérica y Oceanía. Y realiza un descubrimiento fundamental: que no existen supuestas culturas supersticiosas y atrasadas basadas en el mito y otras modernas basadas en la ciencia y en los hechos. Que la diferencia entre «mito» y «logos» es puramente teórica, porque todas las sociedades poseen sistemas de mitos. Sin el mito no es posible vivir, ni interpretar la realidad, ni constituirse como sociedad. No podemos mirar sin el mito, dirá Lévi-Strauss, ni tampoco pensar sin él. Vivimos, vemos y pensamos a través de los mitos.

El redescubrimiento del interior

El hecho es que, cuando el siglo XVII creó su imagen dolorida y terrible del ser humano solo, angustiado, sin guía, sin luz interior, movido sólo por sus instintos y la información proveniente de sus sentidos y de su educación, hubo forzosamente de olvidarse de algo fundamental: el mundo interior.

A este mundo interior en el siglo XVI se lo llamaba «memoria». Existían términos como «alma», «imaginación», «intelecto», «inteligencia», etc. que cada autor explicaba o definía a su manera, muchas veces (como en el caso de Juan Luis Vives) dejando un espacio teórico para la inmortalidad del alma en lo que era, de hecho, una descripción puramente materialista de la inteligencia y la cognición humana. Ya desde el siglo XVI (Montaigne es otro ejemplo) asistimos a la aparición de ateos de hecho, que siguen profesando una fe religiosa meramente formal.

Pero el término «memoria» era mucho más claro.

Ya San Agustín había escrito con gran elocuencia de la memoria en sus Confesiones. Agustín ve la memoria como una especie de casa interior de grandes proporciones que de algún modo está «dentro» de mí, pero que contiene lugares, escaleras, salas, galerías, que yo no conozco y en las que no he estado nunca. Incluso Dios está dentro de mi memoria.

Esta es la visión de la memoria que heredará el Renacimiento, particularmente en la obra de Giordano Bruno. Para Bruno, la memoria no es la simple «reminiscencia», es decir, la suma de las cosas que yo recuerdo. Mi memoria es un espacio amplísimo que me permite alcanzar un punto de vista que es infinitamente más grande que todo lo que yo pueda concebir. De acuerdo con la visión de Bruno, en mi memoria, es decir, en mi mente, o en mi psique, o en mi mundo interior (elijamos el término que más nos guste) existe un lugar desde el cual yo puedo contemplar todas las cosas del universo.

Esta visión de la «memoria» es tan fascinante que todavía no hemos acabado de comprenderla, ni somos capaces, casi, ni de atrevernos a soñarla.

De aquí viene esa obra fascinante, El sueño de Polifilo, misteriosa novela aparecida en 1499 y que es, en realidad, un viaje por la inmensidad de la «memoria».

Bruno, y la tradición de Bruno, afirma que la memoria, por tanto, está vinculada de algún modo con toda la realidad, y que yendo hacia mi interior puedo llegar a zonas de mí mismo que no son mi «yo», que carecen de esa pura subjetividad que se supone al mundo interior, y que son plenamente objetivas e independientes de mí.

Tendrían que pasar muchos siglos hasta que Jung volviera a descubrir esos lugares interiores en sus célebres ejercicios de «introspección», tal como los que describe en sus memorias (Recuerdos, sueños, pensamientos), en los que llegaba a hablar con «personas» que estaban dentro de su psique y que le hablaban de cosas que él no conocía y que ni siquiera podía aceptar en un principio. Personas como Salomé, una mujer judía, y Filemón, un sabio griego, que intentaban convencerle, con gran elocuencia, de la realidad del alma.

Troxler, un oscuro sabio suizo cuya frase más famosa («Hay otros mundos, pero están en este») suele atribuírsele a Paul Éluard, ya había hecho este mismo descubrimiento: que la psique humana está construida de tal manera que, yendo hacia el interior, uno puede ponerse en contacto con la totalidad del universo.

Una posible síntesis

Supongamos, entonces, que ambas visiones son ciertas: la de Marin Mersenne, Descartes, Condillac y los ilustrados, y la de Ficino, Pico, Bruno y Jung.

Existe una postura intermedia: esa que Paul Ricoeur denunciaba bajo la denominación del «círculo hermenéutico». Consiste en afirmar que la sabiduría del mito no es falsa, sino que es simbólica. Sin duda es un paso adelante frente a los literalistas, un poco duros de mollera, que se limitan a clamar que los mitos «mienten». Pero atribuir cualidades «simbólicas» al mito es apenas dignificarlo un poco, y supone en realidad (ya que los que no saben de literatura confunden el «símbol» poético con la vulgar alegoría) reducir el mito a una serie de conceptos.

El «círculo hermenéutico» consiste, de hecho, en habilitar dos recintos: la llamada objetividad y la llamada subjetividad. La ciencia es «objetiva» y el arte es «subjetivo». Los hechos y las mediciones numéricas son «objetivos», mientras que los sueños, las visiones, las intuiciones, las opiniones, las emociones, etc. son «subjetivas».

La magia, por tanto, pertenecería también a este ámbito de lo subjetivo, junto con las opiniones, los gustos o las predilecciones por rubias o morenas, bolero o dodecafonía, chocolate o vainilla.

Paul Ricoeur afirma que es necesario salir de ese «círculo hermenéutico».

Iremos un paso más allá y afirmaremos, con Agustín, con Bruno, con Pico, con Ficino, con Keats, con Beethoven, con Jung, con todos los poetas y con todos los artistas, que el arte, la intuición, la imaginación, el lenguaje del mito y de la poesía, en suma, no son algo puramente «subjetivo».

Aquí es, precisamente, donde reside la posibilidad de la magia.

El ser humano tiene dos formas de conocer la realidad de forma objetiva: a través de los sentidos, volcándose hacia afuera, y a través de su interior, yendo hacia adentro.

Existe algo llamado «ego» o «mente» (en sánscrito, sería la mente inferior o manas, constituida por vrittis, modificaciones mentales, vasanas y samskaras, tendencias latentes) que es puramente subjetivo, es cierto. Pero, más allá de la mente inferior, la mente puramente psicológica hecha de ideas, opiniones y tendencias, el interior se abre –puede abrirse– a otra puerta por la que vuelve a brillar el sol, el mismo sol que vemos con los ojos físicos.

El mismo sol que brilla a través de la ventana brilla en mi interior.

El ser humano tiene dos naturalezas, dos formas de conocer. Ambas funcionan juntas y no podrían funcionar la una sin la otra.

La diferencia entre «hecho» y «opinión», entre «objetivo» y «subjetivo» es excesivamente tosca, y debe ser revisada.

Yo puedo resolver problemas técnicos, científicos o matemáticos yendo a mi interior. Muchas veces la solución de cuestiones teóricas o eminentemente prácticas me llega a través de «visiones», momentos de «inspiración», sueños, etc. Esto se debe a que mi psique está conectada con algo que es más grande que yo y más grande también que la suma de todo lo que he visto, oído y leído.

Mi psique está conectada, en efecto, a las otras psiques y también a grandes tanques de información, archivos dorados, bibliotecas llenas de imágenes y de conocimiento. Puedo aprender historia o jardinería entrando en mi interior tanto como saliendo al exterior y leyendo libros o experimentando.

Soy consciente de lo extraña que puede sonar una afirmación como esta.

El hecho es que mi psique está conectada. No es algo que esté «dentro» de mi cabeza y aislada de todo lo demás, como creía el modelo de ser humano creado por el siglo XVII. Descartes y los cartesianos se equivocaban. Mi «pensamiento» no está dentro de mi cabeza. Mi conciencia no está «dentro» de mi cerebro ni es tampoco mi cerebro. Mi conciencia está unida a otras conciencias, las conciencias de los demás seres humanos y también, seguramente, a conciencias más grandes, transpersonales, suprapersonales. Los seres humanos no estamos completamente solos y abandonados en un mundo hostil regido por leyes mecánicas. Estamos todos conectados unos a otros y conectados con el mundo.

Por eso la magia es posible. Por eso la magia existe y opera continuamente por todas partes.

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Ficha técnica

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