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Paul Greengrass: El ultimátum de Bourne

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La profusión de comentarios elogiosos que durante el verano han salido en los medios españoles me ha movido a entrar en la sala para ver esta película. En alguna reseña crítica he llegado a leer que por primera vez una película de acción americana de última generación no parecía un juego de videoconsola. ¿Sería verdad cosa tan maravillosa? Si Paul Greengrass, su director, lo había logrado, a lo mejor Hollywood podía estar entrando en una nueva era.

De Greengrass ya habíamos comentado en estas páginas una de sus películas más recientes, United 73. Es conveniente recordar, a riesgo de ser reiterativo, que inició su carrera en la televisión de su país, Inglaterra, haciendo para la ITV reportajes del tipo de nuestro Informe Semanal. Es, pues, un autor de los de cámara al hombro pasado a la gran industria, que se ha ido alejando sin prisa pero sin pausa de sus orígenes, desde aquella primera El asesinato de Stephen Lawrence, de 1999, sobre un joven de raza negra cuyo asesinato no fue debidamente investigado, o Bloody Sunday, con la que obtuvo el Oso de Oro en el Festival de Berlín, sobre los sucesos de Irlanda en 1972, cuando paracaidistas británicos dispararon contra una manifestación provocando la muerte de más de veinte personas; hasta la decididamente comercial El mito de Bourne, estrenada hace tres años en España, o esta última, de idéntica estirpe, El ultimátum de Bourne, que, según se dice, recaudó en Estados Unidos una cifra récord de dólares en la primera semana de su estreno. Y está claro que ese éxito de taquilla es el heraldo al que responden con disciplinado eco nuestros medios de comunicación, televisiones y periódicos de la mano. Precisamente en Estados Unidos hay una expresión para este tipo de cine: popcorn movies, algo así como películas palomitas, exhibidas normalmente en salas grandes, con pantallas muy grandes, con efectos especiales muy grandes y con bolsas de palomitas de maíz también muy grandes, que se consumen durante la proyección.

Esta es la estirpe a la que nos referimos. El ultimátum de Bourne es la tercera por ahora de una serie cuyas dos últimas han sido realizadas por Greengrass. La primera se titulaba en español El caso Bourne y la había dirigido Doug Liman, a quien seguramente en tiempos, ¡ay!, de aquellas revistas llamadas Nuestro Cine y de Film Ideal se le llamaría un artesano, tal vez, un honesto artesano. Porque Greengrass, como hemos visto, es más que un artesano. Tiene, por sus orígenes, pretensiones de fondo y de forma, de denuncia y de estilo.
El personaje de Bourne, una especie de James Bond, fue creado por el escritor norteamericano Robert Ludlum, de cuyos libros se han vendido nada menos que 290 millones de ejemplares en 32 idiomas. También hay en Estados Unidos un nombre para este tipo de novelas, pot boilers o novelas puchero, esos libros que se escriben sin apenas ambición artística, con la casi exclusiva intención de ganar dinero. En ese sentido, Ludlum resultó ser un auténtico genio. Fallecido en 2001, parece haber alcanzado una muy industriosa inmortalidad, pues títulos nuevos con su firma siguen apareciendo año tras año después de su muerte, como si hubiera dejado un baúl inagotable en manos de sus herederos o como si él mismo los estuviera escribiendo desde la otra vida.

Bourne se distingue de Bond porque actúa sin el apoyo de su organización; todo lo contrario, desde ella se le persigue con saña, con instrucciones de exterminarlo, lo que reduplica su atractivo como personaje: él solo frente a todos. En la primera de la serie –hablo naturalmente de la película–, la firmada por Liman, la intriga brota con la fuerza de un surtidor: un hombre agonizante con dos balas en la espalda es rescatado de las aguas del mar por unos pescadores. El hombre, una vez restablecido, no sabe quién es, ha perdido la memoria; para recuperarla sigue unas pocas pistas, una cuenta secreta en Suiza, un maletín con armas, pasaportes falsificados con su fotografía y dinero en abundancia, que lo llevaran, cómo no, a la CIA, de la que era uno de sus agentes, especialmente entrenado para matar. Luego, hacia la mitad de la película, la intriga se va diluyendo en pura acción, en persecuciones, en disparos, en ruidosos efectos especiales.
El ultimátum de Bourne tercera, y aparentemente última, parece empezar donde acabara aquella primera  –no he visto la segunda–, es decir, con trepidación de imágenes y sonido. Algunos espectadores, casi una docena en una gran sala ciertamente llena, se salieron hacia la mitad de la película, hartos supongo de tanto ruido y de tanto chirriar de frenos de automóvil y de motocicleta, de tanto golpetazo y de tanta muerte.

¿Y qué hay de Greengrass, nuestro director, y qué de la historia y qué de los seres humanos que se supone la protagonizan? De Greengrass, un rastro de verismo o documentalismo en la técnica, lo que se manifiesta en una cámara móvil que parece una cámara al hombro, una presentación pretendidamente neutra de los lugares en los que se desarrolla la acción, y muy poco más. Echamos de menos una sola sonrisa en esos supuestos seres humanos, siquiera irónica, acaso la prueba más clara del tipo de cine ante el que nos encontramos. Y no es impericia de los actores o del director, como ocurre a veces en ciertas películas producidas en estos pagos nuestros donde los malos, por ser malos, tienen seriedad de asnos. Aquí todos sirven a un único fin: encajar en el molde o en el género. ¿Adivinan en cuál? Ese donde no se ríe nadie, porque si te ríes, te descuidas, y si te descuidas, te matan.

En El ultimátum de Bourne se sabe muy bien lo que se hace y se hace lo que se quiere hacer. Hasta se procura exaltar lo que de carne y hueso hay en algunos personajes, pero muy poca humanidad cabe en un guión así. El intento ahí queda, sin embargo, como una leve huella. Entre tanta trepidación, hay de cuando en cuando una morosidad en los diálogos, por otra parte brevísimos, como cuando el hermano de la chica asesinada en la anterior de la serie, interpretado por el hispanoalemán Daniel Brühl, inolvidable protagonista de Goodbye Lenin, le pregunta a Bourne, en alusión al alevoso asesino: «¿Lo mataste?». Y Bourne no contesta inmediatamente, sino que, como si le costara hablar, se mantiene en silencio, en un primer plano de su rostro, que está invitando al espectador a un viaje al interior supuestamente atormentado del protagonista. Hay así, aquí y allá, esparcidas por el largometraje, varias pausas de unos segundos, en silencios muy del cine americano, que suelen enriquecer el trabajo de los actores.

Pero eso es todo, apenas unos gestos, casi una mueca técnica incapaz de rellenar lo que le falta de humanidad a este tipo de artefactos. ¿Quién es el tal Bourne? Un asesino que ha perdido la memoria, por decirlo de una manera muy simple. ¿Qué importa que se llame David o Jason? Su encarnadura no es de cómic, ojalá; sino de, vaya, pues sí, de play station, esto es, de videoconsola, sus motivaciones son exactamente las de esos juegos en los que se come para no ser comido o se mata para no ser matado. Este Bourne no tiene más individualidad ni más alma que la que le sirve de excusa o de motor para la lucha, pues, siendo un perseguido porque se ha negado a ser un perseguidor -ahí radica su punto de empatía con el espectador-, no es nadie, es simplemente el on que, al pulsarlo, pone en marcha el juego de la vi­deo­con­sola.
Por eso, al conocer finalmente su identidad, al conocerla él y al conocerla los espectadores, no ha pasado nada, no hemos avanzado nada. Su malévolo instructor, breve papel interpretado por el gran Albert Finney, con una lógica que el espectador sin duda comparte, le dice: «Tú te presentaste voluntario, aceptaste matar a otros para evitar que murieran americanos».

No niego que la película pueda tener algún trasfondo crítico contra el imperialismo estadounidense, pero el molde en que se vierte lo escamotea, como el salto del león cuando derriba a la cebra distrae de la contemplación del paisaje. En El ultimátum de Bourne salta mucho el león. Quiero decir que su composición es tan abigarrada, tan llena de persecuciones, peleas y disparos, que cuesta ver esa crítica, oculta por el género: me refiero al genero de acción o como quiera que se denomine esto, donde lo que prima es el escaparse, el huir, el que no te maten. Si hay alguna ironía –y creo que la hay–, algo turbia viene y en el envase equivocado. La gente, y más en éstas donde se consumen palomitas de maíz, no suele darle la vuelta a las películas para mirarles el forro.

El poso que nos deja, sin embargo, es más bien desagradable, no sólo porque la acumulación de homicidios que se ven en pantalla sea susceptible de hacernos pasar un buen rato, que de todo hay en la viña del Señor, sino porque, tomada la película en serio, el miedo se nos mete muy dentro del cuerpo, el miedo al amigo americano, puesto que si la central de la CIA en Estados Unidos tiene tecnológicamente a su alcance mirar la hora en el reloj de pulsera de cada uno de los espectadores que salíamos en Madrid de ver la película, por las mismas puede ordenar nuestra muerte casi inmediata. 

Pero lo que esto pudiera tener de crítica o de denuncia se diluye también en el tópico al ser un te­ma recurrente del cine de Hollywood, que suele presentar a las instituciones como dominadas coyun­turalmente por individuos corruptos o poco fiables, precisamente para exaltar el valor y el esfuerzo individual del ciudadano estadounidense para regenerarlas. El americano, según ese esquema, es siempre un héroe solitario. Nadie le ayuda contra sus enemigos, no importa dónde esté él ni quiénes sean ellos. Si está en su propio país y es acusado de un crimen que no ha cometido, no pide ayuda a la policía o pone su confianza en los jueces, sino que huye de unos y otros para atrapar por su cuenta al verdadero culpable. Es decir, que si las apariencias le condenan, el americano ha de buscarse la vida contra su propia policía o contra quien sea, porque las instituciones y la sociedad se le vuelven en contra. A veces se lle­ga a lo pintoresco, como cuando en la película Tráfico Michael Douglas, que interpreta algo así co­mo al fiscal general del Estado, prescinde de la policía para acudir, como un luchador de puño y pistola, al rescate de su propia hija secuestrada.

Tanta reiteración hace del ciudadano estadounidense que sale en las pantallas una especie de superhombre o de héroe fantástico capaz de luchar él solo contra todo y contra todos. Pero, como contrapartida más importante y significativa, visto sobre todo desde Europa, nos muestra a una sociedad inmersa en una corrupción preocupante por generalizada, sin confianza en sus instituciones, se hallen éstas representadas por sheriffs palurdos y crueles, jueces venales, policías brutales o fríos y perversos agentes del FBI o de la CIA. Es en ese preciso contexto donde cabe situar el aparato crítico que pudiera estar ofreciéndonos El ultimátum de Bourne

Desde Europa se ven estas cosas, cuando menos, con perplejidad. ¿Por qué tanta reiteración? ¿Obedece a una utilización grosera de la libertad de expresión? ¿O se trata de un reflejo real de la sociedad? Cuando uno lee en los periódicos que el historiador hispano-británico Fernández Armesto fue abatido, detenido y esposado por un policía de paisano que lo vio cruzar una calle sin utilizar el paso de peatones, uno cree que más bien se trata de lo último.

Y es, como digo, ahí, en ese patrón, donde se diluye la crítica. Al final es Bourne quien prevalece, no la institución pervertida. Es como si las instituciones degeneradas estuvieran para ensalzar a hombres como Bourne, un ejemplar más del héroe americano, aunque su triunfo, como el de tantos otros, lo sea después de muerto, por más que sobre esto no podamos estar seguros en El ultimátum de Bourne como se verá enseguida.

Greengrass no ha podido con el molde, más bien se ha ceñido a él, por impecable que sea la factura de la película. No le han bastado los movimientos de cámara, o algunos supuestos toques personales, como ese final sorprendente, que tanto recuerda al de El cre­púscu­lo de los dioses, resquicios por los que se cuela o se adivina la vergüenza del director. ¿Es Bourne como Dios, como un Dios Hijo que viene a redimirnos, por lo menos a redimir a los estadounidenses? Porque la CIA sería, sí, Dios Padre, o mejor Jehová, que todo lo ve, que todo lo oye, desde su central neoyorquina, con brazos y ojos exterminadores capaces de llegar a cualquier recóndito rincón del planeta.

La película empieza en Moscú, pasa por Milán, Londres, Madrid, París, Tán­ger, Nueva York… A cualquier lugar llega el ojo y el brazo de Yavé con sus ángeles exterminadores, a los que burla y derrota una y otra vez Bourne, salvo en el final, cuando entra en  casa del padre, en la sede central de la CIA: entonces es derrotado y muerto.

Pero no. El público se presta a levantarse para irse y allí queda en la pantalla, flotando en las aguas del East River el cadáver de Bourne. Así durante tres días, se nos dice, tres días, sin que poli­cías, buceadores, bomberos lo encuentren, tres días inmerso en las aguas del East River, para que lo veamos luego en el paraíso con su chica, haciendo honor a la frase evangélica: «y al tercer día resucitó».

Claro que no todos los guiños son del mismo polo. Porque los hay, como ya los había, y de modo muy explicito, en United 73, preocupantes. ¿Por qué, por ejemplo, los dos tiradores, es decir, los dos asesinos, el que actúa en Marruecos y el que actúa en Londres y en Nueva York, tienen un físico tirando a árabe, más propio de las gentes de Al Qaeda, si ambos pertenecen a la CIA? Supongo que porque los que matan, los que se enfrentan al protagonista de un buen juego de play station son siempre así, malos y oscuros de piel. Y no sé –lo confieso– si esto no es ya rizar el rizo. Pero dicho queda. 


El ultimátum de Bourne, de Paul Greengrass, está distribuida por Universal.

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Ficha técnica

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