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Para una anatomía del agitador cultural

RICARDO MUÑOZ SUAY. UNA VIDA EN SOMBRAS

Esteve Riambau

Tusquets-IVAC, Barcelona

616 pp.

25 €

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En una sola ocasión este libro menciona el filme que ha inspirado su subtítulo, Una vida en sombras: fue ésta una película conmovedora –pero mediocre– de Llorenç Llobet, un hombre que vivió por y para el cine. Poco tiene que ver, sin embargo, con esta biografía, que ha obtenido el prestigioso Premio Comillas y que trata de un personaje infinitamente más complejo. En varias ocasiones (y una de ellas por parte del propio interesado) se menciona, sin embargo, el libro de Stephen Koch Double Lives. Stalin, Willi Münzenberg and the Sedution of the Intellectuals, que sí tiene que ver –y mucho– con la intención de Esteve Riambau, quien ha sido mucho menos simplista que Koch a la hora de abordar el pergeño vital de Ricardo Muñoz Suay.

No merecían menos ni el personaje ni la experiencia humana que aquí se retrata, cuando ya empieza a parecernos tan remoto lo que sucedía antes de 1989 y cuando los lectores de menos de cuarenta años saben poco de la guerra fría como contexto obligado, del comunismo como esperanza de muchos y como realidad –aparentemente intangible– de millones de almas, y cuando lo ignoran todo de la mezcla de egoísmo y miseria intelectual bajo cuyas especies se nos presentaba entonces lo que se llamaba «mundo occidental». Nadie envidiaría hoy el destino de Ricardo Muñoz Suay. No pudo concluir estudios universitarios, no tuvo profesión definida, ni trabajos demasiado estables, aunque tuviera una cultura muy vasta y una intuición de primer orden; se movió entre personas y cosas muy importantes, pero siempre en la línea difusa de la influencia o en la segunda fila de la ayudantía o la gestión, para lo que le servían una abultada agenda de direcciones, una indudable brillantez personal y una tenaz voluntad política. No podía ser de otro modo. Si no le perseguía su pasado, le condicionaban la semiclandestinidad o los prejuicios, o la naturaleza de su trabajo para el Partido Comunista: persuadir, organizar, conspirar, son cosas que requieren mucho tiempo, disponibilidad, atractivo intelectual, solidez mental y una adecuada mezcla de discreción y soberbia. El gestor de conciencias, el capitán Araña de las ideologías, no nos resulta simpático, cuando lo vemos tan de cerca, pero no todos los modelos de esta acción (donde la amistad tiene siempre algo de cálculo), valen lo mismo: lo que hacía Muñoz Suay no tiene nada que ver con el conquistador de almas débiles que esbozó como modelo espiritual el Camino de monseñor Escrivá, o con el ca­talizador de paranoias y frustraciones que pudieron ser Franz Joseph Goebbels y sus continuadores. En las vidas de estos apóstoles, no obstante, hubo siempre un sincero instante de iluminación –la conversión– y, después, toda una vida de dedicación a provocarla en los prójimos. Pero la creencia en el comunismo no tuvo como consuelo la fulgurante convicción de pertenecer a una Patria perdida, ni la certidumbre de obtener al cabo una Vida Eterna. Su Vida Eterna fue el triunfo terrenal de la Revolución y su Patria no era una abstracción emocional y vaga, sino la tangible y a veces irritante clase obrera. Y aunque no falten los elementos irracionales (por eso hablamos de religiones políticas), el comunista ajusta sus pasos a una sistemática racionalización de la Historia que sucede en torno suyo y, de añadidura, se sabe una pieza más de un mecanismo que siempre podrá entender.

Muñoz Suay perteneció a una generación europea que pasó de una confortable burguesía –en su caso, la familia de un acreditado médico valenciano– a la militancia política, en plena Guerra Civil, a través de la Federación Universitaria Escolar (la FUE). Y después fue un hombre de partido, un apparatchik, dedicado a la acción cultural. El joven lector de estas páginas entrará aquí en un universo que le parecerá absurdo. ¿Cómo pudo existir una productora cinematográfica, UNINCI, controlada por el ilegal Partido Comunista? ¿Cómo personajes del régimen, o bien relacionados con él, pudieron compartir empresas y entusiasmos con sus enemigos políticos? Pero la explicación es más fácil de lo que parece: había mucha miopía y tosquedad en la acción represiva y también cierta ambigüedad en las propuestas culturales. Riambau ve con mucha sagacidad que la actuación de Muñoz Suay fue una cruzada a favor del realismo y que esta constante estética lo mismo podía incluir el humor castizo de ¡Bienvenido, míster Marshall!, la sátira regocijada de Luis Berlanga, el didactismo maniqueo de Juan Antonio Bardem y, al final, la violencia buñuelesca de Viridiana, cuya condena vaticana precipitó el fin de UNINCI. Por supuesto, nada fue simple, ni faltaron los celos, los dogmatismos, las ambiciones y, al cabo, los consecuentes fiascos.

Después de Viridiana, con Muñoz Suay fuera del partido, ya nada pudo ser igual. Tras el período heroico, vino la búsqueda infructuosa de otros he­roís­mos: primero el hedonismo de la gauche divine y del descubrimiento de Barcelona, capital propicia de cualquier esnobismo, con el fondo de los escritores hispanoamericanos; luego vinieron el episodio un poco chusco de la llamada Escuela de Barcelona, e incluso el efímero meteoro tercermundista de Glauber Rocha. La fértil agenda de Muñoz Suay seguía funcionando, lo mismo que su capacidad intelectual de convertir todo en una parte necesaria de la Historia. Pero la Historia ya no era lineal, sino confusa: cuando la fe se agosta, es inútil reanimarla. Y Muñoz Suay siempre concibió las cosas en formatos grandes: institucionalización, ideologías, certezas. Y ya en los ochenta, el nuevo período valenciano fue una mezcla agridulce de reencuentros afectivos, sensaciones de fracaso, reconocimientos públicos merecidos y batallas sin cuartel –ahora, desde el anticomunismo– que conocían luz y taquígrafos. Muñoz Suay encontraba, al final de su vida, lo que sólo había podido ejercer taimadamente, en la penumbra: la política cultural. Y lo hizo con todos los agravantes del género: léanse las páginas dedicadas al congreso valenciano que celebraba el cincuentenario del que tuvo lugar en 1937, o la dura pugna por la Filmoteca Valenciana, o la inevitable mención de la subsistencia de su director-fundador desde las poltronas que le brindó el PSOE a las que le mantuvo el Partido Popular.

Riambau ha manejado con soltura una documentación apabullante y es muy consciente de las líneas de fuerza de una biografía fascinante. No ha escrito una apología (pero no sería injusto que lo hubiera sido), aunque tampoco un informe fiscal; sabe ver con saludable distancia (y hasta con humor) ciertos episodios de los sesenta y la vanidad incurable de algunos de sus personajes, incluido el protagonista. Imagino que disponer de fuentes escritas y verbales tan explícitas condiciona evidentemente para llevar más lejos la crítica de fondo, que está solamente esbozada. Pero valía la pena el trueque, que ha logrado un viaje a estos bastidores de nuestra historia intelectual. Hogaño hablamos demasiado de memoria y poco de historia, que son cosas diferentes. Y este libro está más cerca de la segunda, lo que hace debido honor a un hombre que vivió su vida como una parte de la Historia colectiva. Quien lo lea, a lo largo de seiscientas tupidas páginas, entenderá algo mejor la frivolidad de los años sesenta y el canibalismo de los ochenta pero, sobre todo, reconstruirá los cincuenta y la constitución –a medias entre luz y la sombra– de todo un mundo cultural. Recientemente, Jordi Gracia ha publicado una espléndida selección del epistolario de Dionisio Ridruejo (El valor de la disidencia), que nos dice tanto acerca de otro empedernido seductor y de la paulatina rehabilitación de la conciencia liberal, entre cautelas, arrepentimientos y miserias humanas. A su vera, moviéndose entre actores, militantes clandestinos, inversores ambiciosos y chicos obsesionados por hacer cine, este libro recapitula otra parte del mismo mundo. Una y otra lograron que, a la altura de 1965, el franquismo fuera un cadáver cultural, aunque todavía no lo fuera político. Y de aquella contradicción venimos todos. Nos va la probidad intelectual en averiguarlo por nosotros mismos y seguir contándolo a los que vendrán. 

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Ficha técnica

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