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Historiografía e Ilustración en España

Testigos del mundo. Ciencia, literatura y viajes en la Ilustración

JUAN PIMENTEL

Marcial Pons, Madrid, 342 págs.

El Absolutismo y las Luces en el reinado de Carlos III

FRANCISCO SÁNCHEZ-BLANCO

Marcial Pons, Madrid, 454 págs.

La actitud ilustrada

EDUARDO bELLO, ANTONIO RIVERA

Generalitat Valenciana, Valencia, 224 págs.

La Ilustración y las ciencias. Para una historia de la objetividad

JOSEPH LLUÍS BARONA, JAVIER MOSCOSA, JUAN PIMENTEL

Universitat Valènciam Valencia, 256 págs.

Los ilustrados vascos. Ideas, instituciones y reformas económicas en España

JESÚS ASTIGARRAGA

Crítica, Barcelona, 272 págs.

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La novela moderna del mundo hispano que puede tomarse por paradigma del tratamiento literario de la Ilustración, El Siglo de las Luces de Alejo Carpentier, asume un par de principios repetidos por la historiografía hispana casi desde el momento histórico mismo en que esa novela se mueve. En primer lugar, que las Luces y la luz revolucionaria llegaron en barco, que cruzaron un océano para encontrar orillas hispanas. En segundo lugar, que la Ilustración, motor primero de la modernidad, fue originalmente extraña al mundo hispano en su conjunto, que la nave que la transportó hubo también de recalar en puertos españoles y no sólo de la porción americana de la monarquía Véase Neil Larsen, «El siglo de las luces . Modernism and Epic», en Anthony L. Geist y José B. Monleón, Modernism and Its Margins , Nueva York, Garland, 1999. Una interpretación radicalmente distinta de la modernidad hispana se halla en Walter Mignolo, The Darker Side of the Renaissance. Literacy, Territoriality, and Colonization , Ann Arbor, The University of Michigan Press, 1995. .

El adoptado por Carpentier como suelo histórico de su relato sigue constituyendo base para uno de los debates más recurrentes de la historiografía española en cuanto ésta cruza el umbral del setecientos. Podría decirse, de hecho, que la característica distintiva de la historiografía española sobre la Ilustración es su dedicación al estudio del ser en sí, de la existencia o no del objeto de investigación, en mucha mayor medida que al conocimiento del mismo, de sus textos, autores y hechos.

Esto puede deberse a que el progresismo y republicanismo españoles siempre anduvieron quejosos respecto de una Ilustración débil que condicionó una revolución insuficiente y condenó al país a una larga transición hacia la modernidad política y cultural. Realmente fue ahí, en el momento en que debió haber habido Ilustración y no la hubo, donde la progresía española detectó siempre el «pecado original» que ha llevado a España casi a incorporarse directamente a la posmodernidad sin pasar por la modernidad europea.

Para los intelectuales españoles de los años veinte y treinta del siglo pasado, la cuestión se planteaba de manera prácticamente automática: si hubo Ilustración española, ¿dónde está el nombre español que añadir a la lista de Beccaria, Diderot, Kant, Hume o Rousseau? ¿Es tal nombre Jovellanos, Cadalso o Martínez Marina cuando apenas sí se mencionan en cualquier tratamiento serio de la Ilustración europea? A juzgar por la producción historiográfica más reciente, la cuestión sigue plenamente vigente, pues raro es el manual interesante sobre el tema que menciona una Ilustración española Véase, por ejemplo, uno de los manuales recientes más influyentes sobre este siglo ilustrado, Jeremy Black, Eighteenth Century Europe , Nueva York, St. Martin Press, 1999. . Lo que, sin embargo, procede cuestionarse acerca de esas preguntas tradicionales es si tienen algún interés, si efectivamente nos llevan un paso más allá en el conocimiento de la historia intelectual y política española de finales del setecientos y comienzos del siglo XIX .

Una manera inteligente de salir de ese callejón es la seguida por los autores de La actitud ilustrada: tratar del pensamiento español del siglo XVIII en el contexto de la Ilustración euroamericana, y no como si fuera un bicho raro precisado de técnicas y laboratorio propio. El resultado es la propuesta de estudiar más la actitud que el movimiento ilustrado. De este modo, la Ilustración –y particularmente la española– se «descosifica», permitiendo ir algo más allá en su estudio. Esta estrategia de investigación abre camino hacia cuestiones que tratan los filósofos –que consideran y leen a historiadores–, mientras los historiadores –que rara vez leen a los filósofos– no hacen habitualmente más que enumerar: derecho, derechos, moral, filosofía de la historia, etc. Permite también esta propuesta integrar en la crítica de la Ilustración no sólo a los autores y las ideas originales, sino también a la actitud ilustrada más allá de la Ilustración histórica. Al historiador puede sorprenderle, no así al filósofo o al politólogo, que este volumen contenga y hasta se abra con capítulos dedicados a la fortuna de la actitud ilustrada en el siglo XX .

En contraste con esta actitud historiográfica, el libro firmado por Francisco Sánchez-Blanco maneja desde sus páginas de prólogo un concepto rigurosamente cosificado de la Ilustración española: no existe más Ilustración que la que llevó parejo un proceso de crítica integral de los valores y sistemas asociados a las monarquías europeas del Antiguo Régimen. Advierte así que en su planteamiento no cabe, por ejemplo, la combinación del sustantivo de marras y el adjetivo «cristiana», anunciando expresamente que queda fuera de su horizonte la posibilidad siquiera de considerar que entre católicos pudiera emerger una cultura del ciudadano. El capítulo de Reyes Mates en La actitud ilustrada, con su análisis de la experiencia de la inhumanidad, ya pone sobre aviso de la necesidad de reconsiderar tal afirmación.

Con este arranque, el libro de Sánchez-Blanco divide el setecientos español en dos fases encontradas. Por un lado, el tramo que comprende los reinados de Felipe V y Fernando VI, al que presenta como un prometedor punto de partida en el que estaba ya en germen todo lo que puede esperarse de la modernidad, y la Ilustración, incluido el espíritu deísta y el cuestionamiento de la monarquía como necesario sistema de gobierno. Le permite esta carga de tintas presentar el segundo tramo del siglo, el que comprende los reinados de Carlos III y su hijo, como un completo desastre para el cumplimiento del programa ilustrado. En realidad es este el objetivo historiográfico que tiene en su diana el estudio de Sánchez-Blanco: demostrar que, al contrario de lo que ha venido sosteniendo una historiografía en exceso entusiasmada con el reinado de Carlos III como paradigma de gobierno ilustrado en España, el de este rey napolitano reconvertido en Hispaniarum Rex fue todo un fiasco respecto de la adopción de la Ilustración y la modernidad como normas de conducta política de la monarquía.

Este planteamiento, prometedor por lo que de crítica historiográfica implica, esconde, a mi juicio, un error de partida, similar en realidad al que quiere demoler: exigir a Carlos III, el rey cazador, que sea un rey filósofo para catalogar su reinado en el haber del movimiento ilustrado. Le lleva tal exigencia a algunas sorpresas que no deberían, sin embargo, serlo tanto. Así, por ejemplo, que su reinado comenzara con una disputa tan poco «progre» como la regalista, que la idea de pública felicidad se asimilara a la voluntad ilimitada del monarca, o que se identificara el bien general con el interés dinástico. Todo ello, como demostró razonablemente Günter Barudio, era moneda corriente desde San Petersburgo hasta París Günter Barudio, La época del Absolutismo y de la Ilustración, 1648-1779 , Madrid, Siglo XXI, 1984. . Ni a la altura de 1759 ni a la de 1788, monarca alguno europeo se planteaba siquiera que su gobierno debiera basarse en principios de igualdad y libertad, ni que sus intereses conocieran freno efectivo alguno en los derechos de sus vasallos. Incluso fueros, privilegios y otras formas de derechos corporativos, tan esenciales a las monarquías tradicionales como el propio monarca, empezaban a fastidiarles notablemente.

La ojeriza de Sánchez-Blanco contra Carlos III le lleva a presentar su época como la de una Ilustración escasa y mal acomodada, con unos ilustrados que resultan los inadaptados del setecientos. Tiene buenos motivos para concluir este juicio, pues pocos estudios de este reinado pueden presentar un aval de información y conocimiento del medio como el suyo. No obstante, es en el análisis de los personajes centrales del momento donde más claramente asoman los prejuicios del autor, como demuestra su consideración del tándem Aranda Campomanes. Al conde aragonés lo despacha en un párrafo (pág. 72) como un aliado del absolutismo, mientras Campomanes no pasa de un chupatintas avispado, buen conocedor de los entresijos de la maquinaria monárquica, con toda una obra al servicio del autoritarismo (págs. 78 y ss.). Por el contrario, los jesuitas encuentran un bálsamo aliviador en estas páginas, que los presentan como los continuadores de la obra ilustrada que tenía en el marqués de la Ensenada su nudo esencial.

Tras el ensayo de Mario Onaindía sobre la época de Aranda, creo que resulta difícil seguir sosteniendo que la única manera de ser ilustrado era ser también revolucionario Mario Onaindía, La construcción de lanación española. Republicanismo y nacionalismo en la Ilustración , Madrid, Ediciones B, 2001. . El capítulo firmado por Antonio Rivera en La actitud ilustrada muestra que el contraste entre estamentos y revolución no era, de hecho, el debate esencial del momento, sino el que ofrecía el modo de gobernar la monarquía y la posibilidad de introducir mecanismos modernos que se ensayaron con diversa fortuna a un lado y otro del Atlántico. Hace ya algunos años, Pablo Fernández Albaladejo indicó que esas formas modernas, e «ilustradas», de concebir el gobierno de la monarquía no buscaban romper con su sistema operativo, sino introducir un nuevo programa que se creía ejecutable con el mismo Pablo Fernández Albaladejo, Fragmentos de Monarquía , Madrid, Alianza, 1992..

Llevado a sus últimas consecuencias, el planteamiento de Sánchez-Blanco no puede sino concluir con el vacío de Ilustración, como verifican sus comentarios sobre Jovellanos y Martínez Marina. Para haber adivinado la existencia de algo que mereciera la etiqueta debería haber comenzado por considerar la posibilidad de que existieran también versiones católicas o conservadoras al respecto. La colección de ensayos de John G. A. Pocock publicada por la misma editorial ofrece interesantes consideraciones al respecto, con un desafío historiográfico que no debería pasarse por alto: es posible que la Ilustración fuera sobre todo conservadora John G. A. Pocock, Historia e Ilustración. Doce estudios , Madrid, Marcial Pons, 2002. Para el caso que nos ocupa, el documentado estudio de Eva Velasco, La Real Academia de la Historia en el sigloXVIII.Una institución de sociabilidad , Madrid, CEPC, 2000, ofrece una inmejorable pista para seguir el rastro conservador de la Ilustración española..

Al respecto resulta de gran utilidad el refresco historiográfico que Pedro Ruiz Torres ofrece desde las páginas de La Ilustración y las ciencias . Enseña que también en el paradigma de los paradigmas, en Francia y en la confección de la Encyclopédie , el contexto de partida fue una sociología de Antiguo Régimen con algunos «liberados» como embajadores de las nuevas ideas. Tanto las aportaciones que contiene este volumen colectivo como el capítulo de Javier Moscoso en La actitud ilustrada argumentan que aquellas ideas nuevas, nutriente primero de nuestra concepción de la ciencia y la objetividad, no pueden entenderse y exponerse correctamente más que elaborando una historia social del contexto en que se alumbraron. En el prólogo de los editores del primero de estos volúmenes se sostiene que la objetividad es sólo el reflejo de una relación intersubjetiva, es decir, un fenómeno social. Más aún, sostiene Moscoso, es el objeto mismo lo que desaparece en casos como el que él estudia: el debate que sobre la circulación fetal se produce a comienzos del XVIII . Son los sujetos sociales, los «testigos», los que conforman la objetividad. Su capítulo en la otra de las obras colectivas que comento, donde estudia algo tan cercano a la concepción de la relación entre cuerpo y alma como el dolor, confirma el carácter social de la objetividad. El trabajo precedente de Álvar Martínez Vidal y José Pardo Tomás propone justamente una historia social de las controversias médicas en la España del setecientos como ejercicio práctico de esta reflexión sobre la objetividad.

Es este uno de los armazones sobre los que Juan Pimentel ha levantado uno de los libros más atractivos sobre la Ilustración publicados en los tiempos recientes. A diferencia de otros estudios, el de Pimentel toma en serio un par de hechos que suele con facilidad pasar por alto la historiografía interesada en el siglo XVIII . En primer lugar, que «los imperios no son episodios de las historias nacionales» (pág. 14), esto es, que no tiene tampoco mucho sentido buscar fallas pretéritas para lagunas intelectuales nacionales. En segundo lugar, que el eurocentrismo desde el que indefectiblemente se aborda la Ilustración pierde sentido cuando se constata que ésta debe prácticamente su existencia a fenómenos como el contacto y la diferencia, es decir, que genéticamente es tan europea como no europea. La objetividad ilustrada, la nuestra básicamente, se formó, pues, en una socialización del testimonio de la diferencia.

El capítulo de Agustí Nieto-Galán en La Ilustración y las ciencias resume perfectamente el tránsito entre imperio y nación desde el estudio de la nacionalización de los colores revolucionarios en Francia. Si la exploración y ocupación del mundo habían traído nuevas tonalidades a Europa, la construcción de la nación y sus símbolos terminó por relegar al mundo extraeuropeo a la categoría colonial de la que ninguna nación que se preciara de tal podía depender. ¿En qué medida la Ilustración, tan universalista y cosmopolita, preparó el terreno para esta ocupación, física y cultural, de un mundo al fin y al cabo tan unidimensional? El libro de Pimentel contiene al respecto un buen puñado de sugerencias interesantes sobre las que replantearnos nuestra propia imagen de la Ilustración.

Su cuarto capítulo relata cómo la ciencia ilustrada, fabricante también de mapas, inventó un modo eurocéntrico de entender la geografía. Hasta que los viajeros y geógrafos ilustrados vinieron a dictaminar en contrario, el público europeo concibió perfectamente posible la existencia de un paso del noroeste americano que comunicara Atlántico y Pacífico, tanto que hasta tenía nombre: el estrecho de Anián. Es más, las expediciones más renombradas de la segunda mitad del siglo XVIII , como la de Alessandro Malaspina, lo buscaron aún afanosamente. En realidad se siguió buscando hasta que Amundsen lo recorriera por fin en 1905, mostrando su inutilidad para la navegación comercial. El paso del noroeste no es sólo, como se afirma en este estudio, una alegoría del tránsito europeo del humanismo a la Ilustración, sino también testimonio de un afán por dominar la geografía planetaria y las gentes que la habitan.

El contraste que ofrece en su capítulo segundo entre los viajes a la Tierra Austral de Pedro Fernández de Quirós (1606) y James Cook (1770) –dos actitudes totalmente encontradas ante el viaje, la naturaleza y el destino– enseña que ambos fueron descubrimientos culturales, demostraciones de la arbitrariedad de los fabricantes de mapas. En ese tránsito entre un modo y otro de ocupar el mundo e imponer una determinada interpretación del mismo, la Ilustración desempeñó un papel central. La transformación del viajero –tradicionalmente, desde Ulises, un impostor y embustero– en testigo fidedigno, aséptico y universal de los fenómenos observados implicó también una confianza en un código científico universal, tan cosmopolita como Immanuel Kant. Eduardo Bello, en el libro que coedita, estudia la actitud ilustrada ante el desafío de encontrar un nuevo fundamento moral, explicando que requirió una nueva concepción del hombre basada en su universalidad, así como en la de los valores con los que se debía asociar al margen de ideas religiosas (libertad, igualdad, tolerancia). Para la actitud ilustrada, la autonomía del individuo se colocaba en el centro de cualquier reflexión moral. ¿Del individuo, así sin más? Los viajes de Pimentel demuestran que no.

En la primera novela ilustrada, el Robinson Crusoe de Daniel Defoe (1719) –que no podía dejar de considerar este último libro que comento– no parece desde luego que tal fuera un criterio moral. Podría serlo sólo si aceptamos una antropología política para la que individuo con valor político y civil es sólo equiparable a un determinado tipo de persona Tomo la advertencia de Bartolomé Clavero, «Constituyencia de derechos entre América y Europa: Bill of Rights, We the People, Freedom's Law, American Constitution, Constitution of Europe», Quaderni Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno , 29, 2001. . Robinson toma posesión de la isla y de «su salvaje», de cosas y seres humanos que no son, así, individuos en el sentido ilustrado de seres autónomos con capacidad para atreverse a saber. La actitud ilustrada de Robinson no consiste, sin embargo, en tomar posesión de «su salvaje», sino en transformarlo en Viernes, esto es, anular su identidad y dotarle de una impuesta. Al decidir el nombre de otro ser, Robinson también estableció el suyo propio: «Le enseñé también a decir Amo, y le hice saber que ese sería mi nombre». En otros términos, Robinson civiliza a Viernes a través de una transustanciación cultural, porque no concibe otro modo de ser individuo más que desde sus propios valores culturales, exactamente igual que la Ilustración europea por regla general. En cierto modo, es lo mismo que Alexander von Humboldt hizo con el Chimborazo, la montaña más alta de la Tierra mientras Europa no se percató de la existencia del Everest. Si algo demostró la ascensión del erudito berlinés en 1802, como concluye Pimentel en el capítulo en que considera esta gesta, fue que la actividad científica de la Ilustración era ante todo una actividad política. El contraste puede verse en este mismo volumen al analizar la gestación del Real Gabinete de Historia Natural y explicar los fundamentos del repentino interés político-científico de la monarquía por hacerse con una buena colección de maravillas transoceánicas cuando tradicionalmente cualquier coleccionista europeo había poseído mejores fondos que los propios reyes de España. Coleccionar era un modo también de poseer.

El ideal universalista de la Ilustración no puede decirse, por tanto, que fuera culturalmente asexuado. Su misma concepción de una historia universal en sentido cosmopolita –como explica Antonio Campillo en La actitud ilustrada– no era sino la demostración más contundente de la hegemonía cultural europea. Más aún, la Ilustración no utilizó tampoco un rasero uniforme para decidir sobre la aceptabilidad de formas culturales que podían adecuarse a los propios valores y así integrarse en su profeso cosmopolitismo. La prueba la puede ofrecer el volumen que firma Jesús Astigarraga sobre los ilustrados vascos en la Ilustración española. Con buen tino comienza por tomar posiciones contra quienes, como quien esto escribe, despacharon a la Ilustración vasca generada en torno a la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País como algo descafeinado por no encajar en un patrón cosificado de la Ilustración.

Aunque no entra a fondo en ella, apunta Astigarraga la relevancia que las instituciones de autogobierno –parlamentos, gobiernos comunales, diputaciones– y los escenarios locales tuvieron para el fomento de las Luces. El caso que él estudia avala, desde luego, esta idea desde el momento en que unos «aldeanos críticos» defendieron la nueva física frente a los filósofos rancios. Esos aldeanos resultaron ser en realidad todos unos caballeros, nobles y patricios provinciales, que entre 1758 y 1765 pasaron de interesarse en un debate sobre la ciencia nueva al estudio de la economía y, finalmente, de la política y la educación. Todo ello, sostiene el autor, desde una conciencia de una doble imbricación en la monarquía y los gobiernos provinciales. A juzgar por las prevenciones que mostró el ministro Grimaldi al aprobar los estatutos de su sociedad, incluso con visos de relación confederal entre aquellas tres provincias.

Este libro muestra que Ilustración e identidad territorial no estaban necesariamente reñidas. Si, como expuso en su día Javier Fernández Sebastián, parte de la Ilustración vasca creyó que lo mejor que se podía hacer con las instituciones provinciales era liquidarlas, sostiene este ensayo que el núcleo dirigente de la Bascongada buscó afanosamente un modo de acoplarlas a la «modernidad», esto es, a las exigencias de una concepción más ministerialista y colonialista de la monarquía Javier Fernández Sebastián, La génesisdel fuerismo. Prensa e ideas políticas en la crisis del Antiguo Régimen (País Vasco, 1750-1840) , Madrid, 1991.. Articular los gobiernos provinciales vascos dentro de la monarquía y en el Atlántico hispano fue, según esta interpretación, el afán nunca cumplido de la Ilustración vasca.

Con ser lo más interesante que se ha escrito sobre la tan visitada por la historiografía Sociedad Bascongada, creo que el de Astigarraga es un planteamiento que no deja resquicio a la crítica de su propio objeto de estudio. Diríase que la Bascongada funcionó como una especie de ministerio económico vasco en la sombra, que elaboró planes sensatos de acoplamiento a los nuevos tiempos y que entre un fuerismo intransigente y un ministerialismo impenitente no le dieron respiro. Sería algo así como una «tercera vía» que se frustró en embrión. Lo que no se llega a cuestionar es justamente si esa vía realmente tuvo entidad como para haber permitido una integración de espacios autónomos en la modernidad atlántica.

No considerándolo objeto prioritario de su estudio, sólo apunta un dato que, no obstante, es todo un síntoma al respecto: entre los proyectos fallidos de la ilustre sociedad figuró la elaboración de una Historia Nacional Bascongada . Si no se podía llegar a presentar una credencial historiográfica propia, malamente se iba a articular un discurso del significado de un espacio vascongado en el Atlántico hispano. Tanto fue así que el debate esencial sobre la reforma necesaria del orden institucional provincial para incorporarse al comercio atlántico, lo estuvo evitando la Bascongada hasta que a finales de los años setenta los decretos de libre comercio hicieron obligado tomar posiciones. Con el empujón ministerial, los Amigos adoptaron la propuesta de los consulados de integrar el libre comercio con América en el sistema establecido en 1722 tras el fallido traslado de aduanas. Dicho de otro modo, la propuesta consular adoptada por el buque insignia de la Ilustración vasca consistió en aceptar los beneficios del comercio sólo si no implicaban una alteración de la privilegiada posición ganada algunas décadas antes. Poco atrevimiento había en ello, y, sin embargo, ningún retoque fue consentido por los gobiernos provinciales donde, a su vez, figuraban no pocos miembros de la misma sociedad.

Aunque apoyaturas al otro lado del Atlántico no faltaron a la Bascongada –como prueba el hecho de que la cofradía vascongada de Aránzazu en Nueva España fuera el único caso de socio colectivo que tuvo en ambos hemisferios–, la Ilustración vasca, aun apostando por la vía de la sociabilidad comercial antes que por la republicana, no supo componer un discurso capaz de liderar el tránsito de las repúblicas forales al autogobierno en una monarquía atlántica y comercial –entre otras cosas, porque falló también este último extremo, el de la configuración de una monarquía concebida como imperio colonial, tal como aconsejaban William Robertson y otros ilustrados conservadores. El impagable estudio de Astigarraga sobre la Bascongada muestra que la Ilustración europea sí supo, cuando quiso, hacer confluir modernidad y autonomía de espacios territoriales. Pero también debería, creo, haber incluido una crítica más penetrante de las carencias del discurso de la Ilustración provincial para reformular el sentido y conveniencia de la autonomía en un mundo comercial complejo. A veces, quien se podía atrever a saber no se atrevió a criticar.

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