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Para comprender el populismo (y III)

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Después de perfilar conceptualmente el populismo, poniendo el énfasis en sus aspectos nucleares para prevenir el vicio de llamar populista a todo aquel que nos disgusta, me ocupaba en la entrada anterior de elucidar las ambiguas relaciones que este peculiar fenómeno político mantiene con la democracia y de subrayar su importante dimensión afectiva. Termino esta serie –aunque no descartemos una coda dedicada a la relación de los intelectuales con el populismo– abordando la pregunta más relevante del momento: la pregunta por los factores que explican el auge contemporáneo del populismo. Antes, unas breves palabras para completar la reflexión sobre la distinción entre populismo y demagogia; después, un esbozo de conclusión.

5. Populismo y demagogia

A menudo, la crítica del populismo es respondida con la afirmación de que todos los partidos son, en fin de cuentas, populistas. Pero se trata de una observación superficial que identifica el populismo, de manera limitada, con una simplificación de problemas complejos servida por la exageración retórica. Desde luego, el estilo hiperbólico y simplificador no es patrimonio del populismo: en unas democracias estructuradas con arreglo al eje gobierno/oposición, cuya disputa se resuelve periódicamente a través de elecciones competitivas, la simplificación y la hinchazón artificiosa de las diferencias ideológicas son la forma habitual en que se manifiesta al público la política partidista. Raymond Aron ya sugería que la demagogia es inevitable en los regímenes democráticos, haciéndose, por tanto, necesario lograr que no traspase «los límites tolerables»Raymond Aron, Introducción a la filosofía política. Democracia y revolución, trad. de Luis González, Barcelona, Página Indómita, 2015, p. 86.. Esos que, por ejemplo, Donald Trump parece haber superado hace ya tiempo.

Para Ernesto Laclau, que las cosas sean así y no de otra manera da la razón al populismo; es decir, a él. Y es que se demostraría así que la lógica simplificadora sería la condición misma de la acción política, su irremediable condición:

Sólo en un mundo imposible, en el cual la administración hubiera reemplazado totalmente a la política […] hallaríamos que la «imprecisión» y la «simplificación» habrían sido realmente erradicadas de la vida pública. En ese caso, sin embargo, el rasgo distintivo del populismo sería sólo el énfasis especial en una lógica política, la cual, como tal, es un ingrediente necesario de la política tout courtErnesto Laclau, La razón populista, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 33..

En otras palabras, mientras haya discrepancia de valores y, por tanto, distintas decisiones posibles, mientras haya política, habrá populismo. Algo parecido ha dicho José Luis Villacañas, enfatizando que los partidos populistas son el efecto y no la causa de la degradación del debate público en el marco liberalJosé Luis Villacañas, Populismo, Madrid, La Huerta Grande, 2015.. Desde esta óptica, el populismo sólo haría explícito lo que se encuentra implícito en las demás ideologías políticas. De manera que, finalmente, todos los partidos serían populistas.

Pero hay razones para discrepar. Es a la vez empíricamente razonable y teóricamente útil separar cuidadosamente la demagogia del populismo. Por una parte, el estilo político populista se diferencia del estándar en algunos de sus rasgos, señaladamente el empleo constante de la protesta, la provocación, la polarización y las apelaciones afectivasEverhard Holtmann, Adrienne Krappidel, Sebastian Rehse, Die Droge Populismus. Zur Kritik des politischen Vorurteils, Wiesbaden, VS Verlag, 2006, p. 15.. Los partidos mainstream exhiben tales rasgos de estilo, sobre todo, cuando un actor populista ha penetrado en el sistema. Por otra, y sobre todo, porque el populismo qua populismo posee un rasgo distintivo que ya hemos descrito suficientemente: el antagonismo pueblo/elite. Mientras un partido o movimiento no haga suyo ese argumento de manera explícita, no podrá ser cabalmente acusado de populismo; aunque pueda ser tachado sin mayor problema de demagógico. En gran medida, el trabajo intelectual consiste en reemplazar las categorías excluyentes por las gradaciones. Se hace así pertinente distinguir entre las demagogia de baja y alta intensidad, siendo esta última aquella que traspasa los «límites tolerables» a los que alude Aron. Será populista aquel partido o movimiento que construya una noción parcial y excluyente de pueblo por medios primordialmente afectivos, otorgando primacía a la multitud sobre la ciudadanía y erigiéndose en privilegiados intérpretes de la unánime «voz» de ese pueblo imaginario.

6. La intensificación contemporánea del populismo

Ahora bien, nada de lo anterior obsta para reconocer que la política democrática ha evolucionado –junto con su sociedad–, de tal manera que algunos rasgos del populismo han terminado por extenderse. Esas transformaciones habrían creado así las condiciones para la difusión del estilo político populista, o del populismo entendido como estilo político. Destacaremos los más relevantes, la mayoría interrelacionadas entre sí.

1) Crisis y sensación de crisis. Seguramente, no habría auge del populismo sin crisis económica: la relación causal es elemental. Pero a ello hay que añadir los efectos culturales de la globalización, incluso sobre aquellos que se benefician de la misma de manera no siempre conspicua. Por eso hay que hablar de crisis y de sensación de crisis. Por otra parte, los partidos populistas centro- y noreuropeos preexisten al estallido de la crisis. Y no todos los ciudadanos se arrojan en manos del populismo: lo harán en mayor medida aquellos que se sientan frustrados, no representados o privados de su voz o identidad. En ese sentido, aunque la promesa de la modernidad se ha demostrado más cierta que frustrada, a pesar de brutales pero ocasionales caídas en la barbarie colectiva, la velocidad de los cambios sociales produce inevitablemente víctimas, en el nivel micro, de los progresos macro: la «compulsión impersonal» a la que aludía Friedrich Hayek –análoga a la «destrucción creativa» de Joseph Schumpeter– no beneficia a todos los grupos sociales por igualFriedrich Hayek, The Constitution of Liberty, Londres, Routledge, 2006, p. 140; Joseph Schumpeter, Capitalismo, socialismo, democracia, vol. 1, trad. de Roberto Ramos, Barcelona, Página Indómita, 2015.. Son aquellos que ven dañadas sus expectativas, más que su estatus presente, quienes con más fuerza parecen llamados a experimentar insatisfacción o alienación. A ello contribuyen el estancamiento de los salarios de la clase media y el aumento de la desigualdad (más dentro de las sociedades nacionales que entre naciones); aunque a ello podría oponerse que no hemos aprendido a medir el aumento en la calidad media de los bienes de consumo ni el valor de ciertos servicios digitales gratuitos (como la potencia de búsqueda de Google o la capacidad relacional de las redes sociales).

2) El aumento de la complejidad social. Margaret Canovan ha apuntado con agudeza hacia una de las paradojas características de la democracia moderna: que no es fácilmente comprensible para las personas a las que trata de incluir. Dicho de otra manera: nuestras instituciones son, como la sociedad de que forman parte, demasiado complejas para ser comprendidas sencillamente. Y ello, en parte, por el éxito mismo de su dinámica integradora: la arena política termina por comprender tal cantidad de intereses y opiniones que el votante difícilmente podrá hacerse una idea del locus del poder o trazar las relaciones causales en juego. A fin de poder guiarse en esa complejidad, el ciudadano recurrirá a la ideología: una simplificación de la realidad. Incluida la ideología de la democracia, que subraya la soberanía popular y el poder de la gente. Escribe Canovan:

La paradoja es que mientras la democracia, con su mensaje de inclusividad, necesita ser comprensible para las masas, la ideología que trata de salvar la brecha entre la gente y la política distorsiona (no puede sino distorsionar) el modo en que la política democrática, inevitablemente, funcionaMargaret Canovan, «Talking Politics to the People. Populism as the Ideology for Democracy», en Margaret Canovan, The People, Cambridge, Polity Press, 2005, pp. 25-44..

Es decir, a través de las negociaciones, los compromisos y el pragmatismo en su relación con una sociedad compleja que no ofrece soluciones fáciles ni permite predecir los efectos no deseados de las políticas públicas o el proceso de modernización mismo. En ese contexto, la oferta de sentido populista, en sí misma simplificadora, no puede sino ganar tracción.

3) La tecnocratización del gobierno. Tal como ha enfatizado Yannis Papadopoulos, la contradicción entre populismo y democracia representativa debe ser complementada con la propia tecnocratización del gobierno democrático, significativamente reconvertido en gobernanza para hacer referencia al desacoplamiento entre los circuitos democráticos oficiales y los procesos de decisiónYannis Papadopoulos, «Populism, the Democratic Question, and Contemporary Governance», en Yves Mény y Yves Surel (eds.), Democracies and the Populist Challenge, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2002, pp. 45-56.. Debido al aumento de la complejidad social y la necesidad de hacer frente a las contingencias, las democracias desarrolladas se han movido hacia una mayor colaboración directa entre las agencias estatales y grupos sociales particulares, que forman redes cuya finalidad es la coproducción y coaplicación de políticas públicas. Estas redes tienden a ganar autonomía respecto de los circuitos de control democrático; esto es, a distanciarse del ciudadano. Durante los tiempos de bonanza, se trata de un problema menor; en cuanto estalla una crisis, el populismo encuentra en ese desacoplamiento inevitable un filón argumentativo. Y puede, con ello, encarnar una política de la redención que se opone a la razón administrativa representada por las elites, impotentes para hacer valer la superioridad de sus argumentos allí donde ésta no es materialmente visible.

4) El momento posfactual. Se habla últimamente de la democracia posfactual, o erosión del valor persuasivo de los hechos en el debate público. La posfactualidad sería a la vez efecto y causa del populismo. Por una parte, el estilo populista mina la confianza en el debate intelectual, convertido en «charlatanería» que sirve para eludir las decisiones directas que dañarían los intereses del establishment. Por otra, el desprestigio de los hechos y la emergencia de la «truthiness» –o mera apariencia de verdad– facilita la emergencia o crecimiento de los populismos. Naturalmente, allí donde los hechos son secundarios, saltan a primer plano otros rasgos del discurso político: la exageración, el carisma, la identificación afectiva o ideológica, la insurreccionalidad. Las nuevas tecnologías de la información no son ajenas a este desarrollo. Añádase al margen, no obstante, que convendría preguntarse cuándo han sido las democracias factuales y no posfactuales.

5) Los efectos de las tecnologías de la comunicación. En la sociedad de la información, hay que preguntarse por las condiciones en que se desarrolla la conversación pública y se forman las opiniones privadas. A este respecto, hay que empezar por señalar que ya incluso la mera existencia de una prensa libre que adopta tintes populistas en su búsqueda sensacionalista de la audiencia facilita la posibilidad del populismoBernard Crick, «Populism, Politics and Democracy», Democratization, vol. 12, núm. 5 (2005), pp. 625-632.. ¡Y no digamos cuando, como ha sucedido en España con Podemos, el partido populista es la noticia misma! Simultáneamente, la digitalización ha reforzado esa tendencia al hacer que la atención sea mucho más cara que antes, con el añadido de que los medios tradicionales deben competir con un cacofónico poliálogo más expresivo y afectivo que deliberativo. Hay razones para pensar que las redes sociales son tecnologías intrínsecamente afectivas, rasgo que, en fin de cuentas, es coherente con su aparente inmediatez. Esta inmediatez intensifica las tendencias plebiscitarias a que ya hemos aludido aquí en alguna ocasión, por lo demás coadyuvadas por la fuerza que sigue poseyendo una televisión con la que las redes sociales mantienen relaciones parasitarias.

6) La crisis de la mediación. Las instituciones mediadoras han visto minada su legitimidad en la era de la «sabiduría de las multitudes» y el condigno desprestigio del experto. Moisés Naím acaba de referirse al aumento de la desconfianza en las elites en todo el mundo desarrollado; si esa desconfianza está justificada, o se trata más bien de un efecto de las frustraciones acumuladas por decepción de unas expectativas desorbitadas, poco importa: el resultado neto sigue siendo una preferencia por las redes horizontales de opinión, cuya agregación hacen posible las nuevas tecnologías, sobre las redes verticales de conocimiento experto. En una frase destinada a figurar en los libros de historia, el ministro de Educación británico Michael Gove resumió este sentimiento –porque sentimiento es– en plena campaña por el Brexit: «El Reino Unido está harto de los expertos». Es evidente que esta crisis de la mediación potencia el discurso populista en casi todas sus facetas, desde el antiintelectualismo y el antielitismo a una antagonización que permite ampliar el número de los incluidos dentro de la «otredad» antipopular: oligarcas, políticos, periodistas, expertos. Mediación es complejidad; inmediatez es su antónimo: el populismo medra con la segunda a despecho de la primera.

7) El prestigio cultural del rebelde. Podemos añadir a todo lo anterior una evolución del estilo político estándar que remite al prestigio cultural adquirido por la figura del rebelde en la época tardomoderna. Ahora que los líderes políticos ascienden a un estrellato mediático donde a menudo resultan indistinguibles de las celebrities, y sus seguidores mantienen con ellos una relación que recuerda a la de las estrellas del pop, no puede extrañarnos que el lenguaje político se vea contaminado por la retórica antisistema que predomina en la esfera cultural. De ahí que el respeto a las formas –la vieja etiqueta de la sociedad burguesa– no sirva ya de dique de contención frente al populismo. Si bien se mira, de hecho, lo sorprendente es que la figura del político insurrecto, enfrentado al así llamado establishment, no se encuentre todavía más generalizada. Aunque el enfrentamiento interno a los partidos ya propicie la identificación del líder emergente con el outsider que desafía al establishment orgánico. Emmanuel Macron, ministro francés de Economía educado en las más distinguidas instituciones, acaba de declararse aspirante anti-establishment a la candidatura del Partido Socialista francés en las elecciones presidenciales del año próximo.

8) La transformación de los partidos. Los propios partidos políticos han experimentado cambios que contribuyen a explicar el auge del populismo. Por una parte, el liderazgo ha cobrado, si cabe, mayor importancia: el líder capaz de ganar elecciones se convierte en un bien demasiado preciado para discutirlo, reforzándose así las inclinaciones plebiscitarias de nuestras democracias. Por otra, los cambios experimentados por los partidos de masas en las últimas décadas han contribuido al renacer populista: la mayor fragmentación y consiguiente volatilidad del electorado, que da lugar a un electorado de masas cuyas relaciones con las instituciones de gobierno ya no se encuentran mediadas de la misma manera que solían, crean una estructura de oportunidad favorable al líder populista. Sobre todo, hay que considerar que la transformación de los partidos afecta precisamente a las instituciones que mediaban entre las dimensiones constitucional y popular de la democracia. Democracia y gobierno, por tanto, no sólo se perciben separados, sino que lo están, de hecho, en mayor medida que antes.

7. Futuro del populismo: la paradoja de la eficacia

Podríamos sostener, no sin razón, que la actual insatisfacción con las instituciones democráticas y los representantes políticos puede explicarse sin mayores dificultades. Por una parte, identificando a la crisis de resultados de las democracias liberal-capitalistas como causa mayor de su emergencia contemporánea, en combinación con otros efectos derivados de la modernización (aceleración tecnológica y patrones migratorios, sobre todo). Por otra, apuntando hacia la irracionalidad de unos ciudadanos que albergan expectativas inapropiadas sobre las capacidades de la política para resolver los problemas humanos y sociales. Pero también porque tienen dificultades para comprender la complejidad de las sociedades contemporáneas, reconocer sus avances y comprender que la presunta solución –el populismo– termina por ser justamente lo contrario: un agravamiento del problema.

No obstante la plausibilidad de este enfoque, conviene igualmente asumir aquello que el populismo tiene de síntoma: con independencia de la razonabilidad de las percepciones ciudadanas. En su mesurado libro sobre la desigualdad, el economista Branko Milanovi? subraya cómo el progreso económico desigual puede poner en peligro, por la vía de las reacciones populistas, sus propios logrosBranko Milanovi?, Global Inequality. A New Approach for the Age of Globalization, Cambridge y Londres, The Belknap Press, 2016.. De ahí que resulte necesario poner freno a la difusión del virus populista; la dificultad, huelga decirlo, es cómo hacerlo. Si Marine Le Pen tiene razón y el nuevo eje de conflicto es menos la línea divisoria izquierda/derecha que la que separa a globalistas de nacionalistas, nos encontramos ante perspectivas irreconciliables. Y la situación sólo parece admitir una salida: aumentar la cohesión social mediante políticas estatales orientadas a beneficiar a los nacionalistas, que a su vez sólo pueden financiarse mediante un crecimiento económico que beneficie a los cosmopolitas.

En el catálogo de remedios, bien podríamos incluir asimismo el discurso político, los gestos simbólicos, un mejor liderazgo, el desarrollo de emociones políticas liberales. Pero nada de esto servirá sin una renovación de la promesa moderna por la vía de los hechos: crecimiento económico, eficacia estatal, protección social. Sólo así será posible construir un relato alternativo al populista que ponga de manifiesto sus peligros. Sin por ello olvidarnos de que se trata de un fantasma condenado a regresar con fuerza cada vez que el descontento se generalice en unas sociedades tardomodernas que, como hemos visto, presentan inmejorables condiciones para ello.

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