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Una mirada desapasionada a la desigualdad económica (I). Observando los hechos

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En los tiempos que corren

Vivimos tiempos de desasosiego y destemplanza. No es que la miseria nos rodee, pero después de la bonanza de décadas de boom y gloria, España está hoy postrada. Revivimos una cierta escasez y el fantasma del desempleo produce angustia. Hoy, por primera vez en décadas, muchos conciudadanos viven preocupados por el bienestar material de sus familias, por la educación que tendrán sus hijos, por la atención médica que recibirán cuando les visite la desgracia y por la pensión que tendrán en su vejez.

Y, al mismo tiempo, da la sensación de que los ricos están de fiesta. No son sólo las manifiestas memeces del papel cuché, ni la insultante actitud de Urdangarín, ni que el rey escopetee elefantes en Botsuana, ni que el malnacido de Bárcenas acumule una fortuna en Suiza, ni que parezca que los coches de lujo se venden mejor que los utilitarios. No, es más. Es la sensación generalizada de que algunos han salido inmunes del descalabro. Que los «banqueros», en vez de pagar, cobran. Que los que han sabido esquivar la debacle son los mismos que la crearon. Que esta crisis la pagan los obreros.

El desasosiego es fruto no tanto de la pobreza como de una profunda sensación de injusticia: de que están robándonos la cartera. Hace poco publicaban los periódicos una noticia según la cual España era ya el país de Europa con más desigualdad. Los ricos cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres… y lo dicho: desasosiego y destemplanza. Es más, cabreo. Cabreados, y quizá con causa.

Y no sólo en España andan los ambientes cargados. En el mundo anglosajón también hay cabreo, y también existe la sensación generalizada de que los ricos han tenido una fiesta espectacular, pero a nosotros, a la mayoría, nos toca pagar la factura, todo, y que nadie nos invitó a los canapés. Sí, fuera de España la crisis aprieta menos, y el devenir político es más dado a la templanza, pero, con todo, anda el agua turbia y la marea revuelta. Como en España, la prensa y los blogs nos dicen que la desigualdad está en aumento, que la desigualdad se dispara. Y, sí, en muchos países anglosajones la desigualdad se mueve al alza desde hace muchos años. De hecho, la desigualdad, créanme, ha aumentado en casi todos los países en los últimos treinta años. En muchos, pero, lo que resulta interesante, no en todos.

En todo caso, esta percepción de injusticia ante el percibido aumento de la desigualdad es generalizada. Ha habido una fiesta, y no nos han invitado. ¿Tenemos motivos para enfadarnos? La intención de este ensayo es presentar los hechos de forma desapasionada, realizando un repaso de la literatura económica relevante.

Incentivos versus justicia

Empecemos por poner sobre el tapete una verdad inconveniente. No todos nacemos iguales. Algunos son altos, otros bajos. Unos listos, otros menos. Algunos son guapos, otros somos feos. Y esto no va a cambiar. Con esta verdad inapelable y poco simpática tenemos que aprender a convivir, porque los guapos, ricos y altos se casan mejor, ganan más dinero, viven más años y son más felices. Esto es y seguirá siendo así. Hay otras causas (aún menos simpáticas) de la desigualdad, pero el hecho inapelable de que nacemos diferentes en lo fundamental asegura que seremos diferentes en lo económico. Siempre, siempre, ha habido ricos y pobres; y siempre los habrá.

Lo cierto es que los seres humanos, a diferencia de los ángeles y los santos, necesitamos de incentivos materiales, y por eso el correcto funcionamiento de una sociedad requiere que haya una cierta desigualdad en el bienestar material. Esto es porque, quien más quien menos, a todos nos gustan las galletas, pero también preferimos el dolce far niente al arduo trabajo. Si la sociedad nos asegurase a todos el mismo bienestar independientemente de cuánto producimos, el nivel de esfuerzo sería mínimo. ¿Para qué trabajar si no hace falta? ¡Fiesta! ¡Fiesta!. Yo, y todos. Listos y tontos; guapos y feos. No se esforzaría nadie. Malos –pésimos– incentivos.

Muy bien, pues no somos iguales en lo fundamental, ni deberíamos aspirar a que en la sociedad todos disfruten del mismo bienestar material. Es un hecho, e incontrovertible. Ahora bien, que sea un hecho no lo hace menos antipático. Porque a todo bien nacido le debe resultar antipático. ¿Qué ha hecho el feo para ser feo? Porque no se es feo por decisión propia. Y quien dice feo, dice tonto… o gandul, que tampoco nadie escoge ser gandul. Su pecado es que, cuando repartieron las cartas, a ellos les tocaron las peores. Han perdido en la lotería, sin que les preguntasen siquiera si querían participar. Difícilmente son ellos culpables de nada.

Pero hay causas de pobreza incluso más reprobables, porque no sólo se es rico por ser guapo, listo o diligente. También ayuda nacer en una familia que tiene lo que hay que tener: dinero. Porque ser feo-pero-de-familia-rica es mucho más llevadero que ser feo-y-de-familia-pobre. Y no sólo porque el dinero divierte mucho, sino porque, además, crecer en una familia rica abre muchas puertas. Hace que tú también acabes siendo más rico que alguien con idénticos talentos innatos, pero que acarrea la desgracia de haber nacido en una familia pobre. Como mínimo, por la mayor facilidad para educarse e invertir, pero también porque crecer entre libros despierta el deseo de leerlos. Así, la socialización y educación de aquellos que nacen en la parte pudiente de la sociedad es mejor y se halla más dirigida al éxito que la de aquellos que nacen en la parte estrellada. Pueden ser iguales al nacer, pero la vida les hace distintos. Así, los que crecen en una familia de las de arriba juegan con mejores cartas, y es más probable que acaben siendo más listos, más diligentes y, a lo que se ve, más guapos, que los que nacen en una familia de abajo.

Así, con una y con otra, por mucho que seamos conscientes de que los incentivos materiales son fundamentales para el correcto funcionamiento de una sociedad, la magnitud y la extensión de grandes desigualdades en bienestar material nos provocan angustia. Sólo la mezquindad de quien se sabe arriba (con buenas cartas, con un repóquer) puede hacer a alguien indiferente ante la extensión de las desigualdades.

Hay una indudable tensión. Por un lado, parece razonable desear una sociedad que plantea incentivos materiales a sus miembros, de tal manera que tengan incentivos para ejercer esfuerzo: sin trabajo, no hay galletas, y sin incentivos no hay trabajo. Pero, por otro lado, esto tiende a aumentar las diferencias entre individuos debido a causas que nada tienen que ver con su esfuerzo, y estas diferencias las quisiéramos minimizar. De hecho, ser de izquierdas o de derechas es poco más que estar a un lado o al otro de esta dicotomía. El conservador cree que, sin incentivos, la caída en la productividad sería mayúscula, y está dispuesto, en consecuencia, a aceptar que la desigualdad es un reflejo de esos incentivos que una sociedad necesita para funcionar. El socialdemócrata cree que los incentivos materiales son relativamente poco importantes, y que la desigualdad no es más que un reflejo de las diferencias de salida, y la constatación de una injusticia. El debate izquierda-derecha es un debate sobre la extensión de la desigualdad.

De ahí que, al menos desde el punto de vista de la izquierda, una mirada a los ojos de la desigualdad produzca una cierta angustia, porque su evolución puede parecer inquietante. El demonio está en los detalles, y sobre ellos hablaremos, pero créanme que tenemos una cantidad apabullante de evidencias de que, en la mayoría de las sociedades, quienes son relativamente ricos tienen ahora relativamente más que hace cuarenta años.

Así formulada, sin embargo, es una frase que se entiende bien poquito. Eso de poner «relativamente» dos veces complica la lectura, además de exigir explicaciones adicionales («relativamente» a quién o a qué). A nosotros estas cualificaciones van a llevarnos un buen rato, pero no son un asunto baladí. Son necesarias para hacernos una idea de qué sabemos y de cuán preocupante es lo que sabemos. También son necesarias para poder formarnos una opinión razonada, razonable y sensata sobre las causas de esta evolución, y decidir así si tenemos motivos para estar enfadados. Y, si los tenemos, para calibrar el cabreo. No obstante, como acabo de señalar, la frase se las trae. Si te pones a cualificar, a usar conjunciones adversativas y oraciones subordinadas, pierdes audiencia. Digo yo que será por este motivo, pero lo que se oye es una versión un poco bastarda y mucho más simplificada, que ni se plantea las cualificaciones, pero que se entiende mucho mejor: Los ricos son cada vez más ricos, y los pobres más pobres.

Todos los pedazos del pastel han aumentado, aunque unos mucho y otros poco. Y de eso es de lo que hablamos cuando hablamos de desigualdad

Esto sí que se oye. ¡Vaya que si se oye! En titulares de prensa, en boca de comentaristas y tertulianos, en sobremesas familiares cuando deja de hablarse de fútbol y empieza a hablarse de política. De hecho, se ha filtrado más allá de la política y la toma de decisiones. No se dice: se acepta. Como hecho evidente, como doctrina de fe. Y se repite. Y a mí me da que, si no puede cualificarse, quizá debería repetirse menos, pues conduce a algo cercano al engaño. En todo caso, a donde seguro que conduce es a la indignación generalizada, a tener la sensación de que están robándonos la cartera. Hay incluso una nueva película sobre el tema (que aún no he visto), Inequality for All, en la que Robert Reich describe cómo en Estados Unidos los ricos han estado de fiesta durante los últimos treinta años. Una llamada a la acción. Los ricos nos roban. Pero, ¿nos roban? Pues no lo sé. Lo miramos y nos lo pensamos. Empecemos por un resumen de los hechos.

En algunos países, particularmente Estados Unidos, la desigualdad ha aumentado mucho entre los años ochenta y el inicio de la recesión, y ha adoptado la forma particularmente desagradable de una concentración sorprendente del pastel en manos de muy pocas personas. Los súper ricos estadounidenses, el 0,01% con mayor renta, han disfrutado durante décadas de una fiesta de órdago. Ahora bien, esta fiesta es una idiosincrasia anglosajona: hay muchos países, en particular toda Europa continental, en los que la concentración de la riqueza en manos de los súper ricos no ha aumentado significativamente.

Pero existen otras formas de medir la desigualdad, quizá más apropiadas para contestar a preguntas interesantes. Con estas mediciones, la desigualdad aumentó en casi todos los países, al menos hasta la llegada de la recesión. En casi todos, pero con una excepción que a más de uno le parecerá desconcertante: España. Aquí la desigualdad disminuyó sustancialmente durante la Transición (desde finales de los años setenta) y, en la medida en que tenemos datos, hasta el inicio de la recesión.

A partir de este punto, la evolución de la desigualdad depende de qué queramos decir por desigualdad. A los súper ricos no les ha ido muy bien, porque la Bolsa se ha pegado una bofetada, y son ellos los que tienen dinero puesto ahí. Con este criterio de medición, es probable que la desigualdad se haya reducido. Y, sin embargo, con la otra forma de medir la desigualdad, ésta habría crecido considerablemente durante la recesión. Sobre todo en España. Ahora bien, con casi toda certeza, los motivos de este aumento de la desigualdad en España durante la recesión no tienen absolutamente nada que ver con los motivos del aumento secular de la desigualdad en casi todos los países; y tampoco tienen nada que ver con el extraordinario aumento de la concentración de la renta en manos de los súper ricos en los países anglosajones.

Claro, está usted hecho un lío. Seguramente no era esto lo que usted pensaba que iba a leer, y no me sorprendería si piensa usted que le engaño. Al fin y al cabo, no es lo que suele decirse al respecto. Lo siento. Es que la realidad tiene esta irritante tendencia a ser complicada y a necesitar del matiz, un matiz que no puede verse si no se entra en el detalle y en la aclaración. No veo cómo hacerlo sin antes aclarar tres cosas: 1) qué queremos decir cuando decimos «desigualdad»; 2) desigualdad de qué, y 3) cómo vamos a medirla.

Desgraciadamente, para hacerlo necesito de un preámbulo largo y aburrido. Si usted ya sabe qué es un índice de Gini y lo que es top coding, quizá le convenga saltarse la siguiente sección, que no es la lectura más entretenida del mundo.

Qué es y cómo medir la desigualdad

1) Empecemos por qué queremos decir por desigualdad. Hablamos de cómo se reparte el pastel, no de si el pastel es grande o pequeño. No hablamos de si somos más pobres o más ricos. Ni de si hay más pobres o más ricos. Hablamos del tamaño relativo del pedazo más grande (qué porcentaje del pastel) y del tamaño relativo del pedazo más pequeño. Es más, de cuán grande es el pedazo más grande con respecto al más pequeño.

Me dirá usted que la cosa absoluta también importa, e incluso más. De hecho, a más de un seudoliberal le saldrá del alma decir que lo que importa es el tamaño total del pastel, que lo demás ya lo apañaremos. Pero no, de lo que hablamos es del reparto, no del tamaño. De todos modos, si es el tamaño (del pastel) lo que le inquieta, sepa usted que ha aumentado, muchísimo, durante las últimas décadas, y eso es algo de lo que en tiempos de recesión nadie parece acordarse. De hecho, en general, todos los pedazos del pastel han aumentado, aunque unos mucho y otros poco. Y de eso es de lo que hablamos cuando hablamos de desigualdad. Ya volveremos, aunque sea sólo de pasada, a hablar de la evolución del tamaño absoluto de las porciones de unos y otros.

Ahora lo que necesitamos es un estadístico que nos determine el nivel de desigualdad. Y aquí surge nuestro primer problema, porque hay muchas maneras de medir la desigualdad, que bien pueden decir (y a veces, de hecho, dicen) cosas distintas. Quizá lo más intuitivo es mirar el tamaño del pedazo del pastel que se llevan los más ricos. El 10% más rico gana más del 10% de la renta total (o, de lo contrario, habría total igualdad), y cuanto mayor sea el porcentaje de la renta que se llevan, mayor será la concentración de renta en manos de los de arriba. Claramente, una sociedad en la que el 10% más rico tiene el 90% de la renta es más desigual que otra en la que tiene sólo el 50%.

Pero eso nos dice poco sobre cómo están haciéndolo los de abajo, y tampoco nos dice cómo se distribuye la renta entre los más ricos. Podría ser que un señor se lo quede todo, o que el 5% más rico se lo reparta todo en partes iguales. Y también podría ser que la renta se distribuya bastante equitativamente entre los que no están arriba, con mucha gente en rentas intermedias; o bien que la sociedad estuviese polarizada entre gente con mucho y gente con poco. El tamaño del pastel de los más ricos no nos dice nada sobre todo esto, y estamos interesados en todas esas cosas. El problema es que la distribución de la renta es eso: una distribución. No puede resumirse en su totalidad con ningún número. Pueden darse números que ilustran aspectos particulares de la distribución, pero es imposible encontrar uno que la describa en su totalidad. La única solución es poner varios números encima de la mesa y entender lo que explica cada uno.

Podemos, por ejemplo, coger el 10% con mayores ingresos y comparar cuánto ganan (el tamaño de su pedazo del pastel) con cuánto ganan el 10% que menos gana. La ratio es necesariamente mayor que uno (por el mismo motivo que antes, pues de lo contrario no habría desigualdad) y, cuanto mayor sea, más desigualdad hay. Ahora bien, eso nos dice poco sobre qué es lo que les pasa a quienes están en medio de la redistribución.

Para eso podemos comparar el pedazo del 10% más rico con el de lo que los que tienen una renta que se sitúa entre el 45% y el 55%. Esta ratio nos dice la evolución relativa de la renta de la «clase media» (aunque un mejor nombre sería la «clase mediana») con la de los «ricos». Y, claro, podemos hacer el mismo ejercicio con los de en medio y los pobres, pero cualquiera de estos números compara un grupo de la población con otro, y no nos dice nada sobre el resto. Por eso se utiliza también el índice de Gini, que es una medida que agrega para todos los individuos la diferencia entre cuánto tienen y cuánto tendrían si hubiese absoluta igualdad.

Imaginemos que ordenamos a los individuos de acuerdo con su renta, empezando por el más pobre y acabando por el más rico. Obviamente, el 1% más pobre no puede tener más del 1% de la renta. El 2% más pobre no puede tener más del 2% de la renta, y deben tener relativamente más de lo que tenía el 1% anterior, porque hemos añadido a gente más rica. Ahora vayamos añadiendo gente más y más rica, y contando el porcentaje de la renta que tienen. Obviamente, cuando lleguemos al final, tendremos el 100% de la renta. Llamamos curva de Lorenz a la relación así establecida: qué porcentaje de la renta tiene el x% más pobre de la población, y eso para todos los valores posibles de x. Cuando x es el 100%, el valor de la curva de Lorenz siempre es el 100%. Cuando x es el 0%, el valor de la curva de Lorenz siempre es el 0%. Para valores intermedios, es una representación de la distribución de la renta: qué porcentaje de la población tiene cuál porcentaje de la renta.

Si una sociedad tiene una curva de Lorenz que en todos los puntos está por debajo de otra, eso indica que es sistemáticamente más desigual: que, en cualquier comparación o métrica sensata, la que está por debajo es más desigual que la que está por encima. Desgraciadamente, no suele pasar que dos sociedades puedan ordenarse con esta claridad. Lo normal, al comparar dos países, o uno a lo largo del tiempo, es que las curvas de Lorenz se crucen, indicando que desde el punto de vista de un cierto grupo de individuos (el x% más pobre), una sociedad es más igual que la otra, porque está más cerca de la equidad (donde tendrían el x% de la renta), pero desde el punto de vista de otro grupo (el y% más pobre) es la otra sociedad la más igualitaria. No hay, por tanto, medidas absolutas de desigualdad que sean perfectas. No existe un orden absoluto de desigualdad entre sociedades. Debemos usar datos estadísticos imperfectos, y debemos entender lo que significan para hacernos una idea de lo que pasa.

De ahí que para determinar si hay más o menos desigualdad se utilice habitualmente el «índice de Gini», que mide la distancia entre la curva de Lorenz de una sociedad y la que habría si la renta estuviese repartida con absoluta igualdad. El índice de Gini tiene muchas ventajas, ya que mide a todos los individuos (los pobres, los ricos y los de en medio) y tiene una interpretación intuitiva y razonable: por eso es la medida más popular de desigualdad. Pero no es la panacea. Si uno no quiere perderse la mitad de la película, conviene mirarlo acompañado de otros datos estadísticos, porque un aumento de Gini significa que la renta está más concentrada, pero podría deberse a infinidad de motivos. Podría ser, por ejemplo, porque todos pierden con respecto a los más ricos, o porque pierden los muy pobres a favor de la clase media, o porque pierde la clase media a favor de los muy ricos. No existe un número que abarque todo esto. Lo único que puede hacerse es utilizar otros elementos estadísticos además del índice de Gini, entender lo que significan y digerir los resultados. Se hace todo, por tanto, un poco más complicado.

2) Muy bien, ya tenemos una cierta idea de qué queremos decir cuando decimos desigualdad. Lo siguiente es ponernos de acuerdo en qué desigualdad medir. No es lo mismo la desigualdad en la renta generada (antes de impuestos) que la desigualdad en la renta disponible o que la desigualdad en niveles de consumo.

Si la gente puede ahorrar cuando las cosas les van mal, no hay desigualdad. Si no pueden ahorrar para consumir cuando no ganan, sí que la hay 

La desigualdad en la renta antes de impuestos resulta de la conjunción de dos elementos. Por un lado, las diferencias en salarios, y, por otro, las diferencias en horas trabajadas. Los salarios nos dicen cuánto valora la sociedad el trabajo de una persona, una hora de su tiempo. Varían dependiendo de si se es guapo o feo, listo o tonto, con mayor o menor cualificación. Esto nos importa porque, cuanto más dependa el salario de estas características, más desigualdad habrá. Si el guapo y el listo cobrasen lo mismo, habría menos desigualdad que si cobran cantidades muy distintas por hora trabajada. En los datos no sabemos decir quién es guapo o listo, pero sí que podemos ver el nivel de cualificación profesional. Tengámoslo en la cabeza, porque la sensibilidad de los salarios al nivel de cualificación será uno de los protagonistas de esta historia.

Otro de los protagonistas de esta historia será la desigualdad en horas trabajadas. Y aquí no hago distinciones sobre si se debe a que uno no quiere trabajar más (porque es lo suficientemente rico como para pasar del pluriempleo) o porque uno no puede trabajar, porque está en paro. Obviamente, esto segundo duele más. Lo tendremos, asimismo, en la cabeza más adelante.

El producto de salario por horas trabajadas es la renta laboral. Si a ella le sumamos la renta de capital obtenemos la renta generada. Sobre ella, sin embargo, interviene el Estado. La renta disponible se obtiene al restarle los impuestos y sumarle las transferencias que te ofrece el Estado. La diferencia filtra el grado de redistribución que determina la actividad pública. En una sociedad que redistribuye con un sistema impositivo progresivo (el Estado como Robin Hood), la desigualdad en el reparto de la renta disponible es menor que en el de la renta generada. En un Estado regresivo (el Estado como Luis Bárcenas) sería al revés.

También estamos interesados en medir la desigualdad en los niveles de consumo, pues probablemente sea lo que mejor refleja las diferencias en bienestar material. Repárese en que son un reflejo de las diferencias en bienestar material que se derivan de filtrar la renta disponible a través de la facilidad para usar mercados financieros que permiten comprar a crédito unas veces, y ahorrar otras. Imaginemos una sociedad en la que los pobres lo son sólo por una temporada (por ejemplo, porque se quedan en paro). En tal caso, uno podría ahorrar en la bonanza, y utilizar ese dinero en las vacas flacas. O, al menos en teoría, pedir prestado cuando las cosas le van mal, y pagarlo cuando las cosas van bien. Es la versión capitalista del Estado del bienestar, en la que, en vez de asegurar el bienestar repartiendo desde los ricos hacia los pobres a través de impuestos, podría conseguirse una cosa parecida valiéndose del sistema financiero. El reparto lo hago conmigo mismo: cuando me van mal las cosas, vivo a costa de cuando me van bien, y el sistema financiero es una especie de máquina del tiempo que me permite trasladar la renta de un momento a otro.

O, dicho de otro modo, imagine una sociedad en la que todos los individuos son iguales, en el sentido de que la media de sus ganancias durante toda su vida es la misma para todos. Los individuos difieren, sin embargo, en que tienen a veces mala suerte, y otras buena, y la suerte no está sincronizada. Hoy a mí me va bien, y a ti mal. Mañana será al revés. En esta sociedad hay desigualdad en la renta, pero si hubiese mercados financieros que más o menos funcionan apenas habría desigualdad en el consumo.

Vale, usted me dirá que, en realidad, los ricos son siempre los mismos. Que se nace con estrella o estrellado, y que lo que diferencia a ricos de pobres no son las eventualidades del hoy, sino que somos diferentes en lo fundamental. Y tendrá usted buena parte de razón, muchísima razón, pero no toda la razón. Midiendo la desigualdad quisiéramos controlar cualquiera que sea el componente derivado de las eventualidades de hoy. Esto es, imagine usted una sociedad donde la mitad de la población gana dinero los días pares y es pobre los impares, mientras que la otra mitad es exactamente al revés. Si la gente tiene la capacidad de ahorrar cuando las cosas les van mal no es razonable decir que hay desigualdad, pero si no pueden ahorrar para consumir cuando no ganan, entonces sí que hay desigualdad. Las eventualidades y los vaivenes de la vida importan menos (en términos de diferencias en consumo) si los mercados financieros funcionan (si tenemos acceso a máquinas del tiempo y ahorramos para evitar las vacas flacas) que si no funcionan. Mejor lo medimos.

Hay países con poca desigualdad que son maravillosos y tienen estrella; otros, con poca desigualdad, que son un desastre y viven estrellados

Y hablando de ahorros, también parece razonable preguntarse por las diferencias en riqueza, y no sólo en renta. Las diferencias en términos de cuánto tienen, no de cuánto ganan. De hecho, las desigualdades en riqueza son probablemente las que más duelen, porque es lo que se ve más. Esos palacios, esos Cayenne, que tanto daño hacen a la vista de los que no los tenemos. Bueno, y las cuentas en Suiza, que no se ven, pero duelen aún más. Desgraciadamente es más difícil medir cuánto tenemos que cuánto ganamos, pero sobre eso, sobre cómo medirlo, se abundará a continuación.

3) Porque nos queda determinar cómo lo medimos, que no es poca cosa. Hay dos formas de hacerlo, dos tipos de datos que pueden utilizarse, y valerse de uno u otro incide en resaltar distintos aspectos de la desigualdad. La primera posibilidad es recurrir a datos fiscales. La agencia tributaria de cada país tiene (o al menos debería tener) información muy detallada de los ingresos de cada individuo. Es, obviamente, el primer lugar en que uno se pone a mirar para saber cuánta desigualdad hay. Si tienes estos datos, resulta muy fácil calcular el índice de Gini de la distribución, o cuál es el porcentaje total de la renta en manos del 1% más rico, o del 0,1% más rico (los que son ricos de verdad). Como los datos son normalmente anuales, puedes examinar la evolución de tu indicador de desigualdad a través del tiempo.

No se trata, sin embargo, de datos exentos de problemas. Primero, porque a nadie se le escapa que uno no hace la declaración de la renta con la misma sinceridad con la que va al confesionario, que hay a quien se le olvida declarar algún que otro milloncete y que la distribución de la renta no declarada no tiene por qué ser igual a la distribución de la renta declarada. Segundo, dado que se refieren a la renta declarada y, como mucho, a una parte importante de la renta disponible, poco pueden decirnos de la distribución de consumo o riqueza. Tercero, porque la agencia tributaria no está ahí para recoger datos, sino impuestos. Por lo tanto, sus definiciones, sus requisitos de declaración, etc. no son, ni de lejos, los que haría un investigador. Además, las definiciones cambian a través del tiempo y entre países, lo que dificulta las comparaciones. No siempre todo el mundo tiene que declarar, ni siempre lo hacen.

Pero los datos fiscales presentan un problema adicional, menos obvio, pero mucho más importante. En general te dicen cuánta gente gana tanto o cuanto dinero, pero, debido a restricciones de privacidad, no te dicen demasiado sobre sus características. Sabes cuántos ricos hay, pero no quiénes son, ni por qué son ricos. Por este motivo, hace muchos años, una parte importante de la investigación optó por el uso de encuestas. En ellas se pregunta a una muestra presumiblemente aleatoria de la población por su renta, riqueza o consumo, así como por características personales: educación, edad, origen, sexo, etc. Esto, en principio, parece más indicado para comprender las causas de la distribución de la renta. Además, lo normal es seguir a los individuos durante un cierto tiempo, generando un panel de datos en los que podemos ver cuándo y quién se queda en paro, qué características tiene, etc.

Suena bonito, pero desgraciadamente también presenta problemas. Algunos obvios y difícilmente evitables, como la sinceridad (o falta de ella) al responder; o hasta qué punto la muestra presuntamente aleatoria es una representación adecuada de la población. También hay un problema de comparación entre encuestas, que hace que resulte difícil comparar a lo largo del tiempo o entre países. Pero, posiblemente, lo peor es que la información sobre los muy ricos (y quizá también sobre los muy pobres) es escasa. Primero, porque los seriamente ricos apenas están por la labor de rellenar cuestionarios explicando su vida. Pero, sobre todo, porque, por motivos de privacidad, las encuestas no preguntan la renta a partir de una cierta cantidad. Hay mucha gente que gana cincuenta mil euros al año, pero muy poca que gane cincuenta millones. Si en tus datos pone que un señor gana cincuenta millones, casi puedes ponerle nombre y apellidos. Hay, pues, poca gente con más de cincuenta millones que esté dispuesta a contestar a la encuesta (y si hay alguno, es que le pasa algo raro). Para mantener la privacidad, tanto por cuestiones legales como para incentivar a que se conteste con sinceridad, las encuestas no preguntan su renta a los más ricos, sino sólo si tienen una renta mayor que una cierta cantidad, una práctica que se denomina «top coding». Este límite es alto, pero ni mucho menos infinito, lo que significa que sabemos muy poco de lo que les pasa a unos pocos ricos: pero esos pocos ricos amasan una parte muy grande del pastel. Por ello, si utilizamos encuestas, corremos el riesgo no sólo de perdernos una parte de la película, sino la parte más interesante.

Es interesante darse cuenta de por qué tenemos este problema: hay muchos pobres, pero muy pocos ricos. Esto es, aunque nos expresamos en términos relativos (cuánto tienen los ricos en relación con los pobres), hay un componente absoluto. Y es que hay muchos individuos con porciones pequeñas, y pocos con porciones grandes. Cuanto más grande sea la porción de la que hablamos, menos individuos tienen una porción similar. Y al revés, cuanto más pequeña es, más individuos tienen una porción semejante. Esto es una propiedad que tienen todas las distribuciones de renta, de riqueza, etc. En principio, no tendría por qué ser así, pero es justamente lo que sucede, mira por dónde, y provoca que la distribución de la renta genere, necesariamente, tensiones políticas. En todas partes, porque en todas partes hay muchas más personas en la parte de abajo de la sociedad que en la de arriba.
Ahora ya sabemos, por tanto, qué queremos decir al hablar de desigualdad, qué desigualdad queremos medir y qué datos podemos utilizar para ello. Pasemos ahora a ver qué es lo que sabemos.

El aumento de la desigualdad en casi todas partes

Lo primero, sobre todo, y más notorio, es que sabemos que desde finales de los años setenta la distribución de la renta ha empeorado en la mayoría de países. En países ricos y en países pobres. En países prósperos que crecen mucho, y en países donde se crece poco. En países donde el sector público es muy importante y en países donde lo es poco. En países con un Estado del bienestar generoso, y en países de capitalismo descarnado. Es un hecho constatable y esencialmente innegable. Nadie lo discute en lo principal: el índice de Gini de la distribución de la renta, calculado a partir del resultado de encuestas, aumenta en casi todas partes. Otros indicadores de desigualdad (como la ratio de la renta del percentil mayor al medio), también.

No vale la pena ponernos a considerar ahora si el índice es este o aquel: lo interesante es la comparación entre países y través del tiempo. Dónde es mayor o menor. Dónde crece y dónde no. La comparación entre países es interesante precisamente porque nos dice muy pocas cosas. Existen bases de datos de acceso público que presentan la distribución de la renta para muchos países en las que es fácil ver quién está por delante y quién por detrás en relación con la desigualdad (si tiene usted particular interés, pásese usted por la página de la Luxembourg Income Study Database, pero basta una visita a Wikipedia).

Leyendo los ránkings, lo que sorprende es lo poco que dicen acerca de las características de los países con mucha o poca desigualdad. En particular, hay países con poca desigualdad que son maravillosos (como Suecia o Noruega) y tienen estrella; pero también otros (como Ucrania, Bielorrusia o Afganistán), con poca desigualdad, que son un desastre y viven estrellados. De la misma manera, entre los que lo tienen alto hay también ricos y pobres: Estados Unidos y Mozambique tienen aproximadamente el mismo valor (por si no puede usted contener la impaciencia, le diré que España queda por lo general como a medio camino en esto de la desigualdad).

Ello se debe en parte a que es muy difícil establecer comparaciones entre países (donde ni las encuestas son las mismas, ni los sesgos de la población al contestarlas son iguales), pero esto es algo que se sabe también desde hace mucho. El nivel de desigualdad de un país, por sí solo, apenas proporciona información sobre si es rico o pobre; o si su economía crece o está estancada. Definitivamente, ni parece bastar con tener igualdad para ser próspero, ni ser próspero te asegura la igualdad.

Las comparaciones a lo largo del tiempo sí que son, por el contrario, informativas. Ya lo hemos dicho: la desigualdad ha aumentado en casi todas partes. Las excepciones son importantes (especialmente para nosotros, porque España es una de las excepciones notorias), pero el hecho generalizable es un empeoramiento en la distribución de la renta en la inmensa mayoría de economías. Este hecho requiere, no obstante, de varias cualificaciones importantes.

La primera salvedad, aunque es esencialmente obvia, parece olvidarse con frecuencia: el hecho de que aumente la desigualdad en todos los países no significa que haya aumentado en el mundo en su conjunto. Esto se debe a que este período ha coincidido con una masiva convergencia en la renta per cápita entre países. Esto es, China era muy pobre, pero ha crecido mucho. Como los chinos ya no son tan pobres, y hay muchísimos chinos, esto incide en una disminución sustancial en la desigualdad entre seres humanos. Esto, unido a esencialmente al mismo fenómeno en India y, desde fechas más recientes, en África, implica que, aunque en cada uno de los países aumentase la desigualdad, la desigualdad en nuestro planeta no tiene por qué hacerlo. Si la desigualdad en el conjunto ha aumentado o disminuido es algo aún objeto de debate, pero no cabe duda de que el crecimiento de los países más pobres ha contribuido –y muchísimo– a disminuir la desigualdad en el conjunto del planeta o, como mínimo, a que sea muchísimo menor de lo que sería de no haberse producido dicha convergencia. Y ello por mucho que ésta haya hecho aumentar la desigualdad en la mayoría de países.

La segunda salvedad, ya menos obvia, es que no ha aumentado de la misma manera la desigualdad en la renta generada que la desigualdad en la renta disponible, que la desigualdad en salarios, o en consumo, o en riqueza. Además, no en todas partes se han producido aumentos. Como hemos visto, la desigualdad en bienestar material viene determinada por una sucesión de filtros. En primer lugar está la desigualdad en los salarios (la percepción de la sociedad sobre la capacidad productiva de los individuos), que, filtrada por la desigualdad en la participación en la producción, determina la desigualdad en la renta generada por los individuos (porque, si estás parado, de nada te sirve cuán productivo seas). Después está la actividad del Estado, que, a través de impuestos y transferencias, determina la distribución de la renta disponible. Por último, las decisiones de ahorro, la actividad en los mercados financieros (con préstamos para comprar vivienda, por ejemplo) y las transferencias familiares determinan la desigualdad en el consumo. Para hacernos una idea adecuada de cómo evoluciona la desigualdad en el bienestar material, tenemos que ver cómo difieren estos filtros entre países y a través del tiempo.

Ahora vamos a los hechos. Primero examinaremos la evolución de la desigualdad en los distintos países y su comparación a la luz de lo que nos dicen las encuestas, y, a continuación, observaremos lo que nos dicen los datos fiscales.

La evolución secular de la desigualdad vista a través de encuestas

No es tarea fácil, pero –afortunadamente– una prestigiosa revista profesional (Review of Economic DynamicsReview of Economic Dynamics, vol, 13, núm. 1 (enero de 2010), pp. 1-264. Se trata de un número especial, editado por Dirk Krueger, Fabrizio Perri, Luigi Pistaferri y Giovanni L. Violante, con el título Cross-Sectional Facts for Macroeconomists.) encargó hace un par de años una serie de estudios en los que se filtraba esencialmente toda la información procedente de las encuestas realizadas en una serie de países bastante representativos (incluida España), haciéndola comparable en la medida de lo posible a través del tiempo y entre países. Con estos estudios se publicó un número especial dedicado a medir las desigualdades. Aunque no da para una lectura entretenida, se trata, en mi opinión, de la mejor y más completa descripción existente de la desigualdad entre países y a través del tiempo; al menos con datos procedentes de encuestas. A continuación hago un resumen de sus resultados. Agárrense, y no se me duerman.

Empecemos examinando dónde hay más o menos desigualdad en una u otra variable, así como la evolución «secular» de la desigualdad. Esto es, cómo se ha movido en términos generales la desigualdad durante los últimos decenios, haciendo abstracción de los vaivenes coyunturales. De momento nos olvidamos de la recesión. En una próxima entrega estudiaremos lo que ha pasado desde el año 2008.

Allí donde la regulación laboral es más restrictiva, los salarios son más iguales: a menor regulación, mayor desigualdad 

Vamos por partes, empezando por la desigualdad en cómo valora el mercado la actividad productiva de los individuos, es decir, cuán desiguales son los salarios (por hora trabajada, claro) de los habitantes de un país. No miramos aún cuán desigual es su renta: eso lo haremos un poco más adelante, cuando examinemos también cuánto trabajan. Pues bien, lo que se observa en los datos es que allí donde la regulación laboral es más restrictiva, los salarios son más iguales. Si se piensa, no es sorprendente: a menor regulación, mayor desigualdad salarial. Así, por ejemplo, en Estados Unidos hay más desigualdad salarial que en Europa. Los datos también sugieren que, dada la misma regulación, la dispersión de salarios es mayor cuanto menor es el nivel de desarrollo, pero esto no es definitivo, porque hay pocos países pobres con datos de la misma calidad. En cuanto a cómo se mueve en el tiempo, que la desigualdad salarial ha aumentado en los países anglosajones de forma paulatina desde los años ochenta es un dato incontrovertible. Pero este no es, en cambio, un hecho universal, porque ha disminuido en otros países. En particular, en España la desigualdad salarial ha disminuido notoriamente. Lo repito, porque no quiero despistados que se lo hayan perdido: la desigualdad salarial en España se ha reducido notoriamente en las últimas décadas.

Las diferencias salariales pueden deberse a que los individuos sean distintos, o a que el mercado valore más o menos estas diferencias. Empecemos por cómo valora el mercado estas características. Observamos:

1) Que el efecto del nivel de cualificación profesional sobre el salario es mayor (mucho mayor) en los países anglosajones que en Europa continental. Todo parece indicar que en los países menos desarrollados el efecto de la cualificación profesional sobre los salarios es aún mayor que en Estados Unidos.

2) Que, en los últimos treinta años, el premium salarial de una mayor cualificación profesional ha aumentado (muchísimo) en los países anglosajones, mientras que ha disminuido en algunos países de Europa continental (España incluida), pero no en todos (ha aumentado, por ejemplo, en Suecia).

3) Que las mujeres cobran menos aun estando en posesión de idéntica cualificación, experiencia, etc.

4) Que –afortunadamente– este diferencial ha disminuido en todas partes durante los últimos decenios.

5) Que la importancia de la parte del salario no explicada por la cualificación profesional o la experiencia ha aumentado en casi todos los países. Esto quiere decir que aquello que no observamos (el talento innato, la suerte o la bellezaLa belleza es observable, claro, pero no la observa el investigador, que es de lo que se trata.) importa más en el devenir de cada cual, y tiende a hacer aumentar la desigualdad salarial. La excepción relevante es, otra vez, España, donde estos imponderables también parecen importar menos que décadas atrás.

Pero las diferencias salariales dependen, asimismo, de cómo varíen las características de la población. Si se parecen más entre ellas, habrá menos desigualdad. Por ejemplo, debido a que el nivel de educación afecta muchísimo la determinación de salarios, si todo el mundo tiene niveles de educación similares, la desigualdad salarial será menor que si existe una gran variación en sus niveles educativos. Como veremos enseguida, en muchos países se ha producido un aumento enorme de los niveles de educación adquiridos, con causas y consecuencias interesantes. En todo caso, vale la pena destacar que, en el caso de EspañaHipólito Simón,  «La desigualdad salarial en España: una perspectiva internacional y temporal», Investigaciones económicas, vol. XXXIII, núm. 3 (septiembre de 2009), pp. 439-471., las diferencias salariales se deben sobre todo a las diferencias observables en las características de las personas; en si tienen estudios o no, por ejemplo. Es decir, en comparación con otros países, las diferencias en lo que cobran personas con las mismas características son relativamente pequeñas. Además, es interesante observar que la disminución de la desigualdad en España se explica sobre todo por la paulatina reducción de las diferencias en las características de las personas.

Hasta aquí lo que respecta a la desigualdad en salarios. Pero la renta laboral generada por las personas no es sólo su salario: depende de cuántas horas trabajan y de si están en paro, o pluriempleados. En todos los países en que existen datos comparables, la desigualdad de la renta es mayor que la de salarios, porque la dispersión en horas trabajadas se suma a la dispersión de salarios, generando desigualdades. En los países anglosajones la dispersión de rentas es mayor que en Europa, no sólo porque los salarios son más desiguales, sino porque las horas trabajadas varían más que en Europa continental, y están más correlacionadas con los salarios.

Esta correlación ha aumentado en casi todos los países, pero disminuye en algunos. En particular… sí, correcto, en ¡España! Pero no se haga ilusiones: precisamente por este mecanismo, por la desigualdad en las horas trabajadas, es por donde va a llegar nuestro particular vía crucis. De ello nos ocuparemos en un momento, pero sigamos antes con la descomposición de los componentes de la desigualdad.

La renta disponible es la que les resta a los individuos después de sumar la renta del capital a la renta laboral, y tras contabilizar el paso del Estado, que les quita (con impuestos) y les da (en forma de transferencias y servicios). Nadie se sorprenderá de que la inclusión de la renta del capital aumente la desigualdad, ya que, claramente, los que tienen activos financieros normalmente no son pobres.

Lo que sí puede parecer más sorprendente es que, en todos los países donde se hace el ejercicio, la renta disponible es menos desigual que la renta generada. Esto es, en todas partes el Estado tiene un papel redistributivo y una cierta progresividad. Dicho sea esto con la salvedad de que no son, ni de lejos, Estados todos las naciones del mundo, sino sólo países con Estados más o menos razonables (no está aquí, por ejemplo, Corea del Norte).

En  España, las diferencias salariales se deben sobre todo a las diferencias observables en las características de las personas; en si tienen estudios o no, por ejemplo

Así, el Estado (como ente redistribuidor) se muestra más Robin Hood que Luis Bárcenas: le quita a los ricos y le da a los pobres. «¡Faltaría más!», dirán algunos. Pues no sé. A mi entender, no era obvio hasta ver la evidencia. Está claro que quita más en términos medios a los ricos que a los pobres, pero ni les quita a los muy, muy ricos (que para eso tienen su SICAV), ni es obvio que dé el dinero a los más pobres (porque, si no, a qué tantas subvenciones a la ópera). En todo caso, la evidencia indica que en todas partes, España incluida, la sociedad es más igual tras el paso del Estado que antes de que este intervenga.

Aun así, nos falta ver la evolución de la desigualdad de la renta disponible durante los últimos decenios. Hemos visto que la distribución de la renta antes de impuestos empeoró en casi todas partes (menos España), y a uno le queda la esperanza de que el Estado haya evitado este empeoramiento. Y no es así, ni mucho menos. De hecho, volveremos más tarde sobre el papel del Estado en lo que les pasa a los más ricos, que es de verdad divertido, pero me adelanto ya diciendo que el Estado tiene muchos puntos para convertirse en el malo (o uno de los malos) de la película.

Pero no en España: España va por libre. La evolución histórica de la desigualdad en España durante las últimas décadas es notable. Y, sí, la renta disponible también mejoró su distribución (se hizo más igual) durante este período. Con ello llegamos entonces a la desigualdad en niveles de consumo. En primer lugar, debe señalarse que en todas partes, en mayor o menor medida, el consumo está mejor distribuido que la renta disponible. Ya hemos visto por qué: la gente ahorra cuando le van bien las cosas, y deja de hacerlo cuando van mal. Si tu renta baja (por ejemplo, porque te quedas en paro), tu consumo lo hace menos, porque puedes tirar de tus ahorros o pedir prestado. La forma peculiar que tiene el capitalismo para redistribuir (con uno mismo a través del tiempo, en vez de entre personas) funciona, hasta cierto punto al menos.

En cuanto a su evolución durante las últimas décadas, pasa como con todo lo que ya hemos visto: la desigualdad en niveles de consumo ha aumentado en casi todas partes… excepto en España, claro. Aquí, en cambio, mejora.

La fiesta de los ricos

Hasta aquí lo que nos dicen las encuestas. A continuación pasamos a observar qué se ha aprendido en los últimos años sobre desigualdad por medio del análisis de los datos fiscales. Hace ya unos años que dos economistas franceses (Thomas Piketty y Emmanuel Saez) y uno británico (Anthony B. Atkinson)Anthony B. Atkinson, Thomas Piketty y Emmanuel Saez, «Top Incomes in the Long Run of History», Journal of Economic Literature, vol. 49, núm. 1 (2011), pp. 3-71. Anthony B. Atkinson y Thomas Piketty, Top incomes over the twentieth century : a contrast between continental european and english-speaking countries, Oxford, Oxford University Press, 2007. Anthony B. Atkinson y Thomas Piketty, Top incomes: a global perspective, Oxford, Oxford University Press, 2010., así como una multitud de colaboradores, empezaron a recolectar datos fiscales de la distribución de la renta desde principios del siglo XX para muchos países del mundo, haciéndolos comparables (en la medida de lo posible) a lo largo del tiempo y entre países. Sus resultados sorprendieron a la profesión, y han encendido el debate. Son un reflejo de que en algunos países (en Estados Unidos principalmente) los ricos han disfrutado de una gran fiesta en los últimos decenios. Qué digo una fiesta. ¡Una orgía!

Sus datosSus datos son públicos. En la página web de la Paris School of Economics puede accederse a los datos y visualizarlos con un sencillo interfaz. no sufren de top coding, por lo que pueden ver lo que ha ido pasándoles a los muy-muy-muy ricos, algo que (recordemos) no puede constatarse en los datos provenientes de encuestas. Pues resulta que los ricos-ricos han estado, quizás aún están, pasándolo muy bien. En Estados Unidos, entre finales de los años setenta y el año 2007, el 10% más rico ha pasado de tener un treinta y poco a más del cincuenta por ciento de la renta total: su porcentaje aumentó alrededor de un 70%. Pero es que, en realidad, casi todo este aumento se lo quedaron el 1% más rico (que pasaron de menos del 9 a más del 22% del total, un aumento de más del 100%). De hecho, no fueron todos ellos los que tuvieron la fiesta, sino los muy-muy-muy-muy ricos, porque esta es una propiedad fractal: cuanto más ricos, mejor les ha ido. El 0,1% más rico han pasado de menos del 3 a más del 12% de la renta: ¡un aumento de más del 400%!

O, dicho de otro modo, entre mediados de los años setenta y el año 2007, el PIB estadounidense creció a una tasa anual del 1,2%, pero el 58% de este crecimiento fue a parar al 1% más rico de la población, cuya renta creció al 4,4% de media, mientras que la renta del 99% restante creció a una tasa anual tristísima, un mero 0,6%. Si en vez de mirar al 99% más pobre miramos al 50%, apenas se han beneficiado del crecimiento.

Obviamente, existen motivos para que haya mosqueo. Si lo piensas, tiene visos de escándalo mayúsculo. Sólo los verdaderamente ricos han vivido un período de prosperidad desde los años ochenta. La inmensa mayoría de la población no ha aumentado su bienestar material más que de forma muy modesta. Y ahora, cuando las cosas van mal, los ricos ni siquiera pagan impuestos. Sí, parece que hay motivos para el cabreo. Un motivo distinto que el de los españoles, al menos. En Estados Unidos no es el desempleo. Es algo más profundo que pasa no sólo cuando las cosas van mal, sino también en tiempos de bonanza.

No es poca cosa. No es sólo que haya habido un aumento de la desigualdad en Estados Unidos, pues esto ya lo sabíamos desde hacía tiempo a través de encuestas. Ni que la desigualdad salarial sea más alta que en casi todas partes. Ni que la incidencia del nivel de cualificación haya aumentado. No. Es peor: los datos fiscales indican que el aumento de la desigualdad se debe a que muy, muy pocos acumulan muchísimo. No estamos hablando de que un 10% esté quedándose con todo (la clase media, los que viven bien). No, estamos hablando de que poco más que unas cuantas familias están quedándose con todo. Unos nuevos potentados. Una elite, y quizás, una elite extractiva.

Esto pasa, además, en un tiempo en que el papel del Estado ha disminuido de forma palpable y el sistema impositivo parece haberse hecho mucho menos progresivo. Y por si todo esto no fuese poco, en un tiempo de crisis (sí, también en Estados Unidos). Y con problemas de financiación del sector público. Motivos los hay para que los norteamericanos anden, al menos, mosqueados. De hecho, no son sólo los norteamericanos, sino todos los anglosajones los que deberían andar extrañados, porque en todos los países anglosajones los ricos llevan cuatro décadas de fiesta.

Una ventaja de los datos fiscales es que, si uno se centra sólo en los muy ricos, se pueden crear series históricas muy largas. Así, podemos ver cómo evoluciona el porcentaje del pastel en manos del 1% más rico, o del 0,1% más rico, o incluso del 0,01% más rico, desde hace muchísimos años. Podemos ver que, en todos los países anglosajones, la evolución de la porción de los súper ricos sigue más o menos la misma evolución. Primero, una caída del porcentaje de la renta que se quedaban entre finales de los años veinte y finales de los ochenta: en el caso de Estados Unidos, el 1% más rico pasa de tener alrededor del 20% a alrededor del 8% del total. Después, una subida sustancial que –esencialmente– vuelve a dejar las cosas a como estaban. Para los ricos la guerra fue un desastre y, tras el final de la guerra, se pasaron como treinta años de capa caída. Pero desde entonces les han ido muy bien las cosas. Vamos, siempre es bueno ser súper rico, pero ahora lo es mucho más que a finales de los años setenta.

La desigualdad tanto de salarios como de renta, como de consumo, ha aumentado en casi todos los países. España supone en este punto una sorprendente excepción

¿Es esta evolución una peculiaridad estadounidense, o es un hecho generalizable al resto de países, al menos de los desarrollados? Pues bien, la primera parte, la caída en la porción de los súper ricos desde los años veinte hasta finales de los setenta, es generalizada en todos los países donde hay datos. Sin embargo, a la fiesta que los ricos estadounidenses se han dado desde entonces sólo han invitado a los ricos de unos cuantos países.

En los países anglosajones, en todos, ha pasado como en Estados Unidos, y a los ricos les ha ido muy bien, con su proporción del pastel de la renta subiendo constantemente hasta el año 2007. En los demás países, la mejora de la posición relativa de los súper ricos es muchísimo más moderada o, en algunos casos, esencialmente inexistente.

No nos confundamos: hemos visto antes que, con la excepción de España, en todos los países se ha producido un aumento de la desigualdad incluso considerable. De lo que estamos hablando es del aumento de la desigualdad que va a parar a manos de los súper ricos. Este ha sido moderado o inexistente en los países desarrollados de lengua no inglesa, España incluidaFacundo Alvaredo y Emmanuel Saez, «Income and Wealth Concentration in Spain from a Historical and Fiscal Perspective», Journal of the European Economic Association, vol. 7, núm. 5 (septiembre de 2009), pp. 1140-1167.. Cuando nos pongamos a explicar la evolución de la desigualdad, tendremos que explicar por qué los ricos de Europa continental no han sido invitados a la fiesta de los ricos anglosajones. Por qué parece que, para que te inviten en tu país, tiene que hablarse inglés.

Además de esta peculiar distribución idiomática de las ganancias y pérdidas, es de reseñar que la composición de la renta de los súper ricos ha cambiado mucho durante este período, y de forma bien interesante. En los años setenta, una parte importante eran aún rentas de capital, pero hoy en día los súper ricos ganan dinero principalmente gracias a las rentas del trabajo, no del capital. La imagen del potentado de hoy no debería ser la del señorito y su latifundio. Los potentados de hoy son directivos de grandes corporaciones, no sus dueños. Son empleados de alto standing; y algún que otro actor, o músico, que se cuele en la lista.

En resumidas cuentas

Hagamos un resumen de lo que sabemos que ha pasado con la desigualdad desde los años setenta hasta el inicio de la recesión. A través de encuestas hemos aprendido que: 1) la desigualdad de salarios parece tener que ver con el grado de regulación, y es mayor en los países anglosajones; 2) La incidencia del nivel de cualificación en los salarios en también mayor en los países anglosajones; 3) La composición de la población (si los individuos tienen características parecidas o no) también incide en la desigualdad salarial; 4) La desigualdad en la renta es mayor que en salarios, porque las horas trabajadas varían entre personas; 5) La desigualdad en renta disponible es menor que en renta porque el Estado redistribuye; 6) La desigualdad en el consumo es aún menor, probablemente porque hay gente que ahorra para los tiempos difíciles; y, para concluir, 7) la desigualdad tanto de salarios como de renta, como de renta disponible, como de consumo, ha aumentado en casi todos los países, aunque España supone en este punto una sorprendente excepción.

Por otra parte, con el uso de datos fiscales (que no tienen un problema de top coding) hemos aprendido también que 8) en los países anglosajones, el aumento en la proporción del tamaño del pastel de los súper ricos ha sido escandaloso. Muy, muy poca gente se ha quedado con la parte del león de las ganancias de bienestar generadas durante cuarenta años, una generación. Esto sugiere (aunque no prueba) un latrocinio a escala masiva que hace que Bárcenas parezca un angelito.

Ahora bien, también hemos visto que 9) esta concentración de renta en manos de los de arriba no se ha producido en el resto de los países desarrollados. En particular, en España no ha habido un aumento significativo de la parte de la renta que va a parar a manos de los que tienen más renta. Por tanto, no parece que, al menos en el período anterior a la recesión, haya habido en España un problema con la desigualdad. Ni mucho menos.

Vale, esto no es Jauja. Ni siquiera es Suecia. Sin embargo, la evolución histórica de la desigualdad ha sido extremadamente positiva en España. Si hay una cosa de la que este país puede sentirse orgulloso es la de haber disminuido sustancialmente la desigualdad en un período en el que la tendencia generalizada era a que aumentase. Recordemos que el índice de Gini mide la desigualdad relativa entre todos, los ricos, los menos ricos y los definitivamente pobres. Y en España ha disminuido (hay que reiterarlo: al menos hasta la recesión). Además, el porcentaje total en manos de los muy, muy ricos se ha mantenido más o menos constante o ha aumentado relativamente poco. Así pues, lo que ha habido en España es una mejora de la distribución entre los ricos-pero-menos y los definitivamente pobres.

Queda mucho por explicar. Para empezar, todos los porqués. ¿Por qué ha crecido la desigualdad de forma generalizada?  ¿Por qué no en España? ¿Por qué la fiesta de los ricos estadounidenses? ¿Por qué no en Europa? Y queda también por explicar lo que ha sucedido en la recesión. No me olvido. De todo esto hablaré en la segunda entrega de este ensayo, pero me queda también por explicar algo que me parece no sólo interesante, sino incluso inquietante: ¿por qué estoy escribiendo esto? Quiero decir. He empezado diciendo que en España existe una percepción generalizada de que la desigualdad está disparada. Una sensación de injusticia profunda. Inquietud, recelos y destemplanza… Y ahora estoy acabando con la afirmación de que España es esencialmente el único país en que la desigualdad ha disminuido de forma generalizada. ¿Por qué estamos obsesionados por la desigualdad si nos ha ido tan bien en este ámbito?

Cuadrar una cosa con la otra no es fácil. En principio, podría achacarse a dos motivos, pero uno de ellos enseguida hace aguas. Podría pensarse que la inquietud se debe a la recesión, porque durante ella la desigualdad ha aumentado. Sin embargo, me parece poco probable que este sea el motivo por el que hablamos tanto de desigualdad. Y ello se debe a que las causas del aumento de la desigualdad durante la recesión poco tienen que ver con el aumento secular de la desigualdad en el resto del mundo, tal y como hemos visto. Son causas mucho más prosaicas: nuestro sistema educativo y nuestra legislación laboral que, juntitos, crean trabajadores poco productivos y paro. Paro, mucho paro.

El segundo motivo por el que puede que yo esté hablando de esto es más difícil de contemplar. Y es que bien pudiera ser que estemos hablando tanto de desigualdad porque su evolución es un serio, muy serio, problema… en Estados Unidos. Puede que el hecho de que esta inquietud haya calado en la opinión pública no sea más que un reflejo de la marginalidad cultural de España (y de toda Europa continental, que no estamos solos en eso de no ser nadie), así como de la centralidad cultural del mundo anglosajón.

Hablamos de desigualdad porque en Estados Unidos llevan tiempo hablando de ello. Nos preocupamos por ella porque los norteamericanos llevan tiempo preocupándose por ella. Allí es extremadamente importante entender qué está pasando, porque algo muy gordo está pasando. Es algo que, por motivos obvios, afecta al debate político; y probablemente más que casi ninguna otra variable. Aquí hablamos de desigualdad porque los norteamericanos escriben libros y hacen películas sobre la desigualdad. Sobre su desigualdad. Que es su problema. La sociedad estadounidense emplea muchos recursos en discutir, pensar y argumentar sobre sus problemas; es lo correcto. Lo tristemente divertido es nuestro seguidismo intelectual. Mimetismo patético. Parecemos incapaces de pensar en cuáles son nuestros problemas. Una imitación triste es lo máximo que parecemos capaces de hacer y, claro, podemos acabar tomando la medicina que recetan al enfermo de la cama de al lado.

Nuestro problema deviene de tener una población poco educada en un entorno laboral muy difícil. De eso, y del paro que conlleva, es de lo deberíamos hablar. Cosas que muy probablemente no tengan nada que ver con la experiencia anglosajona. En fin, de todo eso, en la segunda parte.

José V. Rodríguez Mora es catedrático de Economía en la Universidad de Edimburgo.

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